Abril 1947
El hombre salió de la estación de Atocha y bajó por el paseo de las Delicias sorteando el gentío de la populosa arteria, plagada de bares, cines y zapaterías. Eran las ocho de la noche de un día primaveral y todavía el cielo estaba encendido y los comercios abiertos. Torció por la calle de Cáceres y salió a la de Jaime el Conquistador, muy concurrida también, por una de cuyas aceras de tierra continuó su caminar. Observó a la derecha que las chabolas ya se habían comido el campo inmenso. Buscó un portal, que, como todos, estaba abierto, y se acercó a un grupo de mujeres que conversaban sentadas en unas sillas.
—Perdón, señoras, ¿vive aquí la familia Barón, Juan Barón?
—No; en esa de ahí, en el tercero A —indicó una de ellas.
El hombre fue al portal indicado, subió las escaleras y tocó en la puerta, que se abrió a la segunda llamada.
—Buenas tardes. ¿La familia Barón?
La mujer le miró con sospecha. Era un hombre de treinta y pocos años, grande, de bellas facciones, escueto de carnes, vestido con ropas de olvidados estrenos. Calzaba alpargatas y su gesto denotaba cansancio.
—Sí, ¿qué desea?
—Traigo un recado de un amigo de su hijo. ¿Puedo verle?
—¿A mi hijo?
—Sí, bueno, si su hijo se llama Juan Barón.
—¿Quién es usted?
—Mi nombre no importa. Es lo de menos. Vengo a hacer un encargo y puede que ya no nos veamos más.
Juan Barón padre salió del interior y se colocó junto a la mujer. Las cabezas de Juan y de Pili asomaron por el quicio de una puerta.
—¿Cómo se llama ese amigo de mi hijo?
—No lo sé.
—¿No? ¿Entonces…?
—¿Puedo pasar? —dijo el hombre, atisbando el destartalado comedor de muebles primarios.
—No —dijo el padre de Juan, y añadió, sin dejar de mirar al hombre—. Pilar, mira a ver si el policía sigue abajo.
—Sí, está.
—Diga qué quiere exactamente; si no, váyase o llamaremos al policía.
—Téngame confianza —pidió el hombre—. Me envía alguien con un mensaje para su hijo. No puedo decir más porque de verdad no lo sé, pero les mostraré algo.
Sacó un sobre del bolsillo y extrajo algo inofensivo: un cromo. Lo mostró, cogiéndolo por una punta. El chico se acercó y lo miró. Pahiño.
—¿Puedo verlo?
El hombre se lo dio. El chico examinó el cromo y leyó al dorso: «Conseguido por la hazaña de mi hermano». Levantó los ojos y miró a su hermana, que había emocionado su mirada.
—Déjalo pasar, papá. Siéntese, señor.
El hombre entró despacio y se sentó en una banqueta.
—Me llamo Isaías Bermejo Castellanos. Recibí el cromo dentro de una carta que me envió desde Venezuela un amigo, con instrucciones de que se lo mostrase; que ustedes sabrían interpretarlo.
—¿Cómo se llama ese amigo?
—Miguel Molero Tapia.
Del sobre sacó una carta cerrada que entregó al padre del chico, quien la abrió y leyó:
«Soy yo, Juan. No hace falta decir mi nombre. Escríbeme al remite. Quiero saber de ti y de la Pili, y que sepáis de mí. Dime cómo van las cosas por allí y lo que hace el Mateo, sus andanzas. No lo pierdas de vista. Ya te contaré el porqué de esta petición. Un fuerte abrazo de quien os recuerda con cariño. Rompe este papel».
Miró a su hijo.
—Sabes quién es, ¿verdad?
—Bueno, sí; pero ésa no es la letra de mi amigo. Está muy bien escrita.
—Es la misma letra que la del sobre —observó su padre—. Se la habrán escrito para que no haya pistas. Está claro que quiere mantenerse en incógnito. Fíjate que la carta viene a mi nombre y no al tuyo.
—Está vivo y a salvo —dijo Pili, riendo feliz—. No le pueden hacer nada.
Luego, cuando el policía se hubo ido, el padre de Juan invitó al hombre a la taberna de abajo, llena de voces y humo. Buscaron un rincón discreto entre barricas y, ante unos vinos, estuvieron reviviendo pasadas vicisitudes.
—¿Quién es ese amigo que te manda, Miguel Molero?
—Un gran tipo. Lo tuve de sargento en la brigada. Nos criamos juntos en el barrio. Él atenuó la incomprensión de mi diferencia en aquellas edades duras. Un valiente. Irse a Venezuela con toda su prole, sin trabajo, a lo que salga… No sé qué es eso del cromo de tu hijo. Pero no dudes que será algo decente. Él siempre está en el lado noble de la vida. Educa a sus críos en ese lado noble. Son unos chavales estupendos. Pero apuesto por uno llamado Daniel. Hay algo especial en ese chico.
—¿Así que estuviste en lo de Guadalajara? —preguntó Juan, no muy seguro de haber entendido bien lo de la diferencia que el otro había indicado—. Aquello fue fantástico.
—Sí. Les dimos para el pelo a aquellos italianos. Pero conviene ser honrados con la verdad —dijo Isaías con voz fina llena de inflexiones.
—¿A qué te refieres?
—Realmente fueron ellos quienes perdieron esa batalla. Tenían unidades motorizadas de gran efectividad, rápidas, para ataques envolventes. Una nueva concepción del arte bélico: la guerra relámpago. Les había funcionado en Abisinia, donde culminaron la ocupación del país con la toma de Addis Abeba dos meses antes del comienzo de nuestra guerra. Y también les fue bien en Málaga, donde vencieron a nuestros hombres de forma fulgurante. En ambos casos, en terrenos llanos y secos, y ante adversarios que distaban de ser unidades organizadas y debidamente pertrechadas. Creyeron que todo el campo era orégano. —Hablaba con lentitud, sin entusiasmo, como un profesor mal pagado—. En Guadalajara, el general Roatta y el jefe de la División Littorio, general Bergonzoli, se las prometieron muy felices. Estaban demostrando al mundo que Italia era la gran potencia a tener en cuenta. «Cuidado con nosotros», decía el Duce, que presumía de tener el mejor Ejército de Europa y todos se lo habían creído, él el primero, incluso Hitler, que estaba fascinado por la personalidad de Mussolini. Pero no contaron con la nieve y la lluvia, que convirtieron en cenagales los campos de batalla. En ese frente fracasaron aquellas flamantes e invencibles unidades de acción rápida. Simplemente, se atascaron.
—Y nosotros lo aprovechamos.
—Efectivamente. Allí estaba lá 12.a División al mando del coronel Lacalle. Luego llegó la 11.a División de Líster. Yo estaba en el segundo batallón de la 70 Brigada, perteneciente a la 14.a División de Mera. Pero esa brigada, como la 77, constituida por anarquistas, había sido cedida a la 11.a División. Así que estuve luchando bajo mando comunista, con todas las reticencias que ello comportaba. Ya sabes cómo nos llevábamos. Luego llegó la 14.a División de Mera, que tuvo que nutrirse con la 65 Brigada de carabineros y, más tarde, con la 77 Brigada. Éramos, pues, tres divisiones republicanas contra cuatro divisiones italianas y una división rebelde, la Soria, mandada por el general Moscardó. Y su artillería. Y les vencimos. Pero, siguiendo con la verdad de los hechos, debo decir que la mayor parte del éxito se debió al batallón Garibaldi, de la 12.a Brigada Internacional del mismo nombre. Esos italianos garibaldinos supieron luchar con bravura y desmoralizaron a los voluntarios de Roatta diciéndoles en su lengua, por altavoces, machaconamente: «¿Por qué venís a luchar contra obreros como vosotros?», y cosas así.
—Pero también estaban los camisas negras, gente avezada y preparada, muy difícil de desmoralizar.
—Sí, pero la mayoría eran los otros voluntarios, del sur de Italia y de las islas casi todos. Labriegos huidos del campo, gente sin trabajo que se había alistado por la paga y, muchos de ellos, embriagados por la propaganda de las victorias en Abisinia. Pocos sabían leer. Creían que España estaba en África y que los españoles éramos como los abisinios, gente primitiva y sin coraje. Pensaban que venían a un desfile militar, poco menos. Cuando el frío, la lluvia, el barro y las balas les trajeron a la realidad, muchos desertaron. El frente se vino abajo. Hicimos cuantiosos prisioneros y el material bélico recogido fue de un gran valor. Las botas, ropas y alimentos supusieron una ayuda considerable para nuestro famélico Ejército. Y lo más importante: la enorme moral que nos dio, después de haber empatado en el Jarama, con miles de muertos, mientras que en Guadalajara las bajas se contaron con los dedos de las manos. Para el Duce aquel desastre tuvo unas consecuencias considerables. Quiso resucitar el Imperio Romano. Se ve que no leyó Las ruinas de Palmira. Pasó de ser el más temido al hazmerreír de Europa. Esa derrota gravitó en adelante sobre el Ejército italiano. Sus entrenadas legiones habían naufragado frente a hombres que intentaban crear sobre la marcha un Ejército. Algo similar, salvando las distancias, a Bailén para las tropas napoleónicas. La primera derrota en ambos casos. ¿Cómo era?: «Se perdió el mágico asombro, la prístina aureola…». —Movió la cabeza y echó un largo trago—. Tanto Líster como Mera se apropiaron de esa victoria, que no se hubiera conseguido sin el barro y sin aquellos italianos garibaldinos. Nunca lo olvidaré. ¡Qué gente, qué entusiasmo!
—¿Qué pasó con los prisioneros?
—Los llevaron a campos de concentración, días después. No se me olvidará la noche en que entré en uno de los barracones donde estaban, en sus ojos una mezcla de terror y asombro. ¿Sabes? Creían que los íbamos a fusilar porque la propaganda les había hecho creer que éramos demonios con cuernos y rabo, rojos salidos del infierno. Cuando vieron que nada de eso era cierto, que éramos como ellos y que no sólo no se les fusilaba sino que los tratábamos con humanidad, muchos de ellos se echaron a llorar.
Volvieron a beber en silencio. Juan miró al otro. El haber participado en aquella ocasión de gloria no parecía que le cautivara especialmente. Algo le impedía mostrar entusiasmo en la remembranza. Permanecía taciturno, ninguna sonrisa aclarando su gesto sufriente. Quizá porque aquella jornada triunfal dejó de tener valor al haber perdido la guerra.
—Al día siguiente los fachas, en represalia, bombardearon Madrid. Un hermano mío fue una de las víctimas.
—¿Estás casado? —preguntó Juan, tras la adecuada pausa.
—No, ni tengo hijos. Vivo en Vallecas con mis padres y un hermano, desde que salí de la cárcel hace un año. Tenía otro hermano. Murió en el frente del Ebro.
Con un dedo largo y fino recorrió las vetas crudas de la mesa, frotando, como si quisiera eliminar las viejas manchas y las huellas de quemaduras de cigarrillos. Había algo pugnando por escapar de su extraño mutismo; algo en su pasado que no había sido resuelto.
—Estuve luego en otros frentes. Pero nada fue ya como Guadalajara.
—Parece que esa batalla te marcó —apuntó Juan.
Isaías levantó sus ojos y Juan vio en ellos un fondo de lágrimas.
—Fue lo más grande que ha ocurrido en mi vida. Nada resultó igual desde entonces.
Volvió a humillar la mirada y siguió moviendo el dedo sobre la mesa, pero ahora parecía estar acariciándola. Con la cabeza abatida permitió la liberación de lo que le mortificaba.
—Entre aquellos italianos derrotados, había un chico lleno de lágrimas. Tenía miedo en sus bellos ojos negros, grandes, de largas pestañas. Me enamoré de él al momento. —Dejó una nueva pausa como si su confesión necesitara de un árbitro—. Yo era teniente y logré sacarle del barracón común, bajo mi custodia. Durante tres noches vivimos un idilio apasionado. Luego, fue llevado con los demás a los campos.
Juan miraba absorto a su circunstancial compañero, mientras Isaías seguía con la cabeza resignada, insistiendo en acariciar las vetas del basto tablero.
—Se llamaba Giovanni y era de Riposto, un pueblito costero al norte de Catania, al oriente de la isla de Sicilia. Se había criado allí, frente al mar. Decía que en días claros se veía la punta de la bota italiana. No conocía el frío y el de aquel marzo en Guadalajara le sobrecogió. —Bebió un trago—. Él mandaba sus cartas a casa de mis padres, y yo, a la de los suyos, quienes nos las hacían llegar a donde estuviéramos. Nuestra guerra española terminó y él conectó con la suya, la que ha dejado Europa arrasada. Entré en prisión y él, en frentes feroces. Las cartas, a pesar de las dificultades, llegaban con cierta regularidad. Pero entonces las de él se interrumpieron durante meses. Me volvía loco en la maldita cárcel. —Tomó un nuevo trago, ya de la segunda botella, y sacrificó varios minutos en otra pausa—. Y un día llegó otra carta.
Juan contemplaba a ese hombrón, que se diluía en sensaciones turbadoras que no comprendía del todo. Intentando superar sus propias contradicciones, puso una mano sobre la de su compañero, deteniendo el movimiento pulidor. Isaías levantó unos ojos imposibles.
—No era suya. Una hermana me informaba de que Giovanni había muerto en un bombardeo de los americanos.
Juan aquilató el profundo drama del hombre. Nunca había visto tanta melancolía. Notó que su mano, como si tuviera vida propia, apretaba la del compañero. Estuvieron entrelazados un rato hasta que Isaías deshizo la unión. Tiempo después, con las sombras atosigando las balbuceantes luces de los faroles de gas, ambos hombres salieron del bar.
—¿Volveremos a vernos? —dijo Juan.
—Nunca se sabe. Intentaré salir para Italia, a oír las olas que él oyó en su niñez. Quizá me quede por allá. —Miró ensoñadoramente al final de la calle, como si allí estuviera el mar—. Fueron sólo tres días. Toda mi vida.
Cuando se despidieron, había algo más que vino en el abrazo emocionado de los dos hombres.
Fernando León de Tejada coronó el puerto de Navacerrada. Detrás quedaba Madrid, delante se iniciaba la bajada a La Granja y, a la derecha, entre el bosque puro, descendía serpenteante la carretera a Rascafría. Había subido caminando desde Villalba con algunos camaradas y unos cuantos chavales, sus hijos entre ellos, en uno de esos retos físicos que se habían impuesto los auténticos falangistas para ejemplarizar la regeneración de España, haciéndola vibrar desde el esfuerzo y el sacrificio, templando el músculo atrofiado por el acomodo de siglos. Su cuerpo sudado agradeció el suave viento que intentaba aliviar el incipiente calor. No había ninguna construcción pero se iniciaban las obras del hotel y algún local para el yantar. Bebió de la cantimplora y se separó del grupo, indicando a sus dos hijos que le siguieran. Subieron a una peña y contempló allá abajo El Escorial y, a la derecha, la base de la cruz que en el paraje llamado Cuelgamuros se construía por iniciativa de Franco con el propósito de albergar los restos de caídos en la Cruzada. El silencio era tan profundo que lo sintió como vehículo para sus pensamientos. ¡Qué hermosa y grande era España…! Hundida durante dos siglos por guerras fratricidas y por pactos gravosos con otras potencias coloniales que significaron sumisiones oprobiosas. Nada les quedaba del impresionante imperio. Allende los mares, mucho más allá del verdor, él podía ver las carabelas llegando al Nuevo Mundo. Podía sentir el esfuerzo de aquellos hombres excepcionales que, inasequibles al desaliento, fundaron ciudades, atravesaron selvas impenetrables, cordilleras inaccesibles y ríos desmesurados, descubriendo un mundo abrumador e inmaculado, como si Dios lo tuviera reservado para los españoles. Todo aquel esfuerzo se perdió, pero quedaba la herencia. Y ahora, con el nuevo impulso de la Falange, entroncarían de nuevo con aquellas naciones hijas de España en un plano de igualdad integradora desde el concepto de Hispanidad. Ya había compañeros moviéndose en las tareas políticas. Él estaba en una tarea igual de ambiciosa y esforzada, también en clave de futuro, pero más cercana y lo mismo de fascinante: trabajar en el Frente de Juventudes para forjar a los niños en el espíritu de aquellos que asombraron al mundo y adoctrinarlos en esa misión. Él, como su amigo Andrés y otros, había visto la deriva del partido a posiciones acomodaticias y subordinadas al poder militar. La mayor parte de los mandos había buscado enquistarse borreguilmente en ese monstruo burocrático para medrar en los numerosos empleos que brotaban como setas al tufillo de la victoria. Para ellos ésa era una alteración grave del ideario que les había subyugado. La Falange iba por unos caminos que ellos no aceptaban. En realidad la Falange auténtica había dejado de existir desde su unificación con las JONS y los tradicionalistas impuesta por Franco en 1937, quien, con un ansia incalmable por acaparar todos los resortes del poder, y en un alarde de despotismo, había tomado la Jefatura Nacional del partido. Algo inaudito. Porque la unión era como tratar de mezclar el agua y el aceite y porque Franco representaba lo odioso que había que eliminar del país; todo lo contrario al ideal joseantoniano. Verle en los desfiles con la camisa azul era demasiado para los falangistas genuinos como él. Así que, salvado el primer impulso de abandonar el partido, decidieron trabajar en su reconducción a la idea primigenia embriagadora, si ello les fuera permitido. En lo que a él concernía, se dedicaría, como hiciera su llorado amigo Enrique Sotomayor, a la atractiva idea de guiar a esos chicos de las Organizaciones Juveniles, fuente generosa, para hacerlos ambiciosos de esfuerzos y beligerantes con el conformismo. Ahora él estaba allí con el encargo de verificar, por su condición profesional de arquitecto, los defectos de construcción del Albergue de Juventudes, terminado tres años antes. Luego miraría los fallos y goteras. Ahora, desde fuera, observó el emplazamiento del edificio, una zona ligeramente plana al pie de la peña desde donde oteaba. La instalación y jardines ocupaban unos siete mil metros cuadrados en el terreno denominado Pinar Baldío, a unos cinco metros de la carretera que subía desde Madrid. El lugar era ideal, mirando al oeste, cara al sol vespertino invitador porque en occidente estaba el destino de la raza. En ese Hogar, y en otros similares que se construirían, se estaba forjando a los chicos en el amor a la naturaleza y el sentimiento de compañerismo, en un sentido diferente al escultismo que fundó Baden-Powell, los Boys Scouts, que en España había funcionado hasta 1940 con el nombre de Exploradores de España. Los postulados y la dependencia a organismos internacionales del movimiento juvenil británico los alejaba de los principios del Nacional Sindicalismo y de la necesaria exaltación del espíritu nacional.
El de Falange era un proyecto calcado de las Hitler Jugend, porque su preparación se basaba en una educación más patriótica, aunque diferían en lo religioso y en lo étnico. Ya venían adiestrándose los niños en Campamentos, al aire libre, arrullados por las estrellas, desde el fin de la guerra. Pero ahora tenían también una pequeña red de Hogares estacionarios donde solazarse todo el año. Miró a sus hijos, de nueve y diez años, y luego miró al frente. Un aire sutil le penetró. Sintió el soplo de los siglos gravitar sobre él, como el monje iluminado de mística. Su emoción le situó al borde del llanto.
—¿Qué te pasa, papá? —dijo uno de los chicos.
Intentó recobrar la normalidad. Luego citó:
—«El futuro está oculto detrás de hombres que lo hacen».
—¿Qué significa eso, papá?
—Que vuestro futuro depende de lo que hagáis. Puede brillar con esplendor o ser una sombra. —Se tomó un tiempo antes de seguir—. Mirad, en el Albergue de ahí abajo volveréis a pasar las vacaciones y otros periodos. Solos, como las otras veces, sin padres, hermanados con otros chicos y conviviendo como soldados. Se os está brindando la oportunidad de que adquiráis las enseñanzas que os habiliten para enfrentaros con hombría de bien a la vida cuando seáis adultos. Respirando este aire puro, caminando por senderos silvestres para conseguir el temple de los grandes hombres. Como Diego de Ordaz.
—¿Quién es ése?
—Un conquistador; uno de esos que eliminaron la palabra imposible en su deambular por la América del siglo XVI.
—Nos hablaste de Pizarro y Cortés y otros, nunca de ese hombre.
—¡Hay tantos…! La lista es interminable. Cortés y Pizarro están en la cumbre de las hazañas de la conquista americana. Pero fueron muchos los anónimos y secundarios que con grandes sufrimientos hicieron posible que sus generales obtuvieran la gloria. Porque «el hombre a quien el dolor nunca educó, siempre será un niño».
—¿Qué hizo ese Diego de Ordaz?
—Era uno de los capitanes de Cortés, un soldado; quizá, para ser más exacto, un guerrero. No es muy conocido pues sólo se le recuerda por una hazaña, y no de armas precisamente. Una sola, pero que ningún occidental volvió a repetir hasta cuatrocientos años después. Y esa única hazaña permitió la toma de Tenochtitlán, la capital de los aztecas; es decir, la conquista de Méjico.
—Cuéntalo, papá.
—En otro momento. Vayamos ahora con los demás.
Tomaron el camino hacia abajo. Y en ese momento él pensó en otros niños a quienes se les negaba el futuro que él quería para sus hijos. Los niños rojos, perdidos, pocos de los cuales saldrían adelante. Su intención personal era integrar a los que pudiera en esa tarea inmensa de reconstruir España, lo que venía haciendo en los veranos pagando de su bolsillo el costo de uniforme y gastos a algún chaval. Pero sabía que era como intentar peinar el agua. La niñez roja, en su conjunto, era una esperanza abandonada. Como esos niños desaparecidos junto a Andrés. ¿Qué habría sido de él? El desafío que hiciera al subsecretario quedó en simple baladronada. Había fracasado, como la Político-Social. Sus hombres seguían investigando en el centro de trabajo y en el entorno de su actividad. Una célula comunista había caído, pero su amigo no volvió. Seguro que habría otras células secretas más, siempre existirían, dadas las características del Régimen. Pero sin cuerpos ni pistas fiables todo seguía en la más tremenda oscuridad. En su casa buscaron y echaron en falta la cartera que siempre llevaba consigo. ¿Dónde estaría esa cartera y qué contendría? ¿Estaría: ahí la clave?