Julián se desperezó cuando un rayo de sol le daba de lleno en uno de los ojos. Hacía mucho calor en el vagón, el mismo que ocuparan la tarde anterior. Había descansado durante la noche pero todavía tenía mucha fatiga. Y hambre. Contempló a su hermano, con la ternura y responsabilidad de siempre. Dormía abusado de cansancio, pleno de niñez, con la tranquilidad de saberse protegido por su hermano mayor. Pero ¿en quién podía apoyarse él? Sintió el desconsuelo de su soledad. Estaban solos en un mundo donde la bondad escaseaba. ¿Qué iba a ser de ellos? A veces de la memoria le venían chispazos, como los que hacían las cerillas al encenderse. Veía a su padre jugando con él en un verdor lleno de luz, lanzándole al aire y recogiéndole. Y él cerraba los ojos mientras descendía hacia sus fuertes manos, sintiendo que volaba como esos pájaros que trinaban y no se dejaban coger. O realmente ésos no eran sus recuerdos sino los que su madre puso en su memoria cuando le decía que en los permisos de guerra su padre gozaba llevándole a pasear y haciéndole esas cosas. Su padre, cuya fotografía miraba con frecuencia, llenándose de su sonrisa confiada. Y luego miraba la foto de su madre, integrada ya en la visión que de ella conservaba antes de irse. Recordaba sus caricias y cómo en poco tiempo fue apagándose como las velas que apenas iluminaban aquella mísera casa donde vivían. Le costaba creer que hubiera pasado ya año y medio desde que dejara de ver sus ojos, tan cercano lo tenía en su estupor. Una honda melancolía le invadió. ¿Por qué ellos se quedaron sin padres y sin abuelos? ¿Por qué no podían estar en una familia normal, como el Juan y la Pili? Y ¿por qué no podían ser como esos otros niños que había visto en el Retiro y en los barrios de más allá, que iban bien vestidos, con pantalones bombachos y zapatos, y que tenían juguetes de verdad? Le habían dicho que a esos niños no les pegaban, que tenían criadas que les cuidaban, que comían bien todos los días y que incluso merendaban; niños que reían y que jugaban felices porque no necesitaban robar lana ni fruta para comer. No entendía que unos tuvieran todo y otros, nada. Los niños de su barrio no vivían así, y el Luis y él menos que nadie. Sus juguetes fueron bolas, huesos de albaricoque, tabas y el Clavo; es decir, juguetes que no eran sino burdos objetos que se perdieron con la niñez robada y que ya eran sólo recuerdos, como los tebeos de Luis, abandonados en el que había sido su hogar impuesto. «Eres fuerte». ¿Lo era? Se clavó las uñas en las manos para que el dolor fuera físico. La desolación que había empezado a embargarle fue expulsada. Volvió a mirar a su hermano. Tenía que luchar por él. Saldrían adelante. ¡Sí! Le despertó, cogió la carpeta y descendieron del vagón para que no les vieran. Se dirigieron a los Bebederos. Allí se quitaron las ropas y se metieron desnudos en los pilones, coincidiendo con otros chicos. Luego sacudieron sus ropas y se las pusieron. Las huellas de la paliza seguían en sus rostros.
—Nos hemos dormido. Teníamos que haber ido con el Bestia anoche.
—¿Qué hacemos?
—Vamos al Mercado. Le veremos luego.
Dieron un rodeo y llegaron a la plaza de Legazpi. La actividad mercantil había remitido. La mayoría de las transacciones se había hecho y la gente recogía sus cosas e iba escapando del barullo. Buscaron fruta caída y desechada. Melocotones pasados, melones reventados. Encontraron asiento en unas banastas rotas.
—No comas mucho —aconsejó Julián—. Puede darte cagalera.
Un hombre menudo, al que antes habían visto pasar doblado bajo un pesado saco casi tan grande como él, cruzó por delante de ellos en sentido contrario, sin duda en busca de otra carga. Caminaba despacio, arrastrando las alpargatas como si sus pies se negaran a participar en un nuevo sacrificio. Iba cantando con voz aguardentosa una canción que hablaba de la buena vida soñada sin obligados esfuerzos.
Me gusta por la mañana después del café bebido pasear por la Castellana con un ciiiii… garrillo encendido. La cartera llena de billetes y liiiii… bre como un pajarillo…
Le vieron perderse entre el laborioso gentío pintado de sudores.
—¿Te acuerdas de esa canción? —preguntó Julián.
—No.
—La cantaba el Angelillo, un artista de Vallecas que estuvo en casa muchas veces, cuando la guerra. Era amigo de papá.
—Eras muy pequeño entonces. ¿Cómo puedes acordarte?
—Me lo dijo mamá. Ella, con aquella voz tan bonita que tenía, la cantaba en casa en ocasiones.
—¿Dónde está el Angelillo? Si era amigo de papá, podemos ir a verle.
—No es posible. Cuando terminó la guerra se fue a Argentina. Le buscaban para encarcelarlo.
—¿Era malo? ¿Qué hizo?
—Cantar; sólo cantar.
—¿Y por eso querían meterlo en la cárcel?
—Iba a los frentes de combate y cantaba a las tropas para darles moral. Como hacían los poetas Miguel Hernández y Rafael Alberti, igual que los antiguos juglares. Con las canciones y poesías los soldados se volvían más valientes. Perdían el miedo, luchaban mejor. Los que ganaron no se lo perdonaron. Sus discos y libros están prohibidos. Algún día, cuando sea mayor, buscaré esos libros y los leeremos. Deben de decir cosas buenas.
—¿Qué son los juglares?
—Personas de siglos pasados, cuando poca gente sabía leer y todo se transmitía oralmente. Eran narradores ambulantes de cuentos, historias, leyendas. Iban por los pueblos y la gente les daba monedas. Ya no existen.
Hicieron un silencio mientras veían entrecruzarse a la gente.
—¿Te fijas? Es cierto lo que dijo el Bestia de estas personas. Parecen hormigas, trabajando sin parar. Dice que esto es de esclavos.
—Es verdad. Nosotros no necesitaremos trabajar…
—Te equivocas —afirmó Julián—. Lo normal es trabajar para vivir, como nos enseñó mamá.
—Pero en la canción del Angelillo…
—Es un sueño. Algo deseable, como ganar a la lotería. La realidad es distinta.
—Con la lana podríamos…
—No habrá más lana. Es robar. Ya me oíste decírselo al señor Felipe. Por eso nos pegó. No podríamos estar así siempre.
—¿Qué haremos entonces?
—Nos esforzaremos en los estudios, como el Juan. Luego entraremos en la Escuela de Artes y Oficios. Escogeremos un oficio que nos guste y nos ganaremos la vida honradamente. ¿No recuerdas lo que prometimos a mamá?
—Sí, pero sin casa y sin dinero, ¿cómo vamos a estudiar?
—Ya nos arreglaremos. No te preocupes —contestó Julián, haciendo un gran esfuerzo para que no se notara su indefensión.
Al rato se levantaron y echaron a caminar. Entonces ocurrió un hecho asombroso. En el suelo, a pocos pasos, en el enorme patio central lleno de vehículos y carros de los detallistas, Julián vio un billete de veinticinco pesetas. Se dirigió rápidamente hacia él pero llegó tarde. Un hombre con un gran saco de patatas a la espalda se adelantó y puso un pie sobre el papel. Ambos quedaron mirándose, sopesando la situación. La carga del hombre era muy grande. Si la dejaba para coger el billete, podría desestabilizarse y el chico se le adelantaría. Además, luego le sería difícil volver a cargar el enorme saco, que había recogido directamente del mismo borde del vagón. Nadie le ayudaría. Cada uno iba a lo suyo. Julián notó sus dudas, que eran las suyas. Si el hombre no fallaba, cogería el billete y adiós esperanzas. El hombre sudaba copiosamente, abrumado por el peso, el calor y la incertidumbre.
—Señor —ofreció Julián—, podemos repartirnos el dinero.
—¿Cómo lo vamos a repartir? —bufó el hombre.
—Usted levanta el pie, cojo el dinero y luego le acompañamos hasta donde usted deje el saco. Allí me da la mitad.
—¿Crees que me voy a fiar de vosotros?
—Le prometo que haré lo que digo. Yo sí me fío de usted.
El hombre miró al chico a los ojos, estudió el asunto y aceptó. Julián se hizo con el billete y luego los dos hermanos acompañaron al desconfiado y eventual socio, que no apartaba los ojos de ellos, hasta un carro con ruedas de pequeño diámetro enganchado a un borrico y situado fuera del recinto, en la calle de Maestro Arbós, entre otros carros y camionetas. Descargó el saco de golpe haciendo que el animal casi se levantara del suelo. Luego puso la mano.
—Primero la mitad —dijo Julián.
—Eres un jodío negociante. Llegarás lejos.
El hombre sacó un monedero y contó. Dio a Julián la mitad y recibió de él el billete de veinticinco pesetas.
—¿Qué vamos a hacer con tanto dinero? —preguntó Luis, admirado, al alejarse.
—Lo guardaremos. Lo usaremos sólo cuando no tengamos más remedio.
Fueron a buscar a Mateo pero no lo encontraron en la taberna ni entre el permanente caudal de gente de la zona. El tiempo había pasado rápido. Julián decidió que irían a comer a Auxilio Social.
Los niños esperaban en silencio en los grandes comedores de Auxilio Social, haciéndose guiños y tratando de contener sus risas, mientras veían cómo las señoritas, de flamantes delantales blancos, iban sirviendo en los platos el contenido de unas soperas. Ellas no se andaban por las ramas. Cuando un niño gritaba demasiado, lo expulsaban sin miramientos. Julián, siempre ojo avizor, vio a los hombres entrar en la sala. Uno se quedó en la entrada, hablando con el portero, mientras el otro había entrado y estaba examinando a los comensales, buscando. No había salida. Julián sintió una rabia inmensa. Estaban atrapados. Miró hacia el fondo y luego susurró a su hermano. Ambos se levantaron y como ardillas brincaron por entre las mesas y se metieron velozmente en las cocinas, sembrando la sorpresa y el tumulto. Se dirigieron hacia una puerta abierta y salieron a un patio, lleno de cajas y barriles junto a una pared medianera. Julián miró desesperadamente, oyendo detrás el griterío de las mujeres. De un salto subió a las cajas, seguido de su hermano. Saltaron a otro patio similar, que era el de una taberna y estaba lleno también de cajones y bultos. Entraron al local, cruzándolo como exhalaciones, salieron a la calle de Martín Soler y corrieron. Julián se llenó de esperanza. Nunca podrían alcanzarles. Bajaron por el paseo de Santa María de la Cabeza, mirando hacia atrás constantemente, y más tarde entraron en una churrería cercana a la glorieta de Embajadores. Pidieron churros, buñuelos de viento y sendos tazones de chocolate, mientras recuperaban el resuello. Pagaron, antes de ser servidos, y comieron tranquilamente. Más tarde entraron en una tienda de ultramarinos. Detrás del mostrador un cartel advertía: «Hoy no se fía, mañana sí». Compraron chocolate Matías López, galletas María y un bote de leche condensada El Niño. Era un lujo. Hacía una eternidad que no comían esas cosas. Siguieron por la calle de Embajadores hacia el paseo de Los Molinos, donde la ciudad se despedía del lánguido río. Fueron más allá de la parte canalizada y luego a una zona llamada La China, donde los viveros y las huertas se apropiaban de las orillas, y llegaron a un lugar donde las aguas discurrían libres entre árboles y bordes yerbosos. Julián buscó un lugar protegido y lo encontró en un pequeño terraplén custodiado por gigantescos chopos.
—Aquí descansaremos.
Estuvieron un rato tumbados. Julián dijo:
—Vamos a bañarnos.
Se quitaron las ropas y se zambulleron desnudos, nadando y jugando en las pozas. Salieron con hambre. Se vistieron y Julián buscó una piedra afilada, con la que hizo dos agujeros en el bote de leche. Chuparon de un orificio por turno.
—¡Hum, qué rico! —se relamió Luis—. Me comería un bote entero.
Julián repartió galletas y pastillas de chocolate. Comieron y apagaron su sed con el agua del río.
—Es mejor que las algarrobas, ¿verdad? —dijo Julián.
—Sí, pero a mí también me gustan las algarrobas —respondió Luis, masticando con fruición.
—¿Sabes qué me dijeron? Que las algarrobas son comida de animales.
—¿De verdad? Pero si todo el mundo las come…
—Claro, por la gazuza. ¿Tú volverías a comerlas si tuvieras chocolate, galletas y mantequilla siempre?
—No sé… —dudó Luis, mirando el perfil de su hermano recortado sobre el fondo verde—: ¿Qué haremos, Julián?
—Estaremos aquí hasta la tarde. Luego iremos a ver al Rana y al Bestia. —Se volvió a su hermano y le sonrió—. No te preocupes. No dejaré que te ocurra nada. Te protegeré siempre:
—Contigo no tengo miedo —afirmó Luis. Tras una pausa, añadió—: Me gustaría… Querría…
—Sé lo que quieres. La verás.
Se recostaron en el talud y miraron las aguas correr, recogiendo los brillos cambiantes del día. No se veía a nadie en todo lo que alcanzaba la vista. Julián se levantó.
—A ver quién mea más lejos —invitó.
—Venga —aceptó Luis, con una sonrisa.
Orinaron, porfiando para ver quién lanzaba los cortos chorros a mayor distancia, entre risas y exclamaciones. Luego Julián cogió una rama y la arrojó al río. Luis le secundó y durante un rato se entretuvieron tirando ramas a las aguas y apostando cuáles tomarían ventaja, hasta que las risas les dominaron. Estuvieron un buen rato riendo y forcejeando felices, olvidándose de todo lo que no fuera el juego, hasta que las risas fueron apagándose como el día y se alejaron de ellos como las ramas en la corriente interminable. Julián se quedó callado mirando el agua. Su hermano se colocó a su lado y ambos guardaron un prolongado silencio subrayado por el murmullo de la corriente.
—¿Sabes, Julián? Es la primera vez que ríes desde que mamá se fue.
Julián no contestó.
—¿Qué hay allá? —inquirió Luis, señalando el horizonte donde el río se perdía.
—El mar.
—El mar… Me gustaría verlo.
—Algún día lo verás. Te lo prometo.
—Y más allá del mar ¿qué hay?
—América… Méjico… Venezuela…
—El Chus se iba a Venezuela.
—Se habrá ido ya.
El silencio les atrapó de nuevo.
—Dijiste que iríamos a su casa. A lo mejor no se ha ido. Me gustaría verle. Era mi mejor amigo.
Julián puso la mano en el hombro de su hermano.
—Cuando se haga de noche iremos a ver si todavía está.
Luis sonrió. Luego se sentaron y dieron cuenta del resto de los alimentos. Julián tapó con dos ramitas los agujeros del bote de leche vacío y luego lo tiró al río. Lo vieron flotar hasta desaparecer en la distancia.
—¿Crees que llegará a América? —preguntó Luis.
—A lo mejor. Hay gente que manda mensajes en botellas tapadas con tapones que, al cabo de los años y después de cruzar el mar, llegan a su destino.
—Y ¿cómo saben las botellas adonde ir?
—Supongo que los que las encuentran las llevarán a las señas indicadas.
—Cuántas cosas sabes, Julián.
—Sólo porque soy mayor que tú.
Estuvieron mirando en silencio hasta que las aguas, como el cielo, se tiñeron de ocre.
El atardecer quebraba las luces en un cielo límpido. Se vieron en el campo de fútbol, en el extremo del camino al río, como siempre, mientras la gente pasaba por su lado.
—Ayer no viniste. Estuve esperándote —dijo Pili.
—No pude.
—¿Qué te ha pasado en la cara?
—Nada, me caí.
—He oído que al Piojo se lo llevaron unos hombres malos.
—¿Quién te lo dijo?
—Lo sabe todo el barrio. Y dicen que os persiguen.
Luis la miró profundamente a los ojos. Se cogieron de la mano y caminaron sin prisa, el tiempo arrinconado.
—Nos hemos ido de casa.
—¿Y adonde vais a ir?
—No sé.
—Pero seguiremos viéndonos, ¿verdad?
Él intentó dominar la avasalladora congoja. «Eres fuerte». Ella se paró. Unas lágrimas bravías pugnaban por desbordar sus ojos.
—Dime que no te irás.
—No lo sé. Pero te quiero. Siempre te querré, ¿y tú?
—Yo también. Siempre, siempre —dijo Pili, y añadió—: Podemos hacer un juramento.
—Vale.
Buscaron en el suelo y encontraron cristales de botellas. Luis cogió uno, lo limpió con su camisa y luego se hicieron un corte en un dedo, como habían visto hacer en una película de Jorge Negrete. Juntaron sus sangres apretando con fuerza. Luego buscaron sus labios levemente, como en ocasiones anteriores. Pero ahora, a pesar del emotivo pacto, el beso alado estaba lleno de dolor y tapaba la esperanza de su mirada.
El comisario descolgó el teléfono al segundo timbrazo.
—¿Quién molesta?
—Jefe —dijo Pablo—, véngase para acá.
—Hable.
—El chico que declaró ayer ha desaparecido.
Media hora más tarde el comisario estaba en su despacho frente a una llorosa mujer. No supo si confortarla o censurarla. Tuvo una visión de esos niños robando lana en las madrugadas cuando otros dormían con su inocencia intacta. Sopesó las ideas. Finalmente asumió que no era justo prejuzgar los comportamientos de quienes viven sometidos a retadoras pruebas. Vislumbró a su mujer, hermosa y sin preocupaciones. ¿Cómo reaccionaría ella ante una situación similar a la de la mujer que ahora tenía delante?
—¿No te dije que tuvieras cuidado?
—Sólo salió al colegio…
—Cuéntame —invitó, dulcificando su expresión.
Entre sollozos ella explicó que esa misma tarde, según un niño testigo, cuando caminaban por la calle al regreso del colegio, un coche paró, salió de él un hombre, cogió a su hijo y lo introdujo velozmente en el vehículo, escapando a gran velocidad.
—Busque y traiga a ese chico testigo —dijo el comisario a Pablo.
—Lo traje. Está aquí, en la sala, con sus padres.
—Buen trabajo. Que pasen.
Entró un matrimonio joven con un chiquillo, que tenía la misma pinta humilde que el ahora desaparecido y que las docenas de golfillos que pululaban por los barrios extremos, la mayoría hijos de quienes en la guerra lucharon en el bando perdedor. Mismo pantalón corto y similar camisa sencilla. Sus rodillas y espinillas hipotecadas de arañazos y moraduras, como las del chico pelirrojo. Sin embargo, sus alpargatas lucían limpias y enteras. Los rostros de los padres, por debajo de la emoción del momento, expresaban una mezcla de temor y escepticismo. En los modales de los tres había, sin embargo, cierto aire que indicaba nivel de educación diferenciado. El comisario cogió al chico del brazo y lo sentó en una de las sillas situadas frente a su mesa. Luego se situó en su sillón y le habló con gesto tranquilizador:
—¿Cómo te llamas?
—Juan Barón Díaz.
—Dime exactamente lo que pasó, lo que viste.
—El coche se detuvo. Salió un hombre, cogió al Gege y se largaron con él. Fue todo muy rápido.
—¿Qué mote tienes tú?
—Bueno… —dudó—. El Rana.
—¿Quieres que te llame así o por tu nombre?
—Por mi nombre.
—Entonces llama por su nombre a todos, ¿de acuerdo? —El chico asintió—. Y ahora dime: ¿ese hombre no intentó nada contra ti?
—Sí, pero escapé corriendo.
—¿Viste la matrícula del coche?
—Estaba tapada con algo.
—¿Qué coche era?
—Negro, un Citroën.
—¿Crees que reconocerías a ese hombre? —El comisario estaba sorprendido del desparpajo del crío.
—Creo que sí. Tenía un bigote de abuelo y pelos largos.
—¿Cómo era?
—Delgado, alto. Llevaba mono y zapatos.
—¿Cuántos hombres había en el coche?
—Otro más, el que conducía.
—¿Eres muy amigo de Gerardo?
—Sí, y del Largo, digo del Julián, del Luis y del Elíseo.
—¿Amigos de fechorías? El niño dudó un momento.
—Somos amigos desde pequeños. Vamos al mismo cole.
—¿Estuviste la otra noche en lo de la lana con tus amigos?
—No.
—Pero sí en otras ocasiones, ¿verdad?
—Sí, hace tiempo. Mis padres me lo prohibieron. Además, no quiero ir.
—¿Por qué?
—No me gusta lo que hacíamos. No me gusta el Bestia…, el Mateo.
—¿Por qué no te gusta?
—Es mayor que nosotros, once o doce años. Un mandón. Es cruel, pega a los perros, se ríe de los viejos y de los tullidos, se ensaña con los que toma manía. Gato que ve, gato que intenta matar. Él nos engaritó con lo de la lana. Vive de cosas así. Les dije a mis amigos que lo dejaran. No me hicieron caso.
—¿Sabes sus apellidos?
El niño miró a su padre, que dijo:
—Mateo Morante Peña.
—¿Crees que a tus amigos les gusta robar lana? —El comisario preguntó a Juan.
Pensó un momento. Miró a la desconsolada madre de Gerardo.
—Les obligan a hacerlo. Necesitan el dinero en sus casas.
—¿Qué años tienes?
—Nueve.
—¿Qué te dijo Gerardo sobre lo de la otra noche?
—Dijo que vieron matar a un hombre, que se lo había dicho a ustedes.
—¿Has visto a los hermanos Montero?
—No, desde ayer por la mañana en el colegio.
El comisario estuvo pensando un rato. Intentó calmar a la madre de Gerardo, que no cesaba de llorar.
—Que un agente acompañe a estas familias —dijo a Pablo—. Protección a este chico durante las horas del día. Y usted, con Bermejo, busque a esos chicos Montero. Tráigamelos. No quiero excusas. Vuelvan al Matadero y encuentren huellas. Sí, ya sé que no hallaron nada, pero hay que insistir. Peinen la zona. Quiero resultados.
—¿A estas horas, jefe?
—Ya mismo. Las cuadras no cierran. Espabilen a los de la Brigadilla, que les ayuden, que trabajen. Ah, Pablo. —Miró a su ayudante—. Ese tío… No encajan el mono y los zapatos.
—Ni lo del bigote de abuelo, jefe; iba disfrazado.
Todos salieron. El comisario entendió que era un momento ideal para que un fumador echara un pitillo. Pero él era uno de esos tipos raros y absurdos que no fumaba, cuando todo el mundo lo hacía. Sacó un cuaderno y escribió a mano:
1. El Piojo, Eliseo Muñoz González. Ocho años. Desaparecido.
2. El Gege, Gerardo Herrero Albizu. Nueve años. Desaparecido.
3. El Largo. Julián Montero Álvarez. Diez años. Testigo en búsqueda.
4. El Patas, Luis Montero Álvarez. Ocho años. Testigo en búsqueda.
5. El Rana, Juan Barón Díaz. Nueve años. Testigo protegido.
6. El Bestia, Mateo Morante Peña. Once/doce años. Cabecilla. No parece implicado.
7. Hombre desconocido. Presunto desaparecido. Presunto asesinado. Nadie denunció su falta.
«¿Qué está pasando?». Miró hacia la calle, ahora desierta y apenas iluminada con los faroles de gas.
Julián y Luis se dirigieron a la taberna Central. Esta vez localizaron a Mateo, que les llevó a una de las mesas traseras.
—¿Por dónd’andáis? To’l mundo os busca. ¿Cos’a’pasao en las jetas?
—El señor Felipe —dijo Luis.
—A ese cabrón un día le daré jarabe. Bien. Habíamos quedao anoche. Os esperé mucho tiempo.
—Nos dormimos. Iremos luego. ¿Han cogido ya a esos hombres?
—No. No se sabe quiénes son.
—Pero tú los viste ayer y sí lo sabes, ¿verdad?
—Sí, los he filao algunas veces y es lo que m’estraña, porque son gente respetable. ¿Seguro que n’os equivocáis?
—No. Son ellos. El Gege puede confirmarlo.
—El Gege no aparece. —Movió la cabeza mientras Julián y Luis se miraban con asombro y alarma—. Salió del cole esta tarde y no ha vuelto a casa. Su madre está como loca.
—¿Qué podemos hacer, Mateo?
—Hacen falta pruebas. Pero sé la manera de desenmascaradles. Nos vemos esta noche, donde las vacas, a las doce. No volváis a faltar. ¡Ah! —Los miró con gesto de complicidad—. Sobre la cita. No digáis na’nadie.
Se levantaron para irse. Mateo se desentendió de ellos. En ese momento, Luis vio a través del gentío a dos hombres que entraban. Sus sombreros los diferenciaban. Cogió el brazo de su hermano.
—¡Allí, mira!
Julián levantó la vista. Eran dos de los que habían visto en la casa del señor Felipe. Al instante se lanzó hacia la puerta trasera, seguido por Luis. Los hombres avanzaron empujando a la gente. Pero ellos ya habían salido. Era de noche y se escurrieron por entre el nudo de callejuelas, oyendo repicar los tacones de los zapatos de los perseguidores. Una vez más coronaron airosos su fuga.
A las once de la noche los dos hermanos llegaban a la calle de Ave María, en Lavapiés, donde habían nacido y donde habían vivido con sus padres unos años urgidos de brevedad. Su barrio. Los portales estaban abiertos y había gente en las aceras, sentada o tumbada en hamacas y colchones. Entraron en el número doce, un edificio de pilares y estructura de madera construido más de un siglo atrás. La casa era tipo corrala, con un pasillo rodeando un amplio patio donde durante las fiestas del Carmen y de San Lorenzo los vecinos celebraban verbenas propias y se convertía en una pista de baile con adornos de flores, ristras de papeles de colores, globos, muchas luces, y la gente danzaba y se divertía hasta altas horas trasnochadas, con música infatigable atronando la zona desde mal avenidos altavoces. Ahora estaba con el sonido de un día normal. Subieron al cuarto piso por los gastados escalones de madera, sorteando los nudos tramposos, y se dirigieron al fondo del pasillo. Una cortina tapaba el vano de una puerta. Julián golpeó con los nudillos en el cerco. Una mujer joven vestida enteramente de negro apartó la cortina y, al reconocerlos, les franqueó el paso con inusitada alegría, abrazándolos. Al oír la algarabía, un hombre de aspecto serio, en la treintena, con peto y camisa de manga corta, salió del fondo. También alegró el rostro y les abrazó. La casa era minúscula: un comedor de cinco metros con una ventana que daba al patio; dos habitaciones sin ventanas, ocupadas casi enteramente por unas camas turcas; al fondo, un hueco como cocina donde sólo cabía el desvencijado fogón de piedra, con un tragahumos en la parte alta, sin ventana ni pila ni agua corriente. Unos quince metros cuadrados de vivienda en total.
—Nos hemos acordao mucho de vosotros. Fuimos a buscaros. Pero no encontramos la casa. Todas son iguales. ¿Por qué no vinisteis a vernos?
—Nos daba vergüenza.
—¿Vergüenza? ¿Por qué? Sois hijos de unos grandes amigos, que recordamos con frecuencia. Nunca pagaremos lo mucho que hicieron por nosotros durante la guerra.
—¿Y el Chus? —preguntó Luis.
El matrimonio marcó una pausa. Ella hizo un esfuerzo para neutralizar su emoción.
—Lo atropello un camión. Las calles vacías de coches y el único que pasa va y lo mata. Ya hace tres meses de eso. —Miró a Luis—. Te recordaba mucho. Le dolió vuestra separación.
El chico quedó anonadado. Miró a su hermano. «Los niños no lloran». Pero tantos muertos de repente, y ahora también su amigo… Las lágrimas, las primeras desde las vertidas cuando su madre, manaron en silencio y él dejó que bajaran y mojaran su raída camisa. La mujer lo abrazó.
—No llores. No rompas más mi corazón.
—Era mi amigo, mi mejor amigo.
—Insistía en que te buscáramos. Quería dejarte sus colecciones de tebeos: El Puma, Suchai, El Capitán Coraje… —Hizo un esfuerzo—. Bueno, ¿habéis cenao? —Vio la mirada de Luis. Añadió—: Sentaros.
Los niños obedecieron. El hombre se fijó en la carpeta que llevaba Julián.
—¿Qué tienes ahí?
—Nuestros certificados de nacimiento y los de nuestros padres; su certificado de boda; cartas de nuestro padre durante la guerra; la colección de cromos del Real Madrid del Luis; fotografías y otros papeles que no conocemos.
—¿Por qué lo lleváis encima y no lo dejáis en casa?
—No volveremos adonde el señor Felipe.
El matrimonio cruzó una mirada.
—¿Por qué no?
—Bueno… No podemos seguir allí. Por favor… No es fácil hablar de esto ahora.
—Estáis muy delgaos. ¿No os dan bien de comer?
—Gachas —dijo Luis.
—¿Gachas? Son buenas, tienen mucho alimento.
—Todos los días —añadió Julián.
—¿Todos los días? —se sorprendió la mujer.
—El señor Felipe es muy roñoso y ahorrador. Controla todos los gastos a la señora María. Ella siempre nos da otras cosas cuando él no está.
La mujer puso un plato de sardinas fritas y un trozo de tortilla a cada chico, acompañado de un gran pedazo de pan y un vaso de leche, arrimando luego un plato con albaricoques. La visión de la comida alegró la mirada de Luis, que tocó el pan. Era blanco, de trigo. Casi había olvidado cómo era. Empezaron a comer con timidez.
—Tenéis mala pinta; vuestras ropas están sucias y parecéis cansaos. ¿Qué son esos moratones? Insisto, ¿es que no os cuidan donde estáis? ¿Por eso no queréis volver?
—Bueno… —inició Julián—. Es que… —Guardó silencio. El hombre miró a su mujer.
—Sentimos enormemente no haber podido teneros con nosotros cuando murió vuestra madre. Pero ya veis de qué sitio disponemos —dijo ella—. Sabéis que nos íbamos a Venezuela. Mi cuñao nos ha reclamao. Tenemos el dinero y los papeles preparaos. Ahora no queremos irnos. ¿Quién se ocupará de nuestro Chus?
—Pero si está muerto… —balbuceó Julián.
—¿Quién cuidará su tumba, quién le rezará? —La mujer movió la cabeza como si no hubiera oído—. Pero no habéis contestao. ¿Os tratan mal?
—Es que… —dudó Julián, renuente a hablar del tema—. Ella es buena; de él no queremos saber nada.
—¿Os pega?
—Muchas veces. Y a la mujer —informó Luis, rehuyendo la mirada de su hermano.
—Entonces, quedaros aquí. Nos sobra una habitación —dijo el hombre.
—¿Lo dice en serio? —Los hermanos se miraron sin atreverse a creerlo.
—Claro que sí. Podéis quedaros ahora mismo. Mañana iré a recoger vuestras cosas.
—No, por favor. No queremos que el señor Felipe sepa dónde estamos. Además, sólo quedan allí unos pocos recuerdos. Pero no queremos ser una carga. Le ayudaremos en su trabajo.
—Eso ya lo hablaremos. Lo importante es que estéis bien. ¿Vais al colegio?
—Sí, pero no podemos volver.
El hombre los examinó con atención. Su rostro se tornó serio.
—¿Por qué no podéis volver?
Los hermanos se miraron.
—Don Casimiro, el director, me odia y me pega por cualquier cosa. Además nos persiguen y el colegio está vigilado.
—¿Quiénes os persiguen?
—Hombres que no conocemos…, la poli…
—¿La policía? ¿Qué habéis hecho?
—Nada malo. Nunca hemos hecho nada… Bueno, sí, robar lana…
—¿Robar lana?
Julián le explicó todo el asunto, y concluyó:
—Pero no nos persiguen por eso.
—¿Por qué entonces?
—Vimos algo terrible.
El matrimonio se miró con alarma.
—Cuéntalo.
—Lo siento, señor Jesús; es mejor que no sepan nada.
—No os podemos ayudar si no nos lo decís.
—Ya nos ayudan dándonos refugio.
—¿Refugio? Os damos un lugar donde estar, pero no guarida. Tenéis que hablar con más claridad.
—Señor Jesús, le pido por favor que confíe en nosotros. Ya sé que es difícil, apenas nos conoce. Pero somos buenos. Se lo juramos por la memoria de nuestros padres. No nos haga más preguntas. En su momento le contaremos nuestro problema. Y pase lo que pase no piense mal de nosotros.
El silencio fue intenso, como si la casa hubiera quedado vacía. Al rato, Julián preguntó:
—¿Qué hora es? Tenemos que hacer algo esta noche.
—¿Esta noche? Ya es de noche.
—Más de noche, a las doce.
—¿A las doce? ¿Qué hora de salir es ésa?
—No puede ser otra. —Luego dijo—: ¿Podría guardarnos este dinero?
El hombre miró los dos billetes de cinco pesetas.
—Es mucho dinero —dijo, mirando asombrado los billetes—. ¿De dónde lo habéis sacao?
Julián se lo explicó. El hombre movió la cabeza.
—Es realmente raro lo que cuentas. No es frecuente.
—¿Por qué?
—Porque al coger el billete podías haber escapao con él. Y porque cuando se lo diste al hombre, él pudo habérselo quedao sin daros nada e incluso podía haberos golpeao. Cumplisteis los dos. Eso demuestra que todavía hay gente honrada en el mundo. —Miró al chico con admiración. Luego preguntó—: Antes dijiste que el director te pega.
—Sí.
—¿Se lo dijiste a Felipe?
—Sí, pero decía que algo habría hecho yo. Que me aguantara, como un hombre.
—¿Habías hecho alguna pifia?
—No, bueno; el profe está siempre escamado y de mala leche. A la mínima la emprende a reglazos y a golpes. Los chicos cuchichean y se chungan a sus espaldas, pero él lo sabe y siempre está en guardia.
—¿Por qué se burlan de él?
—Es que se apellida Pozo Cuadrado. Nadie entiende eso porque todos los pozos son redondos.
—¿Y por eso te pega? —inquirió Jesús, riéndose a carcajadas.
Luis se echó a reír. Julián se mostró confuso.
—Bueno; don Casimiro es delgado como un fideo y lleva siempre trajes de chaqueta cruzada muy ajustados. Por eso le llaman el Tubo, un mote que viene de curso en curso. Él lo sabe y no permite que nadie se lo diga a la cara. Un día el Rana, bueno, el Juan, un amigo, apostó a ver quién era el valiente que se lo decía. El Luis colecciona cromos de los jugadores del Real Madrid y le faltaba el más difícil: el Pahiño. El Juan lo tenía. Le dije que si se lo daba a mi hermano yo le llamaría Tubo cuatro veces al director en su cara. Aceptó. Y un día que nos hablaba de geografía, le pregunté: «Don Casimiro, ¿usted estuvo en Barcelona?». Dijo que sí y yo seguí: «¿Y estuvo en Lisboa?». Otra vez dijo que sí, y yo: «¿Y en París también estuvo?». Al afirmar, le dije: «Pues usted es "tubo" en todos los sitios». La clase entera se echó a reír y él cayó en la cuenta. Fue una juerga que me salió cara porque me dio una somanta palos. Conseguí al Pahiño, pero desde entonces me sacude a la mínima.
El señor Jesús, su mujer y Luis reían a carcajadas. Julián estaba serio y tenía los ojos agachados. Todavía con el temblor de la risa, el señor Jesús invitó:
—Lavaros un poco en esa palangana y luego echaros en la habitación del Chus. Descansar un rato.
El cuarto era oscuro y no tenía bombilla. En las paredes había hojas con dibujos de El Guerrero del Antifaz y de El Diablo de los Mares. Se descalzaron y se echaron en la cama.
—Debemos salir —insistió Julián—. No podemos dormirnos.
—¿Tan importante es?
—Sí.
—Dormir un rato. Os avisaremos.
Los niños cayeron en un profundo sueño. El hombre miró a su mujer.
—No los despiertes. Nada hay tan importante que no pueda esperar a mañana.