Once

Enero 1955

La carta tembló en su mano antes de abrirla. Con la formalidad imperante decía que había sido admitida como taquimecanógrafa en Cajas Registradoras National, la multinacional americana con sede en Dayton, Ohio, pionera de este producto industrial en el mundo y que estaba modernizando el comercio y los controles de caja con sus aparatos registradores. Había superado las pruebas. Sintió la explosión de la alegría, compartida luego por sus abuelos, su madre y su hermano Juan. ¡Si hubiera estado su padre…! Atrás quedaban los meses de preparación en la academia y el presentarse a ofertas de empleo en oficinas, anhelando el trabajo necesario. Ella quería aportar a la casa un sueldo y no sólo un esfuerzo en las labores caseras, para que la economía creciera. Quería ir consiguiendo mejores ropas, adquirir alguna sortija o colgantes de plata, si acaso de oro, y quitar la fascinación que sobre ella ejercían los zapatos. Quería ir haciéndose con un ajuar para el día que…

El dinero que llegaba a casa era el que ganaba su madre trabajando de cocinera en un mesón de la calle de Claudio Coello, con el añadido de algunos alimentos que el dueño le permitía llevarse. Y el que su hermano Juan obtenía en el Centro de Investigación de la Empresa Nacional Calvo Sotelo, donde, al mismo tiempo que hacía los trabajos, se formaba como ayudante químico en la propia escuela del Centro. Esta empresa, con sus laboratorios, oficinas, torre de destilado, plantas de almacenamiento, terminales de carga de camiones y tren, ocupaba un área de unos cincuenta mil metros cuadrados al final de la calle de Embajadores, esquina a la de Antracita. Eran unas instalaciones modernas, de rutilantes despachos y un enorme salón de actos. Juan cantaba su admiración por la imponente biblioteca y la fascinación que le causaba el hecho de poder ducharse todos los días en los grandes cuartos de baño, algo que, como el mismo concepto de servicio de ducha, eran realidades lejanas al entorno donde vivía. El Centro, perteneciente al Instituto Nacional de Industria, se creó como consecuencia del sistema autárquico del Gobierno y de la política de austeridad inserta en el ideario del Régimen, que promovía la obtención de combustibles líquidos y lubricantes no del petróleo, del que se carecía y cuya importación se pretendía limitar para mitigar la dependencia, sino de las pizarras bituminosas. El procesamiento de este mineral, desde la extracción, el destilado, el refinado hasta la industria petroquímica indispensable, se hacía en unas inmensas instalaciones en Puertollano. Para el proyecto hacían falta químicos prácticos y para ello se creó la escuela de formación de ayudantes químicos, homologada por el Ministerio de Educación, destinada a formar a quienes habían de jugar un papel importante como especialistas en esta rama industrial.

Juan iba ya por el tercer curso y sólo le quedaba uno, más la reválida, para dejar la bata azul y vestir la blanca de ayudante, lo que supondría un aumento de sueldo. Pili recordaría siempre la alegría de sus padres cuando su hermano aprobó los exámenes de ingreso en el Centro. Su padre les llevó a todos, incluidos los abuelos, al cine Coliseum de la Gran Vía, donde vieron la película El halcón y la flecha y donde se enamoró de Burt Lancaster, para terminar luego en una chocolatería de la plaza del Carmen. Un día inolvidable. ¡Qué daría por que su padre viera que ella había conseguido un trabajo…! Su padre… Nunca vio un hombre tan alegre. Cuando se mudaron al piso de Ciudad de los Ángeles asignó las habitaciones para el matrimonio y los abuelos. Luego le cogió de una mano y le dijo que eligiera una de las dos que quedaban. Prefirió la más pequeña, pero con una ventana que daba a un parque de pinos enormes. ¡Un cuarto para ella sola! Nunca olvidaría ese momento. Su padre… Sintió que las lágrimas le raptaban la mirada.

Un día empezó a sentirse mal y en poco tiempo se les fue. A los entierros no acudían las mujeres, sólo los hombres. Pero ella insistió en ir al de él. Recordaba su primera impresión cuando caminaba por entre las tumbas del inmenso cementerio del Este, detrás del coche que portaba el féretro. Todos los caminos estaban custodiados por árboles pelados y sólo se oía el crujir de la dorada hojarasca. Cuando el ataúd descendía ella se preguntó si vería subir el alma de su padre, que había sido un hombre sencillo y bueno, porque don José, el párroco, decía que los humildes subirían al reino de los cielos. El viento de aquel frío final de otoño arremolinaba los cabellos y aventaba las hojas, pero no vio salir nada del féretro, ni siquiera una vibración en el aire que pudiera interpretarse como un reflejo místico. Y, como no dudaba de la demostrada bondad de su progenitor, se preguntó por vez primera si acaso el alma no existía y todo moría con el cuerpo, salvo el amor y la memoria que impregnarían la vida de los deudos como herencia emocional. Y al regreso notó un inmenso vacío. Su falta irreemplazable hacía más aguda la ausencia del amado y aumentaba la lejanía. Ya no recordaba su voz y sólo la imagen de sus rizos era lo que guardaba de aquel chico que tanto tiempo atrás mezcló su sangre con la de ella. Recibía sus cartas y sus fotos, pero ella necesitaba algo más que ese hilo frágil que en realidad era más deseo que certeza. Luis no era él sino un chico serio de ojos increíbles pero extraño, tan desconocido como esa caligrafía que le hablaba de amor.

Guardó la carta y se preparó para enfrentar su primer día de trabajo, el siguiente lunes. Miró su escaso vestuario. Sus vestidos estaban muy usados. Sólo tenía presentable el que se puso cuando el examen en la calle de Goya. No podía ir con el mismo. Pediría a su madre un esfuerzo para unos zapatos y alguna ropa adecuada. Luego se dispuso a ir en busca de su amiga Conchita, su confidente, para descargar en ella las emociones que la ahogaban.