Mayo 1952
Mateo llegó al Matadero a las seis de la mañana, entró en el cuarto vestuario y procedió a cambiarse de ropa. Estaba solo, porque, renegador de la cama, siempre era de los primeros en llegar. Las operaciones de matanza comenzaban a las siete en verano y a las ocho en invierno. Se puso el pantalón y la chaquetilla azules, las botas de goma y el delantal de cuero. Luego se colgó el cinto con los cuchillos y el hierro de afilar metidos en sus fundas, guardó sus ropas en la taquilla y cerró con llave, porque se habían denunciado robos en los vestuarios. Salió al pasillo y se echó un pitillo mientras veía llegar a los demás matarifes. Le faltaba un año para tener su propia cartilla de fumador, pero se había agenciado una con datos falsificados, lo que le permitía retirar una cuota de tabaco racionado y que el vicio de fumar, tempranamente adquirido, no le resultara oneroso.
Llevaba tres años en el cuerpo de matarifes y estaba de apuñador, el trabajo más duro, pues había que estar agachado como los segadores. Él trabajaba muy bien y pronto pasaría a colgador, para llegar a degollador, que era el puesto más cómodo, asignado normalmente a los veteranos. Tenía diecisiete años y la cabeza muy centrada. Después de «aquello», en que estuvo manejando tela, no se acostumbraba a vivir de un sueldo. Claro que, como había apuntado el desgraciado del Facundo, no era tanto lo que sacó del Rafael como en su momento le pareció. Su sueldo ahora no era malo, pero tenía que estar pegándole sin parar desde las siete de la mañana a las dos de la tarde y, en primavera-verano, cuando el trabajo se desbordaba, hasta las ocho o diez de la noche, tras una rápida comida. Debían de existir otras formas de ganarse la vida mejor y sin pringar tanto. Las encontraría. Pero mientras, como a todo hijo de vecino, con la carne le iba de cojón de alabardero. Todo el mundo robaba piezas, cortándolas con las inevitables navajas que nadie olvidaba portar, para sacarlas entre las holgadas ropas. Hubiera sido estúpido no hacerlo. Era como el que cuidaba un huerto de manzanas. Se daba por sentado que se hartaría a comer, y nadie creería que no lo hiciera. Así que todos comían carne a diario gratis, tanto los que trabajaban en el Matadero a nómina como los cientos que laboraban y huroneaban al servicio de éste.
Pasó a la nave de matanza, que medía unos cuatro mil metros y que estaba limpia como un espejo porque los equipos de limpieza la fregaban concienzudamente cada tarde, arrastrando la sangre y los restos de carne y pieles. Cientos de ganchos fijos, en filas, colgaban del techo como negras estalactitas, a unos ciento ochenta centímetros del suelo, salvo en la zona central, un pasillo longitudinal por donde circulaban los trabajadores y las ristras aéreas de ganchos de traslado. Se trabajaba en dos equipos paralelos de veintiséis hombres cada uno, situados a ambos lados del pasillo central. Cada equipo constaba de cuatro grupos de matarifes colocados en líneas horizontales, una detrás de otra como en formación militar: el grupo de ocho apuñadores, el de seis colgadores, el de seis vaciadores y el de los seis descabezadores. En total, cincuenta y dos hombres como núcleo especializado de trabajo, más los que principiaban y terminaban la matanza, además del jefe de nave, normalmente el de mayor antigüedad y responsable del buen funcionamiento de los trabajos. Mateo se colocó en su línea, al fondo de la nave. Poco a poco fueron llegando los otros matarifes para completar las filas de los grupos y equipos.
Miró a la punta de la nave, allá delante, cien metros a lo lejos, por donde ya entraban los corderos. Uno de los arrastradores, ayudante, como él al principio, los iba colocando sobre un carrito, acostados, cabeza con cabeza, en grupos de diez por vez. A Mateo, como a los demás, había dejado de admirarle el que los animales se quedaran quietos en la postura inicial y permanecieran así hasta morir. En su día recordó una historia de pueblo que contaba su tía. Decía que cuando Herodes buscaba a Jesucristo recién nacido para matarlo, y conjurar así la amenaza que para la estabilidad del reino representaba ese extraño nacimiento según los oráculos, preguntó a hombres y animales si sabían dónde estaba el niño. Todos callaron. Cuando les llegó el turno a los corderos, ellos respondieron: «¡Beeeelen, Beeeelen!». Dios avisó a María y cuando los soldados del rey llegaron a Belén encontraron el pesebre vacío. Pero en castigo, por chivatos, el Señor los condenó a morir en silencio.
Los arrastradores llevaban ya los carritos hasta la siguiente fase, donde los oficiales degolladores, uno por equipo, traspasaban el cuello de los corderos con un cuchillo en el mismo carrito, en un rápido movimiento, sin que los animales ofrecieran resistencia. Sin moverse, quietos, se desangraban y su sangre iba vertiéndose en un recipiente a través de los desagües que para tal fin tenían los carritos. Los carristas desplazaron los carros desde los degolladores hasta el otro extremo de la nave, donde esperaban los ocho apuñadores en formación, y procedieron a descargar el ganado en el suelo. Algunos corderos habían muerto ya y otros lo hacían en el suelo pataleando con el estertor final.
Mateo se agachó y comenzó a quitar la piel del primer animal desde la parte trasera. Actuaba rápido, codo con codo con los demás de su línea, separando expertamente la piel de la carne, porque los pieleros daban unas primas por las pieles enteras, que iban a un fondo común. Desgarró las patas traseras, cortando y metiendo los puños entre piel y carne, tirando de la piel y puñeando hasta llegar a la mitad, donde lo dejó para la línea de los seis colgadores, que venían detrás y que suspendían de los ganchos fijos a los corderos, cabeza abajo, por el nervio de una de las patas traseras. Los colgadores, de alta estatura por motivos obvios, terminaban el desollado tirando de la parte desgajada, que pendía como un faldón, separándola hasta el cuello. El animal, ya desangrado y con la piel colgando de la cabera, era abierto en canal en la línea siguiente de los seis vaciadores, que extraían las tripas y las dejaban caer en unas banastas cuyo destino era Mondonguería, si superaban el paso previo por Inspección Sanitaria. Los seis descabezadores intervenían a continuación para desprender la piel totalmente, cortar las cabezas y las pezuñas, que, junto a las asaduras —hígado, corazón, esófago, riñones, pulmones—, se echaban en otros cestos para Casquería, una vez cumplido el requisito sanitario. Las pieles se depositaban en unos carros que la cuadrilla de repartidores llevaba a los secaderos. La sangre líquida, que unos hombres se habían encargado de batir para evitar su coagulación, era vendida también a los casqueros. Finalmente, los troncos de los animales, limpios y en canal, eran llevados por los repartidores desde los ganchos fijos al pasillo central, a hombros, para colgarlos en los ganchos del bastidor longitudinal, donde, por los raíles aéreos, se empujaban hasta las inmensas naves de oreo, situadas al otro lado del patio, para permanecer toda la noche. La normativa exigía que cada pieza fuera inspeccionada por miembros del Cuerpo de Veterinarios, algo imposible de cumplir. ¿Cómo examinar diez mil corderos diarios, además de los otros miles de animales sacrificados por jornada? En la amanecida del día siguiente, los repartidores llevarían las piezas desde las naves de oreo a las de romaneo y, después del pesado, las cargarían en los camiones del Ayuntamiento para su reparto a las carnicerías.
En las silenciosas y pobremente iluminadas naves de oreo, diez mil metros de espacio diáfano, la contemplación de los miles de cuerpos colgados en filas perfectas, como soldados de un enorme ejército renovado cada día, constituía un espectáculo sobrecogedor.
Mateo avanzó hasta el cordero siguiente y procedió de la misma forma. Su enorme fuerza y sus grandes puños separaban sin desmayo. Siguió hasta el tercer cordero y luego hasta el cuarto y sucesivamente, sin parar, progresando hacia el extremo de la nave por donde entraban los animales. No había pausas, no podía haberlas. Las demás líneas venían detrás, empujando, como engranajes de una máquina en marcha. Era la mejor época de matanzas, y se sacrificaban unos diez mil corderos diarios, lo que significaba despedazar un animal en aproximadamente un minuto; es decir, sesenta segundos desde que el animal entraba en la sala de sacrificio hasta que salía despiezado a la nave de oreo, por lo que en los puntos específicos de acuchillamiento, restando los tiempos de traslado en las enormes naves, cada hombre debía hacer su labor en unos quince o veinte segundos. Si alguien tenía que hacer alguna necesidad, debía resolverla rápido para no detener la cadena. La flojera era nula y la abstención escasa, porque los dineros extras se repartían entre todos y quienes no estuvieran no recibían parte. El ritmo era frenético mientras los hombres gritaban y hacían chistes entre el ruido de los carritos, el crujido de los ganchos al correr por los raíles aéreos y el sonido de los cuchillos al ser afilados continuamente. Contemplar a los corderos entrando a miles sin resistencia a su sacrificio, empujándose unos a otros como si fueran a un suicidio colectivo, sin recular a la vista y olor de tanta sangre, al contrario de lo que hacían los vacunos y los cochinos; ver esa destrucción masiva de vidas era algo que no admiraba ni preocupaba a los especialistas en matanzas. Taladrar los cuellos, arrancar las pieles, colgar los cuerpos, abrirlos en canal, quitarles las vísceras, llevarles al oreo: un círculo sabido, aceptado, repetido, inalterable. La misma rutina que cualquier trabajo, pero en éste había que ser insensible a emociones naturalistas. Por eso hubo quienes desertaron al poco de iniciarse en él. Ese no era el caso de Mateo. Él no miraba los ojos inocentes de los animales. Cuando le llegaban, sus miradas estaban vacías de vida. Y cuando levantaba la vista, al hacer una breve parada, y veía cómo los corderos se atropellaban para morir y cómo se les descuartizaba, su mente estaba en otro sitio, insensible a la industrialización de la muerte.
El día fue resumiendo sus horas. Los matarifes paraban para tomar un bocadillo o un café rápidos, turnándose. Cuando en su trabajo los equipos llegaban al principio de la sala, volvían a retroceder hacia el fondo, a la parte contraria, para reiniciar la función. Así fueron haciendo varias veces el recorrido de cien metros por la inmensa nave, hasta que no quedó ningún animal vivo. Ese día culminaron el trabajo antes de las ocho de la tarde. Mateo pasó a las duchas entre el guirigay de los compañeros. Estar tantas horas inclinado hacia el suelo era un gran esfuerzo, pero él lo aguantaba bien. Dejó que el agua le escurriera y se lavó bien las manos para eliminar el penetrante olor de la sangre. No le gustaba ir desprendiendo ese olor, por lo que al terminar la ducha se enjuagó, como siempre, con agua de colonia. Se vistió y salió con algunos compañeros a tomar unas cervezas en el bar Central, como un día cualquiera. Al entrar divisó dos rostros al fondo, por entre los parroquianos. Se quedó paralizado. El Largo y el Patas. No podía ser. Se abrió paso. No eran los Montero sino dos hombres aparentemente de su edad y de aspecto aniñado. ¿Cómo iban a serlo? ¿Empezaba a ver fantasmas? Se rio de sí mismo. ¿Fantasmas, él? Uno estaba muerto y el otro había desaparecido hacía ya seis años. ¿Dónde coño estaría? El barrio ya no era como antes. Los chicos crecían y muchos se habían marchado a otros lugares. Como la familia del Rana, el testigo del rapto del Gege.
No sabía dónde vivían. Pero a él tres cojones le importaba dónde estaban. El Rana no representaba ninguna amenaza ni podría representarla para el que secuestró al Gege, porque aquel maldito día iba disfrazado. En realidad eran ellos, sus dos antiguos jefes, quienes le preocupaban, cada uno por un motivo distinto. Le habían citado en dos ocasiones en los últimos meses con el propósito de darse ánimos mutuos y desterrar temores por lo hecho en el pasado, retomando el juramento de mantener el secreto. Para él era absurdo, ya que a ninguno le interesaba darle al pico. Pero observó que el alto, Roberto Fernández, se había venido abajo sobre todo desde el asunto Facundo porque, al contrario de lo afirmado por el gordo cuando lo liquidaron, él no estaba enterado ni lo hubiera permitido. Le había mentido el muy cabrón. Al saberlo, más tarde, al Roberto le dio un síncope. Los remordimientos le estaban comiendo el coco y les acusaba al gordo y a él de ser unos simples asesinos. Pasaba mucho tiempo de baja laboral con una rara enfermedad que le tenía los nervios destrozados y no le dejaba dormir. El gordo, Rafael Alcázar, era todo lo contrario y mostraba una seguridad no acorde con su cuerpo, sobrado de grasa. A él le asaltaban dudas de que el tipo, al margen de su frialdad, albergara la energía y decisión suficientes para hacer funcionar el tinglado, de que fuera el jefe. Pero, según confesión del propio Rafael, suya fue la idea y también fue él quien creó la organización, que había funcionado de forma impecable. Y nada habría ocurrido si el imbécil del Andrés Pérez de Guzmán y aquellos jodidos mocosos no hubieran metido el cuezo. El gordo insistía en mostrar gran seguridad en sí mismo y se afanaba en transmitirles ese sentimiento. Él no necesitaba de tanta recomendación. No hablaría nunca. Era el Roberto quien requería de ayuda urgente, porque se había convertido en un riesgo. Le extrañaba que el cabrón del Rafael no le hubiera pedido que hiciera con el Roberto lo mismo que con el Facundo. Quizás el desquiciado tenía algún escrito comprometedor y eso le salvaba la vida. O puede que, simplemente, al Rafael no le pasara por la cabeza eliminarle porque en verdad sintiera cariño por su amigo y compañero de guerra.
Estaban en 1952 y hacía un año que los yanquis habían desembarcado en España con sus ayudas económicas y sus bases militares, consolidando el Régimen. El racionamiento de alimentos se había acabado recientemente. En lo político todo seguía igual, con una policía que no cejaba en la conservación del orden que el Gobierno requería. A veces había visitas e interrogatorios en el Matadero para eliminar posibles amenazas subversivas de los comunistas. Pero en cuanto al asunto de las desapariciones, parecía que la policía había dejado de husmear. Quizá se contentaron con la redada que hicieron hacía ya cinco años, cuando emplumaron a aquellos desgraciados de la organización subversiva, o con la segunda, hecha un año después en Administración, en la que implicaron a gente de mayor nivel. Lo cierto es que el asunto se había frenado al no aparecer los cuerpos. ¿Por qué entonces sus otrora jefes tenían tantos temores? Haber colaborado con ellos fue una experiencia gratificante para él, y más en aquella edad, con tanto por descubrir. Pero aquello acabó cuando la organización fue disuelta y el dinero se extinguió. Tuvo que afanarse desde entonces en trabajos auxiliares hasta que pudo entrar de matarife. Luego ocurrió lo del Facundo. Las pelas que le proporcionó ese asunto las tenía a buen recaudo en casa, en un agujero de la pared, donde estaban seguras porque no había robos en las casas. Procuraría no gastarlas, ya que cuando fuera a la mili no tendría ningún ingreso. Lo demás era el pasado y había que olvidarlo. Pero el gordo cabrón quería tenerlo uncido a ellos. Y eso debía terminar. A él no le helaba la sangre, como al pobre Facundo.