El comisario entró en su despacho y vio el informe que sobre su mesa habían dejado Mario e Isaac. Habían visitado el domicilio de los doce empleados ausentes. Cinco de ellos estaban en sus casas, más o menos enfermos. De sus manifestaciones se infería que no tenían ni idea de hechos diferentes a los habituales. Otros dos no estaban, pero sus esposas dijeron que habían salido a resolver algunos asuntos. En las otras cinco casas nadie respondió, por lo que continuaba la investigación.
Sonó la puerta y Pablo asomó la cara.
—Pase.
—Lo siento, jefe. A pesar de mirar con linternas y mover la paja no hemos encontrado nada significativo. Pero hay una novedad: tenemos una visita muy interesante.
—¿Quién es? Déjese de adivinanzas.
—Un falangista.
—Los dos se miraron durante unos instantes.
—¿Qué hay de los huérfanos?
—A Garzón y a Robles se les han vuelto a escapar, anoche.
—¿Bromea?
—Estuvieron acechando en la casa del bocazas del Felipe. No aparecieron en todo el día.
—Entonces, ¿de dónde se escaparon esta vez?
—De una taberna que les indicó el Felipe.
—¿De una taberna? ¿Qué hacen unos chicos en una taberna?
—Parece que allí se ven con el jefecillo, el Mateo ese.
—¿También se escapó?
—No lo buscaban, no se les ocurrió.
—Hemos olvidado nuestro oficio, Pablo. Eso es lo que pasa. No hay iniciativas, sólo seguimiento de órdenes. —Movió la cabeza—. Haga pasar a ese hombre y quédese.
El individuo era de estatura aventajada, delgado como un huso y de cara uniformada; pelo negro brillante peinado a lo porteño y sin bigote, lo que extrañó al comisario, porque esa fina hilera era como un signo de identidad en la Falange. Vestía un pantalón azul oscuro y una camisa de manga larga del mismo color y tono. La insignia del yugo y las flechas estaba bordada en rojo al lado izquierdo, sobre el bolsillo. Justo debajo, bordados en rojo también, un yugo y dos flechas, indicativo de que mandaba unidades de primera línea. Tenía buena pinta y debía de estar en la treintena. Su aspecto era abrumadoramente saludable. Hizo el saludo romano con decisión y el comisario respondió levemente, invitándole a sentarse.
—Usted dirá, señor… —miró la tarjeta que le acercó el otro— León de Tejada y Ortiz de Zárate.
—Soy el jefe local de Falange de este distrito. Uno de mis hombres desapareció hace dos días sin ninguna razón que lo justifique. Somos grandes camaradas.
El comisario miró al político tan intensamente que el hombre se movió con cierta extrañeza.
—¿Cómo se llama su amigo?
—Andrés Pérez de Guzmán y Velázquez.
—Joder, vaya nombrecitos. ¿Es una condición para entrar en Falange?
—Oh, no. —Rio el otro—. La mayoría tiene nombres normales. Nosotros tenemos raíces aristocráticas. Eso nos acercó cuando nos conocimos. Podemos abjurar de nuestras servidumbres nobiliarias, cosa que hicimos, pero no de nuestros apellidos. Son los que tenemos.
El comisario miró la lista que le había dejado Pablo. Era uno de los cinco no encontrados. Mostró la lista al visitante, que, después de mirarla, levantó los ojos con gesto de incomprensión.
—Esos doce hombres se ausentaron de su trabajo el mismo día; de ellos, cinco permanecen en lugar desconocido. Su amigo es uno de esos cinco. —Tras una pausa, añadió—: ¿Le suenan algunos de estos nombres?
—Casi todos.
—¿De los de la lista o sólo de esos cuatro no aparecidos, como su amigo?
—Conozco a nueve de la lista.
—¿De qué los conoce?
—Son falangistas.
—Dígame por qué le escama a usted su falta.
—Él y yo vivimos cerca y todas las tardes salimos juntos un rato, ahora que nuestras mujeres no están. Lo normal es que me hubiera avisado de que se iba. No lo ha hecho. Algo le ha ocurrido.
—¿Dónde están sus mujeres?
—Veraneando, juntas, con los críos, en Vera, un pueblo de Almería de donde ellas son naturales.
—¿Qué función hace él en el Matadero?
—Está en control de pagos, entradas de ganado, salidas, cosas así.
—¿Tenía alguna misión especial, además de su trabajo?
—No me consta, aunque es normal que en esos sitios de tanto movimiento se vigilen las visitas extrañas, e incluso a los guardas.
—¿Era habitual que saliera por las noches?
—Nunca me dijo que lo hiciera.
—¿Le contó o notó algo diferente de lo habitual en sus conversaciones con él?
—Últimamente le veía preocupado. No me dijo nada. Sólo que no tenía importancia y que ya me lo contaría.
—¿Tiene una foto de él?
El hombre echó mano a la cartera y sacó una fotografía que entregó al comisario. El desaparecido era joven y reía abiertamente agarrado a un hombro del denunciante, que también reía. Tiempos felices. Estaban en bañador delante de una piscina y lucían unos cuerpos musculosos.
—Bien. Iniciaremos las pesquisas y le informaremos.
El hombre se puso en pie y volvió a saludar marcialmente con el brazo estirado. Al cerrar la puerta tras de sí, los policías se miraron.
—El muerto de los chicos —dijo Pablo.
—Marchando a la oficina del Matadero. Interroguen a todos los compañeros, a todo el mundo, a los que están enfermos. Qué hacía, qué trabajo tenía entre manos, qué comentaba. —Se puso en pie y caminó nerviosamente por el despacho—. El chaval ese, Gerardo, dijo la verdad, por eso lo raptaron. Mierda. Mientras no tengamos ninguna pista no podremos confirmar nada. Por eso es imperativo que encontremos a esos hermanos. —Se detuvo—. Mateo. Ese debe de saber dónde están. Tráiganmelo como sea. Vaya personalmente.
Cuando el inspector salió, el comisario tomó asiento, sacó el cuaderno y modificó dos puntos de la lista del día anterior.
6. El Bestia, Mateo Morante Peña. Once/doce años. Urgente su comparecencia.
7. Andrés Pérez de Guzmán y Velázquez. Treinta y tres años. Confirmada su desaparición y posible asesinato.
Estuvo escribiendo en el cuaderno las reflexiones que le iban surgiendo y se olvidó totalmente de la hora.
Julián se despertó con la claridad que entraba por el vano de la habitación «italiana». Su hermano dormía. Se vistió de forma apresurada y salió. La señora Matilde estaba sentada, zurciendo, con los auriculares de una radio-galena colgados de sus orejas. Su rostro se ensanchó en amplia sonrisa al ver al chico.
—No me despertó. Era muy importante para mí. Tenía que ver a alguien.
—Estabais muy dormidos. No pasa nada por esperar un día. Ahora ve a lavarte. Despertaré a tu hermano.
El retrete estaba en un extremo del pasillo y era de uso común para los vecinos de las cinco viviendas de cada planta. Consistía en una pieza destartalada y húmeda de metro y medio de ancho por uno de fondo, con una plancha de hierro fundido encastrada horizontalmente en las paredes del fondo y laterales, de lado a lado, a unos cuarenta centímetros del suelo. En el centro de la plancha, un simple agujero donde se encajaba el culo. En él, también, los vecinos vaciaban los barreños y palanganas de aguas sucias procedentes de los lavados caseros. La alta y oxidada cisterna se descargaba tirando de una cuerda pringada de sudores. Un fino tubo de hierro, introducido en la cisterna por un extremo en gancho, colgaba recto y suelto y terminaba en un grifo oscilante al alcance de la mano. Por él los vecinos sacaban el agua para sus necesidades hogareñas, incluyendo la de beber. Era la única fuente de agua canalizada para toda la casa. El espacio libre a ambos lados del agujero servía de apoyo a las tablas de lavar ropa que todas las amas de casa tenían. Toda esa actividad hacía que el retrete constituyera el cuarto más utilizado de cada piso, con gente dentro o esperando fuera para realizar sus menesteres.
Cuando Julián volvía del retrete se cruzó con su hermano, que iba a lo mismo. En la mesa ya había sendos tazones de leche con espesura de pan migado. Mientras comían, vieron a la mujer cruzar la aguja sobre los hilos con gran destreza, dejando el calcetín con un tupido parche, casi milagroso, donde antes había un agujero.
—Es una maravilla ver lo que hace.
—Soy zurcidora. Ayudo a traer dinero a casa. Todo es poco en estos tiempos.
—¿Sólo zurce calcetines?
—¡Oh, no! Mira.
—Señaló un montón de prendas de todo tipo: camisas, pantalones, faldas, calzoncillos, bragas…
—Mi madre también zurcía muy bien.
—Sí, lo recuerdo.
—¿Dónde está el señor Jesús?
—Ha ido al trabajo. Está en una obra, por la calle de Atocha. No viene a comer.
—¿Por qué querían ir a América?
—Su hermano, mi cuñao, es albañil. Le dieron la concesión de una contrata para el mantenimiento de las tuberías y conductos de una refinería de petróleo. Está pidiendo que vaya porque el Jesús es un buen pintor y allí ganaría mucho dinero.
—¿Se irían para siempre?
—Unos años. Hacer dinero y volver, como todos los emigrantes. Todos quieren regresar a la tierra tras unos años de trabajo duro.
—Nos dará pena que se vayan —dijo Luis.
—No sé si nos iremos. Ya os dijimos cuál es nuestro pesar.
Terminado el desayuno, Julián se puso en pie.
—Tenemos que buscar colegio. Y quiero trabajar con el señor Jesús, en lo que sea.
—No puedes trabajar tan pequeño. En cuanto al colegio, en este mismo piso, en el exterior, hay un maestro muy cariñoso que da clases. ¿Le recordáis? —Julián asintió—. Os presentaré. Pero antes probaros unas ropas de mi Chus. Seguro que os valdrán porque siempre las comprábamos grandes para que le sirvieran más tiempo. Esas que lleváis hay que tirarlas. También hay unas alpargatas.
Más tarde cruzaron el pasillo abierto al patio. En el descansillo, donde nacían las escaleras de madera, había una puerta. La señora Matilde llamó. Al poco la puerta se abrió.
—Hola, Esperanza. Tenemos dos ahijaos, ¿te acuerdas de ellos?
—¡Claro!, los hijos de la Soledad.
—Vivirán con nosotros. Quizás el Aristónico pueda ayudarles. No tienen colegio.
Ella los hizo pasar. La casa era mucho más grande. En un amplio comedor lleno de luz, seis niños estaban sentados ante una larga mesa. Delante de cada uno, un cuaderno y una enciclopedia de Bruño. El profesor estaba de pie junto a una pizarra montada en un caballete. Era un hombre desusadamente pequeño, regordete, gafas ópticas y rostro amable. Todos se volvieron a mirarles.
—¿Recuerdas a estos niños?
—Hola, Matilde; claro que sí.
—¿Puedes darles clase?
—Estamos terminando el curso. El día 15 tomamos las vacaciones.
—Bueno. Los días que sean.
El hombre miró a los Montero, que saludaron.
—Bien. Sentaos. Os daré un cuaderno y veré en qué nivel estáis, con vistas al próximo curso.
Más tarde tuvieron recreo en la calle. Los demás párvulos mostraron un rechazo inicial hacia ellos por su aspecto de golfillos. Los hermanos se mantuvieron juntos y la tragedia interna que estaban viviendo acrecentó la barrera que los separaba de los otros alumnos. Finalizadas las clases, volvieron a casa.
—Lavaros las manos antes de comer —dijo Matilde.
—No, señora. Perdone pero comeremos en otro sitio.
—¿En dónde?
—En Auxilio Social —contestó Julián, consciente de que no podían volver allí, además de que no tenían las tarjetas.
—De ninguna manera. No se hable más. A Auxilio Social no vais mientras estemos nosotros aquí. Así que acomodaos.
Después de comer estuvieron haciendo deberes. Julián dijo a la señora Matilde:
—Hemos de salir.
—Pero volveréis, ¿verdad?
—Sí.
—¿Adónde vamos? —dijo Luis, ya en la calle.
—Iremos a ver al Rana. Pronto irá al colegio al turno de tarde. Nos dirá cosas.
Se apostaron en el enorme solar natural existente entre las calles de Guillermo de Osma y Jaime el Conquistador, agazapados tras unos montículos de tierra, cerca de los terrenos adquiridos por la parroquia del barrio para edificar la iglesia. Más allá había unos troncos gigantescos que formaban una montaña vegetal y que recordaban haber visto siempre allí, como si hubieran surgido de la tierra por sí solos. Las tapias del Matadero y la torre del Reloj cerraban el horizonte. Tiempo después vieron a Juan cruzar camino del colegio. Un hombre fornido, trajeado y con sombrero iba a su lado.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Luis.
—Tiene pinta de poli. Y parece que le acompaña.
—¿Qué hacemos?
—Déjame pensar. —Julián reflexionó un momento—. Vamos a hablar con su madre.
Atentos y vigilantes llegaron al portal de Juan. En el piso quinto, y al fondo de un corto pasillo, había un descansillo cerrado por tres puertas. Julián llamó a una de ellas. La puerta se abrió y apareció una bella mujer, la madre de su amigo. Su gesto mostró la sorpresa que la visita le producía. Detrás de ella, Pili enganchó sus ojos en los de Luis. En dos sillas humanizadas con cojines estaban los abuelos paternos. Ella, zurciendo harapos; él, leyendo una novela del Oeste de M. L. Estefanía. Luis los besó pero Julián mantuvo la distancia.
—¡Vosotros! ¿Dónde estabais?
—¿Podemos pasar para hablar con usted?
—Claro, claro. ¿Habéis comido?
Ellos asintieron. Julián dijo:
—Hemos visto al Juan yendo al cole. Un hombre grande le acompañaba. No pudimos acercarnos.
—Es un policía. Le protege. —La mujer les contó lo acaecido—. Os están buscando para que declaréis.
—¿Podría echar la cortina, por favor, para que no nos vean desde fuera? —Ella accedió y él tanteó—: A lo mejor debemos ver al Bestia.
—¿Al Bestia? ¿Para qué?
—Es amigo nuestro. A lo mejor nos saca de este lío. Gracias a él pudimos ganar dinero.
—Gracias a él sois unos ladrones. El comisario dejó las cosas claras, aunque ya mi marido tuvo esa intuición y por eso impedimos que el Juanito volviera por lana.
Julián estuvo un rato callado y luego preguntó:
—¿Podemos quedarnos aquí hasta que venga el Juan? Le prometo que no la molestaremos.
—Podéis quedaros. Sentaros con la Pili y dibujar si queréis.
Tiempo después, efímera pausa llena de miradas entre Pili y Luis, oyeron ruido de pasos por el pasillo. Julián asomó un ojo y vio venir a Juan seguido del hombre fornido.
—Por favor, señora; no diga al poli que estamos aquí.
—Insisto en que contéis lo que habéis visto. Sois testigos de algo tremendo. Con vuestro testimonio pueden encontrar a los asesinos. Mientras tanto, el Juanito y vosotros corréis peligro.
—Por favor —rogó Julián antes de esconderse en una habitación.
Juan entró seguido del policía, que preguntó:
—¿Alguna novedad, señora? —Ella dudó y luego negó—. Estaré en el coche hasta que se haga de noche. Si ocurre algo, avíseme de inmediato.
Cuando el agente se alejó, los hermanos se mostraron a su amigo, que se llevó la sorpresa consiguiente. La madre les mandó sentar y les sacó la merienda: un trozo de pan mojado en aceite, con azúcar por encima.
—¿Por qué no vais a la policía? Es lo mejor que podéis hacer —invitó Juan, mirando a Julián.
—No me gusta la policía. Vi cómo golpeaban con vergajos a mujeres y niños en la cola del aceite. Los vi pegar a mi madre y a otras hasta dejarlas tiradas en el suelo sin sentido. Sólo para que hubiera orden y silencio en la fila. Son mala gente.
—Esos son los de la porra; éstos son diferentes, no llevan uniforme.
—Todos son iguales.
—Evitarán que os cojan esos asesinos —dijo la mujer—. Debes decidirte. Si no vais, bajaré y le informaré al del coche.
—Por favor… Tengo que pensarlo. —Caviló un momento—. ¿Me puede conceder hasta mañana?
Juan miró a su madre. Ella dijo:
—Está bien. Pero de mañana no pasa. Ahora, Juanito, tienes que hacer los deberes.
—¿Podemos quedarnos hasta la noche, señora? Ayudaré al Juan a hacerlos.
—Sí, mamá, déjales. Además, no puedo salir a la calle. Luego podemos jugar al parchís.
La madre accedió. Habían terminado los deberes cuando llegó el padre de Juan, todavía con mucho sol en el cielo. Tras la sorpresa, también insistió en ir a las autoridades. Julián mantuvo un silencio prolongado.
—Le prometió a mamá que lo pensaría de aquí a mañana —intercedió Pili, con los ojos brillantes—. No les chinchéis más.
Jesús llegó a casa a las siete de la tarde. Se enteró de los movimientos habidos con los chicos. Se lavó y bajó a echar la partida de dominó, porque tenían un campeonato. A las nueve subió.
—¿Hiciste cena para los chavales?
—Sí. ¿Les esperamos?
—¿Te dijeron que vendrían?
—Sí, pero no cuándo. Ya se irán acostumbrando al orden. Dejémosles un poco con su libertad.
—Entonces cenemos nosotros.
Durante la cena, llena de renacidas soledades por la ausencia de los niños, él tanteó:
—Matilde, ¿qué vamos hacer con lo de Venezuela?
—No sé.
—Aquí no tenemos a nadie. Tu familia está en Galicia y la mía, en Andalucía.
—Chus…
—Está muerto, Matilde. La vida se nos va. ¿Qué hacemos aquí, pudiendo ganar cien veces más?
Ella no contestó inmediatamente. Luego dejó caer:
—Además están el Julián y el Luis.
—¿Qué tienen que ver ellos? Es nuestra vida, Matilde; nuestro futuro.
—¿Por qué no unirlos a nuestro futuro?
—¡Qué dices! No podemos hacernos cargo de ellos de forma permanente. Los tendremos un tiempo y luego…
—Y luego ¿qué? —Se miraron.
—Saldrán adelante, como miles de niños que hay esparcidos por ahí.
—Claro. Venir, muchachos, un tiempo. Y luego arreglaros como podáis, viviendo en la calle, mendigando o delinquiendo. ¿Es eso? —Ante el titubeo de su marido, continuó—: Creo que en verdad son buenos chicos. El Aristónico dice que el Julián es muy inteligente y que está a un buen nivel, superior al de los que él enseña. El Luis está muy descuidao. Se ve que le afectó más la muerte de la Soledad. Necesita ayuda. Y nosotros necesitamos a quien querer.
—Pueden entrar de internos en centros adecuaos. A La Paloma, por ejemplo. Allí admiten a chicos huérfanos y desfavorecidos, les dan un oficio y cierta cultura.
—Y crees que es llegar y besar el santo. Habrá cientos de ellos esperando para entrar, con solicitudes recomendadas.
—Matilde, mala solución tenemos. Si nos vamos con mi hermano, no les podremos llevar. Y si nos quedamos, no podremos mantenerlos y darles una educación. A todo lo más que llegarían sería a pintores, como yo.
Ella dejó que se consumiese una pausa.
—Y ¿qué me dices del asqueroso del Felipe? Decía que los trataría como a los hijos que nunca tuvo.
—Ya ves. Un cobarde emboscado. Nunca me gustó ese socialero. Siempre haciendo la pelota al capitán.
—Cuando visitaba a la Soledad después de la guerra, ¿recuerdas? Lo que en realidad quería era acostarse con ella. Pero se quedó con las ganas.
Tenían la ventana abierta y, a la luz combinada de la luna y de la que se escapaba de las casas, vieron aparecer a dos hombres desconocidos al fondo del pasillo. Se acercaban pisando recio en los tablones de madera. Jesús se levantó y se asomó a la puerta, que estaba abierta, con la cortina a un lado. Altos, trajeados, sombreros calados, produciendo inquietud.
—Buenas noches. No os alarméis. Soy el inspector Pablo Mir y éste es el inspector Alfonso Bermejo, de la comisaría de Ribera de Curtidores. Buscamos a los hermanos Julián y Luis Montero Álvarez.
Jesús había estado en prisión por haber hecho la guerra en el bando derrotado. No tenía cargos en contra. Pero aun con la conciencia tranquila y el propósito de la visita definido, las presencias policiales en aquellos tiempos sólo producían zozobra.
—Pasen; nos pillan cenando, ¿gustan?
Los hombres entraron aunque apenas cabían. Jesús vio que los vecinos de las otras casas asomaban sus cuezos.
—¿Los Montero, dice? Ellos no viven aquí.
—Sabemos dónde vivían. Se han escapado de su casa y es probable que no vuelvan. Intentamos encontrarlos. Nos indicaron este lugar porque tuvisteis relación con sus padres.
—Sí, éramos amigos.
—¿Habéis visto a esos chicos ayer u hoy?
—No —titubeó Jesús. El otro lo notó.
—Están en peligro. Sólo queremos ayudarles.
—¿Han hecho algo malo? ¿Por qué se escaparon de casa?
—Las preguntas las hacemos nosotros. Repito: ¿los habéis visto recientemente?
—No —aseguró Jesús, esta vez con firmeza—. Hace más de un año que no sabemos de ellos.
—¿Sabéis si tienen familia?
—Tienen unos tíos lejanos por parte de la madre en algún lugar de Santander, y alguien en Extremadura por parte del padre. Ninguno se hizo cargo de ellos. Se los quedó uno llamado Felipe Romero porque nosotros no teníamos sitio.
—Ya —dijo Pablo, sacando un papel y escribiendo algo. Se lo dio a Jesús—. Estos son los teléfonos del comisario y mío. Si tenéis alguna información, llamad inmediatamente. No juguéis con esto. Es un caso de vida o muerte.
La mujer quedó sobrecogida. Por un momento estuvo a punto de hablar. Jesús se adelantó. No era fácil romper la barrera de temor y rechazo que les distanciaba de los vencedores.
—No tenemos idea de dónde están. Es la verdad. Pero le prometo que indagaremos su paradero. Eran buenos chicos.
Los hombres salieron en silencio. Los vieron caminar por el pasillo mientras los curiosos se apartaban. Oyeron sus pisadas retumbando en los escalones hasta que se desvanecieron.
—¿Te fijas qué desprecio de la realidad? Que llamemos. ¿Será posible? ¿Quién tiene teléfono? Ni las tiendas, ni en la taberna del Paco lo tienen. Sólo los ricos. Y llamar desde la centralita de Lavapiés no es gratis. —Miró a su mujer, sorda al comentario. Añadió—: ¿En qué lío estarán metidos estos chicos?
Ella se sentó y puso la cabeza entre las manos.
—¿Qué hora es? —preguntó Julián después de la cena.
—Las diez y media.
—Debemos irnos.
—¿Adonde vais a dormir?
—No se preocupe. Tenemos un buen sitio.
—No se os ocurra ir con el Bestia —insistió la madre de Juan.
Todos se miraron. Pili y Luis notaron que algo se despedazaba en su interior, como si presintieran una sombra demasiado duradera. Impulsada por una fuerza irresistible, ella se acercó a Luis y le besó en la mejilla.
—Vendréis mañana, ¿verdad?
Luis miró a su hermano. Había algo, allí, girando, como una presencia invisible pero perceptible y amenazante, como cuando los pájaros dejan de piar. Julián salió al pasillo seguido de su hermano. Todas las ventanas de las casas estaban abiertas. Se oían canciones procedentes de los aparatos de radio. Muchos vecinos estaban en las aceras sentados y tumbados en hamacas y colchones, buscando un poco de frescor. Se deslizaron rápidamente, doblaron la esquina del almacén de dátiles y luego se metieron por las huertas y la pequeña selva de girasoles. Ya no había más casas hasta el paseo del Canal. Salieron al campo y caminaron bajo la noche estrellada hasta El Embarcadero, un merendero y pista de baile al aire libre rodeado de verdor, llamado así porque, años atrás, hasta allí llegaban las aguas del río y formaban un estanque por donde se podía navegar en barca. Cruzaron el ancho paseo de la Chopera, vacío de circulación, y se agazaparon entre los árboles del parque, esperando. Las campanas tardaban en tañer, demorándose a su cita mecánica. ¿Y si no sonaban por alguna avería? La primera campanada les llegó como un lamento. Julián se puso en pie y Luis le imitó. Siguieron las otras, lentas, como si se engancharan en algo que deseara retenerlas. Dos, tres. Renuentes, como esos niños que no quieren ir al colegio y van remolcados por el brazo de la madre. Seis, siete. Alarmantes, desgarrando el silencio en mil silencios. Nueve, diez. Julián se detuvo como si algo maligno se hubiera apoderado de la noche. Un desasosiego inédito esclavizó su ánimo. ¿Por qué el interés del Bestia en que se vieran a esas horas, cuando no iban a por lana? ¿Por qué no quería que fueran a la policía cuando todos así lo aconsejaban? ¿Qué solución les aportaría? Miró a su hermano, que esperaba confiado en su movimiento. «Cuídale». Sintió una tremenda indefensión y unas ganas inmensas de llorar. Se sobrepuso. Iría con precaución. Se mantendría a distancia y no le cogerían en caso de peligro. El Bestia esperaría que llegaran a la cuadra por la puerta lateral que daba al muro este, el del paseo de la Chopera, como siempre. Por esa puerta escaparon cuando vieron matar al hombre. Decidió ir por el otro lado, desde el muro oeste, el que daba al río. Cruzaría la explanada y entraría por la puerta grande. Si algo iba mal, tendría la salida segura y todas las ventajas de su parte.
—Ven —dijo.
Bordearon el muro norte del Matadero y salieron al lado del Manzanares.
—Escóndete aquí. Si no vuelvo a las campanadas de la media, sales pitando para la casa del señor Jesús.
—¿Por qué no puedo ir contigo?
—No sé. Pero quiero que hagas lo que digo.
Los hermanos se abrazaron. Era la primera vez que se separaban desde hacía mucho tiempo. Sin saber exactamente la razón prolongaron el abrazo. Luego Julián escaló el muro oeste y desapareció por el otro lado. Luis dudó un momento pero escaló también la pared y se asomó al borde. La enorme luna había engullido todas las estrellas. Su hermano corría pegado al interior del muro norte, protegido por su sombra, evitando cruzar por el centro de la explanada, blanca como si fuera de sal. Cuando se hizo invisible, él saltó a su vez y corrió velozmente siguiendo el primer recorrido de Julián. Dio la vuelta a la última de las cuadras y se internó en el pasillo auxiliar situado entre ellas y el muro este. Se acercó y entró a la vaqueriza adjunta a la del lugar de encuentro, por la puerta lateral. Subió al piso superior y se aproximó cuidadosamente a la otra nave. Camuflándose entre la paja, miró por el hueco al piso de abajo. Su hermano estaba junto a la puerta, distanciado del Mateo, que decía:
—¿… tu hermano?
—No viene.
El Bestia se volvió y casi gritó:
—¿No viene? ¿Por qué?
—Está malo.
—¡Mierda! Lárgate a buscarlo.
—¿Qué? Está malo, ¿cómo va a venir? Además, él no es necesario. Dime…
—¡Los dos! Tenéis qu’estar los dos.
La claridad que entraba por la ancha puerta permitió ver su nerviosismo. Julián percibió el golpeteo de un aviso dentro de sí. Retrocedió para escapar. El hombre gordo apareció de repente y bloqueó la salida. Julián se quedó helado un momento; luego se giró, agachándose, buscando una oportunidad a la desesperada. El Bestia le propinó un tremendo puñetazo y lo envió al suelo fulminado. Luego le dio un puntapié en la cabeza, que a Luis le sonó como un balonazo en la pared. Mateo se agachó, cogió el cuello del inanimado Julián y se lo quebró, produciendo el mismo chasquido que emitían los cuellos de los chivines y de los lechales al ser rotos por el Bestia cuando los robaba.
«¡Nooooooo!».
El grito explotó en la mente de Luis y atronó en sus oídos, pero no atravesó sus labios. Un leve gorjeo, como el ruido del aire en una cañería, salió de su boca y fue captado por el asesino y por el gordo, que miraron hacia arriba. Había algo más que luz de luna en el rostro pintado de blanco de Luis, pero ellos vieron sólo al testigo que deseaban. El gordo arrastró el cuerpo de Julián a un rincón y lo cubrió de paja, mientras su compinche se lanzaba velozmente escaleras arriba. Luis le vio venir lateralmente. Estaba hipnotizado mirando el lugar donde yacía el cuerpo de su hermano. Un sonido fue naciendo en su conciencia, como la sirena de una fábrica. «Escapa, escapa». De pronto comprendió que era la voz de su hermano sonando en su cabeza. Miró. No tenía escapatoria. Mateo ya coronaba la escalera y no le daría tiempo a llegar a la ventana. Corrió hacia la otra cuadra, casi despejada de paja. El grandón bordeó el hueco de la primera cuadra, donde él había estado agazapado, y le acorraló. Tenía dos opciones: tirarse por el hueco de esa cuadra al piso de abajo o saltar por el ventanal de carga al exterior. Tomó impulso y se lanzó al espacio, volando sobre los cuatro metros para caer en el tejadillo del muro este. El impacto fue doloroso y estuvo a punto de escurrirse y caer adentro.
Volvió la cabeza y notó la sorpresa en el rostro del matón. Se descolgó al paseo de la Chopera y echó a correr hacia el de Yeserías, cojeando. Le dolían el pecho y las rodillas. Cuando llegó a la casa de las Cruces, frente al parque de la Arganzuela, se volvió a mirar. El Bestia corría con toda su potencia hacia él. Había descendido al suelo, cruzado el patio y escalado el muro. Nunca podría alcanzarle en condiciones normales, pero sus dolores daban ventaja al asesino. Las calles estaban vacías en esa zona de pocas viviendas. Salió al terraplén de la estación ferroviaria de Peñuelas, lugar de carga y descarga de mercancías. Todo estaba en silencio, como si fuera una señal convenida. Sólo el golpeteo de su infortunio aterrorizando su mente. Saltó el muro de piedra y ladrillo, como el que rodeaba al Matadero, y cayó a la inmensa explanada llena de vagones, naves, oficinas y la aduana. Corrió protegido por el muro, llegó a las vías en uso y avanzó a lo largo de ellas hacia la estación Imperial, saltando sobre las traviesas y las picudas piedras. El asesino seguía sus pasos, algo distanciado. En vías secundarias había vagones apartados. Trepó al techo de uno, en una hilera oscurecida por la sombra de las casas de la Empresa Ruiz, y se tendió boca abajo, aplastándose quieto como una lagartija. Notó el ruido del perseguidor al pasar por delante del vagón. Esperó. El Bestia regresó, y le oyó registrar los vagones, abriendo las puertas correderas de los de mercancías y subiendo por los peldaños de los de viajeros. El asesino no cejaba. El sonido de su acción se acercaba. Sintió correr la puerta de su vagón, la vibración y la asfixia del terror. Con una mejilla apoyada en el techo, abrió los ojos. Vio una luz intensa cerca, pero fuera de las vías, allá, hacia la parte este. Y, dentro, una figura, como si fuera un cantante en un escenario iluminado por los focos. Le veía perfectamente. Parecía flotar y le miraba. Era un hombre joven, apuesto, de sonrisa tranquilizadora. Le recordaba a alguien. ¿Qué hacía allí, con las manos en los bolsillos? ¿Quién era? De repente sintió que se le iba el temor. Una sensación de paz le inundó. Oyó voces.
—¿Quién anda’í?
Vio las luces de las linternas. El Bestia echó a correr. Escuchó los estampidos de las escopetas. Los guardas jurados se acercaban. Sin moverse, miró la aparición fantasmagórica. Se había desvanecido.
—Cabrones —dijo uno de los vigilantes, justo debajo de él.
—Vamos hacia allá, tú por un lao y yo por el otro —ordenó su compañero—. A ver si agarramos alguno y le quitamos las ganas de birlar.
Los ruidos fueron apagándose. La tensión y el cansancio hicieron mella en él y se quedó dormido. Cuándo despertó todavía era de noche y el ejército de estrellas había hecho huir a la luna. Debía de ser muy tarde. Desde su atalaya veía la torre del Reloj, demasiado distante como para que pudiera leer la hora. Bajó con precaución, cruzó las vías, subió por el pronunciado talud y salió al paseo de las Acacias. La ciudad estaba desierta. A lo lejos vio a los barrenderos regar las calles y oyó el traqueteo de los carros de basura y el golpeteo de los cascos de las mulas en el empedrado. Corrió por la calle de Miguel Servet hasta la plaza de Lavapiés, avanzó por Ave María, entró en el número doce y subió al último piso como un fantasma. Ni un alma a la vista. Oyó las respiraciones y los ronquidos de los vecinos a través de las ventanas y puertas abiertas. Le dio apuro despertar a la señora Matilde y al señor Jesús. Se sentó delante de la cortina, en el pasillo. Anonadado, miró los enigmáticos ojos de los gatos clavados en él, sintiéndose el ser más desvalido de un mundo vacío. Poco después dormía con sobresaltos y pesadillas.