Uno

Julio 1946

Fernando León de Tejada y Ortiz de Zárate accedió al despacho sin llamar, con aire desenvuelto y confiado. A él no le impresionaban los modos solemnes ni la farfolla del nuevo Régimen. Estaba por encima de esos personajes de oropel, fueran ministros o altos cargos, muchos de ellos surgidos del oportunismo y del peloteo. Sabía descubrir a quienes erguían la cerviz antes humillada, ahora altanera. Él se había criado en familia y entorno de blasones y abolengos y entendía lo que era la conciencia de clase. La «clase» era algo diferenciador, que no se aprendía ni se adquiría. Se tenía o no. Ahí influían los genes incontaminados, transmitidos a través de siglos por linajes que el destino eligió. Al integrarse en la Falange, un partido con savia nueva que pretendía para España horizontes renovadores, él rompió con las ataduras de una nobleza que era un segmento gastado y decadente y que llevaba degradando al país desde los últimos siglos por el ansia inacabable de privilegios y su aversión al trabajo. Él había rechazado heredades y títulos. Pero nunca podría eliminar de sí la clase. Por ello, de un simple vistazo percibía quién era portador o no de ese atributo. Y el titular de la jaula apabullante que le sonreía falazmente desde el fondo de la mesa, aunque tenía el mando, desde luego que carecía de clase alguna, además de que, con seguridad, no habría estado batiéndose el cobre en los frentes de batalla derrochando la generosidad que sus camaradas y él mismo brindaron con el único propósito de lograr una España mejor. El tipo sólo era un funcionario de retaguardia, y él no. Y ambos lo sabían. Y también sabían que él tenía una carrera superior universitaria, y el mandamás no. Se cuadró con la elegante marcialidad de siempre, chocando los tacones y levantando el brazo derecho con firmeza, mano abierta, dejando en el otro un nuevo pozo de confusión ante la evidencia de las dos realidades que representaban.

—Ese saludo ya no es necesario. Fue suprimido el año pasado.

—No para mí —contestó el visitante, manteniendo el brazo firme.

Al subsecretario, con un puro en la mano derecha, le asaltaron dudas sobre cómo proceder. Miró el cenicero plateado, engullido de colillas como si hubiera sido adquirido con ellas. Determinó cambiarse el cigarro a la otra mano y respondió al saludo, consciente de que el suyo carecía de autenticidad. Para superar la prueba, dio la vuelta a la mesa, soltando un reguero de ceniza, y extendió su mano con demasiada amabilidad.

—Señor León de Tejada, mucho gusto de verle.

—Encantado, señor subsecretario. Usted me dirá.

—Siéntese, siéntese. Está en su casa.

Fernando aceptó la invitación y vio regresar al mandamás por el mismo camino de ceniza. Se le ocurrió que acaso el gerifalte construía esa huella a propósito para, como Pulgarcito, asegurarse el retorno. Dos grandes ventiladores intentaban desde un rincón mantener a raya el fuerte calor, pero sólo conseguían que la humareda existente diera vueltas como si fueran señales de los indios en el Far West.

—Han estado aquí su jefe Provincial y un miembro de la Junta Política; es decir, del Consejo Nacional de Falange, sus superiores jerárquicos. Me han expresado que tiene excesiva preocupación por el caso Andrés Pérez de Guzmán…

—Perdón, Andrés Pérez de Guzmán no es un caso; es un hombre.

—Claro, claro. Le hablo de la investigación. Y le decía que no debo soslayar sus reiteradas llamadas a esta Subsecretaría en ese sentido…

—Que siempre contestan sus ayudantes con evasivas porque usted nunca se pone —cortó Fernando.

—… por lo que he considerado que esta entrevista le calmará y le quitará la preocupación. Por eso le he mandado llamar.

—El caso, en general, es una cosa; mi amigo es otra. Mi interés está en saber el paradero de Andrés.

—Es lo mismo.

—No para mí. Me preocupa mi amigo antes que el caso en sí, que espero resuelvan a satisfacción ahora que parece que lo han situado ustedes en coordenadas políticas, quitándoselo al comisario de policía que lo inició.

—Así es.

—Si no es mucho pedir, le ruego me lo aclare.

—¿Aclarar? —sopesó un momento mientras enterraba el cigarro en el cenicero. Era un hecho que la Falange estaba siendo desplazada a un lugar de menos relieve. El Régimen, atento a los vientos que soplaban desde fuera, soltaba lastres que le identificaban con el fascismo recién derrotado. Podía despachar a tan altivo individuo con viento fresco. Decidió que era mejor compadrear y evitar un enfrentamiento. No era fácil competir con el vigor que el tipo desprendía—. Es una decisión de las direcciones de las Comisarías Generales y de esta Subsecretaría. Pero el dejar al comisario Ocaña fuera del caso no significa que se haya perdido interés por él. Ni mucho menos. Todo lo contrario. La Político-Social tiene mayores recursos que la policía normal para esclarecer el caso.

—Sigo en la inopia. ¿Puede ser más explícito? ¿Por qué el cambio?

—Porque Andrés es miembro de esa brigada.

—No, no lo es. Imposible.

Fernando vio que el subsecretario agriaba el gesto y asía el borde de la mesa, apretándolo hasta que se le blanquearon los nudillos, como si la hubiera comprado él mismo y temiera que alguien pretendiera arrebatársela.

—¿Pone en duda mi palabra? ¿En qué basa su afirmación?

—Considero irrelevante su expresión de agravio. Andrés y yo no teníamos secretos. Me lo hubiera dicho.

—Los agentes hacen un juramento de silencio. Ni sus mujeres deben saber nada al respecto. Nadie. Menudos agentes serían si lo fueran pregonando.

—Así será para todo el mundo. No para Andrés respecto a mí —dijo Fernando, a la vez que sacaba una cajetilla de tabaco rubio Winston. Eligió un cigarrillo y lo encendió con un mechero dorado, en un ritual de movimientos que provocó la envidia del otro. Sin ofrecer, se guardó la cajetilla—. En cualquier caso, coincidimos en que lo fundamental es resolver. Pero veo que están en pañales.

—Se está trabajando en ello. Hay varias pistas de tramas desestabilizadoras —dijo el subsecretario, endureciendo la voz—. Haremos justicia.

—No me vale. Hace más de un mes que Andrés desapareció. «Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía».

—¿Cómo dice?

—Es una cita.

—Bueno. No tiene por qué preocuparse. La Político-Social aplica la lógica en sus métodos, por encima de los hechos circunstanciales.

—No creo en la lógica.

—¿Que no…?

—No señor. ¿Conoce ese de Jaimito y los timbres?

—No sé…

—Jaimito está en clase y el maestro explica lo que se entiende por lógica, con ejemplos. Jaimito se levanta y dice: «La lógica no existe y pondré un ejemplo. Vivo en un quinto piso y siempre que bajo a la calle voy tocando los timbres de las puertas de todos los vecinos. Lo lógico, según usted, es que me llamen el Tocatimbres, ¿verdad?». «Sí, es lo procedente», dice el maestro. «Pues no me llaman así, sino el hijoputa del quinto».

—Joder, don Fernando —rio el otro, a su pesar—. ¡Qué cosas tiene usted!

—Como en el chiste, su lógica está lejos de coincidir con la realidad del caso. —Se levantó, dio una larga calada al cigarrillo y lo aplastó en el cenicero que había a su lado. Soltó un chorro de humo y habló con acento sin inflexiones, imponiendo su mirada rectilínea—. Mire, señor subsecretario. No sé por qué eso de la Político-Social. Tendrán sus razones, y como «donde manda patrón no manda marinero», las respetaré. Pero no me suelte milongas. Le diré una cosa. Andrés es más que un amigo. Nos salvamos la vida el uno al otro varias veces por los frentes de guerra. No hay dudas de que está en apuros. Me necesitan él y su familia y no voy a defraudarles. Ante la falta de resultados indagaré por mi cuenta a partir de ahora. Mandaré a algunos de mis escuadristas a que investiguen. Y nadie me lo podrá impedir.

La desharrapada chavalería prorrumpió en gritos animosos:

Padrino roñoso, eche la mano al bolso.

La soleada mañana de domingo colaboraba con el bautizo celebrado. De la apretada y umbría parroquia de la Beata María Ana de Jesús, en los bajos del número seis de la calle Domingo Pérez del Val, en las Casas Baratas, salían ya los familiares y amigos. Ellas, estribillo de estaturas menguadas, vestidos sumisos, cabellos sin tintes peinados en casa. Ellos, trajes negros alcanforados, zapatos con brillos de limpiabotas para disimular los cueros agotados. Había un bulto atrapado entre los brazos y el amoroso busto de la madrina, reina por un día, por donde asomaban los negros pelos mojados del bebé protagonista.

Eche, eche, eche, no se lo gaste en leche.

El padrino, asumiendo el liderazgo del acto, metió su mano en un abultado bolsillo y se dispuso a proceder con la tradición. Con gesto heroico lanzó un puñado de monedas de cinco y de diez céntimos, no demasiado lejos de los invitados para un mejor disfrute de su esplendidez. Los chicos se abalanzaron sobre las rodantes piezas y se las disputaron ferozmente levantando nubes de polvo mientras el donante paseaba su gesto pleno de felicidad y satisfacción. El grupo fue caminando despaciosamente, ellos saboreando extrañados Farias y dejando una densa estela de humo como si todos viajaran en tren. La chiquillería insistió.

Padrino pelao, si cojo al chiquillo lo tiro al tejao.

Nuevos puñados de calderilla y nuevo forcejeo entre los crios. Pili, como las demás niñas, se mantenía apartada del barullo, capitalizado siempre por la violencia de los chicos. Pero algunas monedas llegaban rodando a su jurisdicción. Y ellas, como gorriones esperando el fallo de las acaparadoras palomas en el picoteo, las atrapaban rápidamente. Horas y bautizos después, Pili había podido reunir una peseta y cuarenta céntimos. Ya tenía para el cine, que costaba una peseta. Vio salir a don Antonio, el párroco, junto con otros curas. Se les había acabado el trabajo. Con las demás niñas corrió hacia ellos y les besaron el dorso de la mano, tal y como les ordenaban en los colegios. Luego caminó feliz a casa junto a Conchita y Toñi.

Terminando de comer, gachas de harina de almortas, tortilla, pan y naranjas, Juan, que también había estado con sus amigos capturando monedas, dijo:

—Pili ha vuelto a besar las manos de los curas.

Todos la miraron y ella se ruborizó.

—Te dije que no hicieras eso —dijo su padre—. No lo hagas más, ¿entendido?

—Deja a la niña —terció la madre—. Tendrá que hacer lo que los demás. ¿Quieres que la señalen?

—Yo no les besé a ninguno —dijo Juan—. Además, don Antonio iba con la prisa de siempre y estas tontas tuvieron que ir corriendo detrás mientras él no paraba de andar.

—Iría a pedir dinero a alguien —dijo la madre—. Está obsesionado con lo de levantar una iglesia en Guillermo de Osma para salir de las catacumbas de esa parroquia de ahora.

El abuelo la miró. Tenía sesenta y cuatro años y un brazo más corto que otro, lo que no le había impedido trabajar duro en la carbonería del barrio. Se había jubilado por causa de los dañados lumbares y no había podido eliminar el carbón acumulado en los poros durante décadas, por lo que ofrecía un aspecto negruzco y sucio, no acorde con la realidad. Terminó su vaso de vino peleón y dijo:

—Más valía que todo lo que ese cabrón recoge lo dedicara a dar de comer a los montones de niños famélicos del barrio y no a buscarse un sitio en la posteridad como impulsor de ese templo. Lo primero es atender el hambre de tantos desfavorecidos y no hacerle la pelota al Cielo.

—Hemos de vivir con lo que hay, padre. Las cosas son como son.

—Ya sé cómo son —masculló él, levantándose y yendo a su silla de lectura para atrincherarse tras una novela de Zane Grey.

Por la tarde Pili fue con sus amigas, su madre y la de Conchita al cine Montecarlo para ver el programa doble y el Nodo. Ponían El Capitán Maravillas, interpretado por el atlético Tom Tyler, y El peñón de las ánimas, en sesión continua. Compraron pipas y esperaron en la vociferante cola a que fueran saliendo espectadores. Tardaron en entrar al abarrotado local, tumultuoso de conversaciones, risas, toses y silbidos. La primera película era por episodios. El que más le gustó de los cuatro fue el último. Al chico Billy los malos lo maniatan y amordazan. El piloto de la avioneta donde viaja secuestrado pierde el conocimiento y el aparato se precipita a tierra. Billy consigue quitarse la mordaza y lanzar el grito salvador: «¡Shazam!». El rayo instantáneo lo convierte en el indestructible Capitán Maravillas, que vuela hasta tierra, salvando también al piloto, entre el entusiasmo y los aplausos de la chiquillería. Y en la otra película su emoción se desbordó cuando la chica se lanza al vacío al ver muerto a su novio prohibido. ¿Dónde estás, Luis? ¿Por qué no vienes? Cuando salieron, la madre de Conchita dijo:

—¡Qué amor tan grande entre la María Félix y el Jorge Negrete! ¿Por qué la familia de ella desprecia al muchacho?

—Atavismos, que han vuelto aquí —respondió su madre—. Luchamos para acabar con eso y conseguimos liberar el amor, lo que se recibió con alborozo. Perdimos y eso acabó. Pero en un futuro, que quizá vean nuestros hijos, las parejas tendrán libertad de elección y de unión. Será así porque es ley de la naturaleza.

—De todas formas, es una tontería que los protagonistas acaben así. El amor es vida, no muerte.

—Sí; el amor es vida… y esperanza —dijo su madre, bajando su mirada hacia ella. La madre de su amiga captó el gesto.

—¿No tienes noticias del Luis y del Julián?

—No. El policía que protege al Juanito no sabe nada. Hace un mes que desaparecieron. Nadie sabe dónde están.

—Ni si viven aún, como el Gerardo y el Elíseo. Pobrecillos.

Ella hubiera querido ser como el hombre de acero volador para, con su mirada de rayos X y su fuerza, encontrar al Luis y salvarle de lo que le amenazaba. Porque su amor nunca se extinguiría. Y si le faltara, no le importaría hacer lo que la mujer de la película porque, como ella, también había hecho un juramento. Notó la mano de su madre apretar la suya mientras el grupo caminaba en silencio por las anchas aceras de tierra hacia sus casas.