Noviembre 1946
La travesía discurría con placidez. Chus se apoyó en la barandilla junto al señor Jesús y la señora Matilde. Sus cabellos habían crecido y ahora se enmarañaban por el viento. Nunca antes había visto el mar, ni los barcos, ni los pájaros del puerto. Desde que tomaran el tren en Madrid, todo había sido nuevo para él. Vieron acercarse a la numerosa familia vallecana, como siempre, para cambiar las acostumbradas palabras risueñas. Se habían tomado simpatía desde que se conocieran al embarcar en la estación ferroviaria de Príncipe Pío. Hicieron juntos el trayecto al puerto en el mismo departamento de tercera. Chus, que siempre se mantenía alejado de los demás niños españoles, italianos, polacos y otros, por razones obvias, recordó su presentación mundana. «Miguel Molero Tapia —dijo, dándoles la mano a todos—. Ésta es mi mujer, Rosario Pérez Prieto, y éstos, nuestros hijos: Fernando, diez años; Miguel, nueve; Daniel, ocho, y Libertad, siete. Ahora ya podemos llamarla así, su nombre verdadero. Nos obligaron a cambiarlo por María». Jesús había estado a la altura: «Jesús Manzano Aparicio, mi mujer, Matilde Cuevas Perales, y nuestro hijo, Jesús, ocho años». Luego compartieron las tortillas, el pan, los pimientos fritos y el vino, y llenaron de humo el habitáculo. Los vallecanos también iban a Venezuela, pero a la aventura. Nadie les esperaba en la tierra nueva y esperanzadora.
—¿Cómo conseguiste las autorizaciones? —preguntó Jesús Manzano—. Ahora no dejan que salga nadie. Todos los brazos son necesarios para levantar España, ya sabes.
—Costó lo suyo. No fue fácil. Llevo un contrato de trabajo que me envió un amigo. Marchó en el 38 e instaló una pequeña carpintería en Caracas. Es lo único que pudo hacer por nosotros. Lo mandó hace ocho meses. Sólo ahora hemos podido conseguir el dinero para los papeles y los pasajes, ahorrando como fieras y pidiendo a familiares en préstamo.
—Entonces sí tienes quien os espere allá.
—No. Murió hace cuatro meses. No sabemos qué nos encontraremos allí y si la carpintería existirá siquiera.
Eran gente sencilla y simpática, y sus hijos respetuosos. Se notaba que el padre les imponía un régimen de obediencia. Ya no se despegaron de ellos. Tras el papeleo en la aduana, el embarque en el buque italiano, la revisión de los pasaportes y certificados de vacunación en la oficina de control del barco, y la entrega de los equipajes, buscaron acomodo en el mismo camarote de tercera clase: dos filas de tres literas para los varones. Ellas tendrían que ir a las zonas asignadas a las mujeres. Luego los días fueron pasando sin más incidentes que la escala en Tenerife. Y desde el primer día de navegación la conversación entre los adultos giró casi siempre en torno a las experiencias de los frentes de guerra y retaguardia, la falta de trabajo y de horizontes en España, las precarias condiciones de vida y la gazuza que se pasaba. Miguel, unos treinta y cinco años, delgado, rubio, ofreció tabaco a Jesús.
—Estamos a mitad de camino. Cada vez más cerca. Veremos lo que nos espera.
—Sigo sorprendido por tu valentía. Os lanzáis a la buena de Dios, al puro albur.
—Esta dice que es una locura —señaló a Rosario, que, al contrario que su marido, hablaba lo imprescindible—. Pero es lo que nos ocurre a la mayoría. Casos como el tuyo, con un hermano esperando, no es lo habitual.
—Hablaré con él. Seguro que tiene un sitio para ti. Necesita buenos currantes.
—Soy carpintero de muebles, ebanista; tu hermano necesitará carpinteros, pero de obra.
—Yo soy pintor de casas. Tendré que pintar depósitos y cosas que nunca he pintado. Vida nueva, trabajo nuevo.
—No sé…
—Estarías en los encofraos o en lo que sea. Aprenderías un oficio nuevo.
—Temo no estar a la altura. En tu caso, tu hermano tendrá paciencia. No la tendría conmigo si no me adaptara.
—Venga, hombre. Déjate de temores. Tendrás que adaptarte a la fuerza.
—Probaré en Caracas. Puede que la carpintería siga abierta. A ver qué dice la mujer que vivía con mi amigo, la que nos escribió de su muerte.
—Todo el mundo va a Caracas, pero es Valencia la ciudad industrial. No dejes que te deslumbre la capital.
—Me quedo con tus señas. Si no encuentro tajo, ¿podré llamarte?
—Claro que sí. No lo dudes.
Al duodécimo día el barco echó amarras en el animado puerto de La Guaira. Había mucha gente esperando en el muelle, agitando las manos. Al otro lado del terminal, otro vapor expulsaba sus pasajeros. Más allá, en el puerto comercial, barcos cargueros y petroleros atracados en pantalanes, enormes grúas moviendo las cargas, los muelles atiborrados de mercancías, automóviles y cajones. Al fondo, agencias de aduanas y bancarias, galpones, bodegas y tugurios; y encima, el guirigay de los alcatraces que los habían acompañado desde horas antes. Funcionarios de Sanidad y policías uniformados, pistolones colgando, subieron al buque a verificar los papeles en la oficina de mando. Tras horas de tardanzas burocráticas, los pasajeros de primera clase abandonaron el trasatlántico. Después, el desembarco bullicioso de italianos, españoles y centroeuropeos, las largas colas ante el cochambroso y parvo edificio de inmigración, el aplastante calor húmedo, el sol tórrido. A un lado formaron los que iban en calidad de inmigrantes a la aventura, una interminable cola, que serían llevados luego a Caracas en furgones policiales para ser alojados en unos pabellones donde podrían dormir y comer gratuitamente durante quince días. Las dos familias se despidieron.
—No te extravíes, compañero —dijo Jesús a Miguel.
Daniel, espigado, parco en palabras y de largos mutismos, miró a Chus. Su constante compañía durante la travesía fue el complemento que atenuó la soledad del madrileño. Era un alma gemela y pasaron muchas horas apoyados en las barandillas en silencios cómplices. Al abrazarse algo aleteó en los ojos de ambos.
—No te preocupes. Es mejor no hablar que decir tonterías. Nos veremos pronto. Mi madre dice que convenceremos a mi padre para irnos con vosotros.
Tras la reja del muelle esperaba Juan, el hermano de Jesús. Se dieron un abrazo sostenido, y Chus notó la emoción de los hermanos vibrar dentro de él al pensar en Julián. Sintió nuevas ganas de llorar pero, como un latigazo, recordó el juramento que él le hizo asumir: «No llores nunca mientras seas niño; al menos, no delante de nadie». Juan era casi gemelo de Jesús. Se había hecho acompañar por su hijo mayor, Juanín, de diez años, rubio como la familia y rezagado de estatura. Al acercarse para saludarlo, notó la curiosidad en su mirada, la búsqueda de signos diferenciales por su defecto físico. Entraron todos en una berlina que llevaba en los laterales placas de madera de color claro. Era una «rubia», un Chevrolet amplísimo, con aire acondicionado, donde cupieron sobradamente todos los bultos que llevaban. Circularon luego por la empinada y sinuosa carretera que conectaba el puerto con Caracas, la ciudad de los sueños. Había feroces curvas trepando entre descomunales montañas boscosas.
—Sólo son treinta y cinco kilómetros y tenemos que subir de cero a novecientos metros, que es la altitud de Caracas. Entre la capital y la costa está la cordillera de El Ávila con sus cuatrocientas curvas, que son las que estamos escalando. Como ves es una pendiente constante y peligrosa. No te imaginas la de accidentes que se producen porque aquí manejan como locos —informó Juan—. Se habla de que van a hacer una autopista de ocho carriles, con dos túneles, estilo americano, que reduciría la distancia a la mitad y el tiempo en una tercera parte. Ya hay varias de esas acá, algo impensable en España.
Juan hablaba mucho y reía, mostrando la alegría de tener a su hermano. Contaba cosas interesantes, diferentes, como de otro mundo, empleando palabras desconocidas mientras una música dulzona y pegadiza, también distinta, surgía de la radio hablando de amor y de felicidad. No pararon en Pedro García, el poblado situado en lo alto del puerto de El Boquerón, desde donde divisaron en la distancia un amplio valle agostado por el sol en el que sobresalían altos edificios. Llegaron a Catia, primer barrio de Caracas, y la carretera se desvaneció. Más allá enlazaron con la primera autopista, llena de coches americanos. Juan buscó apartarse de la urbe y enfiló hacia el suroeste por la carretera panamericana que llevaba hasta Colombia. En una bomba[1] cerca de Los Teques, una vieja población colonial, pararon a echar nafta. Aprovecharon para comer algo en la fuente de soda[2] aledaña. Ni Juan ni su hijo habían hecho mención a la mudez de Chus, por lo que el chico supuso que Jesús les había informado previamente. Debió de ser antes de recobrar la razón y la percepción de lo que le rodeaba en los meses que siguieron al terror de Mateo, cuando despertó en una cama extraña.
Juan pidió arepas y sancocho para todos, una comida totalmente nueva para ellos.
—Esto es otro mundo. Venezuela es un país naciendo ahora, pujante, el más rico de Iberoamérica. Es el verdadero El Dorado. La plata corre. ¿Ves los carros? Impresionantes, ¿eh? De importación, gringos. Todo el que curra tiene un carro, y no para siempre, como en España hacen los pocos que tienen uno, que lo cuidan como si fuera un tesoro. Aquí se cambian a los dos o tres años. ¿Quién de nuestra clase puede comprar uno en España? En cuanto a las perras, el bolívar es el más sólido de América tras el dólar. ¿Viste las monedas? Míralas, son de plata. ¿En qué país se usa calderilla de plata? ¿Y la forma de vida? Sin diferencias de clase, sin esa sumisión al poderoso. Los que venimos a trabajar tenemos las mayores oportunidades. En unos pocos años podemos llegar a tener una posición económica imposible en España. No te arrepentirás de haber venido. —Hizo una pausa para masticar y continuó—. Como has visto, la inmigración está abierta. A nadie le impiden entrar porque el país necesita brazos para tanto como hay que hacer. Te darán una cédula de emigrante y podrás ir de un sitio a otro sin limitación. Ahora gobierna una Junta Revolucionaria, que echó al general Isaías Medina, muy cercana a Acción Democrática, un partido cuya cabeza política es Rómulo Betancourt, un demócrata convencido.
—¿Una Junta Militar? La jodimos. Otra dictadura, como la de allá.
—No es lo mismo, ni mucho menos. Esta Junta ha prometido elecciones libres, que serían las primeras en toda la historia de este país. Y nadie duda de que el presidente será Betancourt o alguien de AD. Pero sea lo que sea, es un asunto interno que no afecta a los inmigrantes, tan necesarios para el desarrollo del país, en el que todos están de acuerdo.
—Algo tengo claro, hermano: este país te sorbió el coco.
—Y ¿cómo no? ¿Qué era allá? ¿Qué podía llegar a ser en nuestro empobrecido país? Aquí hay una riqueza mineral increíble, ¿tú sabes? Tercer productor de petróleo en el mundo. Las mayores reservas están en la cuenca del lago Maracaibo. Por eso la refinería más importante está en Paraguaná…
—Me mareas un poco con todo esto, Juan. Me lo tendrás que ir explicando poco a poco y no de sopetón el primer día. —Todos se echaron a reír.
—Es verdad, como que te estoy hinchando la cabeza. Pero necesitas saber lo que es la vaina del petróleo y del refinado aunque sea de forma marginal, porque vamos a vivir de él. Así tendrás una visión de la importancia de tu trabajo. La refinería petroquímica El Palito, cuando la veas, te cortará la respiración. Dicen que estará preparada para el procesado de trescientos mil barriles de crudo diarios.
—Joder, Juan…
—¡Conchales! He vuelto a pelar. Tienes razón. Terminemos y sigamos camino.
Fue anocheciendo durante el viaje. La incesante cháchara de Juan y la jerga, a veces incomprensible, de los locutores adormecieron a Chus. Pasaron sin detenerse por La Victoria y luego por Maracay, bordeando el inmenso lago de Valencia, y llegaron a la capital del estado Carabobo ya de noche. El coche se detuvo en una urbanización de casas de dos plantas de diseño plano, rodeadas de jardines con palmeras y árboles de hoja perenne. Dos perros negros salieron dando saltos junto con la mujer de Juan y el segundo hijo de ambos, de nueve años, llamado Manuel. Una temperatura agradable, casi fresca, impregnaba la noche.