Día cuarto

El comisario miró hacia la puerta y observó al chico. ¿Chico? Nadie lo diría. Normalmente los motes nada tienen que ver con los nombres ni el aspecto de las personas. En este caso, con Mateo habían acertado. Era un grandullón de cuidado, cercano al metro ochenta, fornido. Le calculó por encima de los setenta kilos de músculo. Tenía la cabeza grande, labios gruesos y orejas divorciadas del cráneo. Pero eran sus ojos saltones lo que impresionaba por su fuerza. Su aspecto era chulesco, de matón de barrio. Los conocía bien por haberlos sufrido durante su niñez en su barrio de Vallecas y luego en el colegio de San Ildefonso. Mostraba un gesto cansado, con ojeras, como de no haber dormido. Vestía un pantalón largo y una camisa bien conservada. Sus zapatos tenían brillo de limpiabotas. Entró con las manos en los bolsillos y se plantó delante de la mesa sin cohibición.

—Hola —dijo.

Pablo, detrás de él, le dio un tremendo bofetón, lanzándolo contra la pared. Mateo se revolvió con fiereza.

—¿Por qué m’a pegao?

El inspector se le acercó y le golpeó repetidamente sin miramientos hasta que el chico se arrodilló, cubriéndose con los brazos.

—Basta, Pablo —ordenó el comisario.

El policía se detuvo. Mateo ofrecía el rostro rojo por los golpes y de la nariz le manaba sangre.

—Ahora —dijo Pablo—, inténtalo de nuevo, como te dije.

Mateo obedeció, dejando escapar lágrimas de rabia.

—Buenos días, ¿puedo pasar? —Sus ojos latían de odio no reprimido. Las manos colgaban a los lados de su cuerpo y tenía los puños apretados.

—Hazlo y colócate ahí. —El comisario señaló un lugar. Añadió—: ¿Cómo te llamas?

—Mateo Morante Peña.

—¿Qué años tienes?

—Voy a cumplir doce.

Pablo le dio un fuerte revés.

—Se dice señor.

—Once, señor.

El comisario miró su corpulencia y sus grandes manos. Nunca había visto un espécimen semejante. Imposible creer que tuviera esa edad. Era tan grande como Pablo.

—No me estás mintiendo, ¿verdad?

—No, señor.

—¿A qué te dedicas?

—Voy a entrar en Artes y Oficios, en la calle de Embajadores, al lao del mercao de San Fernando…

—No es eso lo que te pregunto. Qué haces ahora.

—Estudio. Voy al colegio Cervantes.

—Mientes. Te echaron de ese colegio —dijo el comisario. Luego preguntó a Pablo—: ¿Dónde lo ha encontrado?

—En la taberna, jugando a las cartas.

—Bueno, era la hora del boca. Curro en el mataero.

—¿Qué haces allí?

—Ayudo a los ganaeros, a los matarifes, hago encargos…

—Se ve que te va bien. ¿Cómo explicas tus ropas y zapatos? Vistes casi mejor que nosotros.

—Curro mucho y me tratan bien.

—Robas, embustero. Eres un ladrón e instigas para que otros chicos oficien de ladrones. Y como si fueras un mafioso te quedas con la parte del león.

—’So es mentira. Yo…

Pablo se acercó y le propinó un fuerte guantazo. Mateo reculó, tropezó con una silla y cayó al suelo. Se levantó con el rostro congestionado de ira. Parecía querer saltar sobre el policía. Pablo le abofeteó reiteradamente y Mateo volvió a caer de rodillas. Al comisario le dio la sensación de que su ayudante intentaba demostrar que era más fuerte que el chico.

—Déjelo ya, Pablo. No es así. Sabe que no me gustan esos métodos.

—Es para que tenga un poco de respeto, jefe.

—Yérguete y arréglate —dijo Ocaña al chico.

Mateo obedeció y se secó la sangre con un pañuelo. El fulgor de sus ojos no había disminuido.

—Eres peligroso —dijo el comisario—. Lo aconsejable es meterte en una celda para que se te calmen los humos y luego ingresarte en un correccional. Ni estudias ni trabajas. No necesitamos gente así en el país. Y ahora responde, y ten cuidado con lo que dices. ¿Con quién vives? ¿Tienes padres?

—Soy huérfano. Vivo con m’irmano y mi tía.

—¿Cuántos años tiene tu hermano?

—Quince… Quince, señor.

—¿Qué es lo que hace?

—Curra en el mercao de Legazpi.

—¿En qué exactamente?

—Está en los trenes y en los camiones, yo qué sé. —Su voz sonó altanera. El comisario miró a su ayudante y notó su esfuerzo por contenerse. Suspiró.

—Llevas odio en la mirada. No te gusta que te pongan la mano encima pero tu aspecto es el de un camorrista. Se ve que no estás acostumbrado a recibir pero sí a sacudir. —Le miró procurando contener su irritación—. Tu hermano.

Mateo se demoró un momento. Cuando atisbo a Pablo acercándose, contestó rápidamente.

—Cuida los trenes y los camiones. Vigila pa’ que no manguen las cargas.

—¿Vigila? ¿A qué cuerpo pertenece? ¿Quién le paga?

—No lo sé.

—Sí lo sabes. Con toda seguridad será uno de los chorizos que roban en los trenes. Estará en una de esas bandas que extorsionan a los asentadores, ¿no es así?

Mateo miró a Pablo y luego bajó los ojos. El comisario movió la cabeza. Esas bandas juveniles eran consecuencia de la guerra y de la miseria. Era comprensivo con esas situaciones pero no era paciente con la chulería y la violencia que ejercitaban esos mangantes, como sin duda era la condición del que tenía delante.

—¿Qué pasó con tus padres?

—Mi padre fue afusilao por rojo. Mi madre la palmó en prisión, tuberculosa. Dejaron que la diñara. Tenía sólo vintinueve años. Mi’rmano y mi tía cuidaron de mí cuando era un mierda. —Tuvo un gesto incontenible de rebeldía—. Yo tamién soy rojo y republicano. ¿Me van a matar como a él por eso?

—¿Qué sabes tú de esas cosas? —dijo el comisario, sorprendido.

—Mucho. Tamién afusilaron a tíos míos.

Pablo se acercó pero el comisario le frenó con la mirada.

—No matamos a nadie por eso. Aquí, al menos. Sólo perseguimos delincuentes de cualquier color. Y parece que tú lo eres o puedes llegar a serlo.

El comisario hizo una tregua en la valoración negativa que el chico le producía. Un chispazo de ternura se infiltró en su corazón. Fue sólo un momento. Era una historia demasiado repetida. Chicos que pierden la brújula al quedar huérfanos, algunos de forma traumática; que se hacen golfos y luego delincuentes. Parte de ellos renegaba de lo que hacían, pero otros no, porque vivían bien al otro lado de la raya. Delante de él tenía un ejemplo. Sintió cierta conmiseración por él.

—¿Qué hiciste la noche del martes?

—¿La noche del…? —Hizo como que pensaba—. Sí, estuve en casa, con mi’rmano. Cenamos y luego nos acostamos.

—¿Y antes de ayer, miércoles?

—Lo mismo. Dimos una vuelta, jugamos algunas partidas y luego a casa.

—¿Sabes que Elíseo y Gerardo desaparecieron?

—Sí —dijo, tras una pausa.

—¿Qué opinas de ello?

—No sé. Hablan de los «Sacamantecas». A lo mejor es verdá.

—Y anoche, ¿qué hiciste?

—En casa, puede preguntar a mi tía.

—Lo hicimos. No estuviste en toda la noche. Tu tía no estaba preocupada porque trasnochas con frecuencia.

—Bueno. Estuve jugando a cartas con unos amigos —admitió Mateo, tras calibrar la mirada de Pablo.

—¿Viste a los Montero?

—Sí —dudó—. Ayer por la tarde, en la taberna.

—¿Qué ocurrió?

—Yo’staba jugando con mis amigos y se presentaron pa’ decirme que dos hombres desconocíos les seguían. Les dije que vinieran a la policía.

—¿Tú les dijiste que vinieran?

—Sí, señor, se lo juro, pero no quisieron. Odian a la policía.

—¿Odian a la policía? ¿Por qué?

—No lo sé, lo juro.

—¿Te dijeron por qué les perseguían?

—Sí.

—¿Qué te dijeron? No me hagas perder la paciencia.

—Qu’esos hombres habían matao a otro.

—Y ¿qué te parece?

—Cosas de críos. A lo mejor se lo han inventao.

Los policías intercambiaron una mirada.

—¿Tienes idea de dónde pueden estar?

—No —miró a Pablo—, no, señor, lo juro.

—Juras mucho para ser creído. —Le miró con fijeza—. Puedes irte. Pero no creas que he terminado contigo. Estaremos vigilándote. Tú sabes algo más y lo ocultas.

—Le juro…

El comisario miró a Pablo, que cogió a Mateo del cuello de la camisa y lo empujó hacia fuera.

—Quédate ahí sin moverte —dijo y, entornando la puerta, añadió—: ¿Le fichamos, jefe?

—Me cago en diez, Pablo, ¿cómo vamos a fichar a un chico de once años?

—Jefe, éste… —Se calló al ver la mirada del superior; abrió y salió.

El comisario tomó asiento y estuvo un rato cavilando. El inspector entró de nuevo y le miró.

—¿Sabe, Pablo? Ese chico…

—¿Sí?

—Es producto de nuestra victoria. Matamos a sus padres…

—¿Matamos? Hubo una guerra, jefe.

—… Matamos a sus padres entre todos y les quitamos sus sueños de niños. —Se acercó a la ventana y miró abajo—. La inmensa herida curará mal. Esos chicos son diferentes a los nuestros. Lo perdieron todo, no tienen nada. Su futuro es incierto.

—Vamos, jefe, este cabrón es un golfo auténtico. No sienta lástima. Será un delincuente. Ya ve que los otros chicos no son así.

—Cada uno actúa según el daño recibido. Quizá Mateo recibió más daño que los otros. Espero que los Montero no se malogren también.

El comisario tuvo un pequeño sobresalto cuando, tras una breve llamada, aparecieron dos hombres desconocidos, que se plantaron delante de su mesa sin más protocolo. Sus trajes apenas escondían sus fornidas figuras. Conservaron los sombreros en sus cabezas y no hicieron intención de estrechar su mano.

—Disculpe, comisario. Inspectores Prada y Angulo, de la Político-Social. Sírvase seguir estas instrucciones —dijo uno, extendiéndole un papel.

—Sus credenciales —exigió el comisario, haciendo un esfuerzo por dominarse.

Se las entregaron. Allí estaban los documentos especiales distintivos. Como la Gestapo o la NKVD. Nadie podía dejar de estremecerse cuando le ponían esas siglas delante de los ojos, aun teniendo la conciencia tranquila. Ningún poder por encima de ellos, jueces supremos de sus actos. Ni siquiera el Caudillo tenía control sobre sus acciones inmediatas. Cogió el volante y vio que lo firmaba el subsecretario general de la Dirección General de Seguridad. Por encima de él sólo el secretario, el director general y el ministro de Gobernación. Se quedó helado. ¿Qué deseaba de él tan inaccesible personaje? Si el asunto era oficial, y no había dudas al respecto, ¿por qué se comunicaba directamente con él, un simple comisario, saltándose los niveles jerárquicos intermedios? Le había visto una sola vez, hacía años, cuando verificó su historial con el fin de dar o no su visto bueno a su reincorporación a la policía, tras la inhabilitación y la cárcel. Le recordaba como un tipo untuoso. ¿Habrían trascendido algunos de sus juicios sobre la estructura policial deseada? Había un número de teléfono en el oficio y la orden de que lo marcara. Lo hizo y dio su nombre a la telefonista. Un rato después oyó una voz ejercitada en el autoritarismo.

—Comisario Ocaña. Espero que los emisarios que le envié no le hayan incomodado.

—Es un honor, señor subsecretario. ¿Qué puede precisar de mí?

—Entregue a los inspectores todo lo que tenga sobre el caso que lleva entre manos.

—¿Qué caso?

—No se haga el tonto. Ese del hombre desaparecido. Y véngase para acá.

Lleno de frustración, el comisario entregó todo el expediente oficial a los hombres, reservándose las copias en papel carbón de cada documento y sus cuadernos, que su experiencia le aconsejó guardar en lugar aparte. Salieron. En poco tiempo estuvieron en la Puerta del Sol. Dejaron el coche en la entrada de Gobernación y subieron las escaleras, cruzándose con mucha gente de uniforme y paisano, casi todos hombres. Vieron algunos detenidos, con mal aspecto y señales de golpes, bajando custodiados hacia los sótanos. En la planta superior se detuvieron ante una puerta. Prada golpeó con los nudillos. Una voz les dijo que pasaran. Los subordinados cedieron el paso a Ocaña y entraron, quitándose los sombreros. Prada avanzó y depositó la carpeta ante la mesa del jefe. Luego se esfumó con su compañero. El amplio despacho estaba lleno de humo, como si algo se hubiera quemado, lo que hacía más caluroso el cerrado recinto. Había dos hombres, uno detrás de una gran mesa y otro, de rostro grave, que le miró desde un sillón, sin moverse, como si formara parte del mueble y los hubieran fabricado a la vez. Al comisario no le impresionó el recargado despacho, con parafernalia de fotografías y símbolos del Régimen nacido el 18 de julio. Miró al subsecretario, que enarbolaba un cigarro puro del que aspiró una intensa bocanada antes de apoyarlo en un cenicero plateado, atiborrado de colillas, grande como una sopera. El comisario no pudo por menos que pensar adonde iría tamaño botín, una pequeña fortuna debido a las circunstancias. El tabaco estaba racionado y casi toda la población masculina fumaba desaforadamente. En los barrios pobres no había colillas tiradas por las calles. Los hombres las guardaban y hacían nuevos cigarrillos con ellas. De la necesidad y la escasez había surgido una profesión nueva: la de colillero. Iban por el centro y los barrios pudientes donde la gente despreciaba las colillas. Llevaban un palo terminado en una punta de alambre. Ensartaban las colillas, sin agacharse, y las depositaban en un morral. El ingenio les servía también para espantar a los muchos rapazuelos que hacían lo mismo, con lo que se erigían en únicos autorizados para ese oficio. Con todo ese producto, limpiado de ceniza y mezclado con algo de picadura original, rellenaban los envases de cuarterones vacíos de Tabacalera y los vendían fuera de los estancos a menor precio a los ansiosos fumadores.

El subsecretario dio la vuelta a la mesa y le ofreció su mano derecha. Su rostro intentaba parecer jovial.

—¿Cómo le va, Ocaña?

—Usted dirá, señor subsecretario. Hasta ahora me iba bien. ¿Estoy arrestado por algo?

—Ya conoce al jefe de la Jefatura Superior de Madrid, su superior. —Presentó al del sillón. Se dieron la mano sin que el citado se levantara ni pronunciara palabra—. ¿Decía?

—Que si estoy arrestado por algo.

—¡Ah!, los imponderables. Somos hojas que mueve el viento. —Indicó un sillón a Ocaña, dio la vuelta a la mesa y tomó asiento—. No está arrestado. Vaya ocurrencia.

—Me daba esa sensación cuando venía en el coche.

—Olvídelo. Iré al grano. Creemos, según nuestra competencia decisoria, que este caso debe ser llevado por la Político-Social. El titular de la Comisaría General de Orden Público y el de la Político-Social ya han sido informados, y están totalmente de acuerdo con el traspaso del expediente. Su jefe, aquí presente, también ha dado su conformidad —dijo, mirando al hombre sentado, que asintió con la cabeza.

—¿Creen que se me olvidó el oficio?

—No es por ahí. Sabemos que es usted un buen policía. Tendrá otros casos.

—Éste entra de lleno en mi jurisdicción.

El subsecretario analizó al comisario. Los rasgos eran nobles, su gesto determinado y sus ojos miraban de frente.

—Ocaña, sabe que sólo hay una jurisdicción. Hemos creado un orden nuevo, que nos costó mucha sangre. Hemos eliminado ese cáncer llamado Democracia. Tenemos una autoridad militar protegiéndonos. Nuestros deseos no valen, salvo la coincidencia en el bien común.

—Le ruego que sea más explícito.

—Es fácil. —No había complacencia ya en la mirada del superior—. Obediencia y lealtad. Yo obedezco órdenes y usted obedece las de sus superiores. Más claro el agua.

—Según los datos que estamos obteniendo, el caso entra de lleno en lo criminal. ¿Qué tiene que ver aquí la Social?

—Mucho. No es sólo el simple hecho criminal sino lo que hay detrás. Andrés Pérez de Guzmán estaba investigando unas células subversivas.

—¿Cómo dice? ¿En serio?

El gesto del subsecretario se estiró.

—Aquí siempre hablamos muy en serio. Esos empecinados contrarios a la legalidad hacen que el Régimen siga manteniendo el estado de guerra. Los enemigos ya no están en las trincheras sino en la oscuridad, socavando como las termitas. Y los mercados de alimentación son un vivero donde pueden infiltrarse los enemigos del orden establecido.

—Disculpe, señor. No pongo en duda que puedan existir grupos políticos contrarios al Régimen, pero un hombre y cuatro niños han desaparecido, posiblemente ya no viva ninguno. No veo acciones políticas en esos hechos.

—Lo que importa son las causas. Los hechos pueden ser accidentales y equívocos. ¿Qué tenemos? Niños desaparecidos, que pueden aparecer en cualquier momento. Lo de nuestro agente es diferente. En cualquier caso, no aporta ninguna prueba irrefutable; no hay cadáveres, no hay testimonios solventes, sólo lo que dijo un chico.

—Dos chicos. Uno fue raptado después de hacer declaración.

—Le suponía más objetivo por su cargo, comisario. No tiene nada concreto, ninguna pista. Nosotros las encontraremos. Las células criminales que investigamos son reales, no aire. Así que déjelo. No está capacitado para opinar sobre las decisiones del SSS, al que pertenecía Andrés Pérez de Guzmán. Y, desde luego, tenemos más medios que usted para averiguar lo que ocurrió con nuestro hombre y saber los porqués.

—¿SSS? ¿Qué es eso?

—No le interesa.

—Me quita el caso, me deja en la ignorancia. ¿Qué me queda? ¿Qué policía soy?

El subsecretario le miró fijamente y luego miró al hombre empotrado en el sillón. Un tiempo de incógnitas llenó el silencio. Al cabo, fue a la librería, tomó un libro y lo dejó sobre la mesa. Era una Biblia.

—Es usted hombre religioso. Ponga ahí la mano y jure que lo que le diga no lo ha oído. Y si no lo ha oído es que no existe. Y si no existe, chitón.

Ocaña cumplió el protocolo y, a una indicación del superior, tomó asiento. Cuando el anfitrión terminó de hablarle, Ocaña concedió para sí que el subsecretario tenía muy claras sus adhesiones y fidelidades. Si era cierto lo que decía, si todos los que estaban en puestos de poder tenían esa convicción, el Régimen podría durar cien años. Y además, en cuanto al caso, podía tener razón en sus sospechas políticas. Movió la cabeza. Vaya con la Social Secreta. Tan secreta que Fernando León de Tejada desconocía lo que su amigo íntimo llevaba entre manos. El subsecretario se levantó y le hizo una seña. Ambos se acercaron a una de las ventanas.

—¿Qué ve, comisario?

—Nada, con esta bruma.

—Las tengo cerradas por el ruido que entra —rio el subsecretario—. Estas viejas ventanas necesitan ser cambiadas. Como el edificio, que está pidiendo a gritos una restauración. Pero habrá que esperar. Hay cosas más urgentes en que gastar el dinero. Supongo que en el futuro se podrán hacer instalaciones de refrigeración en las casas. A ver esos americanos, que todo lo inventan. Vivamos para verlo.

El subsecretario abrió la ventana. El humo salió atropelladamente y durante un rato la visión siguió borrosa. Cuando aclaró, pudieron contemplar la Puerta del Sol, corazón de España y testigo mudo de grandes hechos relevantes de su historia. La plaza estaba llena de gente. Se veían muchos soldados sentados y paseando. La mayoría de los hombres civiles llevaban sombrero o gorra. Ninguno iba en mangas de camisa, porque lo impedían las ordenanzas municipales sobre la moral aplicada al vestir. Los coches y tranvías cruzaban ruidosamente, y las tiendas lucían sus mejores escaparates. Enfrente, las calles de Preciados y de Tetuán se perdían, ocupadas también por el bullicio. El subsecretario tenía razón: el estruendo era peor que el calor.

—¿Qué ve ahora?

—¿Que qué veo? ¿Qué quiere decir?

—Sí, qué ve.

—No sé adónde quiere ir a parar.

—Se lo diré. Desde este edificio se desgobernaba España y sólo se veía gente hambrienta y desorientada. Eso ha cambiado. Hay orden, justicia y alegría. Está viendo ahora gente feliz y ocupada, cada uno en sus asuntos. Personas que trabajan y que contribuyen al bien general. No hay vagos ni gente amedrentada y hambrienta como cuando estaba la horda. Ahora todos comen.

—¿Está seguro de eso? —Ocaña le miró abiertamente.

—Bueno, la hambruna que padecía esta ciudad bajo el dominio rojo ha desaparecido. Claro que hay necesidades… Una guerra tan cruenta deja todo patas arriba. Ahora hay que empezar de nuevo. Faltan recursos para que toda la población alcance el nivel adecuado. Mientras, hay que repartir lo que tenemos de la manera más equitativa. Por eso el racionamiento es necesario y se hacen los máximos esfuerzos. Se han creado ayudas sociales, como Auxilio Social, el Seguro de Enfermedad y los campamentos y centros de recuperación de salud, para que todo el espectro poblacional tenga alimentos, vida sana y servicio médico asegurado. Y en cuanto a la reconstrucción nacional se ha creado Regiones Devastadas para arreglar lo que se destruyó por culpa de los comunistas.

—Sé cómo está el país.

—No está de más recordarlo. Todo esto y mucho más lo conseguiremos porque hay orden y una dirección al servicio de todos los españoles; no con esos comunistas que pasaban el tiempo en huelgas y manifestaciones ni con los burgueses reventados de privilegios, que estaban arruinando el país y se enzarzaban en un sistema de partidos fracasado. Está demostrado que el parlamentarismo sólo produce inoperancia y atraso. Hemos corregido esa enfermedad que nos ha quebrado como país desde la infausta Constitución de 1812.

—En otros países, como Estados Unidos e Inglaterra, el parlamentarismo sí funciona.

—Allá ellos. Nosotros somos latinos, los que creamos la civilización occidental. Grecia, Roma y España han sido grandes cuando tuvieron gobiernos imperiales. No nos va el liberalismo. —Hizo una pausa y continuó con los ojos brillantes—. Estamos limpiando de rojos y vividores el país y levantándolo con nuestro trabajo. Y eso se hace con sacrificios, con renuncias de lo propio. Por eso, y volviendo al caso que nos ocupa, si alguien ordena que lo lleve otro departamento, obedecemos. Seguro que es por el bien general. No se preocupe. Encontraremos a esos chicos suyos. ¿Cree que no me interesan? Los necesitamos, a todos, hijos nuestros o de los rojos. Son el futuro, los brazos que nos ayudarán a situar a España al nivel que le corresponde entre las grandes naciones después de siglos de postración. Estamos en la tarea de educarles en el esfuerzo, el trabajo y el estudio, eliminando la vagancia y el pesimismo. Esos chicos llenarán el país de canciones alegres con una energía encauzada. ¿Qué hay de malo en nuestros proyectos?

—Parece que la idea no está funcionando como sería deseable. Cientos de niños deambulan sin norte, dejados de la mano de Dios.

—Tiempo al tiempo. El país está devastado y, encima, tenemos el boicot criminal que ha impuesto la ONU sobre nuestro país por instigación de los comunistas. ¿Cómo esa organización tiene la desvergüenza de pedir nuestro aislamiento con el cuento de que no respetamos los derechos humanos? ¿Se respetan en la URSS y China, miembros decisorios del Consejo de Seguridad, con casi dos mil millones de esclavos entre ambos países? Algún día los americanos se darán cuenta de que el verdadero enemigo de la paz es Rusia. En fin, a lo nuestro. Ahora aquí todo son prioridades y no hay medios suficientes, ¿necesita que se lo recuerde? Lo primero, que todo el mundo coma en paz y protegido de enemigos. Y luego todo lo demás: educación, reconstrucción de pueblos y ciudades, carreteras, fábricas, en un empeño nuevo, con leyes justas y de alto contenido social. Lo conseguiremos, solos, sin la ayuda que nos niegan, porque somos un pueblo orgulloso y capaz de las mayores hazañas. —Se permitió un respiro—. Los chicos aparecerán y no dude de que los culpables serán castigados. No queremos criminales en el país. Una guerra nos costó acabar con ellos y no permitiremos que regresen o que sigan emboscados.

—Tengo a un chico en protección. ¿Se la quito?

El subsecretario lo pensó un momento.

—Continúe con la vigilancia durante un tiempo, pero olvídese de todo lo demás. Por supuesto, le informaremos por los canales adecuados. —Miró al convidado de piedra, que parpadeó en señal de aquiescencia—. Y excuso decirle que debe mantener lo aquí hablado, y todo el caso, en el más estricto secreto.