Septiembre 1955
El apartamento, luminoso como un faro, de dos habitaciones y un gran salón con una cocina al fondo, estaba en las colinas de Bello Monte, donde las residencias de lujo y los caros colegios privados se disociaban del calor de Caracas. El mirador, como una pantalla panorámica, se abría sobre la Ciudad Universitaria y el frondoso Jardín Botánico, hurtándose al fárrago de la enorme ciudad. Más allá, a la izquierda, los altos edificios intentaban destacarse del agostado valle. Se lo había dejado su amiga Marta, ahora de viaje ocasional a su casa de Coro, en el estado Falcón, para el plan urdido. La opulenta familia de su amiga había adquirido el piso para ella cuando se matriculó en la Universidad Central. Catia Pertierra miró a Chus, que contemplaba el paisaje a través del ventanal.
—¿Quieres comer algo?
Él negó con la cabeza, sin volverse. Le contempló con fruición. Tan alto, tan atractivo, tan solitario en su mudez y en su comportamiento. De hoy no pasaría. Lo había traído, sin que él lo sospechara, para fundirse con él y arder en el deseo que le invadía cuando la miraba; pasión incalmable desde que lo vio por vez primera al inicio del curso en la universidad, cuando le soñaba y le presentía. El español sin sonidos, el muchacho de la tristeza turbadora. Catia notó que su sangre hervía. No podía aguantar. Ninguna de sus amigas, ni ella misma, era virgen. Qué tontería ser virgen. ¿Para qué, si el sexo era tan lindo? Lo practicaban desde niñas porque la tierra, el aire, el clima les incitaba al goce de la vida, como ocurría con todos los seres vivos de esas latitudes: humanos, animales y plantas. Ella había atemperado sus contactos carnales con sus ocasionales amigos desde que lo viera aparecer en el campus y notara en su interior que, aun sin haberse fijado en ella, lo que era sorprendente, él la llamaba como el imán al fierro, porque era el hombre esperado. Y además de la sed primaria, estaba el reto entre las amigas: ver quién se lo tiraba primero, quién ganaría la apuesta. Se confesaron entre ellas y supieron que nunca había estado con ninguna, y hasta existió la sospecha de que podría ser virgen o un marico escondido, cosa esta última que no persistió porque los declarados como tales en la universidad aseguraron que en ningún momento aceptó ninguna de las señales. Bien; era el momento de comprobar esas cosas y de conocer algo más de la vida del silencioso. A ella, una de las más solicitadas, le concedía la misma nula atención que a las demás. Meses haciéndose el sordo a sus insinuaciones y provocaciones. Pero hoy no se le resistiría. Era llegado el momento. Lo vio sentarse y esperar a que ella sacara sus apuntes y textos, para ayudarla en la preparación del curso que se iniciaba, según ella le había pedido como cebo para traerle. Chus la miró. Era una catira de gran atractivo, hija de italiana y venezolano de origen español. La más bella, que traía locos a todos los muchachos y que, sin embargo, buscaba sin complejos su compañía. Catia se quitó el vestido y la ropa interior y, sin decir nada, le mostró la perfección de su cuerpo desnudo mientras miraba su reacción. Vio que la analizaba antes de bajar los ojos. Luego, él se levantó, la apartó y fue a la ventana. La sorpresa de ella fue absoluta.
—¿Qué te pasa, mi amor? ¿No te gusto?
Se acercó a él y le abrazó por detrás frotando sus pechos contra la suave camisa.
—No temas nada, soy tuya; trabájame, tírame pues.
Él no se movió. Ella le cogió de un brazo y le giró. Al mirar de nuevo sus ojos descubrió tal desesperación que se echó hacia atrás sobrecogida, notando que su pasión se deshilvanaba como la estela de un avión supersónico en un día de viento.
—¿Qué, qué te ocurre?
Él tornó al asiento, movió la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Catia se le aproximó, se arrodilló delante de él y se las separó. La claridad bailó en la inmensidad que él liberaba de su mirada para mostrar un dolor que escapaba a toda ponderación. ¿Qué le pasaba a ese muchacho? Ella, Miss Universidad, la más deseada de todo el campus, estaba siendo rechazada. Era algo incomprensible.
Se paró y se vistió. No pudo comprobar nada de lo que había proyectado, pero tomó conciencia de dos cosas, de golpe, como si algo empezara a descuartizarla por dentro: que ese muchacho soportaba una enigmática pena incalmable y que la había enganchado en su misterio, abruptamente. Tendría que desentrañar el secreto. Carácter para esa misión no le faltaba. Se sentó a su lado, dejando que las horas fueran pasando y que el sol se rindiera ante la noche estrellada.