Catorce

Octubre 1956

Mateo llevaba intranquilo unos días, aunque quizás ésa no era la palabra exacta, porque él no era de los que le daban al coco. Si acaso algo más alerta que de costumbre y eso era una sensación controlable. Nacía en él como podía ser la tos. Pronto sería llevado a África, a los Regulares de Tetuán. La letra eme de su primer apellido, en los sorteos de los quintos, siempre apuntaba en dos únicas direcciones: o excedente de cupo o África, nunca a la Península. Lo tenía asumido y había hecho sus preparativos para que a la tía no le faltara de nada. La quería mucho. En realidad no tenía a muchos a quien querer, sólo a ella y a su hermano. La vieja, que no lo era tanto en realidad, iba mucho a la iglesia y tenía sanos el cuerpo y la mente. Hacía vida de gran humildad y había sido una verdadera madre para ellos, criándolos y atendiéndolos en la adversidad. Recordaba vividamente el hambre y las penurias desde que la razón le alcanzó. Con ellos nadie había tenido consideraciones. Más tarde supo que el suyo no había sido un caso aislado sino uno de los miles que la guerra produjo. Pero él no podía olvidar ni perdonar. La piedad pasó de largo por su lado. Nunca supo lo que era ese sentimiento. Que se pudrieran los débiles. Él no volvería a aquella miseria que aún le espantaba.

La necesidad hizo que empezaran a currar desde muy niños, sobre todo su hermano, si es que los robos que hacía en el mercado de frutas podían llamarse trabajo. Antonio era buen hermano, siempre pendiente de él, pero no había encontrado su camino. Hacía poco que había regresado de África, donde pasó cinco años en la Legión para eludir problemas con las autoridades. Y ahora estaba de mozo de carga en la estación de Atocha. Era cuatro años mayor que él y su futuro parecía estar en el aire, lo que les diferenciaba, porque él tenía planes. Veía que el enriquecerse sin trabajar, mangando, era vivir en el borde del peligro y conducía a la total delincuencia, lo que suponía tener a la pasma encima. Así que cuando terminara la puta mili se iría a Alemania. Algunos de los compañeros que se habían ido allí escribían diciendo que ganaban una pasta gansa. Su profesión le permitiría entrar en los grandes mataderos que atendían la demanda de carne de un país con tantos millones de personas, más del doble que en España, según decían. Pero ahora tendría que definir ese timbre de alerta que no se apagaba y que se le avivó aquel día al enterarse de que uno de sus antiguos jefes, el Roberto Fernández, el acojonado o arrepentido, que para el tema valía lo mismo, había muerto aplastado por un camión dos meses antes. No se enteró por el Rafael, sino por otro liquidador. Su ex jefe se hacía el tonto al verle, lo que era normal según el plan establecido; pero podía haber buscado la ocasión para cambiar impresiones con él. Por fortuna la palmó el más cagado, con lo que se evitó la ocasión de que metiera la pata. Fue una muerte oportuna, pero no le gustó que sólo quedaran ellos dos de testigos. ¿O habría alguien más? Le seguían asaltando dudas de que el Rafael lo hubiera tramado todo. Seguía pensando que los gordos eran incapaces para la verdadera acción.

Esa tarde había estado en Las Palmeras, la sala de baile que estaba en la glorieta de Quevedo. Él bailaba mal pero no le importaba; el caso era darse el lote con las putas. Luego había estado con una en una habitación de la calle de Jordán. La chica no era bonita pero sí grande. A él le gustaban las tías macizas. Había pasado con ella un buen rato y luego la había invitado a un café en la calle de Fuencarral antes de tomar el metro y salir en Embajadores. Ahora bajaba hacia su casa con todas las calles llenas de sombras. Al cruzar por el descampado, antes de las chabolas, vio a un tipo que se le acercaba.

—¿Tienes lumbre, macho?

Le miró. Ancho, vestido normalmente; no era un mendigo. Sacó las cerillas y encendió una. La acercó al cigarrillo y vio relampaguear sus ojos. Se echó atrás rápido, evitando la cuchillada que le envió el otro. Le soltó un puñetazo con la izquierda y el desconocido se vino abajo. Como nacidos de la nada otros dos se abalanzaron sobre él. La fuerza de su patada mandó a uno al suelo mientras sujetaba el brazo armado del otro. Con urgencia animal le torció el brazo, le quitó la navaja y se la clavó en el bajo vientre. Ya los otros, repuestos, volvían a la carga. Proyectó al herido contra uno y arremetió contra el tercero como un vendaval, lanzándole un tajo que el oponente detuvo con su brazo. La herida le hizo gritar antes de enmudecer al caer despatarrado por el tremendo puñetazo que le asestó Mateo. El otro optó por huir dejando a sus amigos retorciéndose en el suelo entre lamentos. Mateo les pateó el cuerpo hasta dejarlos sin sentido y malheridos, quizá muertos. Se marchó rápido antes de que alguien acudiera. No quería verse envuelto en ningún caso en que interviniera la policía. Ahora ya sabía qué significaba el timbre de alarma y la perturbación que le rompía el sosiego. El accidente del Roberto Fernández fue provocado. El Rafael no quería ningún testigo. Pero la había cagado al intentar matarle. Ya se ocuparía de él en su momento.

La iglesia de San Juan de la Cruz, frente a los Nuevos Ministerios, estaba llena. Se oficiaba la boda de la hija del comisario Ocaña. Allí estaba él en primera fila como padrino.

Su niña, su sangre, la prolongación de su esperanza. Era y no era un día feliz. Miguel Bañón era ingeniero de montes y le habían destinado a Murcia. Tendrían que separarse, algo realmente duro para él. Tañeron las campanas y el órgano se impuso a los susurros. Un coro precedió al momento mágico en el que su hija, virgen como era menester, daría el sí a su nueva vida.

Después, las fotografías en Ibáñez para acompañarles el resto de sus vidas. Y más tarde el aperitivo en el magnífico jardín del local de Arturo Soria, donde se buscaron los amigos y las familias. Había muchos policías y gente de calidad, todos con sus mejores galas. La vida se renovaba y lejos iban quedando las huellas materiales de la guerra, no así las escondidas, que algún día saldrían a la luz. Cuando ese momento llegara, porque habría de llegar, ¿cómo sería la irrupción de esas reivindicaciones negadas? Miró a la ciudad, allá abajo. Económicamente el país iba bien. Los cientos de miles de emigrantes, casi una desbandada en la década, aportaban las divisas necesarias. Y el turismo creciente traía a España la modernidad necesitada, que el Régimen intentaba canalizar. Los jóvenes eran diferentes a los de su tiempo. Muchos buscaban aparentemente sólo la mejora de su nivel económico. Pero el peligro de movimientos para subvertir el modelo de Estado seguía latiendo en la sombra y en las acciones exteriores. La policía seguía sin ser bien vista por la mayoría de las gentes. Se la identificaba con el Gobierno, secuaces a sus órdenes represivas. No les faltaba razón. Pero él era policía, sólo eso. Y deseaba hacer bien su trabajo. Quizás algún día…

El sol de octubre iluminaba de rojo unas nubes migratorias y daba un tinte de oro al cielo aquietado. Su mente voló hacia el ayer, diez años atrás, al caso perdido de los niños y del falangista desaparecidos. Todas sus pesquisas secretas, realizadas con ayuda de Pablo, no obtuvieron ninguna luz. Y desde la Dirección General tampoco recibió información creíble. Se habían desarticulado varias células antigubernamentales desde entonces y se decía que allí estaban las claves, lo que él nunca aceptó, aunque nada podía hacer al respecto. Aquel chaval a quien puso escolta durante algún tiempo se mudó de casa con sus padres al año siguiente, y la pista languideció por ese lado. Felipe, que vivía solo, nunca volvió a saber de los chicos. No había seguido con las palizas a la mujer por la sencilla razón de que ella le había dejado. En el barrio y en el colegio nadie supo más de los Montero. Los Manzano se habían ido, decían que fuera del país. Mateo había estado controlado al principio y se había hecho matarife, sin que hubiera motivos para seguir vigilándole. Y hacía tiempo que los padres de Eliseo y la madre de Gerardo habían dejado de asomar sus rostros incoloros por la comisaría. Nunca aparecieron los cuerpos ni pista alguna. El tiempo cerró los huecos del caso, que pareció no haber existido. Pero él sabía que sí existió y contaba los años, que se vaciaban en las sombras del tiempo ilimitado, como el fumador que deja el tabaco y cuenta el periodo transcurrido desde la fecha de renuncia.

—José, ¿qué haces aquí, solo?

Se había quedado en el amplio jardín, solitario como un centinela. Contempló a su mujer, bella y aún deseable, principio de todas sus felicidades. ¿Por qué él se merecía tanta dicha? ¿Por qué no les cumplió a esos chicos? Sintió en sus ojos el peso de unas irresistibles lágrimas. Se abrazó a ella y dejó que su angustia se diluyera en la realidad impagada de su fortuna.