Seis

Octubre 1948

Mateo cargó las pieles en el carro y las llevó al secadero, junto al gran depósito elevado de agua. Allí, como si fuera un tendedero de ropas, las pieles colgaban a miles en las abiertas naves de oreo impregnadas de un olor nauseabundo. El hedor era tan fuerte que toda la plaza de Legazpi estaba saturada con su efluvio. Ya pronto dejaría de ser repartidor, pasaría a matarife y la cosa sería diferente. El trabajo era duro pero mucho mejor pagado y con otra categoría. Buena falta le hacía, porque desde el lío, hacía dos años, sus ingresos eran muy escasos. Los asuntos que había llevado con esos tipos se habían acabado, y también los robos de lechales y lana. La vigilancia, aunque había disminuido, seguía siendo intensa, y a menudo se veían hombres desconocidos husmear en los barracones, entrar y salir de las oficinas y llamar a declarar a empleados. No se habían hallado los cuerpos de los desaparecidos, ni se hallarían nunca. Sólo un accidente o un milagro podrían hacer que encontraran el lugar de los enterramientos. A menudo pensaba en el Patas. ¿Dónde estaría el cabrón? Se le escapó y no había dado señales de vida. Menuda potra tuvo el hijoputa con la aparición de los guardas. Pero estaba claro que no se fue de la lengua, porque si no habrían venido a por él y le habrían hinchado a hostias. No le harían hablar aunque lo despellejaran vivo. Además, la falta de pruebas y de cadáveres también jugaba en su favor, en el de todos, como le decían sus antiguos jefes, de quienes tampoco estaba del todo satisfecho. Se habían desligado de él a raíz de la captura de algunos elementos de la célula comunista, dejándole que se pudriera en la miseria. Pasaban por su lado como si no le conocieran. Ya en su día le habían ordenado observar relaciones distantes para eliminar resquicios de sospecha, y él sabía que la anulación de contactos era el mejor argumentó para conseguir ese fin. Pero, coño, no de forma tan drástica. Él se cruzaba con gente, piezas menores de la organización, y se saludaban como con todos; la mejor manera de actuar, a su entender, para mantener la normalidad. Cada uno de ellos sabía que debían guardar el secreto por pura autodefensa. Claro que esos peones eran ignorantes de los asesinatos realizados por el grupo dirigente, él incluido. En cualquier caso, de vez en cuando le asaltaban dudas sobre el comportamiento futuro de sus jefes. Porque a veces los sorprendía discutiendo, lo que le preocupaba por si estaban desmoronándose y le arrastraban con ellos. Bien, que se fueran al infierno. No podía hacer nada al respecto. Las cosas estaban como estaban. Él hacía tiempo que había dejado de lamparles. Cada uno a lo suyo. Pero si por circunstancias volvían a necesitarle, estudiaría si colaboraba o no. Si accedía, tendría que ser por una pasta gansa, no por cualquier migaja como antaño. Porque había un factor a su favor: cada día era más adulto, más fuerte y sabía más. Podría enfrentar lo que viniera, como en su día hizo su padre. Con él no iba a jugar nadie.