Siete

Octubre 1950

Al sur de Madrid, entre las carreteras de Toledo y Andalucía, está el barrio de Usera, llamado así porque en un tiempo todos esos terrenos pertenecieron a una familia de ese nombre. A la sazón era un barrio abierto, obrero, marginal, de estrechas callejas, desdichados árboles, miserables casas y el verde brillando por su ausencia. Al final del barrio, más al sur, la habitabilidad cesaba bruscamente. La tierra se desplomaba varios metros más allá en un inmenso campo que se perdía, huérfano de arbolado y viviendas, hasta el pueblo de Villaverde, entre las carreteras de Andalucía y de Toledo. Esa fue la barrera natural de uno de los frentes de Madrid durante la Guerra Civil, la tierra de nadie, y no había sido tocada desde el final de la misma. A un lado, abajo, allá, estuvieron los legionarios y moros de Yagüe; en lo alto, acá, las milicias que defendían la República. Los niños jugaban ahora en las ruinas de las trincheras, los bunkeres y los cascotes. Y todavía, de vez en cuando, aparecían bombas sin explotar o armas diversas enterradas entre algunos huesos. Esa antaño frontera estaba ocupada, en su parte norte, por chabolas, de gitanos en su mayoría.

Mateo fue al bar que el jefe de la organización le había indicado, al final de la calle de San Basilio. Miró a través de los cristales. En efecto, Facundo estaba allí, echando la diaria partida de cartas. El viejo Facundo Morales, el enlace que tuvo la organización antes que él. Antiguo matarife, quedó inútil para ese trabajo cuando se cortó los tendones de la mano izquierda con el afilado cuchillo. No había seguro de accidentes, por lo que no recibió ninguna compensación económica. Le dejaron para tareas auxiliares. Un hombre así, cuyo cometido fuera variado e hiciera recados, es lo que necesitaba el jefe para el puesto de enlace en su proyecto. Eran las nueve de la noche pasadas y el frío empezaba a sentirse. Mateo esperó fuera, emboscado en un portal y fumando calmosamente. La gente pasaba rápida a sus casas y sólo las luces de los bares colaboraban con las macilentas de los faroles para que las sombras no se adueñaran totalmente de las calles sin pavimentar. Tiempo después vio salir a Facundo y despedirse de sus amigos. Le siguió y cuando juzgó conveniente le abordó.

—Facundo.

El hombre se echó hacia atrás para contemplarle. Aparentaba unos cincuenta años aburridos, su cuerpo desvencijado y embutido en ropas menoscabadas.

—¡Hombre, Mateo! —dijo, al cabo—. Joder, estás tremendo. ¿Qué haces aquí?

—Vengo a verte.

—¿A verme? ¿Para qué? ¿Qué puedes querer de mí después de hacerme la putada?

—Na’ tuve que ver con tu cambio.

—Lo sé. Pero pudiste haber dicho que no.

—Hubieran elegió a otro. Tu suerte estaba echá.

—Tienes razón. Pero fue injusto —dijo el hombre, cuya cabeza no llegaba al hombro de Mateo—. En fin, ya no tiene remedio. Vamos a un bar y me cuentas.

—Prefiero caminar un poco, si te parece.

—No hace tiempo para eso, pero bueno, vamos.

Echaron a andar por la empinada calle de Carrascales.

—Te enseñaré algo, ya que estás en mi barrio —dijo Facundo—. Vamos por esa calle, a la izquierda.

Caminaron hasta el antiguo frente y se detuvieron ante un gran cráter en la parte alta del descampado. Facundo habló:

—La aviación franquista bombardeó estas trincheras en los últimos meses del 36. Luego, el frente se estabilizó y no hubo más bombardeos aquí. Cayeron bombas que no estallaron. Los artificieros republicanos las desactivaron, pero no todas. Algunas penetraron profundamente y quedaron enterradas. Después de la guerra, los artificieros de Franco las encontraron y las desactivaron. Pero una de ellas, un monstruo increíble de trescientos kilos, no fue detectada. Allí quedó, agazapada con su carga maligna, esperando a cumplir su terrible misión. Hace seis años un grupo de chicos, ahondando en busca de chatarra, la encontraron. Descubrieron primero la aleta de cola. Excavaron y poco a poco fue apareciendo el enorme cilindro. Alborozaos, no dijeron nada a los adultos. Allí había hierro en abundancia, un gran botín para no repartir con nadie más. Fíjate qué mezcla de ignorancia y avaricia. ¿Cómo iban a cargar con un objeto tan pesado, en el supuesto de que hubieran podido sacarlo? Siguieron ahondando alrededor del obús, que estaba firmemente clavado. Y siguieron. El tumulto atrajo a chicos mayores. Y, entre todos, movieron la pieza para facilitar su extracción. El mal allí dormido despertó. La explosión abrió el agujero que ves, mucho mayor que ahora, porque se ha ido tapando. Mató e hirió a un montón incontable de niños y adultos, y destruyó las chabolas de hojalata cercanas. Nunca se supo cuántos murieron; hombres, mujeres y niños. Algunos cuerpos se eclipsaron por la detonación, además de que muchos niños estaban incontrolaos, sin saber quiénes eran, ni sus nombres siquiera. La noticia no salió en los periódicos ni en la radio. La censura impidió que se conociera la catástrofe. ¿Cómo iban a permitir que el mundo supiera que una de esas descomunales bombas lanzada por ellos seguía matando inocentes cinco años después de terminada la guerra?

Mateo permaneció un largo rato mirando en silencio el agujero. Luego se volvió a Facundo.

—No debiste contarme eso.

—¿Por qué?

—Por na’. Hubiera preferío no saberlo.

Volvieron hacia la calle de Carrascales.

—Se dijo que empezaste a darle al trinque —apuntó Mateo.

—Ese cuento era la justificación que esgrimió el Rafael. Bebo como todo el mundo; bueno, quizás un poco más ahora. Pero siempre cumplí con mi trabajo.

—Dijeron que tenías la lengua floja, que te ibas de mu. Metías la pata, cosas que podían dar lugar a consecuencias fatales pa’l grupo. Pensaron qu’eras un peligro pa’ tos.

—Mentira. Soy un hombre responsable. Yo también me jugaba mucho.

Llegaron al gran solar que descendía a la calle de Rafaela Ibarra, situada en un plano más bajo.

—Estoy aquí porque dicen que te vas a chotar de lo nuestro —espetó Mateo de pronto, sin levantar la voz.

—¿Qué? —dijo el otro, parándose—. ¿Quién te ha dicho eso?

—¿Quién va a ser?

—El Rafael, claro. El Roberto es incapaz de una cosa así. ¡Ah!, el muy cabrón. No es verdad. Sólo le dije que me diera algún trabajo porque estoy tieso. Tengo familia. Cuando me quitó de enlace me echó del Matadero y me amenazó de muerte si hablaba. ¿Cómo crees que iba a irme de la lengua, si me tiene acojonao? Le hiela a uno la sangre con esa terrible mirada. Sólo le pedí que me ayudara.

—Dices que te largó. El no tiene autoridá pa’ eso.

—Claro. Se limitó a intrigar en Personal, donde tiene mano. ¿Crees sinceramente que en Dirección se fijaban en mí? ¿A cuántos despiden? A ninguno. Ni siquiera a los que roban.

—El dice que te dio mucha panoja, bastante pa’ no pasar fatigas.

—¿Eso te dijo? Otra bola. Me dio, sí, pero no para vivir de ello toda la vida. El dinero se gasta. ¿Qué te da a ti? ¿Te paga bien el riesgo que corres?

—Aquello acabó hace cuatro años. Tos dejamos el asunto. Ara soy matarife.

—¿En serio? —se sorprendió el otro—. ¿Por qué se acabó?

—Porque to’ lo que empieza acaba alguna vez.

—Coño, ¿te has vuelto filósofo? —Ante el silencio de Mateo, prosiguió—: Bueno, contesta, ¿crees que te pagaba lo suficiente, a nivel del riesgo?

Fueron caminando en silencio. Mateo admitió para sí que el Facundo tenía razón. El mamón del Rafael le había estado explotando. En su momento le pareció mucho el dinero que recibía. Analizándolo después, concluyó que fue una mierda, dadas las dimensiones de la apuesta. Pero con esta misión, que le iba a proporcionar una considerable suma, se desquitaría.

—Te callas. Vale —dijo el otro—. Pero él te mintió. Sólo le pedí un trabajo porque con esta mano no entro en ningún sitio. Nunca descubriría a la organización.

Habían ido bajando la pendiente y andaban por la acera de tierra. Un coche negro se detuvo cuando nadie pasaba cerca. Mateo abrió la portezuela trasera, empujó al hombre y entró tras él. El coche arrancó. Facundo, sorprendido, hizo intención de hablar.

—Cállate —dijo el conductor.

—¡Tú! ¿Qué…, qué es esto? —dijo al reconocer al del volante.

Mateo le retorció el cuello hasta oír el chasquido. El coche siguió su rumbo por el inmenso descampado sur hasta llegar a un lugar apartado, donde buscó un estrecho camino. Sacaron al muerto y lo metieron en el maletero. Volvieron al coche y se dirigieron a la ciudad por la carretera de Toledo.

—Esta noche, a las dos —dijo Rafael.

—Cuando terminemos, ¿c’aremos?

—Tú seguirás con tu trabajo y yo con el mío. No nos hemos visto. Continuaremos sin tener relación. Puede que nunca más vuelva a necesitarte.

—Estás cuatro putos años sin hablarme, m’encargas este mochuelo de sopetón y luego si te’ visto no m’acuerdo.

—Así es. Te llevas una buena pasta. Y por otro lado también te has beneficiado. Si se hubiera chivado, caerías tú también.

—Dijo que sólo te pidió curro.

—¡Bah! Una excusa. ¿Le crees a él o a mí?

—No sé. No me gustó hacerlo. Era un rojo.

—Y ¿qué? Era una amenaza y ya no lo es.

—¿Seré yo una amenaza tamién, algún día?

El otro le miró fijamente y vislumbró la inhumanidad agazapada en sus ojos saltones, como el áspid vigilando su presa.

—No. Estamos los tres en esto y es absurdo que ninguno nos vayamos de la lengua.

—¿Qué opina el Roberto de lo de hoy?

—Está de acuerdo en todo.

—No es ésa la impresión que dais. Peleáis mucho.

—Discutíamos, hace tiempo, pero ya no. Él tenía miedo, simplemente. Pero se le pasó.

—¿Por qué no ha venío?

—No era necesario. Con dos es suficiente.

—¿Por qué pediste mi ayuda? T’ubieras ahorrao una pasta gansa d’aberlo hecho vosotros.

—Tú eres mejor. Lo hiciste con los otros. Además, no queríamos que alguien nos viera con el Facundo.

Detuvo el coche en la glorieta de los Bebederos. Mateo descendió.

—Te recojo aquí.

—Sí.

El coche arrancó y Mateo caminó por la calle de Embajadores hasta su casa.