Agosto 1954
Chus bajó del camión en la zona de limpieza que le había asignado Boves. Cogió el rastrillo y el pico, y se ajustó el machete al cinto. El caporal: venezolano, veinticinco años, moreno de soles y rasgos nativos; de algo más de metro setenta, fibroso, extraordinariamente fuerte. Había entrado de peón en la empresa hacía siete años y su eficacia demostrada para las tareas del campo, y su don de mando natural le hicieron subir hasta ese cargo, que conllevaba un alto grado de confianza de los patronos, a los que guardaba un gran respeto y fidelidad.
—¿Todo bien, patrón?
Chus asintió con la cabeza. No era su patrón pero le llamaba así desde aquel día. Chus acudía a ayudar en las tareas de campo durante los periodos vacacionales en el Liceo, ya desde entonces, integrándose en las cuadrillas como un obrero más. Ahora estaba en las vacaciones de fin de curso, último de secundaria. Cuando finalizaran tendría que desplazarse a la Universidad Central al haber sido clausurada la de Valencia por Decreto del general Cipriano Castro en 1904. Ese año fueron cerradas también las universidades de Maracaibo y Ciudad Bolívar, quedando sólo la Central, en Caracas, y la Occidental, en Mérida. Empezaría Ingeniería Civil y compartiría residencia en la capital con sus primos y los cuatro vallecanos, uno de los cuales, Fernando, ya cursaba estudios allí desde un año antes. Sus primos y amigos no entendían que dedicara buena parte de sus vacaciones a tareas tan duras y tan poco ilustrativas. El único comprensivo era su fiel Daniel, que en ocasiones le acompañaba en esas groseras tareas durante una parte de los periodos de inactividad escolar, antes de partir juntos a explorar el país hasta el final de las vacaciones. En esta oportunidad se había quedado en Valencia preparando las asignaturas reprobadas, y luego se reunirían para hacer una escapada a los Andes antes de iniciar el curso universitario. Tampoco entendían esa dedicación los obreros, todos ellos venezolanos de baja extracción, la mayoría analfabetos y dados al ron. Al igual que Boves, ellos creyeron entonces que era una intromisión en sus tareas y una especie de fisgón. Por lo bajo hacían burla y frases despectivas; le llamaban el Echapico, el Gallo Pelón, el Cuentero y procuraban ridiculizarle con la superior fuerza y oficio que ellos poseían. Pero Chus persistió. Y no se sabe el tiempo que habría durado ese rechazo si no hubiera ocurrido aquel hecho durante la pausa escolar de la Semana Santa anterior. A partir de aquello se acabaron las miradas torvas y malintencionadas y vinieron las de admiración. Y desde entonces todo fue diferente y cada vez que llegaba le recibían con gritos de júbilo y todos le llamaban patrón.
Se trataba de sustituir partes de la tubería de acero general que estaban picadas por la arenilla del crudo y perdían combustible. Era un trabajo especial dentro de su rutina, que, como siempre, empezó a las seis y media de la mañana. Se cerraron las válvulas situadas cada diez kilómetros y se descargaron los tubos nuevos del camión. El trabajo consistía en eliminar las partes dañadas, lo que se hacía cortándolas en trozos con discos de esmeril mediante sierras neumáticas accionadas con un compresor. Con ayuda del tractor cargaban los trozos viejos en los camiones. Después de rastrillar el suelo para eliminar los vertidos y la vegetación, y alfombrar la zona con tierra limpia, se izaban partes del tubo nuevo y se colocaban sobre las almohadas de goma puestas en las camas cóncavas de las bases de concreto, a unos treinta centímetros del suelo. Las partes se unían, una vez biselados los bordes para un ajuste sin rebabas, mediante soldadura eléctrica inducida por el grupo electrógeno hasta allí desplazado. La parte de tubo a cambiar en esa ocasión era larga y estaba en posición horizontal sobre un terreno plano. Habían soldado varios trozos cuando dos liebres saltaron desde la cercana maleza a uno de los extremos del tubo habilitado, que tendría ya unos noventa metros de longitud. Tras la sorpresa inicial, dos hombres corrieron hacia el otro extremo para capturar a los animales cuando salieran. Pero los roedores no salieron. Intentaron sacarlos golpeando en cada una de las bocas y en diferentes partes del tubo. No hubo resultado y la expectación general subió, en ausencia del caporal, lejos del lugar en ese momento.
—No asoman, pue.
—Hay que cazarlos, vale.
—¿Para qué, compae?
—Ujú, para hacer un guiso.
—Si no salen, el crudo los ahogará.
—Y ¿qué a los conejos? Morirán lo mesmo.
—A mí me provocan más los conejos de las alegronas.
Coro de risas y aspavientos.
—Hay que entrar por ellos.
Risas generales.
—¡Qué esperanza! ¿Quién entra?
—Cualquiera, negro; cualquiera con bolas.
—Güeno, pue; ¿dónde está el arrecho?
—Aquí mesmo —dijo uno, corpulento.
—¿Tú? Como que cargas rasca. Necesitamos un calambeco, no un moclón alumbrao.
Todos rieron, haciéndose gestos.
—Coño e madre, ve a mamar la cuca. —Le señaló con un dedo avieso—. Miren a este arrastracuero. El vocea pero no le arriesga.
—Acaben con esa vaina. Se jodan los conejos.
—Ahí tenemos candidato —dijo uno señalando a Paco, un ayudante de peón, flaco, de no más de doce años y sobrino del caporal ausente.
—¿Tú lo harías? —preguntó otro.
—Güeno… —vaciló el muchacho, viéndose centro de todas las miradas.
—Gandumbas. Si no hay…
—Como que quieres obligar al muchacho, ¿ah? Como que le echas pico, pero no apuestas. ¿Por qué no entras tú al juraco?
—Es tamaña faena —dijo otro—. Quedaría atorao. Dejen esa lavativa. Nadie puede hacerlo.
—Lé ataremos un mecate a los pies. Si grita, halamos y lo sacamos —insistió el otro—. Pongo una locha.
—¡Cónchales!, yo pongo un real.
—¿Quién da un bolo?
—No jodas, más que las liebres. ¿Por qué no una morocota? —Todos rieron.
—¿Te fijaste? Vale con esta mamaera e gallo. Quien lo intente comerá pavo.
—¡La verga! Dejen ya la cuestión.
—¿Entras pue o te paran bolas? —habló el de antes. Todos miraron a Paco.
—No cargas cuidado de tentar al muchacho, ¿ah?
—Güeno, pue. Entraré, sí —dijo Paco.
En el tubo, de ochenta centímetros de diámetro, había aparentemente holgura suficiente para arrastrarse sin problemas. El voluntario entró y fuera hubo apreturas para mirar por el conducto. Al poco la negrura tapó los pies del muchacho. La cuerda avanzaba. De pronto oyeron un grito de pánico. Halaron fuerte y la cuerda vino a ellos sola. Se había desprendido de Paco, que seguía gritando dentro. Hubo confusión general, voces, discusiones, inacción. Chus cogió la cuerda, se la ató con decisión a los pies y se lanzó al agujero. La oscuridad fue envolviéndole a medida que progresaba. Notó una presión en sus oídos y un agobio en el pecho. El calor era sofocante. Él estaba acostumbrado a recorrer los túneles del alcantarillado del barrio. Había corrido con su hermano y sus amigos por las grandes galerías y los pequeños conductos de las cloacas, allá, en el lejano Madrid, desde que tuvo uso de razón. La mayoría de las alcantarillas estaban sin tapa, lo que era una invitación para que los chavales entraran a jugar, descubriendo ese mundo lleno de ratas, arañas y murciélagos; animales a los que perseguían con el fin de exterminarlos por el solo placer que ello les producía. A veces se topaban con huecos estrechos sin salida y había que retroceder a gatas. Otras veces los huecos conectaban con otros huecos en una especie de laberinto que les obligaba a esfuerzos de imaginación para buscar las salidas. Pero entonces era un rapaz con menos estatura y más delgado. Y no recordaba haber entrado nunca en un conducto que, aunque aparentemente ancho, resultaba estrecho por su longitud y por ser cilíndrico, dando a los pocos segundos la sensación de ajustarse al cuerpo como el capullo al gusano cuando quiere transformarse en mariposa. Debía poner las manos delante, apoyarlas y reptar ayudándose con la puntera de las botas. Miró al frente. El cuerpo de Paco bloqueaba la leve claridad que entraba allá a lo lejos. El aire apenas circulaba porque los dos cuerpos taponaban la escasa corriente entre las dos bocas. Sudaba con intensidad. Comprendió que de haber sido más tarde, el calor sería tan intenso que habrían perecido ahogados. La progresión era lenta. La superficie rugosa comenzó a abrasar sus manos. Sus pies empezaron a acusar el esfuerzo, igual que sus rodillas y codos. Paró un momento a tomar aire. Entendió el terror de Paco, cuyos gritos ya no se oían. Era urgente llegar a él. Al proseguir se dio cuenta de que no debía detenerse, porque el reinicio era muy doloroso. La curvatura del tubo dificultaba el arrastre, ya que el cuerpo se aplastaba en la punta del arco y las manos no podían ponerse planas sino torcidas. Sintió sangre en las yemas de los dedos. El sudor le cubría la cara y mojaba su braga de trabajo. El escozor de los codos se hizo más intenso. Hubiera querido que halaran de la cuerda. Cerró los ojos y prosiguió. De pronto chocó contra los pies de Paco, que parecía estar desmayado, quizás ahogado. Haló de él pero no pudo moverlo. Se dio cuenta con alarma de que estaba trabado. Cabalgó sobre él en busca de la obstrucción, golpeándose la cabeza con el áspero hierro. La encontró, palpando. La braga se había enganchado en una arista mal limada. Se ahogaba, por el taponamiento de los dos cuerpos. Procedía a librar la ropa cuando un tirón de la cuerda lo arrastró un metro para atrás, separándole de Paco. Los hombres halaban sin saber lo que ocurría. ¿Cómo avisarles o contrarrestar la fuerza aplicada por varios de los obreros? Afianzó las botas en el metal, notando el dolor del cordel en los tobillos. No podría aguantar mucho. Hizo un esfuerzo, aspirando desesperadamente, y volvió a montarse sobre el cuerpo inanimado, olvidando el techo de hierro. El golpe lo dejó inconsciente unos segundos. Se repuso, sintiendo la sangre resbalar por su frente. Buscó el enganche y soltó la tela. Agitó la cuerda y se dejó arrastrar hacia atrás agarrando los tobillos de Paco. El arrastre era veloz. Mantuvo la concentración a punto del desmayo y de pronto se encontró fuera, cayendo en los brazos de los hombres con Paco encima. Al poco, la sordera desapareció y sus pulmones se llenaron de aire caliente. Miró a Paco. Lo estaban reanimando. Tenía los ojos cerrados pero respiraba. Chus se recuperó y escribió: «¿Salieron los conejos?». Negaron. Chus se incorporó, se ató a las rodillas y a los codos unos refuerzos de cuero y pidió que le vendaran la cabeza. Escribió una nota, se puso unos guantes y volvió a entrar. Uno de los que sabían leer transmitió, admirado: «Entro de nuevo. Pero los conejos deben escapar libremente».
Otra vez en el agobio del tubo, miró adelante. Allá lejos un puntito marcaba el final del metálico túnel. Ya sabía a lo que debía enfrentarse. Siguió y siguió. Notó que la luz, cada vez más intensa, se movía. Abrió los ojos. Los conejos saltaban delante. Atisbó las caras asombradas. Asomó con los ojos cerrados, chorreando sudor y con sangre en las manos, desertados los guantes durante el recorrido furioso. Aturdido, oyó una voz:
—¡Ojo pelao! Ya como que está saliendo.
—¡Sáquense! ¡Dejen hacer! —Identificó la voz de Boves.
«¿Y Paco?», preguntó por señas, mientras lo llevaban al camión.
—Ta bien, patrón. —El tratamiento significaba mucho. Había sido aceptado en el círculo obrero. Su dolor se desvaneció.
«¿Y los conejos?».
El sol atrapó sus dientes de lobo.
—Como que escaparon, patrón, tal y como ordenó.
—Es chévere, tronco e hombre —oyó decir a uno.
—A él no le paran bolas, ¿vieron?
—El catire no peló y se llevó el punto, ¡ajuro!
—Gua, como que tiene tabaco en la vejiga.
—Ajá, como que le hizo broma a la pelona.
En el hospital, adonde fueron llevados Paco y él, Boves buscó un rato para estar solos.
—Salvó la vida de mi sobrino.
Chus escribió: «Cualquiera hubiera hecho lo mismo. No tiene importancia».
—Sí la tiene. Como que puede disponer de mí, patrón. Lo que le provoque. Siempre.
Su hazaña fue comentada y trascendió, llegando incluso a la universidad. Su tío despidió de inmediato a los obreros inductores de la apuesta, que pudo llegar a tragedia. Pero Chus se arrogó toda la culpa y le pidió su readmisión. Eran buenos obreros y no habían calibrado las consecuencias. Ello concitó nuevas alabanzas hacia él y una fidelidad insospechada. Ahora, cuatro meses después, la anécdota seguía flotando en la mente de todos.
La zona asignada en este día era grande y dos obreros le acompañaban. Empezó a rastrillar la vegetación situada bajo los conductos metálicos y partes cercanas, dejando un camino sin matojos de unos diez metros de ancho, el cilindro en el centro como eje longitudinal. A veces empleaba el machete y otras el pico para quitar raíces fuertemente enganchadas. Iba haciendo montones con la paja a lo largo del recorrido, para ser quemada posteriormente por las brigadas dedicadas a ese fin y así evitar incendios. Bebió otra vez de su cantimplora de plástico. El calor húmedo estaba impregnado de eternidad y, aunque llevaba gafas oscuras y un sombrero de anchas alas, el sol le aplastaba sin compasión. Miró la hora: casi las once. Llevaba cerca de cuatro horas trabajando, bebiendo agua y jugos solamente. Terminó de confeccionar una montonera y dejó a un lado el rastrillo, la pala y el machete. Pronto vendrían a recogerle y a quemar la paja acumulada. Observó a sus eventuales compañeros y los vio desparramados. Contempló a lo lejos los cinco tanques de crudo, grandes como plazas de toros. Estaban pintando uno de ellos, con su padre al mando. Primero limpiaban la superficie con chorros de arena hasta dejar la chapa limpia, subidos en grúas. Luego aplicaban la capa de minio y finalmente la pintura blanca con las mangueras. Vio a los hombres, pequeños como hormigas en la distancia. Volvió la vista buscando su árbol, el olmo que había plantado hacía ya siete años. Estaba alejado del área, más allá del bosquecillo de cocoteros. Hacía tiempo que no lo visitaba.
Fue hacia él atravesando el cocotal, cuyos troncos crecían distanciados entre sí. Al rato, y a través de ellos, atisbo su olmo, luciendo poderoso y soberbio en su soledad como si fuera el abanderado del bosque dirigiéndolo ladera arriba. De pronto, el suelo se abrió a sus pies con estrépito. Su cuerpo fue golpeando las paredes del pozo hasta llegar al fondo, almohadillado de broza y hojarasca. Pasados los momentos de sorpresa, analizó la situación. Una nube de polvo difuminaba el borde del pozo, allá arriba. Calculó unos seis metros, quizá más, y apreció que la mayor parte de la boca estaba cubierta con ramajes enganchados. Se examinó. Aparte de las raspaduras y golpes en rodillas, cabeza y manos no tenía dolores de algo quebrado. ¿Cómo estaba ahí ese agujero, prácticamente oculto? ¿Para qué se hizo? No se oía nada salvo el zumbido de los zancudos. Temió que alguna serpiente estuviera emboscada. Desechó la idea porque las serpientes no anidan en pozos tan hondos. La luz que entraba por arriba apenas llegaba hasta él. Miró las paredes. No estaban lo suficientemente próximas para escalarlas poniendo un pie en cada lado. Se notó lleno de calor, de polvo y de mosquitos. Intentó escalar, pero no había ningún saliente donde asirse. Decidió esperar. Sus compañeros le buscarían y le sacarían de allí. Tiempo después oyó débilmente el ruido de un camión y gritos llamándole. ¿Tan lerdos eran que no podían dar con él? ¿Cómo avisarles? No tenía nada para hacerse oír. Siguió oyendo las llamadas y luego otro ruido lejano: el crepitar de las llamas de los amontonamientos de hojarasca. Más tarde oyó el camión alejándose. Miró la hora. Las 12.05. Los obreros habían demostrado ser poco imaginativos. Pero Boves vendría, sin duda; sólo debía almacenar paciencia, aunque el calor era aplastante y el espeso aire le impedía respirar con normalidad. Estaba deshidratándose rápidamente. Tuvo atisbo de que la situación era seria.
En ese momento apareció el resplandor. Allí estaba, arriba, el ignoto rostro mirándole con la placidez acostumbrada y transmitiéndole seguridad, como había ocurrido cuando reptó por el tubo de acero meses antes y como ocurría cuando le venía un severo peligro. Luego el resplandor se extinguió, pero él supo lo que debía hacer. Volvió a examinar el entorno. El pozo era como un cono truncado invertido, algo más estrecho en el fondo que en la boca, lo que hacía que las paredes se inclinaran ligeramente hacia fuera en la parte alta. Buscó piedras picudas. No encontró ninguna. Removió la alfombra vegetal y se hizo con dos trozos de ramas gruesas. Estaban secas y pudo partirlas a tamaño adecuado. Luego las afiló, raspando las puntas contra la tierra. Usándolas como punzones, fue horadando la pared, primero un agujero para meter la puntera de un pie, luego otro para una mano, el siguiente para el otro pie. Los primeros intentos fueron fallidos. La pared estaba muy seca y la tierra se desmenuzaba. Procedió con gran cuidado. No tenía mucho tiempo. El sol estaba en su cénit y las ramas de los cocoteros no detenían su potencia. Calculó que habría cerca de cincuenta grados. Poco a poco, sin prisas, se concentró en formar una escalera por la que fue ascendiendo como una araña. Llegó al borde chorreando sudor y respirando agitadamente. Allá estaba su árbol, demasiado lejos para su agotamiento. Reptó hacia un grueso cocotero, limpio de maleza, precavido contra las serpientes. Se sentó y se cobijó en su sombra. Cerró los ojos y dejó que los zancudos se nutrieran de él. ¿Quién era, qué eran esas apariciones salvadoras? Por sobre el sisear de los mosquitos oyó ruido de motores. Se levantó y se acercó a los camiones que brincaban por el pedregoso sendero de más allá.