Trece

Septiembre 1956

Fernando León de Tejada vio salir a sus ayudantes. Quedó solo en el estudio. Tenía bastante trabajo porque había mucho que construir. Él prefirió, al contrario que otros colegas, dedicarse a la vivienda más social, en los barrios extremos y en los pueblos, para ayudar a la erradicación del chabolismo. San Blas, los Carabancheles, Getafe… Viviendas sencillas para gente necesitada. Estuvo revisando las correcciones en las cotas de los planos encomendados a su equipo. Cuando terminó era tarde, como casi siempre. Se frotó los ojos y pensó en el asunto que le había caído encima. Ahora, después de trece años, y cuando la evidencia indicaba que todo quedaría en el misterio, ya sabía, de golpe, impensadamente, quién y por qué mataron a su amigo Andrés.

Un domingo, semanas atrás, a la salida de misa en la iglesia del Buen Suceso, un hombre se acercó a él, abriéndose paso entre la concurrencia, y le extendió su mano.

—Fernando, cómo estás.

Se la estrechó sin reconocerle al principio. Roberto Fernández. Era tan alto como le recordaba, aunque estaba más delgado y su rostro tenía una palidez en desacuerdo con el color tostado que mostraba la mayoría de la gente en plena estación veraniega. Vestía con cierto descuido un traje de buena factura y la corbata pendía del cuello entreabierto de su camisa. Parecía más viejo de lo normal, siendo como era un hombre joven. Llevaba una cartera de mano, algo inusual en día festivo.

—¿Me prestas unos minutos? A solas. Es importante.

Él estaba con su mujer y dos parejas amigas, a las que presentó. Roberto venía solo. El pequeño jardín arbolado situado a la entrada del templo y la ancha acera de la calle de la Princesa estaban llenos de gente charlando animadamente en grupos, luciendo sus galas domingueras. La mayoría iría luego a los bares a tomar el acostumbrado y mundano aperitivo, remate social del acto litúrgico y antesala del almuerzo. Él miró a su grupo y dudó.

—Media hora máximo —insistió Roberto—. Concierne al caso de Andrés.

Quedó con su mujer y sus acompañantes en el bar habitual y siguió a Roberto hasta un café cercano. No eran amigos y en sus tiempos de falangista no habían tenido muchos contactos, ya que estaban asignados a distritos diferentes. Cuando la desaparición de Andrés, trabajaba en el Matadero y fue uno de los interrogados al respecto por la policía y por él mismo. No había vuelto a verle desde aquello. Entonces dijo no saber nada y ahora mencionaba el nombre de su amigo con el tono misterioso de quien está en disposición de conceder una revelación exclusiva. Tomaron asiento y notó en Roberto un desequilibrio emocional. Su atractivo rostro tenía demasiadas arrugas.

—Estoy en tratamiento. Tengo depresión, un nombre nuevo para una enfermedad vieja. Ya sabes: insomnio, angustia, inapetencia, caídas de ánimo… Normalmente no se sabe el origen, pero yo sí sé cómo vino a mí. La causa se explica en esta cartera.

Era una mañana espléndida, soleada, llena de críos y de pájaros. Los árboles estaban pletóricos de hojas. El local estaba muy concurrido, plagado de risas y conversaciones y bajo una protectora nube de humo. Pero Roberto tejía a su alrededor una atmósfera de angustia que también a él lo alcanzaba.

—Quiero que me hagas un juramento de confidencialidad antes de entregarte unos documentos.

—No, mientras no me digas qué es.

—El juramento debe ir antes, como sabes; nunca después.

—¿Qué documentos son ésos? ¿Por qué te diriges a mí y no a tus familiares o a alguno de tus amigos?

—No tengo amigos. Mi familia no debe saberlo. Eres hombre íntegro y fuiste inseparable de Andrés. Sólo tú puedes recibir estos informes. —Como siguiera viendo sus dudas, añadió—: Te aseguro que este material justifica esa excepcionalidad.

Accedió. Roberto le entregó la cartera y su dirección. No debía hacer nada hasta una nueva comunicación. Más tarde, cuando leyó los informes, entendió la perturbación del hombre. Era tremendo. Una cosa era ir contra el Régimen y otra en lo que derivó esa organización ignorada que los escritos revelaban. El crimen como solución.

Pasaron los días y como no recibía noticias del informador, le llamó. Se quedó helado al saber que había muerto en accidente de circulación. Se informó. Había sido atropellado por un vehículo. Al parecer, cruzaba la calle sin mirar, según los testigos. Pero era mucha la coincidencia con el aviso que emanaba de los escritos. Ahora él había heredado esa preocupación. Y estaba solo con un material explosivo, previsoramente a buen recaudo, que no sabía cómo manejar. Había hecho un juramento que, aunque ya no estaba a quien lo hizo, seguía teniendo toda vigencia para él. Pero la magnitud del asunto le superaba. Desde entonces le daba vueltas, rogando in mente que le llegara rápida la inspiración necesaria para proceder con acierto. Porque el asunto estaba afectando a su trabajo y podría hacerle tan depresivo como a su confidente.

Pensó en sus hijos. ¡Qué par de excelentes muchachos! Estaba orgulloso de ellos, aunque algo decepcionado porque habían elegido Medicina en vez de Arquitectura. Cosas de la vida. Ellos representaban la juventud seria y trabajadora que tanta falta hacía. Atrás quedó su niñez esforzada pero feliz, tan distinta a la de aquellos niños del hambre y a la de los que se mencionaba en el informe de Roberto. ¿Por qué había tantas diferencias? Estaba claro que Dios no era justo. Su fe y sus ideales políticos hacía tiempo que se habían desvanecido. Acudía a la iglesia por razones sociales, ya que se debía a un entorno de amistades cuyas formas no quería quebrar. Pero en la intimidad, sus hijos, su sangre para el futuro, sabían cuáles eran sus pensamientos y sus consejos.

Oyó el timbre exterior. Miró la hora. Faltaba poco para las doce. ¿Quién sería? Se levantó, avanzó por el largo pasillo y abrió la puerta.