Luis nunca había visto a un muerto tan reciente; un muerto que pocos instantes antes no lo era, sino un ser vivo y gesticulante. Los muertos que había visto eran como muñecos irreales, gente metida en cajones oscuros, con cirios luciendo en cada esquina; cuerpos escondidos en sudarios salvo el rostro agudo y desconocido, como el de don Pedro, el del cuarto izquierda, y el de la señora Eloísa, del primero A. Todavía se les podía reconocer cuando su madre le llevó a darles el último adiós. «Debes ir a saludarles porque te quieren mucho; es un respeto a las personas que se van; te acercas y en voz baja les dices lo que quieras decirles». Y él se acercaba, imaginando sus cuerpos invisibles, hundidos en el colchón como si algo tirara de ellos hacia el suelo, y veía sus ojos implorantes despegarse de unas cuencas profundas, como queriendo aferrarse a él. Y luego besaba sus rostros de cartón, fríos como las noches de invierno y amarillos como limones viejos. Y días después acudía a los velatorios, donde, en habitaciones en penumbra, mujeres vestidas de negro y sentadas a lo largo de las paredes exhibían rezos, llantos y suspiros con gestos contenidos. Miraba entonces a esas figuras inmóviles que él había conocido erguidas y animadas y ahora se habían transfigurado en cosas irreconocibles, y él contenía las preguntas que ya no era posible hacer. En silencio retrocedía a otra sala donde alguien le daba un vaso de leche, a veces dos, con galletas. Llegó a asociar la muerte con el reparto de esas meriendas y, en las frecuentes ocasiones en que el estómago clamaba, deseaba que algún vecino se muriera para zamparse una de esas conmovedoras manducas.
También recordaba a su madre cuando la enfermedad se la llevó, dejándoles solos al Julián y a él. Pero ella tenía el rostro bello y suave y parecía que se despertaría de un momento a otro. Nunca había entendido por qué no volvía, con lo que ellos la querían y necesitaban.
Pero el muerto de ahora era diferente. Arrojado al suelo como los muchos perros que se veían por las calles, el hombre tenía el mismo aspecto que cuando le viera vivo, con el rostro lleno de color, como si estuviera descansando. Un tiempo antes, él, su hermano Julián y sus amigos, el Gege y el Piojo, habían entrado en el Matadero Municipal para esquilar a las ovejas. Terminado el trabajo habían metido la lana en talegos, procediendo con el mayor silencio para no despertar al vigilante del ganadero. Al salir del establo vieron a un guarda jurado rondando. Esperaron un tiempo hasta que el guarda se marchó. Luego, para no ser interceptados, se deslizaron hacia una de las cuadras donde se estabulaba el ganado vacuno, no ocupadas desde hacía semanas. Al oír ruido de alguien acercándose habían subido al piso superior, donde se guardaba la yerba. Se asomaron con precaución por un lado del hueco central, por donde se echaba el forraje abajo. A la luz lunar que entraba por la amplia puerta distinguieron a tres hombres. Uno, alto y fuerte, llevaba camisa de manga corta y corbata, como si hubiera olvidado ponerse la chaqueta. Los otros dos llevaban también camisas de manga corta, pero sin corbata, y su aspecto no tenía la elegancia del primero. De ellos, uno era alto también, aunque delgado, mientras que el tercero ofrecía estatura media y cuerpo tirando a grueso. Empezaron a discutir en voz baja. El rumor que llegaba a los chicos era ininteligible. Luego, los hombres se pusieron a gesticular de forma crispada. El más grueso hizo un movimiento con su brazo derecho y golpeó varias veces en el abdomen al de la corbata, que gritó ahogadamente y se encogió, apartándose vacilante con las manos sujetándose el vientre. Asustados, los chicos vieron que el hombre grueso tenía un cuchillo en la mano.
—¿Qué has hecho? ¿Estás loco? —dijo el alto.
—Calla, coño ¿Qué podía hacer? ¿Quieres ir a la cárcel?
El herido cayó de espaldas al suelo y su cuerpo sonó como el de una vaca sacrificada. Sus brazos se escurrieron hacia los lados y luego quedó quieto. El grueso se agachó y registró al caído. Estuvieron un momento hablando en voz baja y después salieron dejando el cuerpo inanimado. Fue entonces cuando Julián se incorporó y bajó las escaleras, con los otros pegados a sus talones. Y ahora estaban allí, junto al hombre tendido, que tenía los ojos abiertos y sin luz y la boca entreabierta como si estuviera iniciando un bostezo. Y Luis recordó súbitamente los vasos de leche que en el pasado les ofrecían. De repente hubo una fluctuación en la luz. Se volvieron a mirar. Allí estaban otra vez los dos hombres, con bultos de tela en las manos. Julián gritó y echó a correr hacia la salida lateral, seguido por los otros y por los dos hombres. Salieron al patio auxiliar, soltando los talegos, y corrieron entre la fachada pétrea de las cuadras y el muro exterior, situado en el lado este del complejo. Los hombres corrían con decisión. Julián era el más rápido del barrio y Luis, aunque dos años menor, no le iba a la zaga. Pronto ampliaron la distancia. Luis se volvió a mirar. El Gege se mantenía cerca pero el Piojo se retrasaba. Salieron a la explanada norte y Julián corrió a toda velocidad hacia la parte que daba al río. Llegó al muro oeste, más accesible que el del paseo de la Chopera, y de un salto subió al tejadillo. Le dio la mano a su hermano, que se la agarró desesperadamente. Se volvieron a mirar a sus amigos. El Gege llegó y lo alzaron entre los dos. A la luz de la inmensa luna distinguieron a los hombres avanzando velozmente y a uno de ellos que agarraba al Piojo. Los chicos saltaron al campo y corrieron hacia la margen izquierda del río. Alcanzaron el murete longitudinal que protegía la zona fluvial y echaron a correr en dirección al puente de Toledo. El más alto de los hombres les seguía sin desmayo y notaron su potencia, superior a la de sus pequeños cuerpos. Llegaron al puentecillo de madera, situado a la izquierda, al comienzo del parque de la Arganzuela, y cruzaron el río, haciendo retemblar los desiguales tablones. Julián dirigió sus pasos hacia la derecha y corrió por el desértico campo a lo largo del lado derecho del Manzanares. Luis pensó que no deberían haber cruzado el puentecito sino haber seguido hacia el parque, donde por San Isidro ponían la verbena y entre cuyos abundantes árboles podían haber despistado a su perseguidor, pero la fe en su hermano era total. Jadeantes llegaron al gran puente barroco y cruzaron bajo uno de sus arcos. Se pararon un momento y miraron. No se veía al perseguidor y sólo se oían los ladridos de los perros de las casuchas situadas al final del puente, hacia la calle de Antonio López. Se sentaron para tomar aliento, resguardados por los bloques graníticos del puente.
—¿Qué harán con el Piojo? —preguntó el Gege. Sus rojizos cabellos, inundados de sudor, parecían arder con la luz de la luna.
—No sé —contestó Julián.
—¿Cómo volveremos? Esos tíos estarán esperándonos.
—No saben quiénes somos. Han visto a unos niños. Somos muchos, iguales.
—¿Estás seguro?
—Sí —mintió Julián.
—Qué mal huele aquí —observó Luis.
El Gege abatió la cabeza.
—Soy yo. Me’jiñao en el pantalón.
—Límpiate con yerba.
El chico procedió. De las centenarias piedras, el hombre apareció de repente. Había corrido por debajo del murete que delimitaba el canal por donde se escurría el río, para sorprenderles por detrás del puente.
—¡Cuidado! —gritó Julián y los tres saltaron como liebres cuando ya el hombre se les echaba encima. Los dos hermanos lograron distanciarse pero el Gege tropezó en el desigual terreno y cayó al suelo. El perseguidor se dirigió hacia él. Tropezó también y cayó pesadamente, lanzando imprecaciones. El chico aprovechó para alzarse y aterrorizado siguió en pos de sus amigos. El hombre tardó en levantarse y prosiguió el acoso, aunque la distancia entre ellos se había agrandado. Julián vio una alcantarilla sin tapa destacando en el alargado campo y, sin dudarlo, se introdujo en ella como una ardilla, seguido de sus amigos. Descendieron ágilmente por la escalerilla de hierro y, ya en el fondo, se metieron por el angosto túnel de conducción, avanzando a cuatro patas, y salieron a un conducto más alto oyendo gritar al hombre y vislumbrando el resplandor de una linterna. Ellos conocían las cloacas, laberintos llenos de arañas, ratas y suciedad, porque jugaban allí desde hacía años. La oscuridad lóbrega no les atemorizó. Para no tropezar ni separarse caminaron velozmente en fila sobre el enfangado piso agarrados por una mano mientras que con la otra tanteaban la pared. Corrían sin pausa, cruzando conductos que bajaban hacia la izquierda, hacia el río, hasta que dejaron de vislumbrar la luz de la linterna. Julián, jadeante, reptó por un conducto bajo, como el que habían utilizado al entrar, siguiendo la claridad que entraba por el fondo, y los tres llegaron hasta una boca de alcantarilla. Tampoco tenía tapadera, y algunas estrellas más potentes que la luz de la luna les miraron. Esperaron, agazapados, temiendo ver asomar la cara de los perseguidores. Pero el tiempo fue pasando y nada interceptó el brillo de las parpadeantes estrellas. Subieron las escalerillas y salieron al exterior. Habían sobrepasado el Instituto Ibys, donde se fabricaban productos farmacológicos. Sin decir palabra subieron la cuesta hasta la calle de Antonio López, caminaron hacia el sur y cruzaron el río por el puente de la Princesa, bajo las mortecinas luces de gas de los faroles. En la plaza de Legazpi se iniciaba la actividad en el mercado de frutas y verduras. Un hormiguero de hombres y mujeres comenzaba el trajín por entre los vagones de tren y los camiones, portando seras y banastas en carritos de mano y sobre sus espaldas. Los niños se sacudieron las telarañas y el polvo unos a otros y tomaron asiento en unas cajas vacías, bajo un gigantesco plátano de indias. Después de un rato de descanso vigilante, el Gege dijo:
—¿Qué nos harán si nos cogen?
—Matarnos —dijo Julián, y los otros se miraron temblorosos—. Hemos visto que mataban al otro hombre y no querrán que nos chivemos.
La gente pasaba a su alrededor, faenando, mientras las primeras claridades se insinuaban. El movimiento de tantas personas producía una mezcolanza de voces, ruidos y chirridos, atosigando la enorme área de descarga.
—Entonces, al Piojo… —habló el Gege.
Julián miró a su amigo, pelirrojo y lleno de pecas. El más raro del barrio. Luego miró a su hermano, larguirucho, patilargo, rubio como él. Sus azules ojos le miraban a su vez.
—Debemos estar vigilantes. Intentarán cogernos.
—¿Qué haremos ahora?
—Nos iremos a casa. Y tú —dijo, dirigiéndose al Gege—, no digas nada a nadie. Ni a tu madre. Te meterías en un lío gordo. Procura quitar el susto de tu cara.
—¿Ni al Bestia?
—Ni al Bestia. Iré a verle esta tarde y se lo diré yo. Ahora cojamos algo de fruta para llevar a casa.
Deambularon entre la gente acuciada. Fueron hacia los vagones, donde multitud de chicos, desharrapados en su mayoría, se movían en el trajín, intentando ayudar en las descargas o mangar en los descuidos. Todos eran rechazados contundentemente a patadas y correazos, salvo excepciones, por lo que conseguir alimentos era cuestión de ingenio. Apalear a la chiquillería no atraía el interés ni la compasión de nadie. Era un hecho cotidiano y aceptado por todos. Los tres amigos consiguieron unos pocos melocotones y albaricoques a cambio de una mínima cuota de golpes. Guardaron la fruta entre sus camisas y partieron hacia sus casas.
Los dos hermanos vieron a su amigo correr hacia la plaza del Reloj, de la que salía la calle de Jaime el Conquistador, donde vivía. Luego se dirigieron a su casa en la calle de José Miguel Gordoa.
—Tengo miedo de padre —dijo Luis.
—No es nuestro padre. No le llames así.
Llegaron a la casa y subieron al primer piso. Llamaron. Les abrió una mujer de unos treinta años, que abrazó a Luis mientras miraba a Julián. Sabía que a él no le gustaban las efusiones.
—¿Por qué habéis tardao tanto? Estaba muy preocupada. ¿Por qué venís tan sucios?
Un hombre de aspecto rudo, cojitranco y algo mayor que la mujer, salió del interior.
—¿Y la lana?
—No hay lana —dijo Julián.
—¿Qué dices? Toa la noche vagueando y aparecéis con las manos vacías y com’unos serdos. ¿C’a’pasao, cabrones?
—Había mucha vigilancia. No hemos podido. Otro día será.
—¿Cómo c’otro día será? Lleváis munchos sin trajer ni una puta brizna.
—El Bestia dijo que no fuéramos si no nos avisaba.
—¡El Bestia no mand’aquí! Soy yo quien dice lo c’ai jacer. ¿Quién os pone el pienso tos los días? Aquí hay que currar, naide puede estar de gorra. A los seis años ya’staba yo ayudando a mi padre a jacer tejas, con el espinazo doblao. Ahora tengo qu’ir al tajo. Y si n’ago mi trabajo me largan a la puta calle. Y a mí naide me dará cobijo, como yo hago con vusotros. Asín que no me vengas con hostias.
—Déjales —dijo la mujer intentando enfrentar su mirada extraviada—. Siempre dices lo mismo. Si no consiguieron lana es que habrán tenido dificultades. Pero han traído fruta.
—Eso s’una mierda. Necesitamos panoja y la lana nos la da, no la fruta.
—No deberías obligarles a coger lana.
—¿Ah, no? ¿Por qué?
—Es peligroso. Además son todavía unos niños.
—¿Unos niños? A su edá he visto a munchos en el frente, durante la guerra, echándole cojones.
—¿No habéis dormido nada? —preguntó ella.
—No.
—Entonces lavaros, desayunar y echaros a dormir. Iréis al cole por la tarde.
—¿A dormir? —exclamó el hombre—. ¡Ni hablar! A desasnarse ara mismo. Y sin desayunar. Y a ver qué notas trajéis este año. Si no son güenas, os meto de peones en la obra.
—¿No ves que están agotaos?
—Que n’ubieran estao golfeando por ahín.
—¿Por qué eres tan duro con ellos?
—¿Duro? ¿Sabes cuántos niños hay ahora currando en los mércaos y en el mataero? Estos van al cole, tienen cama y manduca segura. Lo único que pío es que cumplan con su’bligación, como tos. Y hoy han fracasao. Si no espabilan serán unos inútiles. No se sale adelante estando en la piltra.
—El colegio es gratis. No le cuesta nada —señaló Julián.
—¿Gratis, maricón? S’os hubiera metió en un taller, algún dinero sacaría por vusotros. Asín que no me jodas con lo de gratis. Esta noche golvéis y ya podéis venir con lana. ¿Dónde están los talegos y las tijeras?
Julián y Luis se miraron.
—Los perdimos.
—¿Cómo que los perdisteis? ¿Dos tijeras y dos talegos? ¿Sois gilipollas o qué? Venga, dime la verdá o t’arreo una hostia.
—Tuvimos que dejarlos a medio llenar porque llegó un vigilante. Casi nos cogen.
—¿Sabes lo que valen esas cosas?
Julián no respondió.
—Os lo descontaré. Estaréis varias semanas sin ver un jodío chavo.
Los hermanos se lavaron las manos y la cara en el grifo de la pila. Luego entraron en el cuarto y compusieron su aspecto, limpiándose la ropa con trapos y tratando de que sus alpargatas no parecieran tan castigadas. Después trataron de organizar sus deberes, sin conseguirlo por la mezcla de sueño y temor derivada de la experiencia sufrida. Cerca de las nueve salieron de casa acompañados por la cariñosa mirada de la mujer.
El Colegio Público Cervantes estaba muy cerca y hacía esquina entre la calle de Guillermo de Osma y la glorieta de la Beata María Ana de Jesús. Dos salas grandes, una para chicas, que llevaban como uniforme una bata rayada con cuello blanco, y otra para chicos, que vestían de cualquier manera. Sólo se impartía primaria y los críos estaban separados por grupos en bancos corridos, según edades, aunque debido al bajo nivel general muchos chicos repetían curso, por lo que en los asientos se mezclaban todos los niveles. La mayoría de los niños llevaban el pelo al rape, porque de vez en cuando alguien de Sanidad se presentaba a ver si había piojos, y el mejor remedio era el pelado al cero. En el barullo de entrada Luis buscó a Pili con la mirada. La vio venir hacia él.
—Hola.
—Hola.
Pili le llenó los ojos con su mundo amoroso y sin complicaciones. Él había tenido la misma mirada simple hasta esa noche. Ahora estaba mediatizada por el terror.
—¿Qué te pasa? —dijo ella.
—Nada. Quiero verte luego. Donde siempre.
—Bueno.
Los chicos entraron con algarabía, que fue silenciada de inmediato. Luis se sentó en su sitio junto al Rana, un año mayor que él y hermano de Pili, su mejor amigo después de Chus.
—¿Qué os pasó ayer? —preguntó el Rana en voz baja—. El Piojo no aparece y sus padres andan muy alborotados. Han estado en casa del Gege, que llegó esta mañana. ¿Y vosotros?
—También llegamos esta mañana. ¿Y el Gege?
—Su madre no le ha dejado venir. Está asustada.
—¡Silencio! —gritó el profesor, mirándoles con enfado. Ellos enmudecieron.
La clase dio comienzo y, poco después, vencido por el cansancio, Luis abatió su cabeza sobre el pupitre y se durmió. El profesor se acercó a él y descargó sobre su cabeza la regla que llevaba en la mano.
—¡Aquí no se viene a dormir!
Julián se puso en pie desde su banco y gritó:
—¡No pegue a mi hermano!
El profesor, a la vez que director, era de mediana estatura, bigotito racial, delgado, y lucía un traje impecable. Tenía ademanes de militar en la batalla y su gesto era de alerta, como el centinela ante el combate barruntado. Al oír a Julián se volvió, iracundo.
—¡Ven aquí!
Julián salió de su sitio y se colocó delante. Era más alto que el profesor, que le dio un tremendo bofetón y lo lanzó contra uno de los bancos, tirando los cuadernos y tinteros.
—¡Golfo de mierda! No tienes respeto. Ya te enseñaré aunque tenga que deslomarte. ¡Al patio ahora mismo los dos! Ya veré qué hago con vosotros.
Salieron al patio y buscaron acomodo en el suelo. La mañana había despertado agobiante de calor y de sol. Desde el patio se veía parte de la glorieta, sombreada de árboles. De repente, Julián vio algo fuera. Hizo una seña a su hermano, se acercó cuidadosamente a una esquina y miró. Apartados y deseando pasar desapercibidos vieron a los dos hombres que les habían perseguido horas antes. Julián retrocedió.
—Sígueme.
Entraron en el aula a todo correr ante el estupor de los profesores y se dirigieron hacia el interior, cruzando el pasillo que separaba las clases. Buscaron la puerta trasera que daba a un callejón sin nombre y con una única salida a la calle de Embajadores. El otro lado era un muro de separación con las casas de la Colonia. Saltaron el muro de ladrillo y cayeron en un pequeño huerto. La Colonia ocupaba una sola calle sin denominación desde la de Embajadores a la de Jaime el Conquistador. Una doble fila de casas bajas, algo mejor que chabolas, custodiaba la vía. Era un barrio peligroso, con los chicos más duros de todos los barrios de la Arganzuela, la mayoría de ellos sin escolarizar y acostumbrados desde pequeños a la violencia. Al ver surgir a los dos hermanos desde el muro trasero, reaccionaron con la brutalidad habitual, golpeándolos mientras ellos intentaban escapar sin presentar batalla. Finalmente lograron salir mientras oían los insultos y los gritos de sus agresores. Corrieron hacia la plaza del Reloj.
—¿Cómo sabían esos hombres dónde encontrarnos? —jadeó Luis.
—El Piojo. Le habrán hecho cantar.
Un grupo de personas gesticulantes les interceptó. Entre ellas estaban los padres del Piojo, la madre del Rana, el Gege con su madre y la tía del Bestia. El padre del Piojo, sobre la treintena y con mono de trabajo, se adelantó, con los ojos llenos de preocupación.
—¿De dónde venís tan golpeaos?
—Hemos tenido que cruzar la Colonia.
—¿Dónde está el Elíseo?
—No lo sé —dijo Julián—. No lo hemos visto desde anoche.
—¿Por qué no está con vosotros?
—Un hombre lo cogió y se lo llevó.
—¿Qué dices? ¿Qué hombre? —exclamó, volviéndose a mirar al Gege, lo que significaba que el niño no les había dicho nada.
Un estremecimiento recorrió el grupo, que se llenó de murmullos. «Sacamantecas», «El hombre del saco». Todo el mundo hablaba de que desaparecían niños y les sacaban la sangre para dársela a los tuberculosos ricos.
—¿Dónd’asío? ¿Cómo’currió? —gritó la madre del Piojo.
—En el Matadero, en la nave de las vacas.
—Ven conmigo a la comisaría —dijo el padre del desaparecido—. Le diremos to’ eso a la poli.
—No —negó Julián, echándose para atrás y cogiendo a su hermano de la mano—. Hágalo usted. No quiero ir a la poli.
—Vendrás, quieras o no —porfió el hombre, agarrándolo de un brazo. Julián se desasió y echó a correr con su hermano, distanciándose del grupo. Corrieron por entre las Casas Baratas hasta tener la seguridad de que no les seguían. Luego se dirigieron a la taberna Central y entraron. Allí estaba el Bestia jugando a las cartas. El local estaba lleno de humo y de gente vociferante, la mayoría matarifes con los cuchillos colgando de sus cinturones y sus delantales ensangrentados. El Bestia se levantó al verlos. Era un muchachote alto, corpulento, de manos grandes y ojos saltones, con barba que nacía impetuosa. Vestía una camisa de manga corta, nueva, y llevaba pantalones largos y zapatos, como los mayores. Con once años parecía un adulto y era su «maestro». Él les había enseñado a robar bellotas de entre los cerdos, cortar lana de las ovejas y hacerse con chivines y cochinillos, burlando a la Brigadilla. Él se encargaba de hacer desaparecer lo robado y luego repartía con ellos generosamente algunas pesetas, que, en el caso de Julián y su hermano, iban al bolsillo del señor Felipe, su tutor. El Bestia era su único consuelo en esa situación increíble en que se encontraban. Se dejaron llevar a una mesa del fondo, entre barriles de cerveza y cubas de vino. El ruido que había en la taberna impedía que se escucharan sus palabras. El Bestia los miró y Julián vio que tenía grandes ojeras como de no haber dormido en toda la noche, igual que ellos.
—¿Cos’a’pasao, esa sangre?
—Los de la Colonia.
—¡’Sos cabrones! Se creen los amos. Un día vamos a ir y prenderemos fuego a ese pozo. —Luego añadió—: ¿Queréis algo? Llevo toa la puta noche perdiendo. Estoy cabreao, así c’al grano.
Julián le explicó todo lo ocurrido. Los ojos del Bestia se hincharon como globos y luego se puso a jurar.
—¿Por qué fuisteis ayer?
—Nuestro…, bueno, el señor Felipe…
—¿Qué coño quiere se mamón?, ¿cos’cojan? Hay casi luna llena y os podría jipiar alguien. Por eso no os mandé ir.
—¿Crees que debemos ir a la poli?
—No es el momento. No os creerían y seguramente os acusarían de chorizos. Dejarme que averigüe. Buscarme aquí cuando anochezca.
Los hermanos, sin descuidar su vigilancia, caminaron hasta su casa. La señora María los recibió con el cariño de siempre, pero sorprendida.
—¿Por qué no estáis en el colegio? ¿Qué ha ocurrido?
—Don Casimiro nos pegó. Siempre pega a los chicos. No volveremos más.
—Tendréis que ir. Si no, vuestro padre os dará una paliza. Ya le conocéis.
—No es nuestro padre.
—Os ha dao un hogar.
—Pero nos obliga a hacer cosas que no queremos.
—Los tiempos son malos. Él es como es —añadió la mujer, moviendo la cabeza.
—Y nos pega —siguió el niño—. Y a usted también ¿Por qué permite que la trate así? Mi madre dijo que mi padre nunca le pegó.
—Tu padre era un hombre bueno. La mayoría no es así.
—Cuando me case nunca pegaré a mi mujer.
Ella le pasó una mano por la cara en un gesto que él no rechazó. Luego dijo:
—Sentaos. Os daré de comer.
Los niños se colocaron frente a dos enormes tazones de leche con pan migado. Al terminar fueron a su cuarto, cuyo mobiliario consistía en una cama turca y dos sillas. Al fondo y sobre un taburete había una maleta de madera que servía como mesa. Julián miró por la ventana, que daba a un patio interior. Era un primer piso y la luz entraba a raudales.
—¿Qué vamos a hacer, Julián?
—Creo que deberíamos irnos de aquí.
—¿Por qué? La señora María es buena y nos quiere.
—Sí, pero él es malo, nos maltrata y seguirá obligándonos a robar. Ya lo has visto. Quiere que volvamos esta noche. Además, aquí corremos peligro.
—El Bestia nos ayudará.
—Sí, pero no estará con nosotros todo el día.
—¿Y adonde iremos?
—Trataremos de ver al señor Jesús, si todavía no marcharon a América.
—Él no quiso quedarse con nosotros.
—No podía tenernos. No tenía sitio.
Guardaron silencio. Julián se sentó en la cama y Luis se colocó a su lado. Estuvieron un rato sin hablar.
—Vámonos a Auxilio Social a comer, antes de que vuelva el señor Felipe —determinó Julián—. Si se entera de que nos fuimos del colegio lo pasaremos mal.
Al comisario José Ocaña Mediano no le sobraba el trabajo. Los casos específicos de su cargo apenas surgían y, cuando había alguno interesante en el que podía ejercer su jurisdicción, normalmente quedaba mediatizado por las disposiciones militares o por la activa presencia de la Brigada Social. Había que esperar a que esos estamentos consideraran si era de su incumbencia o de la de ellos. Por tanto, sus casos se reducían a denuncias por hurtos, faltas y peleas. Era un hombre joven, recién rebasados los cuarenta, pero un veterano en su profesión. Había entrado en el servicio al final del reinado de Alfonso XIII como agente de primera en la Escala Técnica, y había sabido conservar con aprovechamiento su empleo de policía durante la República. La guerra le tocó en Madrid y durante los días del conflicto desempeñó su trabajo de forma apolítica, lo que supuso una dura prueba. Melchor Rodríguez, director general de Prisiones, dio siempre buenos informes de su conducta y profesionalidad por los testimonios de los que ingresaban en prisión y que habían sido detenidos por él. Cuando la victoria se decidió del lado de los insurgentes, inmediatamente todos los policías que habían servido en la República fueron depurados. Muchos fueron fusilados, otros pasaron a prisión y los menos fueron cesados y despedidos. Ocaña fue encarcelado por el hecho de haber sido comisario de primera clase, cargo del que fue destituido. Había que crear una policía nueva y afecta al Régimen naciente. Pero partir de cero era muy difícil y los profesionales de la policía adictos no eran suficientes para cubrir las necesidades del territorio español. Se echaban en falta personas con verdadero oficio mientras se reclutaban las nuevas promociones. Tuvieron que recurrir a los vencidos, como en muchos otros campos, buscando a aquellos que no habían tenido delitos de sangre. Las referencias de Ocaña atestiguaban que por encima de todo era un buen policía y que no había estado vinculado políticamente al régimen rojo. Quedó en libertad y, tras un curso acelerado de actualización a los propósitos del nuevo orden, le designaron inspector para, al quedarse vacante el puesto, ocupar el cargo de comisario de segunda clase en la comisaría del barrio de la Arganzuela.
Alto, membrudo, delgado, de poblado cabello castaño y sin bigote, su porte natural le granjeaba el respeto de sus subordinados. Vestía traje negro y llevaba corbata del mismo color, como si fuera de luto. Contempló los retratos de Franco y de José Antonio que, sumariamente enmarcados, imponían desde la pared la observancia a un modo de vida nuevo para el país. Miró la hora. Las once y media. En ese momento entró su ayudante, el inspector Pablo Mir, con una hoja en la mano.
—Mire esto, jefe.
El comisario leyó el documento redactado a máquina y lleno de faltas y tachaduras.
—Joder, a ver cuándo traen a alguien que sepa escribir. Estos informes son auténticos galimatías.
Se concentró en la lectura mientras Pablo le contemplaba en silencio.
—¿Los ha retenido? —dijo, levantando la mirada.
—Sí, están en la salita.
—Hágalos pasar.
Los padres del Piojo, el Gege y su madre aparecieron con timidez y miraron con aprensión. El despacho no era grande, pero la gran mesa tras la que el comisario les miraba, la bandera española situada en su astil en un ángulo, los retratos omnipresentes de los líderes del Movimiento vencedor y el entorno general ofrecían una atmósfera amedrentadora para cualquiera ajeno al mundo policial.
—¿Te llamas Elíseo Muñoz García?
—Sí, digo presente —balbuceó el hombre, levantando torpemente el brazo derecho para hacer el saludo fascista.
—Baja el brazo. Eso aquí no es necesario.
Contempló al hombre. Un pantalón remendado, una camisa gastada con las mangas remangadas y el cuello abierto por el que escapaba un pecho hirsuto. Alpargatas caminadas y, surgiendo de todo ello, un rostro joven con arrugas grabadas en la frente y los pómulos pronunciados. Una pelambrera indómita le daba un aire juvenil.
—¿A qué te dedicas, Elíseo?
—Estoy d’albañil en lo que puedo. Era labriego en Montijo, un pueblo de la vega del Guadiana.
—¿Cómo se llama tu hijo?
—Elíseo Muñoz González.
—Cuéntame qué ocurre.
—No le vemos desd’anoche, señor.
—¿A qué hora de anoche?
—A las doce salió con sus amigos al mataero.
—¿A las doce de la noche? Es hora de que los niños estén en casa. ¿Qué hacían a esas horas en el Matadero? Aquí dices que estaban jugando. Eso no puede ser verdad.
El hombre se mostró inquieto y movió sus manos hacia atrás y hacia delante.
—Venga, la verdad.
—Iban a por lana.
—¿Lana? ¿Qué lana?
—Entran en las cuadras de los corderos y los esquilan. No hacen daño, sólo quitan lana. Tienen que ir a esas horas porque es cuando la Brigadilla no vigila tanto y se les puede despistar.
—Eso es un delito. Esa lana tiene dueño.
—Es una ayuda. La vida es difícil, señor.
El comisario se volvió al Gege. Miró sus descarnadas piernas, forradas de moratones y costras. Más abajo, los pies se escondían en alpargatas gastadas, con las uñas de los dedos gordos asomando con ímpetu por las rotas punteras. El arrapiezo estaba muy asustado y lo evidenciaba agarrándose a su madre. Ambos destacaban por sus rostros pecosos y sus cabellos encendidos.
—¿Cómo te llamas?
—Gege, bueno, Gerardo Herrero Albizu.
—¿Cuántos años tienes?
—Nueve.
—Vives con tu madre. —Miró a la mujer, joven y agraciada—. ¿Y tu padre?
—Fusilao después de la guerra —dijo ella.
—Le interrogo a él. Guarda silencio. —Volvió sus ojos al chico—. ¿Quiénes estaban contigo cuando viste lo que viste?
—El Largo, el Patas, que son hermanos; el Piojo y yo.
—Dime los nombres, no los motes.
—El Julián, el Luis y el Elíseo.
—¿Sois una banda?
—No, señor, sólo amigos.
—Siempre hay uno que manda. ¿Quién de vosotros es el jefe?
—Ninguno, señor. Es el Bestia, bueno, el Mateo, el que manda.
—Si es él quien ordena, ¿por qué no estaba con vosotros?
—El nunca viene con nosotros. Sólo nos dice cuándo debemos salir a esquilar.
—¿Ayer os lo dijo?
—No. El Julián lo decidió. Dijo que se lo ordenó el señor Felipe.
El comisario miró a la mujer, que aclaró:
—Es con quien viven. Ellos son huérfanos. El Felipe los recogió porque era un antiguo amigo de su padre, de cuando la guerra. —Señaló al padre de Elíseo—: El puede decirle.
—¿Es amigo tuyo?
—No. No me gusta. Es un bruto. Pega a los chicos por cualquier motivo.
—Todo el mundo pega a los hijos. ¿Tú no?
—Bueno, yo…, señor…
—Os diré lo que sois: unos malos padres. El hombre del que habláis no es el padre de esos chicos. Pero Elíseo es vuestro hijo, y Gerardo, el tuyo. —Miró duramente a los adultos—. Permitís que delincan. Unos años más y serán delincuentes.
Hubo un silencio prolongado.
—¿Me permite decir algo, señor comisario? —dijo la madre del niño perdido, con los ojos llorosos. Apretaba el mono del marido, enrollado bajo el brazo.
—Puedes hablar.
—Educamos a nuestros hijos lo mejor que podemos. Tenemos otros dos, más pequeños. El coger lana no hace delincuente a mi hijo porque es muy poca cosa. Y eso nos’ayuda. Yo tengo la’spalda torcía y no puedo echar una mano. Y él… ¿Sabe lo que gana un albañil? Una miseria. Y no hay casi trabajo. No s’acen obras, no se construyen casas ni s’arreglan calles. ¿De qué vamos a vivir? —Movió la cabeza—. Nunca creímos que podría pasarle algo a nuestro hijo. ¡Encuéntrelo, se lo suplico!
La mujer se echó a llorar. El comisario dejó que una pausa tomara espacio. Luego se dirigió al niño:
—Volvamos al asunto. Ese Mateo organiza los robos de lana. Seguramente estáis robando más cosas. Ayer, sin embargo, no os avisó, pero sí Julián por indicación del tal Felipe. Bien. Y ahora dime: ¿qué fue lo que viste?
—Vimos a tres hombres discutir. Luego vimos que uno de ellos le clavaba, un cuchillo a otro en la barriga.
El comisario y su ayudante se miraron.
—¿Viste eso realmente?
—Sí.
—¿Qué pasó luego?
—Los hombres salieron y entonces nosotros bajamos y nos acercamos al hombre muerto.
—¿Cómo sabes que estaba muerto?
—No respiraba. Tenía los ojos abiertos y no parpadeaba. El Julián dijo que estaba muerto.
—Continúa.
El niño explicó lo que ocurrió luego hasta que se despidieron los tres amigos después de haber estado en el mercado de frutas y verduras.
—¿Volviste a ver al Elíseo y a los dos hermanos?
—No.
—¿Dónde viven esos hermanos?
—Por Legazpi, en las Casas Baratas.
—¿Sabes sus apellidos?
—Montero de primero y Álvarez de segundo.
—Esos hombres, ¿los habías visto antes?
—No sé —dudó el niño—; estaba muy asustao.
—Le dio cagalera —terció la madre—. Vino con el pantalón cagao y to’ sucio.
El comisario la observó y luego al chico. Terminó de tomar notas. Miró a la madre de Elíseo.
—Comprobaremos todos estos datos. Empezaremos a buscar a tu hijo. Eso te lo prometo. Ahora esperad todos fuera. Y tú —indicó a la madre del Gege—, cuida bien de tu chico. Que no vaya solo.
Cuando las dos familias salieron, los dos policías se miraron. Pablo dijo:
—¿No cree que puede ser cosa de niños?
—¿La desaparición?
—No, eso no. Lo de que mataran a un hombre.
—Necesitamos confirmar esa declaración. Busquen a esos hermanos y tráiganlos, a ver qué dicen. Traigan también al tal Felipe. De todas maneras tenemos que hacer nuestro trabajo. A ver si se acaba la flojera. Vaya con ese chico y que le indique el lugar exacto donde dice que ocurrieron los hechos. Llévese a Garzón y a Robles. Busquen rastros. Pregunten en Administración a ver si alguien ha faltado al trabajo. No les voy a enseñar el oficio ahora. Quiero datos concretos, algo. Diga a esa gente de ahí fuera que les informaremos y que ellos, a su vez, nos informen de cualquier novedad que tengan.
Cuando Pablo salió, el comisario miró la hora. Las doce y veinte. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle. La Ribera de Curtidores mostraba sus tiendas de viejo, sus antigüedades, su costumbrismo mercantil. Pasaban carros tirados por mulas y algunos camiones, salvando el ajetreo de la gente. El domingo habría Rastro de nuevo y toda la calle sería una inmensa y vociferante tienda. Pensó en el caso que se les había presentado inopinadamente. Parecía un asunto serio. «A ver si, al fin, podemos hacer un trabajo sin mediaciones y justificamos lo que nos pagan», pensó.
Auxilio Social de la calle de Canarias daba comidas a niños y niñas, en mesas separadas, y sólo a quienes tenían las tarjetas correspondientes. A veces sobraban sitios porque algunos niños no se presentaban. Por eso, muchos montaban guardia en la puerta mirando hacia dentro con el desencanto pintado en sus ojos inmensos, esperando ser llamados para ocupar esos puestos, lo que se hacía a elección de las señoritas de la Sección Femenina. Había varios turnos, por lo que las comidas se despachaban con rapidez y los niños no debían demorarse. Julián y Luis exhibieron sus tarjetas al hombre con camisa azul sentado a la entrada, que se las selló. El griterío de los niños cesó de repente a una orden. Ya no se cantaba el Cara al sol pero era obligado el rezo de agradecimiento por recibir el alimento. Los niños tomaron el guiso de patatas con náufragos trozos de carne, el huevo duro, el amarillo pan de centeno, la raja de melón y el agua, en un obligado silencio lleno de miradas cruzándose sobre el ruido único de los cubiertos. Luego, terminado el rancho, la explosión de gritos contenidos de la chiquillería al abandonar el local. A algunos los aguardaban sus padres o familiares. Otros estaban solos y se quedaron remoloneando en la aglomeración para ver si se colaban en los siguientes turnos. Los dos hermanos bajaron por el paseo del Canal hasta la estación de mercancías de Peñuelas, notando la imposición de su cansancio. Julián condujo a su hermano entre los vagones detenidos en vías secundarias. Vigilantes, cruzaron por entre los raíles y bajo los trenes. Julián eligió un viejo vagón de viajeros destartalado. Subieron por la plataforma y entraron. El sol ponía rayas de sombras y luces al ser tamizado por las tablillas de los asientos. Eligieron un sitio en el suelo entre los bancos, para no ser vistos desde fuera, y se quedaron dormidos instantáneamente.
La noche se cernía cuando Julián abrió los ojos. Miró a su hermano, que dormía profundamente a su lado. Le dio pena despertarlo. Lo contempló con un cariño inmenso. Su hermano. Sólo se tenían a ellos en el mundo. Recordó parte de las últimas palabras de su madre, antes de sucumbir en plena juventud a la cruel enfermedad. «Cuida de tu hermano siempre y cuida de ti. Os dejo solos. Pero sé que eres fuerte. No dejes que nada os venza». Contuvo un fragor de lágrimas y tocó a Luis, despertándolo. Se pusieron en pie y se sacudieron el polvo. Descendieron del vagón mirando que nadie les viera y luego bajaron por el paseo de la Esperanza, cruzaron el paseo del Canal cerca de la Metalúrgica Boyer y caminaron junto a las huertas y entre las escasas chabolas que, como setas, iban surgiendo en el campo. Bajaron por Jaime el Conquistador y entraron en la taberna Central, saturada de humo, de ruido de vasos y de la algarabía de la clientela. Mateo les vio, les hizo una seña y les llevó a la misma mesita de la mañana.
—¿Tomáis algo?
—Leche.
Mateo fue hacia la barra y trajo dos vasos de leche. Luego se sentó y miró a los hermanos.
—N’a’nencontrao ningún cadáver donde decís.
—Te hemos dicho la verdad.
—Sólo os digo lo que hay.
—¿Sabes algo del Piojo?
—N’aparece. M’an chotao que’l padre ha puesto una denuncia. Y que’l Gege fue de testigo.
—Entonces la poli encontrará a esos hombres.
—No creo. Un mocoso no es un testigo válido.
—Di qué hacemos. Tú organizas.
—¿Reconocerías a esos hombres?
—Sí. Los he visto antes —dijo Julián, y luego desmesuró sus ojos.
—¿Qué te pasa?
—Ahí… —Julián señaló a dos recién llegados, que miraban inquisitivamente a los clientes a través de la neblinosa atmósfera. Sus camisas azul pálido ponían un punto diferenciador con las ropas de faena de la mayoría. Mateo se volvió y los siguió con la mirada.
—¿C’ocurre con ellos?
—Son los que mataron al otro. Nos están buscando.
—¡Por la puerta trasera, rápido! —ordenó Mateo, levantando su fornida figura—. ¡Esta noche, donde las vacas!
Los dos hermanos salieron a un patio y corrieron por la calle, mirando hacia atrás. Nadie los seguía.
—El Bestia es cojonudo. Con él estamos seguros —dijo Luis.
Llegaron al portal de su casa, abierto como todos, y llamaron a su puerta. Abrió María, con el rostro preocupado.
—¿Dónde estabais? No habéis venido a comer.
Felipe apareció por la puerta de la cocina, en camiseta.
—Vienen de golfear. Más valía qu’icieran algo decente.
—¿Es decente obligarnos a robar?
El hombre se acercó renqueante a Julián. No era muy alto pero empequeñeció al chico con sus miembros abultados.
—T’estás ganando una hostia ¿Quién os obliga mangar?
—Usted. Quiere que traigamos lana.
—’So no es mangar, atontao. Lo hace to’l que puede. ’So m’ayuda a manteneros.
—Es robar —remarcó el niño.
—M’importa una mierda tu opinión.
—No lo haremos más.
El hombre le dio un tremendo bofetón, tirándolo al suelo.
—Golveréis esta noche.
—No.
—Pos ya os podéis largar a tomar por culo. Aquí n’ay sitio pa’ vagos.
—Felipe… —inició María, ayudando a levantarse al chico.
—¡Tú cállate! Ya ves lo desagradecíos que son. Los recogimos porque naide los quería, y ahora…
—Mi madre dijo que mi padre le dejó en la retaguardia durante la guerra.
—¡Porque soy cojo! Pero trabajé muncho pa’ él y pa’ la brigada durante la guerra. Fue una ayuda mutua.
—Salvó su vida —insistió el niño.
—Eres un descarao sinvergüenza ¡Juera! Estoy de vusotros hasta los güevos. No quiero veros.
—Pero Felipe… ¿Dónde van a ir las criaturas a estas horas?
—¡Te’dicho que te calles! ¡No me repliques! —gritó el hombre, mirando con ira a la mujer.
Julián se dirigió a su habitación, seguido de su hermano. Fue a la maleta y la abrió. Álbumes de cromos, tebeos, cuadernos, lapiceros, una enciclopedia de Luis Vives, el libro Las ruinas de Palmira y una carpeta de cartón.
—¡La maleta es mía! —voceó Felipe desde la puerta.
Los dos hermanos se miraron.
—Déjame llevarme mi tirador y los tebeos —susurró Luis.
—¡Llevaros toa esa mierda! —bramó Felipe—. No dejaros na’.
Julián cogió todas las cosas y procedió a meterlas en un talego, dejando fuera la carpeta.
—Este libro —dijo Felipe, acercándose y arrebatándole Las ruinas de Palmira—. Te dije que lo rompieras. Ni puto caso m’aces. Está prohibío. Si nos lo pillan, m’encierran. No quiero golver allá.
—Démelo. Era de mi padre.
Felipe desmembró el libro, arrancándole las hojas y rompiéndolas en pedazos.
—Toma. Ya’stoy jarto d’él. Aquí lo tienes.
Julián cogió los restos como acariciándolos y no permitió que nadie viera la congoja en sus ojos al meterlos en el talego. María se acercó a los niños y se colocó delante de ambos.
—No os vais. No lo permitiré —retó a su marido.
Él se acercó y le dio un puñetazo en la cara. La mujer cayó hacia un lado y empezó a sangrar por la nariz.
—¡No le pegue! —gritó Julián.
Felipe golpeó al niño con ambas manos en la cara. Julián se cubrió y se acuclilló mientras el hombre seguía castigándole. Luis se abalanzó sobre Felipe con fuerza y lo hizo trastabillar. El hombre se volvió a él y comenzó a pegarle.
—¡Basta, basta! —sollozó la mujer.
Felipe cedió en su furia y se quedó con una mano en el aire, como si no supiera qué hacer con ella.
—¡Mecagüen l’ostia…!
María se acercó a los niños y les atendió, limpiándoles los mocos y la sangre. No vio lágrimas en sus ojos. Constataba algo increíble: nunca lloraban. Ella sí lo hacía. Luego los abrazó y trató de consolarles, consciente de que era ella quien necesitaba el consuelo. Julián compuso su figura y esperó a que su hermano hiciera lo mismo. Felipe los miraba sañudamente.
—Denos nuestras cartillas de racionamiento —pidió Julián.
—Una mierda os voy dar. Yo las saqué. Son mías. Habéis perdió los derechos.
Los niños se dirigieron hacia la salida.
—Ni sos’ocurra golver pa’ suplicar eos recojamos, golfos.
Sonaron golpes en la puerta de entrada. Julián sintió algo amenazador en esa llamada. Mientras Felipe se dirigía a la puerta, él agarró a su hermano, retrocedió hacia la habitación y entrecerró la puerta. Miró a través del hueco notando la confusión de María. Tres hombres desconocidos, sombreros calados, se enmarcaron en el umbral cuando Felipe abrió.
—Somos de la policía. Buscamos a los niños Julián y Luis.
Julián hizo una seña a su hermano, cogió la carpeta, fue a la ventana, la abrió y se descolgó por fuera. Luis no vaciló y se descolgó también. Volaron hacia la salida del patio. Un momento después corrían por el paseo de las Delicias mientras débiles faroles silueteaban las entristecidas calles.
El comisario miró la hora. Las nueve y media de la tarde. Se levantó y oteó por la ventana. A través de la arboleda y con las luces de un sol que escapaba se veía gente paseando. Permaneció apostado, mirando sin ver, hasta que la noche se adueñó del cielo. Oyó la puerta abrirse pero no se volvió.
—¡Qué, jefe!, ¿dándole a la chola, a oscuras?
—Pensaba en cuánto hacía que no estaba en el despacho hasta tan tarde —dijo, sin volverse—. Eso me hizo recordar los tiempos en que el general Mola era director general de Seguridad en la última etapa de la monarquía, ¿le hablé de ello?
—No.
—Dé la luz de la mesa —indicó, volviéndose—. Como sabrá, Mola estableció en 1930 por Real Decreto el Reglamento Orgánico de la Policía Gubernativa, que integraba el Cuerpo de Seguridad, regido por normas militares, y el Cuerpo de Vigilancia, civil, embrión de la policía que ahora somos. —Atrapó una pausa—. Todavía nos regimos por ese Reglamento dada su utilidad, ya que establece una forma de trabajo racional. Por entonces éramos en España algo más de veinte millones, y había tal volumen de trabajo que los escasos cuatro mil policías para todo el país tuvimos que hacer largas jornadas sin horarios, trabajando tardes, noches e incluso festivos, sin que los sueldos se vieran mejorados por ello. Fue una etapa muy dura. Yo tenía veinticinco años y muchas energías.
—No le faltan ahora, jefe.
—¡Qué más quisiera! Pero el caso es que estamos en la molicie, nada comparado con aquello. Claro que no fue el único periodo intenso. Cuando la República declaró una amnistía general, creo que el 20 de julio del 36, dejando en libertad a condenados por delitos comunes, se produjo el caos. Nos quedó un trabajo intenso porque tuvieron que salir a toda prisa hacia los frentes no sólo los militares sino la mayor parte de la Guardia Nacional Republicana, nombre que en la República se dio a la Guardia Civil, y el Cuerpo de Seguridad y Asalto, dejando las ciudades desprotegidas ante los maleantes. Podría decirse que sólo quedamos el Cuerpo de Investigación y Vigilancia para atender la seguridad ciudadana.
—Siempre me han sorprendido las muchas transformaciones habidas en nuestra policía —dijo Pablo— Scotland Yard y la Sureté llevan sin cambios una pila de años.
En la matizada oscuridad Ocaña fue a su sillón y se sentó. Pablo hizo lo mismo, frente a la mesa, intentando ver sus ojos, a los que no llegaba la luz de la lámpara.
—Porque no se ha dado con la fórmula acertada, quizá por la tendencia o el deseo de militarizarlo todo. Fíjese, sin contar la Guardia Civil, que siempre ha sido una institución policial semimilitarizada, tenemos tres policías. El Cuerpo de Seguridad de Mola pasó a Cuerpo de Seguridad y Asalto durante la República para, en diciembre del 36, fundirse con la Guardia Nacional Republicana y transformarse en Cuerpo de Seguridad Interior. Ahora se llama Cuerpo de Policía Armada y de Tráfico, ya escindida la Guardia Civil, que recobró su antiguo nombre. Ya tiene ahí una policía. Y las otras dos están en la nuestra, de carácter civil, que ha pasado de Cuerpo de Vigilancia en la monarquía a Cuerpo de Investigación y Vigilancia en la República y, ahora, a Cuerpo General de Policía. En él está la segunda policía bajo el nombre de Comisaría General de Orden Público.
—Y ¿cuál es la tercera?
—Lo sabe de sobra, inspector.
—Es que me gusta escucharle, jefe. Además, creo que también están la Criminal, la de Información…
—Que no son comisarías independientes sino que forman parte de las dos únicas Comisarías Generales, como las brigadas, negociados, gabinetes… —matizó el comisario—. Y esto no acabará aquí. Verá cómo siguen mareando con los cambios. Ambos sabemos que esa tercera policía a que me refiero es la Comisaría General Político-Social, creada para delitos políticos, es decir contra lo republicano y lo monárquico, lo no afecto al Régimen o que pueda ponerlo en peligro. Y para mí ésa es una tercera policía porque es un poder dentro del Poder, algo irracional que, en buena lógica, algún día tendrá que desaparecer porque un Estado normal no debe ser policial, vigilante de sus ciudadanos, sino tolerante y abierto.
—Dice cosas peligrosas, jefe. Está hablando de democracia. Alguien podría oírle.
—Hablo con usted, y en clave de futuro. Sé que comparte algunas de estas ideas.
—Bueno, no sé qué decirle, jefe. Aquello era un caos. Conviene mano dura. Quizá los españoles no sirvamos para vivir en democracia. Además, siempre, en todos los países, existen servicios secretos.
—Sí, en las naciones con sistemas parlamentarios y sólo para protegerles de agresiones o intromisiones externas, como el espionaje. No es éste el caso. La Político-Social sólo sirve para proteger al Régimen de movimientos internos.
—En cualquier caso, es lógico que exista esa policía. Tienen que defender el Estado por el que tantos lucharon y murieron.
—Sí, es lógico —convino Ocaña, mirándole, con pausa incluida—. ¿Por dónde iba?
—Decía que en la guerra estaban abrumados de trabajo.
—Sí, aquella situación excepcional duró toda la guerra. Tuvimos trabajo para dar y tomar, algo que no terminó con el cese de la contienda. Al final del conflicto, este Gobierno declaró otro perdón colectivo, liberando a presos comunes que se ampararon bajo el manto protector de una pretendida adhesión a los principios del Movimiento. Como cuando la amnistía republicana, pero al revés.
—No recuerdo que hubiera desórdenes.
—No los hubo porque se reincorporaron muchos agentes al no haber trincheras que cubrir y restablecerse la Dirección General de Seguridad, que anulaba todas las disposiciones republicanas. Pero el trabajo fue tan intenso como en los dos periodos que le he contado. Como en el 36, había que separar el grano de la paja, investigando a los liberados para recapturar a los criminales convictos.
Habían dejado que la noche ahuyentara los ruidos de la calle. El comisario suspiró profundamente.
—Dígame qué tiene.
—No hemos encontrado rastros donde dice el chico —dijo el inspector, dubitativamente—. La verdad es que se explicó muy bien, daba datos muy precisos para que fuera una invención. Pero la cuadra está sucia, con mucho estiércol y paja. Allí no es posible encontrar nada. Tampoco en la oficina hemos tenido éxito. No echaron en falta a nadie de forma especial. Todos los días falta gente, por motivos diversos: enfermedades, bodas, etcétera. Ausencias normales, como en todos los trabajos. Hay más de trescientos cincuenta empleados entre matarifes, guardas jurados, oficinistas, conductores, jardineros, enfermeros de la Casa de Socorro…
—¿Qué me cuenta? ¿Cuántos llevan corbata?
—Tranquilo, jefe. Sabemos pensar. Usted nos enseñó. Los que pueden vestir de esa manera están en oficinas. Hay más de cincuenta. Son doce los que han faltado. Tenemos sus datos. En Personal nos dejaron ver sus filiaciones completas, con sus fotos. Pero nadie se extrañó de esas ausencias. Son jefes de secciones, altos cargos. Tienen horario pero no lo cumplen. Salen, entran y faltan a menudo. No sólo éstos, sino todos.
—Procure abreviar.
—Garzón y Robles ya están investigándoles en sus casas. Mañana tendremos los informes.
—Sería bueno tener esas fotos.
—Son documentos internos. No pudimos sacarlas.
—¿Cómo funciona el tema de seguridad por las noches?
—Hay un servicio de guardas jurados, Brigadilla le llaman también, como dijo el padre del Piojo…, bueno, de Elíseo. Cubren las veinticuatro horas en tres turnos, con ocho hombres por turno.
—¿Qué hacen exactamente?
—Vigilan todo el perímetro, las cuadras, las naves, hacen patrullas…
—Ya veo, lo hacen de maravilla. Seguro que se ponen a dormir. ¿Quién los vigila a ellos?
—Hay un jefe que los controla. Tiene casa en el Matadero, los demás viven fuera.
—Y ¿quién controla al jefe de la Brigadilla?
—Hay un conserje, con vivienda en el recinto, que está todo el día. Es la máxima autoridad tras el delegado de Abastos, el director y el subdirector, que sólo están por las mañanas. El delegado no siempre, porque visita todos los mercados…
—Vamos a ver. El delegado de Abastos es quien manda, pero sólo cuando está. Lo mismo ocurre con el director y el subdirector. En su lugar tenemos al conserje, que sí está pero que delega en el jefe de los guardas, que tiene casa con cama y que seguramente la usa todas las noches, como el conserje. Quedan esos ocho hombres nocturnos. ¿Alguno vio algo?
—No vieron nada.
—Con todo el movimiento que produjeron esos críos y con esta luna llena, no vieron nada. ¿Qué cree que estaban haciendo?
—Dormir —convino Pablo.
—¿Y los hermanos?
Pablo puso un gesto compungido.
—Bueno, al oírnos llegar a la casa, se escaparon.
—¿Cómo que se escaparon?
—Saltaron desde la ventana de su cuarto al patio trasero. Salimos tras ellos pero no pudimos encontrarlos. Esas casas tienen un laberinto de calles estrechas, curvas y cortas.
—Entonces, ¿qué han conseguido?
—Hemos traído al Felipe, el tutor de los niños.
—Bien. Hágalo pasar.
Felipe entró cojeando con gesto titubeante. Se llenó de energía y saludó brazo en alto y el cuerpo erguido.
—Felipe Romero Díaz, presente.
El comisario le contempló con fijeza y al otro se le fueron escurriendo sus falsas ínfulas.
—Esos chicos Montero no son hijos tuyos, ¿verdad?
—No; m’ice cargo d’ellos al morir la madre. No tienen familia y naide quiso recogerlos.
—Cuéntame por qué escaparon al llegar mis hombres.
—¿Can’echo esta vez? Son unos golfos. Contrimás hago por ellos…
—¿Qué haces por ellos?
—Les he prohijao, les he dao casa, comida…
—Y palizas —interrumpió el comisario—. Y les obligas a robar.
—También pega a la mujer —apuntó Pablo—. Cuando llegamos, ella tenía la cara hinchada y sangraba.
El rostro de Felipe empezó a descomponerse.
—Yo… Son cosas que pasan en los matrimonios. Pero soy servidor de la Ley. Me tocó en Madrí durante la guerra, pero no’stuve en los frentes. Cumplí un año de cárcel.
—¿Por qué no fuiste a la guerra?
—Usté me ve. Soy cojo.
—Miles de cojos, y hasta mancos, lucharon. Eso no es un impedimento.
—Bueno… El padre d’esos golfos —vio la mirada del comisario—, bueno, d’esos chicos me tuvo en los almacenes.
—O sea, que no estabas haciendo nada del otro mundo con prohijarlos. Pagabas así el haber salvado el pellejo. Por tanto, no te las des de listo conmigo. Ahora dime: ¿qué años tienen esos chicos?
—El Julián, diez; el Luis, ocho.
—¿Sabes dónde pueden estar?
—No, señor.
—¿A qué hora crees que regresarán?
—Bueno… —dudó—. Dijeron que no golverían, que se marchaban.
—Que se marchaban ¿adónde?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? ¿Y te quedas tan tranquilo?
—Bueno… Yo…
—¿Por qué querían marcharse si, según tú, no tienen a nadie?
—Es que…
—Los echaste.
—¡No, no! Se jueron ellos. Lo juro.
—Que los echaras o que se fueran qué más da. Un hogar violento e ingrato para cualquier chico. Adivino que estaban hartos de ti.
Felipe enrojeció pero no dijo nada.
—¿Qué sabes de las desapariciones de otros niños amigos suyos?
—¿Desapariciones d’amigos? —Puso cara de sorpresa—. No sé na’.
—¿No has oído nada raro que haya pasado anoche en el Matadero?
—¿En el mataero? No, señor. No sé a qué se refiere.
—¿Conoces a un tal Mateo?
—Sí, bueno; he oído hablar d’él.
—¿Cuál es su nombre completo?
—No lo sé, señor. Sólo sé su nombre de pila. Bueno, también le llaman el Bestia.
—Bien. Vete a casa y dale a la mollera. Mañana vienes y me dices sitios a los que esos chicos pueden haber ido. Si les pasa algo vas a tener problemas conmigo. Y si me entero de que pegas a tu mujer, también. Y ahora desaparece de mi vista.