Abril 1952
—Hola, muchachos —saludó Jesús, al sentarse en la mesa para el desayuno. Su irrupción apagó los murmullos que mantenían sus sobrinos Manuel y Juanín—. ¿No ha bajado Chus?
—Sí —habló Juanín—. Ha ido a correr por ahí, antes del alba.
—Buenos días, Jesús —dijo Inocenta, poniendo dos jarras de café y leche en la amplia mesa junto a otra jarra de chocolate batido y una fuente de fruta: mangos, papayas, cambures y piña.
—Hola —contestó Jesús, viendo a su mujer trastear por la cocina. La construcción de ésta era típica norteamericana: un amplio espacio de grandes ventanales mirando al jardín, con todos los muebles y electrodomésticos a un lado del ancho salón, integrándose de forma funcional en un solo volumen, sin puertas divisorias. Tanto él como Matilde habían dejado de maravillarse por el cambio acaecido en sus vidas. De la lobreguez y angostura de su piso de la calle de Ave María, a éste, luminoso, con habitaciones y sitio para todos. Habían pasado cuatro años ya desde su salida de España y las dos familias seguían viviendo juntas, siete personas en rara armonía, compartiendo vivencias y gastos. Ambas mujeres se habían hecho muy amigas, quizá porque Matilde tuvo desde el principio la intuición de mantenerse en un segundo plano en cuanto al orden doméstico. Ello permitió una corriente de auténtica camaradería, y el aprecio que sentían unos por otros no era fingido. Aquella mañana, sin embargo, comenzó con la mención del problema que todos pretendían que no lo fuera. Juan padre bajó de su habitación con el gesto satisfecho de siempre. Un día nuevo comenzaba y había mucho trabajo que hacer. Tomó asiento y miró a sus hijos.
—¿Qué les pasa a ustedes? —dijo, observando los moratones de sus caras, sin comentarlos. Ellos se miraron y bajaron la cabeza—. Les hice una pregunta.
—Nada, no ocurre nada —habló Manuel.
—Sí ocurre —dijo su hermano—. Es Chus. Volvieron a golpearle en el Liceo. Las bandas de siempre.
—Son ustedes tres, más los tres vallecanos. No deberían vencerles.
—En realidad somos cinco. La cuestión es que Chus no devuelve los golpes. Como que se ablanda.
—Los problemas como que empiezan siempre igual —terció su hermano—. Se meten con él, le insultan y el tipo ni se inmuta. Luego le empujan, le zanquean y le golpean. Y él como que es incapaz de sentir calentazón. Como Jesucristo.
Las dos mujeres se habían acercado. Jesús miraba en silencio a los dos sobrinos y a su hermano.
—Intervenimos, como siempre, y ya está el zaperoco. Todos enzarzados. Y ¿qué hace él? Intenta apartarnos y se lleva la mayor parte de la golpiza. Bueno, el que más recibe es Daniel, que no soporta que se metan con su amigo. En verdad que es un tronco de fajado. A la mínima se lía a cipotazos.
—No se entiende lo que ocurre con Chus. Como que es el hazmerreír del instituto. Porque una cosa es ser mudo y otra…
—No lo digas —interrumpió Jesús—. Nadie puede creer que el chico sea un güevón. Sabemos que es distinto pero, perfectamente normal. Ya lo dijeron los médicos. Tiempo al tiempo. Algún día esa melancolía desaparecerá.
—Tampoco se integra en los grupos. Se aparta de las reuniones, no va a bailes, no sale con muchachas.
—Pero es el primero en clase y les ayuda en sus deberes, ¿no es así? —dijo Juan padre—. Y cuando va a la refinería siempre da la talla, sin flojeras, según dice Boves.
—Sí, pero desde su misteriosa soledad. Siempre que le necesitamos para esas cosas, está. Y para cualquier esfuerzo. Pero nada de juegos, ni confidencias. Sólo deporte. ¡Cónchales, viejo!, le queremos, es nuestro primo; pero nadie sabe lo que piensa.
—Además hace cosas insólitas. Eso de subirse a los árboles y escalar las ramas más altas, lo de las caminatas por los montes… ¿Y lo del agua? Se mete en el lago y permanece sumergido más de lo que nadie puede aguantar. Es tal el exceso que siempre creemos que se ha ahogado. Como que fuera a venir el fin del mundo y él se preparara para ser el único superviviente. Bueno; él y Daniel, tal para cual.
—No hace mal a nadie con eso —indicó Juan padre.
—No, pero es tan chocante que provoca toda esa burla de los otros estudiantes y por eso lo embroman.
—¿Qué otros estudiantes son ésos? ¿Criollos?
—No, italianos, portugueses…
—¿Qué pasa con las muchachas?
—Como que están todas locas por él, pero Chus no les presta ni ojos ni oídos. Actúa como un monje. Incluso algunos maricos lo han intentado, a ver si… También pelaron estrepitosamente.
—Está claro que la toman con él por todo eso que dicen ustedes. Es mudo, largo para su edad, de los que mejores notas obtienen, y funciona oquei en los deportes, además de su aparente desapego a lo sexual. Todo le hace diferente. Es lo que les irrita, no el despreciar los corrillos, porque, al no estar integrado en ningún grupo, nadie de otras bandas puede estar en su contra. Siempre ha sido así en todos los lugares y épocas. Se tiende a despreciar o a amar al distinto. Llegará un momento en que la fase de rechazo a Chus cambie a la de comprensión.
—Sólo conque les haga frente, que les presente batalla una vez, sería oquei. Fajarse arrecho con uno de los cabecillas, como hace Daniel, y al día siguiente se acabaron las pendejadas.
—Debemos tener paciencia —dijo Inocenta—. Dejemos que el tiempo juegue su baza.
En ese momento entró Chus. Todos le miraron. Rostro noble y gesto agradable, alto como un pino y delgado como un bambú, con la cara llena de moratones. Besó a las mujeres y se sentó entre los hombres con un gesto sosegado. Tomó un papel y escribió:
«Les he oído y lamento las preocupaciones que les causo. No puedo comportarme de otra manera. Algún día todos lo comprenderán. Les pido perdón a ustedes, mis primos; los quiero mucho y les agradezco su defensa. Quizá pueda compensarles a todos de otra manera, pero no devolviendo golpes e insultos a muchachos sin maldad que sólo se divierten. Sé lo que es la auténtica maldad».
Todos leyeron el mensaje. Manuel se echó a reír.
—¿Ven ustedes? Como Jesucristo.