Diciembre 1946
El comisario ayudó a su hija a poner las figuras en el nacimiento. El conjunto era desigual y la cabeza del niño Jesús era más grande que la de la vaca. Pero a la niña eso no le importaba. Luego puso el papel de plata para simular el río y colocó el musgo en los bordes. El gramófono emitía música navideña carrasposa. Los discos de vinilo de 33 rpm habían sido comprados esa misma mañana en el Rastro. El ambiente era hogareño, plácido. Había nevado y hacía frío en las calles, pero en la casa la temperatura era agradable gracias a los braseros de carbón de encina. El año acababa. No había sido bueno, pero 1947 sería peor en todos los aspectos. La autarquía, que serviría «para impulsar el genio creativo de la raza», según palabras de José María de Areilza cuando oficiaba de director general de Industria, era un fracaso, y el nivel de vida de los españoles estaba estancado bajo mínimos. Él era conocedor de que la represión continuaba en todos los órdenes. Si bien habían disminuido sustancialmente, seguían las ejecuciones por responsabilidades de guerra, aún sumarias en muchos casos aunque camufladas bajo el epígrafe de «judiciales». Era algo que él no compartía. Como tampoco entendía que, aunque la población reclusa había descendido, la mayoría de los presos fueran políticos. La guerra mundial había terminado y el mundo estaba construyendo la paz. Sombras se cernían, sin embargo, sobre España. Las potencias vencedoras no olvidaban el coqueteo que el Gobierno de Franco había mantenido con el Eje y que era el único Régimen totalitario de tinte fascista que pervivía en Europa. Ya habían empezado las sanciones. Los movimientos guerrilleros internos se reforzaban con ayudas exteriores. Estaban mandando agentes y armas. La prueba de que eran una amenaza activa había sido el atentado del año anterior en Cuatro Caminos en el que murieron dos falangistas. Y él, tarde o temprano, podría verse involucrado en algo más que en el mantenimiento específico de la tranquilidad ciudadana. Miró a su hija y volvió a pensar en los niños desaparecidos cuatro meses antes. Por su crianza en un colegio cerrado, el de San Ildefonso, en el que las familias reales de los niños eran los otros niños internos, tenía obsesión insistente por los problemas infantiles. No ignoraba, a pesar de la censura, la suerte corrida por la mayoría de los niños del bando republicano. Las muertes por meningitis, disentería, desnutrición, muchos de ellos al ser separados de los padres cuando los fusilaron o llevaron a prisión. Nunca se sabría la cantidad total de niños desaparecidos porque muchos no estaban censados y no vivían ya los padres ni familiares para reclamarlos. Era como si nunca hubieran existido. No había cifras oficiales, no podía haberlas, pero se hablaba de cientos. Él sabía que a los huérfanos cuyos padres habían sido fusilados se los metía en centros para ser adoctrinados en la nueva fe y el nuevo orden, forzados a renegar de sus progenitores y de las enseñanzas recibidas, lo que también se hacía con los hijos de las presas, a quienes se separaba de sus madres. A las embarazadas condenadas a muerte se les permitía tener al niño y amamantarle unos meses. Luego se cumplía la sentencia y el niño era entregado a una «caritativa familia cristiana». Las adopciones secretas de niños pequeños, huérfanos o alejados de sus padres y familias, eran frecuentes. Para él esos también eran niños desaparecidos. A los de más edad se les dejaba que se las compusieran. No había plazas suficientes para escolarizar ni para mantener a tanto niño. Eso era el fermento de las bandas juveniles que iban surgiendo en las grandes ciudades. Cuando se hablaba del tema subrepticiamente, siempre oía la misma justificación: hubiera ocurrido lo mismo si los otros hubieran ganado. Algo que nunca se podría comprobar.
Las noticias recibidas desde la Subsecretaría de Gobernación, a través del hierático jefe superior de policía, eran negativas en cuanto a resultados. Sólo supo que habían sido detenidos unos matarifes y guardas con antecedentes, acusados de pertenecer a una célula comunista y posiblemente culpables de la desaparición del agente secreto. Pero cómo averiguar lo que realmente declararon. Lo cierto es que los cuerpos del hombre y de los cuatro niños no habían aparecido. El asunto se le había ido de las manos. Seguía manteniendo la vigilancia sobre el niño Juan Barón y, a pesar de la prohibición de actuar en el caso, había enviado a Pablo a casa de los Manzano, sin resultados. Esa gente parecía no saber nada. Los Romero dijeron que nunca volvieron a ver a los Montero. También había vuelto a interrogar a Mateo. Sospechaba que sabía algo más de lo que decía. A pesar de las amenazas, el caradura resultó inexpugnable, y juraba su ignorancia. Tendría que abandonar la custodia de Juan, no sólo porque persistían las condiciones de falta de resultados sino porque esa familia se mudaría a otro barrio, que mantendrían en secreto y donde nadie les conociera. El comisario oyó la voz de su mujer llamando a cenar. Tomó de la mano a su feliz hija y caminaron hacia la mesa, donde ya estaban sentados los abuelos maternos.
—Me dejas estupefacto. Realmente es un caso rocambolesco. Y la verdad es que, aunque me sorprendió su alta estatura, el muchacho se parece a Chus, con ese pelo dorado y esos ojos claros. ¿Cómo urdiste semejante cosa?
Jesús se encogió de hombros.
—Salí al curro y allí estaba la criatura, durmiendo en el suelo. Fíjate que dormíamos con la puerta abierta y una cortina. Él respetó esa cortina como si hubiera sido una barrera. Al despertarle se enganchó a mí, temblando, con los ojos secos. Nunca vi un desvalimiento semejante. No te puedes imaginar la situación. No sabíamos qué pasaba ni qué hacer. Preguntamos por su hermano y negó con la cabeza, sin emitir sonido, mirando aterrorizado hacia el pasillo. Fui al tajo y le pedí permiso al jefe. Volví a casa. La Matilde dijo que el chico no había querido comer nada y que seguía mudo. Estaba dormido, agitándose con pesadillas. A media mañana se despertó, aterrao, pero se fue calmando. No decía nada. Sus ojos se cubrieron de lágrimas pero no permitió que manaran. Su empeño nos partió el corazón. Intentaba hablar y no podía. Nos pidió un papel con gestos y escribió que a su hermano lo habían matao y que a él lo perseguían para matarle también, como habían hecho con otros dos niños. Puedes comprender cómo nos dejó tal noticia. Creímos que eran alucinaciones, pero su terror no era fingido. Dijo desconocer las causas. No sabía, no entendía. Mencionamos ir a la policía, le dijimos que habían estao el día anterior. Su terror aumentó. Negó con vehemencia. Dijo que también eran malos, que el Julián no los quería. Sólo pedía que le escondiéramos, que le ayudáramos.
—¿Qué hiciste?
—Fui a ver al tutor; bueno, el que se había hecho cargo de los dos hermanos tras la muerte de la madre. El padre del chaval, que había sido capitán durante la guerra, lo había destinado a diversos trabajos en los almacenes, porque es cojo. Lo protegía a petición de la mujer por ser del mismo pueblo. Ferviente socialista, decía. En realidad era un cagao y se pasó acojonao todo el tiempo por si lo enviaban al frente.
Estaban solos en una oficina mediana, con dos mesas de despacho y algunos archivadores. El sol iluminaba bravamente a pesar de la temprana hora.
—Me presenté como si se tratara de una visita fortuita, inventándome que venía del mercao de frutas y que, al pasar por delante de su casa, decidí subir a ver cómo estaban los chicos, afirmando, por supuesto, que no sabía nada de ellos. No estaba el hombre y lo esperé, hablando con su mujer, quien me puso al corriente de todo, mostrando su pena por la ausencia de los chicos y un aire de temor. Se ve que la zumbaba. Cuando el tipo llegó no se mostró muy agradable. No habíamos sido muy amigos y nos vimos poco desde que se quedó con los críos. Dijo que eran unos golfos y que lamentaba haber prometido que se los quedaría. Ya sabes que, aunque existe, la adopción legal es un cuento. Los niños se pudren en la Inclusa. Por eso existe la adopción ilegal, gente que se queda con hijos de otros y ninguna autoridad mete las narices. Ese era el caso. Me contó un rollo de que robaban y que se escapaban del colegio. Cuando miré a su mujer vi en sus ojos amedrentaos que el tipo mentía. Y más cuando me dijo que la policía los buscaba por delincuentes. ¡Delincuentes a los ocho y diez años! Añadió que algo malo habrían hecho, porque cuando oyeron llegar a la policía y preguntar por ellos se escaparon saltando por una ventana trasera. Desde entonces no había vuelto a verles, ya hacía tres días. Me informó de que faltaban algunos niños de las casas de más arriba del paseo y que, según él había interpretao de las palabras de los policías, los perseguían porque ellos tenían alguna relación con esas desapariciones. Aquello era un disparate pero, de algún modo, confirmaba lo dicho por el chico. Al despedirnos dijo que cuando aparecieran iba a meterlos internos porque no los quería. Subí hasta las casas indicadas. Entré en la tienda de ultramarinos, que estaba llena de gente hablando a voces. Mientras esperaba a que me despacharan, oí que habían volao dos niños, tal y como dijo el Luis. La gente estaba muy revolucionada, entre el temor y la indignación. Se hablaba de que los habían matao para sacarles la sangre, que enfermos ricos necesitaban. Eso corre por ahí y ve a saber si es o no verdad. Ya sabes cómo está España, aunque llevas años sin vivir allí. Fuiste listo al largarte antes de que empezara la guerra.
—Debiste haberte venido conmigo. No me fui por cobardía sino por buscar lo mejor para mi familia. Sabes que durante la República las cosas no mejoraron para los pobres. Quienes podían dar trabajo, los patronos, no lo hicieron para que la reacción consiguiera el poder. La verdad es que, aunque había rumores de pucherazos como la Sanjurjada, pocos esperaban una guerra civil. Cuando Franco se levantó, yo supe que la República estaba perdida. Por eso te llamé que vinieras. No me hiciste caso.
—Contrariamente a lo que dices, todos estábamos seguros de que los insurgentes serían derrotaos y que la República saldría reforzada para acabar con los terratenientes y el desigual nivel entre el pueblo y las clases altas. Nosotros teníamos un Gobierno legal y las mayores industrias. ¡Si vieras con qué ilusión se levantó el pueblo…!
—Pero el trigo lo tenían ellos. Y las mejores armas, porque era la parte del Ejército mejor dotada. ¿Y de qué industrias hablas? Ninguna de armamento moderno. Hubo que comprar con urgencia aviones, tanques, ametralladoras a nuestros amigos rusos y franceses; amigos de mierda. Pusieron precios desorbitados a su material y hubo que pagarlo por adelantado, aunque lo mandaron cuando les dio la gana. Al contrario que Hitler y Mussolini, que mandaron a Franco sus mejores armas y tropas, de inmediato y a crédito la mayor parte. ¿Cómo se podía pensar en ganar a los golpistas?
—Por el puro instinto de supervivencia. Imaginábamos lo que ocurriría si ganaban ellos. Por eso el entusiasmo y las esperanzas. Incluso a principios del 39, con casi todos los frentes derrotaos, muchos considerábamos, como Negrín, que la situación internacional nos ayudaría a vencer.
—Bueno, todo eso ya pasó. Sigue contándome lo del muchacho. Pero fuma —dijo, señalando una cajetilla de Fortuna.
—No me hago con el rubio. Siempre he fumao negro.
—Es un rubio medio. Acabará gustándote. Ya probaste el Bandera Roja criollo. —Rio—. Casi te ahogas.
—Cierto. Ese negro es infumable. Te haré caso. —Tomó un pitillo—. Sigo. De allí me acerqué al colegio, cuyas señas me habían dao los dos hermanos cuando se presentaron en casa de improviso y mostraron su soledad y desamparo. El director fue reacio al principio a hablar conmigo. La verdad es que parecía un tubo. —Se echó a reír.
—¿Cómo dices?
—Te lo contaré luego. El tipo estaba nervioso y muy alarmao. Le dije que era un pariente lejano de Julián Montero padre. Entonces me explicó que habían desaparecido los dos hermanos y otros dos chicos; que la policía vigilaba. A través de la ventana me indicó un coche con un hombre dentro. Dijo que el asunto había roto la normalidad del colegio y que muchos padres habían dejao de mandar a sus hijos. No me cabía duda ya del lío en que estaba metido el Luis. Llegué a casa. Lo hablamos la Matilde y yo. ¿Qué debíamos hacer? Si lo entregábamos a la policía, ¿qué harían con él, a qué torturas psicológicas y físicas le someterían intentando sonsacarle lo que supiera o no supiera? Y luego, ¿qué destino le darían? Nadie tenía potestad legal sobre él. Pero primero debíamos atenderle. El chaval mostraba un aspecto preocupante, respirando agitadamente en la cama. Conscientes del riesgo que comportarían nuevas visitas de la policía, lo llevamos a casa de don Aristónico, quien se portó como un verdadero amigo. El Luis había entrado en un estado febril, con pérdida ocasional de la razón. Un médico amigo del profesor, represaliao al terminar la guerra, se hizo cargo de la situación y echó una mano. El chico caía bien a todos. Estábamos conmovidos por su indefensión, sin saber exactamente cuál era su tragedia. Sólo teníamos claro que debíamos protegerle. Cuando recobró la cordura habían pasao quince días. El Aristónico lo llevó con una hermana que vivía en Villalba, cuyo marido es cantero. El Luis pasó allí estos meses, reponiéndose. No recobró el habla.
—¿No volvió la policía?
—Sí, varias veces. Pero, claro, no encontraron nada. —Hizo una pausa—. Más tarde dijimos al muchacho que habíamos decidido venir a Venezuela y que le traeríamos con nosotros, reemplazando al Chus. Sería nuestro hijo ante todo el mundo y no volvería a llamarse Luis Montero sino Jesús Manzano Cuevas. ¿Quién podría sospechar que no era quien mostraban nuestros documentos? Como sabes, no hacen falta fotografías porque los menores pueden viajar con los padres sin pasaporte propio. Nadie tuvo la menor sospecha. ¿Quién imaginaría cosa semejante?
—Te aseguro que nadie. Hasta a mí me diste el pego. ¿Y no ha hablado desde entonces?
—En ningún momento. Ya lo has visto.
—Bueno. Cuando pasen estos días de fiesta habrá que llevarlo a algún médico, aquí, en Valencia, o a Caracas. Hay que quitarle la mudez. Y, por supuesto, tendrá que ir al colegio. ¿Qué años tiene?
—Los que tenía el Chus: ocho.
—O sea que…, veamos, entraría en Kinder, como aquí llaman a la primaría. Seguramente en el segundo curso. ¿Qué sabes de su nivel y notas?
—Realmente, no tengo mucha idea.
—En cuanto pasen las Navidades lo llevaremos a la escuela pública, con tus sobrinos, donde le harán una evaluación. Es bueno que, a pesar del retraimiento del chico, haya encajado con mis hijos. Al fin, los tres son del foro, han visto las mismas cosas en su niñez primera. Hiciste bien en presentarle como prohijado, de familia lejana. Sintieron mucho la muerte de Chus. Creo que acertaste en darle su nombre a este chico. No diremos nada a mis hijos sobre el origen del chaval. Para ellos será como su primo hermano. Habrá tiempo en un futuro para que sepan toda la historia. —Movió la cabeza—. Esperemos que en la escuela no pongan reparos a…, bueno, supongo que el muchacho no habrá quedado traumatizado y que sólo tendrá el problema de la mudez.
—Yo también lo espero. Sus padres eran altos y fuertes. Él ha heredao su planta y confío que también sus características positivas. Tiene buenos miembros y una boca sana.
—¿No te describió cómo mataron a su hermano?
—Ni por asomo. Hace tiempo que dejamos de presionarle porque veíamos su sufrimiento. Está claro que debió de ser una experiencia terrible. El Julián era lo único que tenía, su ídolo. ¿Cómo reaccionaríamos nosotros ante un hecho así? Sólo puedo entreverlo pensando en mi Chus. Fue tremendo, pero ¿cómo estaríamos la Matilde y yo ahora si en vez de atropellao le hubiéramos visto morir asesinao?
—¿Crees que esa visión brutal gravitará siempre sobre él?
—Sin duda, al menos mientras su asesino esté sin castigo. Lo importante es que no afecte a su normal desarrollo.
—Y ¿cómo sabremos si el asesino paga?
Jesús miró a su hermano con intensidad.
—Mantendré contacto con alguien para saber si el asesino sigue campando. Y, si es así, intentaré que alguien busque las pruebas que le incriminen y llegar a conocer los motivos de los asesinatos. Debe ser castigado por lo que hizo. Quiero dar pleno sentido a la vida de este chico y a la mía. Si los hubiera recogido cuando murió su madre, nada de esto habría pasao. Quizás algún día…
—No eres culpable de nada. No mataste a Julián.
—Es lo que hubiéramos hecho nosotros de haberles ocurrido una cosa así a nuestros hijos. Y ahora, hablemos de trabajo. Estoy deseando empezar.
—Lo sé, pero antes tienes que prepararte. No es lo mismo pintar casas que tanques de combustible. Pintabas a brocha y aquí tendrás que hacerlo con pistola o manguera. —Se rio al ver la expresión de su hermano—. Sí, esos americanos son la hostia, lo inventan todo. Son unos artilugios que lanzan chorro de pintura esparcida, como lluvia, impulsada por el aire de compresores; como la manguera de un barrendero sólo que una niebla de pintura en vez de agua. Tendrás que aprender la técnica.
—¿Cómo obtuviste el contrato con la petrolera?
—Por licitación. No es un contrato para siempre. Hay que licitar en cada caso y conceden el trabajo a quien presenta el menor precio, asumiendo el respeto a las especificaciones. Pero nosotros estamos bien instalados porque hemos trabajado bien desde el primer contrato y eso nos beneficia siempre que otras propuestas no sean mucho más bajas que las nuestras. Estos gringos son gente seria y recompensan la responsabilidad en el trabajo con la fidelidad a los contratistas habituales.
—¿En qué consiste el curro?
—De mantenimiento, muy variado y permanente porque las refinerías funcionan veinticuatro horas al día. Es indispensable pintar los depósitos, y primordial la limpieza de la maleza y vegetación que crece debajo y cerca de los conductos y de los tanques. Hay que estar matando las yerbas constantemente porque el clima es feroz. Allá abajo el calor es terrible, con una humedad entre el noventa y el cien por cien. Ya lo verás. También hay obras de albañilería, de reposición de tubos, tapado de zanjas… Tenemos plomeros, gruístas, soldadores…
—¿Quién hace ahora el trabajo de pintura?
—Una empresa subcontratada. Ahora tendremos que anular la colaboración. Seguramente querrá mantener el trabajo directamente. A ti te toca demostrar que el cambio de jefatura en la pintura es acertado porque tú llevarás esa sección. Te toca currar duro. Tendrás que sacarte el permiso de conducir, y aprender, claro. —Ambos rieron—. No tengas problema. Te enseñaré bien por estas carreteras.
—Estoy preparao. ¿La refinería no pudo instalarse en un lugar menos sofocante? Allá abajo no se puede respirar.
—He leído sobre ello. Puerto Cabello es el segundo puerto de Venezuela por sus aguas profundas y tranquilas, situado en Punta Chávez, nombre tomado del español que lo descubrió hace más de cuatrocientos años. Cuando los gringos de la Socony Vacuum Oil, antecesora de la Mobil, porque la compañía es americana, buscaron un lugar en la costa central del país donde instalar el complejo, no dudaron. Puerto Cabello está a diez kilómetros de El Palito, el mísero pueblo costero del que ha tomado nombre la refinería. Ya te mostré.
—Si la petroquímica está más allá, a cinco kilómetros de Morón y quince de El Palito, ¿por qué no le pusieron el nombre de Morón?
—Ve a saber. Les gustaría más. Lo cierto es que miraron por el área y escogieron ese lugar, más adecuado por ser diáfano y porque a la derecha de Puerto Cabello hay varias islas y la costa es más accidentada. Así que compraron los terrenos a un hacendado y en un plis cortaron los árboles, allanaron la tierra y construyeron el tinglado. Lo trajeron todo medido: depósitos, tuberías, oficinas, hornos; todo en piezas, como un mecano. Independientemente del clima el sitio es excelente porqué, además de ser necesario un puerto cercano, hacía falta un río. Allí está el Sanchón, de dónde sacan el agua para las torres de enfriamiento. Y también están el Morón y el Temerla, por si acaso.
—Me imagino que habrá otros sitios donde trabajar. ¿Por qué elegiste la refinería?
—No hay una empresa mejor para desarrollarse empresarialmente y ganar cuartos. El petróleo es el motor del país y todo lo relacionado con él da beneficios. La refinería es un centro económico en sí misma. Tiene unos mil empleados directos y para ella trabajan muchas empresas suministradoras de servicios y materiales, que, a su vez, sostienen cientos de puestos de trabajo. Su influencia financiera es extraordinaria. Es la mayor industria del estado Carabobo.
Jesús se quedó abstraído un momento mientras comparaba el horizonte que tenía ante sus ojos con el que había dejado en España. En verdad, ése era otro mundo. Pero en todos los conceptos. Movió la cabeza y comentó de pasada:
—Qué bien se está aquí, el aire es limpio y seco. Parece mentira, tan cerca de la costa.
—Estamos a quinientos metros de altitud, algo menos que Madrid. Por eso el clima es sano. Es la causa de que vivamos en Valencia. Pero lo de cerca, bueno; es relativo. Hay cuarenta y cinco kilómetros al litoral, más que de Caracas a La Guaira. Pero en ambos casos hay sierras por medio, que alargan esas distancias. Ya has visto aquí los montes selváticos de San Esteban, que llegan casi a Puerto Cabello. Aun así es preferible hacerse los setenta kilómetros que nos separan de la petroquímica a pesar de la mala carretera. Bueno, eso tendrá remedio porque construirán una autopista y el recorrido lo podremos hacer en treinta minutos. De todas maneras tendrás que acostumbrarte al calor de abajo. Allá es donde trabajarás.
—¿De dónde viene el petróleo?
—Como te dije, la cuenca más importante de Venezuela es la de Maracaibo, en el estado de Zuliá. Este crudo lo traen de un lugar llamado Casigua el Cubo, al sur de Zuliá, a unos mil kilómetros al suroeste de aquí, casi en la frontera con Colombia. Allí están los pozos. Por oleoducto atraviesa los Andes bajos y llega a Barinas, un estado en el centro de Venezuela. Desde allí sube al litoral del Caribe, donde estamos, hasta llegar a un cerro cercano al complejo petroquímico, antesala de los tanques de almacenamiento. También llega en barcos a Puerto Cabello. De ahí lo acertado de la elección del lugar.
—¿Cualquiera puede licitar para los trabajos de la refinería?
—Cualquiera que reúna los requisitos. La empresa tiene que tener, a través del jefe o empleados autorizados, la calificación de Técnico de Gas. Es un título que emite el Ministerio de Minas e Hidrocarburos, que es quien controla el asunto del petróleo. Hay unos cursos que se hacen en Caracas, nada sencillos de aprobar. Quien los supera queda capacitado para optar a este tipo de trabajos.
—¿Y ya está, sólo con el título?
—No, claro; hay que tener una empresa como Dios manda, con el personal necesario y la solvencia adecuada. Debe constituirse con un capital social mínimo de cien mil bolívares, que normalmente es avalado por una compañía de seguros. Hay que tener en plantilla un ingeniero civil, un jefe de seguridad, un supervisor… Ya has visto el tinglado que tenemos aquí.
—Joder, hermano. Siempre dije qué eras una lumbrera. Has montao una cosa impensable en España.
—¡Bah! Tú hubieras hecho lo mismo, sólo que fui yo quien vino el primero.
—Hablemos de dónde vamos a vivir la Matilde, el chico y yo.
—Lo haréis en casa, con nosotros; no vais a meteros en cualquier lugar. Ya has visto que hay sitio de sobra. Es claro que debes tener tu propia casa. Sabemos que las mujeres siempre encuentran a la larga o a la corta motivos para las disputas. Pero miraremos sin atosigarnos.
Jesús le miró y sus ojos se enternecieron.
—Gracias por ayudarme, por darme esta oportunidad.
—No hago nada distinto a lo que tú habrías hecho. Te hubiera traído de todas formas porque eres mi hermano, pero en este caso, además, el agradecido soy yo. Necesito un buen pintor y un hombre de confianza y con carácter, como yo. ¿Quién podía ser sino tú? Además ya has sufrido bastante con esa guerra que perdiste. Y supongo que la España que has dejado no te hará llorar. Porque las cosas allá…
—No te puedes imaginar. Está todo aplastado. Sigue el racionamiento, las colas para el aceite, las cárceles llenas, los fusilamientos… No existen los derechos ciudadanos porque no somos ciudadanos sino súbditos con obligaciones. Se han prohibido las facultades de reunión y asociación. En realidad, se han suprimido todas las libertades, hasta la de circulación. No se puede transitar libremente por España. Es necesario disponer de un salvoconducto.
—¿Salvoconducto? ¿Cómo va a ser? Ese es un documento usado en tiempos de guerra.
—Exacto. El asunto es que el Régimen mantiene el estado de guerra, aún ahora, siete años después de terminado el conflicto bélico. La diferencia es que durante la guerra lo expedían los Gobiernos Militares y ahora, desde el 39, los Gobiernos Civiles de cada provincia, previo aval de una o dos personas «de orden», según el rango social del avalista. Pero es un documento idéntico, oficial, con fotografía, que permite la libre circulación por todo el territorio español. Para que te lo concedan tienes que explicar la causa del desplazamiento. Si te aborda la Guardia Civil fuera de tu localidad habitual y no lo llevas, se te cae el pelo.
—Joder, hermano. Afortunadamente pudiste salir. Y ahora, como yo, tienes un país nuevo donde vivir en paz.
—¿Y volver algún día? —valoró Jesús—. ¿Lo has pensao?
—Quién sabe. Al principio a todos nos ahoga la pena por la tierra lejana. Pero luego se va uno habituando. Somos de donde echamos raíces. ¿Qué tenemos en España, salvo los recuerdos? Volver, volveremos. Otra cosa es si desearemos quedarnos o no. Estas tierras tiran mucho. Ven —dijo, levantándose y yendo hacia el ventanal. Jesús se acercó y miró—. ¿Ves esa cúpula blanca y la torre, a lo lejos? Es la Catedral. Está en una plaza en la que hay un monumento a Simón Bolívar, el Libertador, como en todas las ciudades del país. Es un culto a quien encarnó el sentido de la libertad. Esta es una tierra impregnada de ese sentido y no es fácil encontrarlo en otro lugar.
Entre los árboles gigantes, Jesús observó las torres indicadas, la atmósfera tranquila, la gente caminando a lo lejos sin prisas. Quizá realmente había llegado a un sitio donde no existían las persecuciones y el trabajo daba prosperidad. Tuvo una duda. Al Libertador también le llamaban Caudillo de la Revolución. Era una tentación para que otros surgieran justificándose con el modelo. Y a él no le gustaban los caudillos.