Parte VII - En el gimnasio

1

Cuando advirtió que la llave del salón de actos no estaba donde debía, Ally arrojó el llavero al suelo con resignación. Se recostó en el archivador y resopló, impotente y triste. Imaginó a Michael encerrado en el salón de actos, preguntándose por qué ella no había regresado como habían convenido, seguramente imaginando que algo malo había sucedido.

Mientras pensaba en esto volcó el archivador y lo empujó contra la puerta. Hizo lo mismo con el otro archivador y se permitió descansar unos segundos antes de elegir de las estanterías algunas cajas al azar y transportarlas una a una. Con aquél peso sería suficiente para impedir que Judd abriera la puerta, o al menos eso le pareció. Se sentó sobre una de las cajas y se tapó el rostro con las manos. Sabía que Judd estaba allí afuera buscándola. ¿Hasta cuándo esperaría?

Ally sabía que tenía que reunirse con Paul en el laboratorio, aunque en su estado él podía entorpecer más que ayudar. Tendría más posibilidades de recuperar a Michael si se movía por su cuenta. Además…

Alzó la cabeza como si hubiera escuchado un ruido, sólo que en este caso se trató simplemente de un pensamiento revelador.

Quizás no necesitaba las llaves después de todo, se dijo. Su razonamiento había sido correcto hasta el momento: Kathleen había sido lo suficientemente inteligente para no llevar las llaves consigo y las había dejado en el archivo, donde Ally las había encontrado por casualidad. Sin embargo, la directora había sido astuta al llevarse la única llave que probablemente necesitaría y que además habría escondido apropiadamente para que Judd no la descubriera.

¿Cómo supo Kathleen que Michael está en el salón de actos?

Posiblemente sólo lo había intuido. Además, era el único sitio de la escuela que permanecía cerrado con llave y ella lo sabía. Ahora bien, si Kathleen se había quedado con esa llave en su poder, había dos posibles razones: la primera, evitar que alguien más la utilizase, y la segunda… que tuviera intenciones de dirigirse ella misma. Si era esto último, entonces Ally podría interceptar a Kathleen en el trayecto a la segunda planta y quitarle la llave o esperarla escondida en las cercanías y sorprenderla cuando quisiera entrar. Tendría que buscar la manera de soportar el humo, pero de alguna forma se las arreglaría.

Empezaba a urdir sus primeros pasos cuando un estruendo estalló dentro del archivo. Se volvió hacia la puerta con brusquedad. El sonido se repitió una y otra vez.

—¡Abre la puerta, zorra! —Cada palabra de Judd fue subrayada por una nueva explosión.

La puerta se abrió unos milímetros y Ally se sobresaltó, asaltada por la convicción de que el peso que había colocado sobre los archivadores no sería suficiente y que eventualmente cedería ante la fuerza bruta del cuidador. Se puso de pie sobre una de las cajas y desde allí se inclinó hasta una de las estanterías de la que tomó otra caja. Había otras más grandes pero estaban más lejos y no le pareció una buena idea bajarse y privar a la improvisada barricada de sus modestos cincuenta kilos. Colocó cuatro cajas medianas.

—¡Vamos! ¡Sé que estás ahí! ¡Puedo escucharte, puta!

Ally no contestó. Fue en busca de más cajas.

Otra batería de golpes castigó la puerta.

—¿Por qué no sales de una vez? Si lo haces rápido será mejor, te lo aseguro. Más fácil para todos.

Ally transportó las dos últimas cajas con dificultad. Estaban llenas de papeles como el resto, pero éstas eran de las más grandes. Calculó que cada una rondaba los quince o veinte kilos. Las depositó sobre las otras y contempló el amontonamiento con los archivadores en la base y todas esas cajas encima.

Mueve esto, cabrón…

—¡Vamos! —Judd gritó y arremetió nuevamente contra la puerta.

Había conseguido contenerlo. Pero la realidad era que Ally estaba atrapada. Adiós planes.

Quizás Judd lo comprendió, porque volvió a golpear la puerta dos o tres veces pero con menos insistencia que antes. Unos minutos después, Ally creyó escuchar un chasquido seguido por un golpe seco.

¿La puerta de la administración?

¿Se ha marchado?

Podía ser un truco, desde luego. Aquél chasquido y el golpe seco podían haber sido provocados efectivamente por la puerta vaivén de la administración, pero Judd podía seguir dentro de la habitación, o fuera de ella, pero esperándola junto a la puerta. O podía haberse largado. El resultado era que, con intención o sin ella, Judd había logrado traspasarle la más pesada de las cargas: la de tomar una decisión. Ally podía permanecer dentro del archivo un poco más o salir en ese instante. ¿Qué pensaría él? En el fondo a eso se reducía la cuestión, ¿verdad? Tenía que pensar como él, y hacer lo contrario.

Se masajeó la frente. Le costaba creer que Judd se hubiera marchado; tenía la situación a su merced y el tiempo se había vuelto una cuestión poco importante dentro de la escuela. Podía esperarla allí afuera hasta hartarse y atraparla eventualmente. Salvo…

Salvo que tuviera que ocuparse de algo más. Kathleen, por ejemplo. Ally había sacado una acertada radiografía de Judd a los pocos minutos de haberlo conocido. El cuidador era el típico individuo que vive bajo la superficie, oculto tras un personaje social, sumiso. Ally se había topado con infinidad de sujetos de este tipo… los conocía. Podía reconocerlos y predecir cómo se comportaban cuando su monstruo interior salía a la superficie a dar una vuelta, pasearse con una sonrisa y divertirse un rato. Porque había una realidad común a todos los monstruos; se veían forzados a vivir ocultos, y eso los enfurecía.

Cuando salen son seres irracionales y furiosos.

No piensan.

Piensa.

Ally había visto al verdadero Judd desde el inicio, contenido en el cuerpo gigantesco de aquel cuidador de escuela. El verdadero Judd estaba ahora entre ellos, fuera de control y sin límites. Ally lo sabía… debía aventajarlo, pensar antes que él.

Decide, ahora.

¿Salir o permanecer encerrada un poco más?

Comenzó a retirar las cajas sin hacer ruido. Deslizó los archivadores hasta que le permitieron abrir la puerta. Seguía sin escuchar nada del otro lado.

Cuando terminó se sintió vulnerable. Si Judd regresaba o intentaba entrar de nuevo, ella no podría impedírselo esta vez.

Salió.

2

Abrió la puerta apenas lo necesario para abandonar el archivo. Ally sabía que si Judd estaba escondido allí afuera en alguna parte, bastaría el más mínimo ruido para hacerlo reaccionar. Afortunadamente los goznes estaban bien aceitados y la puerta no se quejó. Pasó de costado y permaneció de pie, consciente de su vulnerabilidad y experimentando la ansiedad creciente.

La administración, que había explorado con cierto detenimiento en busca de las llaves, le resultaba ahora un territorio totalmente hostil. Lo barrió con la mirada de derecha a izquierda con un movimiento de cabeza, empezando a sentir cierto alivio, cuando Judd apareció de la nada y se abalanzó sobre ella. Trastabilló y estuvo a punto de lanzar un grito, y entonces la figura de Judd se volvió más estilizada y oscura hasta convertirse en un perchero.

Se llevó una mano al pecho. El corazón amenazaba con salírsele del cuerpo. Se recordó que había escuchado el sonido provocado por la puerta de doble hoja. Era cierto que el cuidador podía haber permanecido dentro como había pensado antes, pero no parecía ser el caso. Mientras su ritmo cardíaco bajaba gradualmente volvió a inspeccionar el lugar. Allí no había muchos sitios para esconderse.

Avanzó hacia la salida. Al llegar a la puerta permaneció a un costado. La cerradura no era la única manera de advertir si alguien estaba del otro lado, recapacitó; Judd también podría ver su sombra por la rendija entre la puerta y el suelo. Se agachó y primero echó un vistazo por la cerradura. Allí estaba el corredor iluminado, tal como lo recordaba. No había rastros de Judd. Se tiró cuerpo a tierra y examinó por la rendija en busca de una sombra o algo que revelara la presencia del cuidador del otro lado. No vio nada. La idea de que la puerta se abriera en ese momento no le pasó inadvertida, ni la consecuencia directa que sería una rotura segura de nariz o de algunos dientes. Se puso de pie.

Ahora vendría lo complicado, pensó. Abrir la puerta sin hacer ruido. Examinó los posibles escenarios. Si Judd en efecto estaba escondido en algún lado a la espera de un sonido que denunciara la fuga de Ally, entonces acudiría de inmediato a buscarla. Si esto ocurría cuando ella intentaba abrir la puerta estaría perdida, atrapada en la administración pero sin tiempo de preparar otra barricada. Sin embargo, si lograba salir al corredor, creía poder sortear al hombre. Era mucho más ágil que él y además contaría con el factor sorpresa. Él la esperaría agazapado en algún lado y ella en cambio podría correr a toda velocidad y sorprenderlo.

… pensar como él y hacer lo contrario.

Asió la agarradera de una de las hojas y tiró de ella con suavidad. Cuando venció la resistencia inicial abrió los primeros dos centímetros sin problemas; entonces una de las bisagras emitió un imperceptible chirrido y Ally se detuvo de inmediato. Iba a ser más complicado de lo que había previsto.

Sentía las palmas húmedas por el sudor. Judd podía estar en ese preciso momento a un costado, deleitándose con los intentos de Ally por no hacer ruido, y en cuanto se cansara, le saltaría encima sin darle oportunidad. Ally volvió a tirar de la puerta…

Cuatro centímetros esta vez.

Genial. A ese paso el cuidador podía morir de anciano antes de que ella lograra salir.

Pero seis centímetros fueron suficientes para que pudiera echar un vistazo afuera y cerciorarse de que al menos Judd no estaba escondido en uno de los laterales. Era algo.

No era nada. Era como saber que una combinación de números específica no será la ganadora de la lotería. A la hora de intentar ganarla no sirve para nada. Judd podía estar en el otro costado, o tras el umbral de cualquier otra de las puertas del corredor.

Cuando logró abrir la puerta lo suficiente para pasar, asomó primero su rostro para comprobar que estaba sola. Empezó a salir. A mitad de la operación se detuvo. Posaba su vista alternadamente en cada una de las puertas. La de la sala de maestros al fondo, la de los sanitarios y la del despacho de Kathleen, a pocos metros de dónde ella estaba.

¿Había creído percibir un movimiento precisamente allí?

3

Judd era un genio.

De pie, a un costado del marco de la puerta del despacho de la directora, no hacía otra cosa más que felicitarse y sonreír. La muchacha era estúpida, evidentemente, pero ¿y los otros dos? ¿La directora y el periodista? ¿No se suponía que ellos debían ser los listos de la historia? Y sin embargo allí estaba él, un simple cuidador, con dos de ellos a su merced en el sótano y Ally a punto de ser suya, acercándose a las babas pegajosas de su telaraña sin ser consciente de ello. El retrasado le importaba poco. El único que podía traerle problemas era el periodista y lo tenía controlado. Con él fuera de circulación la escuela estaría a su total disposición.

Después de descubrir a Ally en el archivo había sabido que no tendría oportunidad de derribar la puerta. La muchacha había colocado el peso suficiente para detenerlo. Si hubiera permanecido allí, gritándole y golpeando la puerta, no habría conseguido nada más que perder el tiempo. Había sido muy inteligente de su parte el dar media vuelta y marcharse. Tarde o temprano ella sucumbiría ante la tentación de escapar. Era perfectamente lógico.

Y eso había ocurrido apenas unos instantes atrás.

Primero Judd escuchó la puerta del archivo, aunque fue un sonido apenas perceptible. A continuación vino la puerta de doble hoja. El chasquido de las bisagras fue inconfundible. La sonrisa en su rostro se ensanchó saboreando su inminente triunfo. En cuestión de segundos la muchacha pasaría frente a sus narices y entonces no tendría más que abalanzarse sobre ella. Además se llevaría un susto de muerte al verlo allí de pie, lo que no era un condimento menor.

Ningún sonido se hizo audible en los siguientes segundos. Pero era lógico; la muchacha habría abierto una de las hojas lo suficiente como para pasar y en ese momento estaría asomando su rostro para observar a uno y otro lado con desesperación, sólo para comprobar que Judd no estaba allí. Le demandaría probablemente un par de minutos salir de la administración y volver a cerrar la puerta con lentitud para que hiciera el menor ruido posible. Judd esperó ese tiempo y aguzó el oído…

En efecto, escuchó otra vez el quejido metálico apenas perceptible de las bisagras. Ally estaba afuera. Judd calculó que en ese momento la muchacha estaba a unos cinco o seis metros de donde él estaba. No pudo escuchar sus pisadas, lo cual era perfectamente lógico, pero debía estar preparado porque la aparición podía ocurrir de un momento a otro. Ally era ágil. Si él no hacía las cosas bien podía perder una ventaja irrecuperable.

Judd se preparó para salir disparado de un momento a otro.

Siguieron pasando los segundos. Veinte o treinta. Judd bajó ligeramente la guardia, pero inmediatamente la recuperó y se puso alerta. Entendió perfectamente lo que la muchacha pretendía. Sabía que Judd podía estar escondido tras alguna de aquellas puertas y estaba haciendo lo mismo que él antes, esperar para ganar el factor sorpresa. Lo que Ally no tenía en cuenta era que la proximidad entre ambos era extrema y que ahora no importaba lo que ella hiciera. Judd la atraparía de todos modos.

Diez segundos más.

Tomó una decisión. Se habían acabado los juegos.

Tres más.

Judd saltó desde el umbral…

Pero Ally no estaba allí.

¿Habría vuelto a entrar?

¡Claro estúpido! ¿O crees que se ha vuelto invisible?

Corrió hasta las dos hojas y las abatió con sendos manotazos, como un pistolero histriónico entrando en una cantina. Ally no estaba a la vista. Avanzó a toda velocidad hasta el archivo y abrió la puerta con violencia, arrastrando el archivador que estaba detrás. Asomó la cabeza y echó un vistazo rápido que le reveló que la muchacha no estaba allí tampoco. Sabía que para ser concluyente debería entrar, pero no lo haría hasta no revisar la administración a consciencia. No cometería la torpeza de entrar al archivo y darle la oportunidad de huir.

Dio media vuelta y escrutó el resto minuciosamente, clavando la mirada en todas partes al mismo tiempo. Allí no había muchos sitios para esconderse, pero Ally debía estar en alguno de ellos. Quizás debajo de alguno de los escritorios o detrás de algún archivador. Caminó ahora sin poner atención en ser silencioso sino todo lo contrario. Tenía su bate y lo utilizó para golpear los escritorios y el suelo en dos o tres ocasiones. No le demandó más que unos segundos darse cuenta que Ally no estaba allí. Tenía que haberse escondido en el archivo otra vez, pensó Judd con regocijo. Estaba acorralada.

Se disponía a regresar al archivo cuando advirtió que uno de los archivadores estaba claramente fuera de su sitio. Conocía la localización exacta de cada elemento y aquél archivador estaba desplazado notoriamente de su ubicación original. Pero había otra cosa. Al alzar su rostro vio que el panel de cielo raso suspendido no estaba perfectamente calzada en el marco metálico perimetral… Cuando vio la silla tirada a un costado lo comprendió todo.

Hija de puta…

Abrió la puerta de una patada y salió. Se asomó al despacho de Kathleen, donde había estado esperando parsimoniosamente un instante atrás, y encendió la luz de un manotazo. Inmediatamente vio en la esquina el panel de cielo raso roto. Judd no sabía que el destrozo había sido causado por Kathleen, de manera que asumió en un primer momento que había sido Ally la que había escapado por allí.

Su primera reacción, contra la cual luchó, fue arremeter con su bate y destrozar el despacho. Sus fosas nasales se ensancharon y su labio superior se dobló sobre sí mismo dejando al descubierto unos dientes grises y torcidos. Su primer pensamiento coherente era que la muchacha tenía que haber escapado mientras él estaba en la administración, lo cual significaba que debía estar cerca. Pero la idea no hizo más que incrementar su ira.

Cuando se disponía a abandonar el despacho y a trazar su siguiente plan de acción, un sonido apenas audible llamó su atención. Fue suficiente para comprender…

—Te tengo, maldita… —dijo en voz baja.

4

Ally sentía los brazos entumecidos y un dolor intenso en la espalda. Si sus cálculos eran correctos, se encontraba justo encima de los baños cuando comenzó a escuchar los ruidos provenientes del despacho de la directora. Estaba aferrada a la misma tubería que Kathleen había utilizado para escapar de la administración, sólo que ella había llegado más lejos.

A pocos metros de donde ella estaba, uno de los paneles del cielo raso saltó impulsado desde abajo. Un cono de luz lo reemplazó.

Judd la había descubierto.

Al menos hiciste algo más inteligente que salir por la puerta principal.

Tenía los pies y las manos entrelazados en la tubería. Colgaba de esa forma se sintió paralizada. Había cruzado la división entre el despacho y los baños, donde había encontrado un boquete similar al que había tenido que sortear sobre la administración. Tenía que reconocer que la directora estaba en buen estado, porque a ella la tarea le resultó dificultosa. El esfuerzo estaba haciendo mella en los músculos de sus brazos y piernas. ¿Debía dejarse caer allí mismo? ¿Qué sabía de aquellos baños? Nunca los había visitado y en consecuencia no tenía el más mínimo indicio de qué había justo debajo de donde estaba. ¿Dónde caería?

¡¿Dónde esperas?! ¿En un pajar? ¿En el culo de Jennifer López? ¡Es un maldito baño! Cualquier superficie será dura y capaz de romperte la cabeza.

Cierto. Pero si aterrizaba de pie y lograba hacerlo sobre un lavabo, por ejemplo, podía tener alguna posibilidad de salir ilesa.

Otro estruendo estalló en el despacho de la directora. Ally adivinó lo que Judd estaba haciendo y ciertamente se inquietó con el silencio que vino después. Aquello podía significar una sola cosa… y no se equivocó. Diez segundos después un panel de cielo raso que estaba a escasos dos metros de donde ella estaba voló por el aire como si una bomba hubiera estallado debajo. Un rectángulo blanco la encegueció. Permaneció mirando con fijeza en esa dirección hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz, donde poco a poco se dibujó el rostro de Judd.

—¡Te tengo, perra! —disparó el cuidador.

Ally no se movió, pero no fue una acción voluntaria; se sentía paralizada e incapaz de pensar. Atinó a desviar la cabeza en la dirección de avance y vio que la próxima apertura estaba a una distancia inalcanzable.

¡Muévete!

Sus brazos y piernas se rehusaron a obedecerla.

El siguiente panel del cielo raso que saltó estaba justo debajo. Judd estaba utilizando su bate de punta para empujarlos hacia arriba. Éste salió despedido hasta golpear a Ally en la espalda. El cuidador se asomó casi inmediatamente y la observó. A Ally le costaba torcer la cabeza lo suficiente para verlo con claridad, pero su visión periférica le aseguraba que estaba allí, de pie con su bate en alto como si enarbolara una bandera.

—¡Baja ahora mismo! —gritó. Sin darle tiempo lanzó su bate de punta a toda potencia directo a la espalda de Ally.

El golpe fue certero, en el centro de la columna vertebral. La sorpresa fue casi tan grande como el dolor que experimentó. Sus extremidades, que venían dando muestras de agotamiento desde hacía rato, finalmente se rindieron. Primero se desprendieron sus piernas. La rodilla, que se había golpeado en el aula 19 en una vida pasada, le lanzó una llamada de alerta mientras sus piernas caían y recuperaba la posición vertical. Con el último esfuerzo logró hacer que sus manos, todavía aferradas a la tubería, la soportaran un poco más y evitar así una caída de espaldas, que desde esa altura sería con total certeza fatal. Cuando sus piernas atravesaron el boquete en el cielo raso permaneció colgada apenas un segundo, hasta que cayó…

El impacto fue tal que sus piernas se doblaron y las rodillas golpearon su rostro. Todo sucedió con rapidez y terminó cuando Ally, conmocionada por el golpe, se volvió de costado en posición fetal. Sintió el frío de la losa contra su mejilla y el sabor amargo de la sangre. De buena gana se hubiera echado a dormir en esa posición, pensó. ¿Hacía cuantas horas que no dormía? Tuvo la necesidad de cerrar los ojos, pero la pesadilla apenas empezaba. El cuidador estaba a su lado.

Judd dio un paso triunfal y con su bota aplastó el pelo de Ally lo más cercano a las raíces que le fue posible. La muchacha lanzó un grito y debió torcer la cabeza para disminuir el tirón en el nacimiento del pelo, que siguió a pesar de todo. Podía mover sus brazos, pero a causa de la posición no logró golpear las piernas de Judd, aunque dudaba que hubiera servido de algo. El hombre le permitió que siguiera intentando zafarse, pero la expresión en su rostro era de regocijo extremo, como la de un niño que observa con fascinación a un insecto agonizante.

—Hola —dijo Judd cuando advirtió que ella movía las pupilas para fijarlas en él.

—Maldito hijo de puta…

Judd movió la bota como si aplastara una colilla. Ella volvió a quejarse. Tenía la frente tensa y algunos cabellos tirantes a punto de ser arrancados.

—Tienes algo que me pertenece —aseguró Judd.

—¿Ah sí? —respondió ella con furia—. No ha de ser la cara de estúpido porque la llevas puesta.

Otra vez la bota tironeó del pelo.

—Eso ha sido gracioso —reconoció Judd.

Con una mano, el cuidador movió el bate con lentitud hasta que la punta tocó suavemente el pómulo de Ally.

—Otro comentario de ese tipo y puedo hundirte ese rostro bonito que tienes, ¿qué te parece? ¿Me darás las llaves o no?

5

Paul seguía en el sótano. Kathleen se había marchado dejándolo allí con el fragmento de vidrio que ella había utilizado para librarse de la cuerda. Él apenas había empezado la labor de cortar su propia cuerda cuando escuchó ruidos en la escalera. Al principio pensó que se trataba de la directora, que habría cambiado de opinión y que se proponía liberarlo o había olvidado decirle algo, pero inmediatamente escuchó las voces de Ally y Judd.

Maldijo por lo bajo. Cuando el cuidador advirtiera que la directora había escapado las cosas se pondrían feas, y serían todavía peores para él si lo encontraba con el vidrio en su poder. Pensó en deshacerse de él, lanzarlo cerca de los otros, pero descartó la idea. El vidrio sería probablemente su única oportunidad de escapar y no podía descartarla en un arrebato. Sin pensarlo dos veces se metió el vidrio en el elástico del pantalón. Tendría que tener muy presente dónde lo había escondido. Si se movía el fragmento podría deslizarse hasta caer por una de las perneras.

Cuando Ally y Judd llegaron al cuarto de la caldera el rostro del cuidador exhibía una sonrisa que se desintegró como un terrón de azúcar sometido al chorro de una manguera de bomberos.

—¡¿Dónde está la directora?!

—Se ha marchado, Judd —dijo Paul con gravedad. Pensó en agregar un «lo siento, amigo» pero se reprimió a último momento. Había aprendido la lección.

Judd tenía a Ally agarrada del pelo y tironeaba con tal fuerza que ella se contorsionaba de dolor.

—¡¿Cómo se ha escapado?! —Judd observaba la tubería y la cuerda rota como si no pudiera dar crédito.

—Creo que tenía escondido un cuchillo —reveló Paul—. Cortó la cuerda y se marchó.

Judd se volvió.

—¡Tú! —gritó mientras con la mano libre le aferraba el cuello a Paul.

—Hey… —logró articular Paul con el poco aire que pudo enviar desde sus pulmones. Lanzó un par de manotazos inútiles.

—¿Qué? —preguntó Judd.

—Me ha dejado aquí —dijo Paul todavía respirando en bocanadas entrecortadas—. No soy santo de su devoción precisamente.

Pero Judd no lo escuchó, se marchó a sus dependencias arrastrando a Ally consigo y regresó apenas unos minutos después. Ahora su expresión era de concentración extrema. Traía un trozo de alambre que utilizó para atar a Ally a la tubería exactamente en el lugar donde poco tiempo atrás había estado la directora. Revisó la caldera y vio los fragmentos de vidrio, que apartó con un puntapié.

Enfrentó a Paul.

—¿Dónde se ha ido?

—Me dijo que iría al salón de actos.

Entonces Judd sacó la pistola que había traído consigo desde su habitación. Le apuntó a Paul a la cabeza.

—Judd, espera… He cooperado contigo.

Paul sintió un sudor frío recorriéndole la frente. Nunca en su vida le habían apuntado con un arma.

—No sé para qué te mantengo con vida —dijo Judd, aunque internamente sí lo sabía—. Pero se acabaron los jueguitos. Va para los dos. No quiero sorpresas al regresar. ¿Está claro?

6

De pie en el nacimiento de la escalera, Kathleen percibió la nube de humo. No era difícil imaginar que arriba todo iría muchísimo peor que cuando había estado con Judd y Paul. Para empezar, Judd le había quitado su linterna y era seguro que en la segunda planta no habría corriente eléctrica. Trazó mentalmente el recorrido hasta el salón de actos, aferró la llave con firmeza y subió la escalera a toda velocidad, conteniendo la respiración. A medida que ascendía comprobó que en efecto sus estimaciones respecto al humo habían sido correctas. El escozor en los ojos fue insoportable, y sin dudarlo demasiado los cerró, avanzando a tientas con los brazos extendidos. Cuando creyó que estaba próxima al salón de actos disminuyó el paso y buscó palpar la puerta. Se permitió abrir los ojos pero otra vez sintió en las pupilas el pinchazo insoportable de decenas de agujas. Logró establecer algunos contornos difusos de lo que creyó serían las puertas y se aproximó. Su capacidad pulmonar se estaba acabando; sintió la necesidad imperiosa de respirar. Dio dos pasos. Sus manos aún no habían tocado la superficie de la madera, o superficie alguna para el caso, cuando no pudo resistir y…

Respiró.

Una bocanada de humo negro entró en su sistema respiratorio e hizo que inmediatamente tosiera y se doblara al medio. La sensación fue horrible, como si se ahogara en un mar de cenizas, pensó. Se mentalizó en la llave que seguía aferrando entre sus dedos, pero había perdido por completo el sentido de la orientación. Sus ojos ardían. En los pulmones un fuego seco la atenazó de repente, obligándola a toser sin parar. Seguía doblada, avanzando en alguna dirección aleatoria, pero sin ninguna certeza de si era la correcta. Estaba perdida. Si en pocos segundos no daba con la puerta caería rendida y sería el fin.

Vio una línea. ¿La rendija de la puerta?

Tenía que ser.

Dio dos zancadas y entonces chocó contra la puerta. Una de sus rodillas dio de lleno en la madera, pero fue un golpe bienvenido. Palpó la superficie hasta que dio con la cerradura. Su fortuna hizo que su fortaleza creciera y aún sin poder respirar logró introducir la llave en su sitio y hacerla girar.

Se dejó caer en el aire limpio del salón de actos, oliendo el agradable aroma de la madera. Guardó la llave en el bolsillo y cerró la puerta de un puntapié. Permaneció allí tendida durante al menos dos minutos mientras se recuperaba. Había estado cerca.

Se sentó e inspiró y espiró repetidamente mientras el ardor en los pulmones y la garganta desaparecía poco a poco. Observó en dirección al escenario con la convicción de que Michael tenía que estar allí abajo. Caminó por uno de los pasillos entre las butacas —el mismo que había recorrido antes con Judd— y se detuvo a unos diez metros de dónde había desenmascarado a Ally.

—¡Michael! —llamó.

Su voz sonó más gruesa y rasposa que de costumbre. Un espectador translúcido que estaba muy cerca se volvió pero no exactamente hacia ella. Su rostro reflejó confusión, como si hubiera escuchado una voz dentro de su cabeza; miró efímeramente hacia arriba y volvió su atención al escenario.

—Michael, sé que estas allí abajo —dijo Kathleen.

Aguardó unos minutos. Tenía que darle tiempo. O un motivo para salir, pensó.

—Tu hermana Ally está en peligro. Todos lo estamos, Michael. Sal y juntos buscaremos la manera de terminar con esto.

Transcurrieron dos o tres minutos en los que Kathleen empezó a sopesar la idea de que quizás el muchacho no estaba allí después de todo, y que la única manera de saberlo con certeza sería entrando, cuando la puerta lateral se abrió y la silueta de Michael apareció en el umbral. La luna iluminó la mitad de su rostro. Llevaba una mochila colgada de uno de sus hombros y se había cambiado de ropa. Ahora vestía pantalones de estilo militar y una camiseta de algodón.

—¿La p-p-puerta está cerrada?

—No.

—Ciérrela.

Kathleen lo hizo. Cuando regresaba, Michael le indicó con una palma en alto que se detuviera. Unos diez metros los separaban.

—Q-q-q-quédese allí.

—Aquí me quedo —dijo ella con las manos en alto.

—¿Dónde e-e-e-está Ally?

—Judd iba en su busca. Debe haberla atrapado ya.

Michael avanzó algunos pasos. En la mano izquierda tenía el álbum de fotografías de los niños muertos en el aula 19.

—U-u-usted lo ha a-a-ayudado…

—¿A Judd? ¡Claro que no! Cuando vine aquí con él creí que cooperaría. Resultó que estaba equivocada.

—Se su-su-suponía que Ally vendría a-a-a-aquí.

—No vendrá. —Kathleen dio algunos pasos lentos—. Tienes que creerme Michael, Judd se ha vuelto loco. Me ha tenido atrapada en el sótano todo este tiempo, por eso no he venido antes. Paul sigue allí y posiblemente tu hermana ya le esté haciendo compañía.

Michael se agarró la cabeza con las dos manos y la sacudió. Se dejó caer en una de las butacas de la primera fila y colocó la cabeza entre las rodillas. Lanzó un grito ahogado. Con prudencia Kathleen avanzó un poco más. Ahora ella estaba en el extremo del pasillo y sólo la separaban del muchacho todas las butacas vacías de la primera fila. Eran quince en total.

—Alto —gritó Michael alzando imprevistamente la vista.

Ella se detuvo.

—T-t-t-todo esto es su c-c-c-culpa —dijo Michael sacudiendo la cabeza—. Usted n-n-no debía e-e-e-estar aquí.

—La única cosa que Judd ha hecho bien hoy es llamarme. Todavía estamos a tiempo de hacer lo correcto.

—¿Usted t-t-t-trajo esto? —dijo Michael levantando el álbum de fotografías. Todavía seguía sentado.

—Sí.

—¿P-p-p-para qué? ¿P-p-p-para m-m-m-mostrarle a Ally q-q-q-que soy un monstruo?

—No, de ninguna manera. —Kathleen sabía que el tartamudeo de Michael empeoraba cuando se ponía nervioso. Si había algo que no quería era precisamente eso.

Michael lanzó el álbum hacia adelante con todas sus fuerzas. Se estrelló en la parte baja del escenario con un golpe seco y cayó al suelo.

Antes de la tragedia del aula 19 Kathleen y Hannigan habían mantenido reiteradas discusiones respecto a cómo manejarían la situación de Michael. El muchacho tenía un coeficiente intelectual unos puntos por debajo de la media, pero era perfectamente capaz de decidir si quería decirle la verdad a su padre, y si había decidido no hacerlo, ellos debían respetarlo.

Mantuvieron posiciones encontradas en cuanto a qué hacer con el extraño y fascinante talento de Michael. Hannigan fue quien de inmediato sugirió la idea de desarrollarlo, entenderlo; ayudar a Michael a manipularlo y a usarlo. Si Dios se lo había dado, decía Hannigan con entusiasmo, era con un propósito. No debía avergonzarse. Pero Kathleen se mostró más cauta desde el principio. Ella se involucró en apenas un par de pruebas en las que Michael evidenció de qué era capaz. Era fascinante, pero al mismo tiempo incomprensible y temible. Kathleen reconocía que sus dudas eran irracionales, porque hasta ese momento el don de Michael no parecía dañino sino todo lo contrario. Como afirmaba Hannigan, podía convertirse en algo sumamente benigno. Durante meses el maestro llevó adelante experimentos y llenó apuntes enteros con observaciones. Kathleen no tuvo una participación activa en los experimentos, pero sí estuvo al tanto de los avances y de los descubrimientos que estos trajeron consigo. Pronto comprendieron que el poder que encerraba Michael iba mucho más allá de lo que habían descubierto y de lo que el propio muchacho había imaginado. Michael había crecido con esta habilidad, había tenido la consciencia suficiente para comprender que se trataba de algo diferente, y en consecuencia supo ocultarlo, pero nunca se preocupó por desarrollarlo. Era como el talento para pintar, tocar el piano o lanzar un balón de futbol, había una diferencia sustancial entre saber hacerlo y saber hacerlo bien.

Hannigan lo había expuesto exactamente así.

Algunos experimentos tuvieron lugar en la escuela, otros en casa de Hannigan. El maestro se sintió eufórico con cada avance y cada descubrimiento de esta peculiar habilidad. Se refería a ella como mover el tiempo.

Pero Kathleen advirtió algo durante ese periodo. Algo que intentó que Hannigan comprendiera pero que el maestro desoyó, o no quiso ver… A medida que Michael avanzaba en el control de sus poderes, algo en él cambiaba. Algo oscuro aparecía. Hannigan había insistido en que estas eran sólo ideas de ella y que lo que estaba viendo era la maduración del joven y no otra cosa.

Kathleen avanzó algunos pasos. Ahora eran siete butacas en fila las que los separaban. Miró alternativamente el álbum de fotografías y el rostro de Michael. El muchacho tenía la vista puesta en el suelo. ¿Estaba llorando?

—Sé lo que sientes, Michael.

—No, no lo sabe.

Avanzó un paso más.

—Ven Michael, terminemos con esto —dijo Kathleen mientras se acercaba un poco más. Tenía las manos extendidas en dirección al muchacho. Apenas los separaban un par de metros.

—¡No! —gritó él—. Aléjese.

Kathleen no le hizo caso y siguió avanzando.

Michael la observó con ojos fríos. Era cierto, después de lo ocurrido en el aula 19 se había sentido perdido y responsable por lo ocurrido. Durante los años posteriores se había sumido en una depresión profunda y se juró nunca volver a mover el tiempo. Pero las cosas habían cambiado. No podía recordar el momento exacto, pero un buen día empezó a sentir la necesidad de volver a hacer lo que sabía, de seguir explorando sus habilidades. Antes era Hannigan el que experimentaba y tomaba notas y él simplemente hacía lo que el maestro le pedía; después fue él quien buscó comprender la magnitud de sus capacidades. Siguió adelante por su cuenta, posiblemente redescubriendo cosas que Hannigan ya sabía y que había escrito en sus libretas, pero que él nunca había visto.

—¡Aléjese! —gritó Michael. Se había llevado una mano al bolsillo de su pantalón militar.

Con el correr del tiempo lo había entendido todo. Había sabido todo cuanto Hannigan había averiguado de él e incluso más.

Kathleen se detuvo. Michael le apuntaba con un arma.

—N-n-n-nadie va a det-t-t-tenerme. M-m-m-mucho menos usted.

—¡Michael! ¡Baja esa arma!

—¿Y s-s-s-si no lo hago?

Kathleen avanzó dos pasos.

—Por favor.

Michael disparó.

La bala se incrustó en el estómago de Kathleen.

7

Paul había descubierto que el trozo de vidrio que Kathleen le había dejado no le serviría para nada. Judd lo había amarrado con un cable que era mucho más resistente que una cuerda, y en el caso de Ally era todavía peor, puesto que el cuidador la había inmovilizado con un alambre.

—¿Cómo te capturó? —preguntó Ally sosegadamente. Era la primera frase que pronunciaba desde que Judd se había marchado. La muchacha había perdido su luz por completo.

—Me gustaría decir que después de una encarnizada batalla —dijo Paul—. La realidad es que me descubrió en el laboratorio y no tuve la más mínima oportunidad. ¿Y tú? ¿Qué ocurrió en la administración?

—Deberías haberme visto —dijo Ally forzando una sonrisa—. Parecía John McClane escapando por las tuberías. Por un momento pensé que lo lograría, pero el bastardo se dio cuenta y me atrapó.

—¿Ya tenías las llaves?

—Sí. No vas a creerlo…, Kathleen las dejó en un archivador. Las encontré por casualidad, junto a una botella de vodka.

—¿Quién conservaría una botella de vodka en una escuela?

Ally le lanzó una mirada de soslayo.

Adivínalo…

—¿Kathleen? Imposible.

—Tú la sigues defendiendo. ¿Es tu novia o algo?

Paul no tenía intenciones de recorrer otra vez ese camino. Además de saber que no conducía a ninguna parte, había algunas preguntas que quería hacerle a Ally. Todavía no estaba seguro de hasta qué punto ella sabía lo que había hecho su hermano hacía diez años.

—Ally, en el aula 9, me dijiste que Michael te pidió específicamente que no confiaras en Kathleen, y que necesitaba que los tres estuviéramos a solas. ¿Te dijo algo más?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque cuando emprendimos la búsqueda de Michael convinimos reunirnos al cabo de una hora —dijo Paul—. Y considerando que tú sabías que Michael estaba en el salón de actos esperándote, entonces dispusisteis de tiempo más que suficiente para hablar.

Ally guardó silencio.

—¿Por qué supones que sabía que mi hermano estaba en el salón de actos?

—Tu silencio acaba de confirmarlo.

—Mierda, Paul, ¿por qué haces las cosas tan difíciles? Te he dicho lo que sabía.

—No todo.

—¡Te he dicho todo lo que importa, maldita sea! —gritó Ally con una estridencia que sacudió el sótano. Tenía lágrimas en los ojos—. Sí, me dijo otras cosas. ¡Pero no tienen sentido!

Ally se quebró.

—Dímelas igual. Quizás juntos podamos encontrarles una explicación.

—No quiero.

—Vamos, Ally, puede que…

—¡No quiero!

Quizás Ally tenía razón, pensó Paul abatido. Quizás no valía la pena seguir luchando. Estaban amarrados a una tubería a merced de un cuidador loco, Paul tenía la rodilla fracturada y cuando el efecto de la codeína lo abandonara sería poco lo que pudiera hacer para desplazarse. ¿Qué sentido tenía seguir intentándolo?

Sin embargo, al cabo de casi un minuto, Ally habló con expresión sombría.

—Me dijo que había movido el tiempo. —Hizo una pausa—. Que por eso no podemos salir de la escuela. Me dijo también que eso era lo que había sucedido en el aula 19.

Guardó silencio. Paul la observó.

—Entonces Michael se hizo responsable por lo que está sucediendo ¿Te dijo algo más?

—No pareces muy sorprendido.

—Por favor, Ally, contéstame.

—Sí, me dijo algo más. Me dijo que la única diferencia con el aula 19 era la dirección del movimiento, y que a nosotros no podía arrastrarnos. ¿Conforme?

—¿Arrastrarnos?

—¡Sé que no tiene sentido, Paul! ¡No me tortures más! Lo único que yo quería era que tú me ayudaras a hablar con él…

Paul la hubiera abrazado, pero no podía.

Las piezas que Ally le proporcionaba podían no significar nada para ella, pero junto a las que Kathleen había compartido con él hacía un rato, el círculo empezaba a cerrarse.

—¿Por qué no podía arrastrarnos a nosotros, Ally? ¿Te dijo algo respecto a eso?

—No lo sé, Paul. Dijo que no podía arrastrarnos hacia atrás, o algo así.

Ahí está la respuesta.

—No sé qué le ha sucedido a Michael —decía Ally—. Él no puede ser el responsable de esto… No tiene sentido, ¿verdad?

—Tiene más sentido de lo que crees —dijo Paul con la vista perdida. Había estado jugueteando con el vidrio y en un descuido resbaló de sus dedos.

—¿Qué es eso? —preguntó Ally de inmediato— ¿Un vidrio?

—Sí… pero no ha servido de nada.

Paul seguía pensativo.

—Ally, las intenciones de tu hermano pueden no ser tan buenas como te ha hecho creer.

8

Antes de subir por la escalera del sótano Judd activó los circuitos del salón de actos. Estaba armado y tenía todas las de ganar; no le daría a Kathleen ninguna ventaja más. Cerró con llave la puerta metálica del sótano y la observó con satisfacción.

En el vestíbulo se cruzó con la maestra del libro rojo. Judd creyó reconocerla de algún lado, probablemente de la propia escuela, pero apenas se detuvo a meditar en el asunto. A él le bastaba con saber que las figuras translúcidas eran inofensivas. Advirtió también que una nube gris flotaba frente a los cristales de la puerta principal, lo que significaba que el humo de la planta alta había empezado a bajar. Judd debía ser veloz allí arriba.

Cuando llegó a la planta alta en efecto el humo era intolerable. Se maldijo por no haber activado los circuitos en los corredores, porque ni siquiera con su linterna lograba penetrar aquella barrera negra y enfurecida. Barrió con el haz las proximidades y no vio el cuerpo de Kathleen como había pensado que podía suceder, pero supo que tendría que adentrarse un poco más para estar seguro. Se subió el cuello de la chaqueta y se tapó la boca y la nariz. Con la otra mano sostenía la linterna.

Una vez frente a la puerta del salón de actos comprobó que estaba cerrada y que no había rastro de la directora. Empezó a preguntarse si Paul lo habría engañado respecto a dónde había dicho Kathleen que se dirigiría, y si ella podría tener una copia de la llave —algo que Judd no sabía pero que podía ser posible—, cuando la cuestión quedó zanjada al escuchar voces del otro lado de la puerta.

Así que los dos estaban allí dentro, pensó Judd con satisfacción. Dos pájaros de un tiro, se dijo mientras sentía la forma dura del revólver calzado en el pantalón. Se acercó a la puerta y sujetó la linterna con los dientes. Comenzó a pasar las llaves con presteza. Las conocía de tal manera que por lo general en el primer intento lograba dar con la apropiada, o estar muy cerca. Muchas veces, si tenía buena luz y se concentraba, lograba dar con la que buscaba en el primer intento. Esta vez su dedo dividió el manojo de llaves en la 35. La del salón de actos era la 32.

Pasó una llave y tosió cuando algo de humo se filtró por su chaqueta. La linterna cayó al suelo y rodó sin apagarse. Judd maldijo por lo bajo. Pasó una llave más y escogió la siguiente, pero ahora sin poder ver cuál era. En el momento en que la introducía en la cerradura el disparo en el salón de actos estremeció la quietud de la planta alta. Judd se detuvo en seco.

Apartó la mano que sostenía el cuello de la chaqueta y la apoyó en la puerta para sostenerse. Tosió repetidas veces. La llave había entrado en la cerradura con alguna dificultad, no como de costumbre. Se sentía mareado. ¿Había escuchado un disparo? Intentó hacer girar la llave, pero no ocurrió nada. Tosió otra vez. Los ojos le ardían y sentía el interior de la garganta seca como una chimenea.

¿No puedes abrir una puerta? Tienes la llave equivocada, idiota.

Se le cruzó por la cabeza la descabellada idea de que había sido su arma la que se había disparado. Mientras seguía tosiendo y caía arrodillado sin posibilidad de mantenerse en pie se preguntó por qué no podía hacer girar la llave completamente.

¡Porque no es la correcta! ¡Reacciona!

La sacó de un tirón, pero entonces un ataque violento de toses se apoderó de él e hizo que cayera de costado. Mientras se retorcía, ahora iluminado por la linterna que seguía en el suelo, advirtió que en efecto la llave que tenía entre los dedos era la 31 y que la siguiente era la 33. Sostenía el llavero muy cerca de sus ojos ahora enrojecidos.

¡Maldición! La llave está en alguna parte…, busca bien.

Pasó las llaves.

¡Lárgate!

Necesitaba encontrar la llave correcta. Estaba ahí, en alguna parte. Estaba…

Tan cerca.

9

Para Paul fue Ally, sin quererlo, la que aportó la pieza decisiva que explicaba la naturaleza de las habilidades de Michael.

«No es posible arrastrarnos hacia atrás» le había dicho el muchacho a su hermana debajo del escenario. Y Paul lo comprendió. Michael era capaz de mover el tiempo como si se tratara de una película, variando la velocidad a voluntad. En el caso del aula 19 había hecho que la película se desplazara hacia adelante y los niños se habían arrastrado junto con ella. Cuando encontraron los cuerpos, la descomposición que exhibían era un fenómeno real, porque para ellos el tiempo había transcurrido con normalidad. No había habido serpientes venenosas, ni mecanismo alguno para acelerar la descomposición; las cosas habían seguido su curso normal dentro del aula. Esto explicaba la existencia de mordidas en algunos de los cuerpos; los niños más resistentes habrían sobrevivido a los más débiles y, eventualmente, se habrían alimentado de ellos. La falta de agua debió ser un factor determinante.

Cuando Paul tomó consciencia del infierno en que se habría convertido el interior del aula 19, se sintió aturdido y no pudo concebir que Kathleen hubiese podido convivir con ello todo este tiempo. No dudaba que ella había intentado proteger a la escuela, y a Michael en particular, pero a Paul le costó no sentir desprecio por ambos. Aquellos niños tenían nueve años cuando la tragedia tuvo lugar, y el desconcierto ante la imposibilidad de salir del aula debió ser tremendo. Fueron ellos solos contra la adversidad, la falta de comida y agua, sin poder hacer sus necesidades y viendo cómo uno a uno morían a su alrededor. ¡A los nueve años! Según creía recordar Paul, no habían encontrado cantidades significativas de mordidas, aunque sí algunas que habían despertado la curiosidad de los investigadores. En aquél momento lo habían atribuido a un efecto nervioso del veneno, pero esta nueva explicación tenía mucho más sentido.

Ahora podía ver a la tragedia del aula 19 en su verdadera magnitud y desde la óptica correcta; y también comprender la reacción de Hannigan en la jaula de Elmira. Especialmente durante la segunda visita el hombre se había mostrado particularmente irascible e irrespetuoso. Todos —Paul incluido— atribuyeron el cambio de conducta a una personalidad oculta. Sin embargo Paul recordaba muy bien en qué momento el maestro había cambiado de actitud por una de mayor cooperación. Había sido cuando Paul le reveló que había entrevistado a Michael, y que lo había notado nervioso. Fue entonces cuando Hannigan le hizo prometer que no hablaría con nadie más antes de que él le revelara algo importante en la siguiente visita. En ella se preocupó por acentuar su carácter odioso y confesó haberse marchado ese día de la escuela porque odiaba profundamente a tres de aquellos niños.

Hannigan protegió a Michael aun cuando el precio a pagar había sido el repudio público y pasar el resto de su vida encerrado.

No es posible arrastrarnos hacia atrás.

Era evidente que Michael se había vuelto un experto en el control de sus habilidades. Una cosa era el aula 19 y otra distinta la escuela Woodward en su totalidad. Sin embargo el desenlace sería el mismo: si no hacían algo pronto, acabarían como los niños del aula 19. Vivirían más tiempo, porque disponían de algunos víveres, pero el final sería exactamente el mismo.

Debían detener a Michael.

Si no lo hacían, entonces cuando el pájaro del banco finalmente levantara vuelo y el reloj de pie se dignara a seguir marcando el tiempo, alguien llegaría a la escuela y encontraría cinco cuerpos en estado de descomposición. La similitud con la tragedia del aula 19 no pasaría desapercibida y, con Hannigan en la cárcel, habría nuevas preguntas por responder. Difícilmente la afortunada aparición de otra serpiente africana encabezaría la lista de explicaciones.

¿Era esta la razón por la que Michael estaba manteniéndolos retenidos? ¿Exculpar a Hannigan? Si era así, ¿por qué arrastrar a personas inocentes, entre ellas a su propia hermana? Tenía que haber otra cosa. Y entonces Paul recordó lo que Kathleen le había dicho…

A medida que Michael avanzaba en el control de sus poderes, algo en él cambiaba. Algo oscuro aparecía.

—¡Nutos!

Paul parpadeó. Estaba en el sótano, claro. A su lado seguía estando Ally, amarrada a la tubería, y ahora observándolo con expresión alterada.

—¿Qué? —preguntó.

—Has estado ausente durante diez minutos —repitió ella.

—Estaba pensando.

—Ya lo veo… ¿Y qué has pensado? ¿Algo que nos ayude a liberarnos? Porque este bastardo me ha amarrado demasiado fuerte y mis manos se están entumeciendo.

Manos.

—Dame un momento —pidió Paul.

¡Qué estúpido había sido! Había estado con Kathleen allí abajo y no le había preguntado por la frase que ella le había dicho a Judd.

Mantenlos alejados de mis manos frías. Es importante.

En ese momento, Paul lo entendió. Rió con ganas.

—¿Te has vuelto loco?

—No. —Casi pensaba en voz alta—. Ally, cuando buscaba a Michael en la planta baja, estuve precisamente aquí. Judd y Kathleen estaban en aquella habitación.

El generador seguía fustigándolos con su marcha estruendosa. Deliberadamente, Paul bajó el tono de voz hasta que se convirtió en apenas un susurro inaudible:

—Kathleen le dijo a Judd lo siguiente: «Mantenlos alejados de mis manos frías».

—¿De las manos de Michael?[7]

Allí estaba la explicación. El generador no le había permitido escuchar con claridad. ¡La directora se había referido a las manos de Michael!

—Paul, ¿qué tienen las manos de mi hermano? —insistió Ally.

Paul seguía maravillado. Había estado escondido detrás de la caldera a una distancia prudencial, pero aun así era sorprendente cómo había interpretado algo tan descabellado cuando la verdadera frase tenía mucho más sentido.

Mantenlos alejados de las manos de Michael.

—Ally, ¿recuerdas lo que me contaste en el vestíbulo, poco después de llegar a la escuela?

—¿Qué exactamente?

—Me hablaste de las visitas a casa de tu tía…

—Lorraine.

Ally no tenía idea de qué detalle de aquella charla había despertado el entusiasmo de Paul, pero lo vio tan eufórico que prefirió no preguntar.

—Me dijiste que uno de los pasatiempos junto a tu hermano era capturar insectos, ¿verdad?

—Ajá.

—Y que normalmente matabais a los insectos en un frasco especial, con algodones humedecidos en algún solvente. Pero a veces no queríais correr el riesgo de traspasarlos de frasco y lo hacíais de la otra manera

Paul era periodista y la zoología no era precisamente su fuerte, pero habría estado dispuesto a apostar que sería necesario muchísimo tiempo para que un insecto consumiera todo el oxígeno de un frasco. En su momento no le había prestado atención al detalle, pero ahora revestía una importancia trascendental.

—¿Cuánto tiempo tardaban los insectos en morir, Ally?

—Unos quince segundos —dijo ella contrariada.

Paul sonrió complacido. Ni siquiera un humano consumiría el oxígeno de un frasco en ese tiempo. Michael evidentemente utilizaba su manipulación del tiempo dentro del frasco para matar a los insectos más rápido; una mínima experimentación como la que más tarde tendría lugar en el aula 19 y, diez años después, en toda la escuela Woodward.

Después Mickey le pedía a su hermana que apoyara las manos sobre las suyas y que se concentrara.

—Te pedía que apoyaras tus manos sobre las de él, ¿verdad?

—Buena memoria, Farris.

—No era una manera de hacerte sentir parte del proceso —reflexionó Paul—. Tú eras parte del proceso.

—Paul, por favor, dime qué estas pensando. Primero me dices que las intenciones de Mickey no son las que yo pienso y ahora vienes con todas estas preguntas del pasado. ¿Qué te ha hecho creer Kathleen?

—Esto no se trata de Kathleen —dijo Paul.

—Dime entonces.

Paul cambió de posición. La pierna le dolía ahora ostensiblemente y sabía que si no tomaba los analgésicos pronto el dolor sería insoportable. Cuando eso ocurriera podría olvidarse de entretejer teorías y dar explicaciones.

—Tu hermano tiene una habilidad peculiar —dijo Paul—. Kathleen y Hannigan, el maestro acusado de la muerte de los niños en el aula 19, sabían de ella: es la capacidad de manipular el tiempo en un determinado espacio.

Por unos segundos el único sonido audible fue el clamor constante del generador Caterpillar.

—¿Él está causando esto? —Ally estaba azorada.

—Me temo que sí. Kathleen no me lo dijo antes porque no sabía qué tramaba Michael, o nuestro rol en todo esto para el caso.

Ally recordó el extraño comportamiento de la directora cuando habían despertado, en la biblioteca. La había sorprendido intentando despertar a Michael y alzando el tono de voz mientras le preguntaba si podía oírlo. En ese momento había encontrado extraño el interés de Kathleen por su hermano.

—¿Michael está haciendo esto? —repitió Ally asimilando la idea.

—Es lo que me temo. El tiempo dentro de la escuela se está moviendo respecto al tiempo afuera… Como en el frasco de los insectos.

—Paul, conozco bien a mi hermano —dijo Ally—. Creo que me hubiera dicho una cosa así. No puedo creerlo tan fácilmente.

—Eras una niña cuando empezó a utilizarlo. Después…

—¿Después?

—Después ocurrió la tragedia del aula 19 —sentenció Paul.

—¿Qué tiene que ver eso…?

Ally se detuvo. Negó con la cabeza.

—¿Estas insinuando que Mickey causó la muerte de esos niños?

Paul no respondió.

—Imposible. ¿Eso te ha dicho Kathleen? Ahora entiendo por qué no debía confiar en ella.

—Ally, quitemos a Kathleen del medio, por favor.

—¡No! —le espetó ella—. Respóndeme lo siguiente, Paul: si Kathleen es taaaan confiable, ¿por qué sigues aquí? ¿Se marchó y te dejó en manos de Judd? Bonita amiga.

—Escúchame, por favor. Olvídate de Kathleen. —Una punzada de dolor en la rodilla obligó a Paul a hacer una mueca.

—¿Qué? ¡¿Qué te ha ocurrido?!

—La maldita rodilla —dijo Paul procurando reacomodarse pero sin que sirviera de mucho.

—Paul, lo que me dices es imposible de creer. Lo siento. No conoces a Mickey como yo.

—Te entiendo. No he dicho que la tragedia del aula 19 haya sido algo premeditado, ni mucho menos. No tengo idea de cómo funciona este poder, o el control que Michael pueda ejercer sobre él. Pero tú lo has visto. Tú misma me has dicho que los insectos morían en segundos, ¿no es cierto?

—Sí.

—Eso es imposible. Michael manipulaba el tiempo hacia adelante para lograrlo. Tú lo has visto con tus propios ojos cuando eras una niña y estás viendo lo que sucede ahora. ¡Has visto a ese maldito pájaro embalsamado allí afuera!

Ally no respondió. Fue evidente la batalla interna que tenía lugar en ese momento. El amor por su hermano versus una realidad innegable.

—Lo siento —agregó Paul.

—¿Y los fantasmas? —Ally buscaba aferrarse a otra explicación, pero lo hizo sin demasiada convicción.

—No lo sé.

—¿Y cuál es la importancia de las manos de Michael?

10

Judd yacía boca abajo en el corredor central de la segunda planta. Abrió uno de sus ojos. Su último recuerdo era junto a la puerta del salón de actos, poco después de probar la llave equivocada y descubrir con horror que la que necesitaba no estaba donde se suponía. Después había sufrido un ataque de tos y se había desplomado semiinconsciente. No recordaba nada más.

Bueno, en realidad sí, recordaba haber oído un disparo en el interior y…

¿Qué más?

¿Voces?

No sabía cuánto tiempo había pasado desde ese momento, pero ahora se sentía revitalizado y capaz de intentar rodar sobre sí mismo. La nube de humo seguía envolviéndolo, pero ahora podía respirar con normalidad, o por lo menos no tosía. Giró y de inmediato vio el rectángulo iluminado detrás. La puerta del salón de actos estaba abierta y las luces interiores encendidas. Se preguntó si Michael y Kathleen habrían escapado y se dijo que muy probablemente lo habían hecho. También advirtió que el humo entraba a raudales al salón de actos y se alzaba en dirección al techo alto del inmenso recinto.

Se arrastró pero sintió algo debajo, un objeto. No era su linterna, pues la había visto junto a la puerta, todavía encendida. Se desplazó a un lado y vio las llaves. Seguramente las había arrastrado bajo su cuerpo sin darse cuenta. Las asió y las colocó en el soporte de su cinturón; se arrodilló y reanudó la marcha. Cuando llegó a la puerta se sintió aún más confiado y se puso de pie. El aire se había limpiado. El humo ascendía en una columna negra hacia el techo del salón de actos, a más de siete metros de altura. Pero Judd no se fijaba en el humo. Su vista se clavó en el escenario. Allí, escrito en grandes letras con pintura de aerosol podía leerse lo siguiente:

ACÉRCATE

En el suelo, también dibujada con aerosol, había una cruz.

Se paró en el umbral de la puerta y escrutó la habitación, observándolo todo con recelo. No vio a nadie. No estaba dispuesto a entrar y pararse en esa puta cruz, no era estúpido. ¡Había oído un disparo! Aquella era posiblemente la mejor posición para recibir una bala en la cabeza.

Iba a dar media vuelta cuando escuchó la voz.

—Hola Judd.

La reconoció de inmediato aunque no hubo tartamudeo esta vez. Llegó flotando desde el balcón, por lo que supo que el retrasado estaba allí. No podía verlo desde donde estaba, por lo que se permitió entrar y caminar entre las butacas hasta que la figura de Michael se hizo visible en uno de los palcos. Tenía puesta una chaqueta y estaba inclinado hacia adelante, apoyando los antebrazos en el muro protector. En sus manos sostenía un arma.

—Hola —repitió.

Judd disimuladamente cerró su chaqueta para ocultar la culata del Ruger. Tenía una ventaja y no quería perderla.

—No voy a ir hasta allí —dijo Judd con sequedad.

—P-p-p-podría dispararte ahora m-m-m-mismo.

—No le acertarías ni a un globo aerostático, retrasado. Quizás suba y te muela a golpes ¿Qué te parece eso?

—Quiero b-b-b-bajar y hablar c-c-c-contigo.

—¿Por qué no bajas ahora?

—Ve-e a la cruz. No quiero que i-i-i-intentes n-n-n-nada.

Judd lo pensó un segundo. Quizás era cierto. Quizás el retrasado no buscaba dispararle. Porque una cosa estaba clara, y era que se había tomado la molestia de pintar esa estúpida cruz y de abrir la puerta del salón de actos para que él entrara, cuando podría haberle disparado mientras él estaba inconsciente en el corredor. Por otro lado, Michael sabía que él tenía un arma —lo había visto dispararla en el aula 19—, y aunque podía no llevarla encima en ese momento, era lógico que quisiera tomar algunas precauciones. Judd se dijo que si lograba hacer que el retrasado bajara y se acercara lo suficiente, acabaría con ese circo en un instante.

—Haremos una cosa —dijo Judd en tono conciliador—. No iré hasta allá. No soy tan estúpido. Si quieres hablar, podremos hacerlo en mitad del salón. Terreno neutral, ¿qué te parece?

Empezó a avanzar por el pasillo ante la mirada atenta de Michael. Cuando había avanzado hasta la mitad abrió los brazos como si no tuviera nada que ocultar.

—¿Ves? Cumplí con mi parte del trato. Ahora te toca a ti. Ven y dime de qué quieres que hablemos.

Michael lo meditó. No estaba convencido. La escalera que bajaba de los palcos era interior, por lo que perdería de vista a Judd cuando descendiera. Esto lo ponía nervioso. De todas maneras creía tener la situación controlada.

—Bien —aceptó—. Espérame allí con las m-m-manos p-p-pegadas al cuerp-p-p-po.

Judd tuvo que ahogar la risa. ¡Las manos pegadas al cuerpo! La oportunidad perfecta para ocultar su arma. El jodido retrasado no podría haber tomado una decisión más desacertada.

Michael desapareció del palco y Judd escuchó las pisadas aceleradas mientras bajaba la escalera a la carrera. En ese tiempo extrajo su arma en tiempo record, la amartilló y se la colocó pegada a la pierna derecha.

En unos segundos Michael apareció en el umbral. Le apuntaba con una pistola Beretta.

—Vamos Michael, hice lo que me pediste. Acércate y hablemos —y a continuación Judd se permitió una pequeña mentira que intuyó ayudaría mucho—. Yo también tengo cosas interesantes que decirte.

—¿Q-q-q-qué cosas?

—Baja el arma y acércate. Es acerca de Ally.

Judd no lo sabía, pero acababa de apelar al mecanismo apropiado para conseguir interesar a su adversario. Michael bajó el arma y caminó despacio, examinando al cuidador. Por debajo de los faldones de su camisa pudo ver asomando las llaves. ¿De dónde las había sacado? Michael sabía que un rato antes no habían estado allí.

Estaban a unos cuatro metros uno de otro.

Para Judd fue suficiente. Alzó su brazo derecho con la velocidad de un latigazo sin darle tiempo a Michael a hacer nada.

—Mueve un músculo y te vuelo la cabeza, retrasado.

Judd se acercó. La boca del Ruger estaba a menos de un metro de la cabeza de Michael; un simple movimiento de su dedo anular y explotaría como una palomita de maíz.

Apretó el gatillo.

11

—Ally, en el vestíbulo, apenas llegamos, Michael te dijo algo al oído, ¿verdad?

Ella sonrió.

—Sí. Me dijo que el cuidador tenía un arma y que me ocupara de ella. Por eso estaba tranquila hace un rato, cuando te apuntó. Le quité las balas.

—¿Cuándo? ¿Mientras dormíamos?

—No. Judd estaba en su habitación en ese momento. Lo hice cuando estábamos en la biblioteca hablando de la tragedia. Fui a lavarme y vosotros os quedasteis allí… En realidad fui a su habitación…; apenas me mojé el cabello en el baño del corredor central.

—Estoy sorprendido.

—No fue gran cosa. El tonto guarda su arma en la mesa de noche, ¿puedes creerlo? Era un sitio tan estúpido que casi lo paso por alto. Incluso me sobró tiempo.

—Entonces la pistola de Judd no tiene balas.

—No. Las balas están en la cafetería, debajo del mostrador, en la caja de objetos perdidos.

Paul no supo si esta era una buena noticia. Entre una dolorosa muerte a batazos y una bala apagando su cerebro instantáneamente, lo segundo sería una bendición.

12

Se oyó un clic seco. Judd arrugó el rostro de sorpresa y observó el revólver como si una banderilla con la palabra ¡BANG! hubiera surgido del cañón. Volvió a apretar el gatillo dos veces más con el mismo resultado. Tenía la vista enfocada en el tambor del revólver, que giraba obedientemente cuando el percutor lo golpeaba. Detrás del Ruger todo era una mancha anaranjada. Cuando enfocó la vista en ella hizo su aparición el rostro de Michael, sonriente. El muchacho había alzado su propia pistola muy rápido, casi al mismo tiempo en que Judd oprimía el gatillo la primera vez, y ahora era él quien le apuntaba al rostro. Judd se sintió invadido por un sentimiento de furia y se lanzó hacia adelante casi sin pensarlo.

Michael disparó. A esa distancia, la bala hizo que Judd retrocediera y que su hombro derecho floreciera como una rosa. El cuidador lanzó un grito mientras caía en el suelo de madera.

—N-n-n-no te muevas o la p-p-próxima-ma va al c-c-corazón.

Judd no podía salir de su asombro. ¡El retrasado le había disparado! Ni siquiera el dolor del hombro (quizás el más intenso desde las memorables palizas de su padre) era capaz de silenciar la voz que se alzaba dentro de su cabeza. Era imposible que aquél muchacho estúpido le disparase a sangre fría sin prácticamente inmutarse, y sin embargo allí estaba, observándolo con un rostro glacial.

—¿D-d-d-dónde están?

—¿El periodista y su novia? —Judd empezaba a ser consciente de la sangre que manaba de la herida del hombro y el dolor atroz, como si alguien le clavara una espada a intervalos muy cortos.

—Sí. —Michael le apuntaba ahora directamente a la frente.

—Están en el sótano —dijo Judd con intenciones de lanzar otro de sus latiguillos para hostigar al retrasado cuando algo en su rostro hizo que se arrepintiera. Otra vez esa frialdad inusitada en su mirada que le reveló el peor de sus temores. Iba a dispararle, pero esta vez sin ninguna oportunidad de sobrevivir. No sería como en las películas, en donde el asesino le proporciona a la víctima la oportunidad de dar alguna explicación y eventualmente escapar. Judd supo que si no abría la boca y decía algo, estaría muerto en un instante.

—¡Espera! No podrás llegar a ellos.

—¿Por qué no?

—Porque antes de venir coloqué un candado en la puerta. Uno de combinación.

—¿C-c-c-cuál candado?

Michael no se andaba con vueltas, pensó Judd todavía presa de la sorpresa. Debía pensar rápido.

—El candado del generador —dijo Judd—. Tú sabes cuál, lo has visto. No pensabas que vendría aquí sin un plan, ¿verdad? El disparo me alertó de que estabas armado.

—¿Por qué n-n-n-no cer-r-r-raste con llav-v-v-ve?

—Porque tú podrías quitármelas. La combinación está aquí.

Judd se señaló la sien con el índice de su mano izquierda.

—Dime la combinación.

—¿Has matado a la directora Blake, Michael?

—Dime la c-c-c-combinación.

—La has matado, ¿no es cierto?

—No.

Michael entrevió inmediatamente hacia dónde lo llevaba el cuidador. Se permitió agregar un comentario más:

—Está d-d-d-dispon-n-n-nible.

Disponible… veo que has hecho un esfuerzo especial con esa. Dos tartamudeos en la misma palabra han de valer la pena, ¿no es así? —dijo Judd ahora ensayando él también una sonrisa. Seguía sentado aferrándose el brazo del hombro herido—. Esta es la parte del plan que a ti no te gustará: no te diré la combinación a menos que dejes que me largue.

Michael le apuntó con la Beretta, directamente al rostro.

—Si me disparas —se apresuró a decir Judd—, olvídate de entrar al sótano. Incluso tú sabes lo resistente que es esa puerta. Y la cadena que he utilizado es muy gruesa. Tardarías semanas en cortarla. Y créeme, no tienes mucho tiempo. Ambos están heridos allí abajo… No resistirán mucho.

Judd supo que había logrado quebrar interiormente la confianza de Michael. Hasta ese momento el muchacho había estado convencido de lo que hacía, como si lo hubiese planeado meticulosamente y todo fuera acorde con lo esperado. Sin embargo ahora debía lidiar con una disyuntiva fuera de programa. Era evidente que Ally y Paul eran importantes para él por alguna razón, porque de otra manera no le daría tantas vueltas al asunto.

—No t-t-t-te creo una s-s-s-sola palabra.

—Puedes creer lo que quieras —dijo Judd con displicencia—. Pero no podrás entrar sin esos cuatro números mágicos. Y sólo están en mi cabeza.

—V-v-v-vamos a ver ese c-c-c-candado.

Michael le indicó con el arma que se pusiera en movimiento.

—No, así no funcionan las cosas. Saldré de aquí solo y atravesaré esa puerta por mis propios medios, o muerto… Tú elijes.

Michael pareció meditarlo detenidamente.

—¿T-t-t-tú quieres a Kathleen, v-v-v-verdad?

Dios, ¡cómo impacientaba a Judd hablar con el tartamudo! Se maldijo por haber llegado a esta instancia. Había subestimado al resto, esa era la triste realidad, y era un error con el que tenía que convivir. Había permanecido a la expectativa demasiado tiempo. Si hubiera actuado más rápido y con mayor agresividad la escuela hubiera sido suya en un abrir y cerrar de ojos. Ahora tenía que escuchar los argumentos del maldito retrasado.

—Supongamos que quiero a la directora para mí —respondió Judd. No estaba dispuesto a reconocer que Kathleen era su máximo trofeo, menos al retrasado. Pensar que la había tenido en el sótano a su merced y la había dejado escapar era decepcionante.

—V-v-v-vamos, Judd —le espetó Michael—. Sé lo q-q-q-que haces en su des-p-p-p-pacho los…

—No sé a qué te refieres —lo interrumpió Judd sosteniéndole la mirada. No soportaba aquellas frases interminables. El dolor en el hombro no cesaba y se estaba impacientando con la conversación. Necesitaba tomar algunos de los analgésicos que le había quitado al periodista y que afortunadamente llevaba en uno de sus bolsillos—. Esto es lo que haremos: un intercambio. Yo salgo por esa puerta caminando. En quince minutos nos veremos en el gimnasio, tú llevas a la directora y yo a tus amigos. ¿Te parece bien?

—N-n-o.

—Perfecto, entonces dispárame ahora mismo y te haces responsable de lo que le sucede a esos dos.

Michael no supo qué responder.

¡Lo tenía!

Judd se puso de pie con dificultad.

—¿Tenemos un trato?

Michael asintió.

Judd empezó a caminar con lentitud y cierto aire desafiante.

—¡E-e-espera! D-d-d-deja el arma en el suelo. No es n-n-n-negocia-a-a-able.

El cuidador se agachó y depositó el arma junto a su bota. Se irguió y salió del salón de actos sintiéndose satisfecho. El retrasado tenía el arma, pero él había logrado conservar su vida a pesar de ello, aun en una situación de clara desventaja. Ahora tenía que ocuparse de la herida en el hombro y del intercambio. Quería a Kathleen, pero los otros se la pagarían, especialmente el retrasado.

13

Judd bajó la escalera del sótano a trompicones. Al llegar al cuarto de la caldera advirtió la sorpresa de Ally y Paul ante la sangre en su hombro, pero desde luego no se detuvo a brindarles ningún tipo de explicaciones. Se dirigió apresuradamente a su baño privado. Encendió la luz de un manotazo y un rostro acalorado y preocupado lo recibió en el diminuto espejo sobre el lavabo. Su aspecto era pésimo. Se consideraba una persona altamente resistente al dolor y sin embargo la herida en el hombro le estaba haciendo ver las estrellas. Se quitó la chaqueta a toda velocidad y la arrojó al suelo. Hizo lo mismo con la camisa, que había absorbido la mayor parte de la sangre.

¡Si no detienes esto rápido te desangrarás aquí mismo!

Judd no tenía casi nada en su botiquín, sólo lo elemental. Una herida de bala superaba con creces a su minúscula cajita de madera con una cruz roja en el frente. Pero el tiempo apremiaba y tendría que apañárselas con lo que tuviera a la mano. Primero embadurnó la herida con desinfectante y sintió un dolor atroz mientras el líquido hacía su efecto. El primer inconveniente era que no tenía gasa. Salió del baño con el torso desnudo y la herida escupiendo sangre como un geiser. En su habitación encontró una camiseta limpia, que desgarró con furia y utilizó para rodear el hombro apretando la herida.

La tela se tiñó de rojo pero pareció detener la hemorragia. Una vez en su habitación se puso otra camisa blanca. Tenía una chaqueta de repuesto, pero no la usaría. Prefería pasar un poco de frío y estar alerta por si la herida se abría. Del bolsillo del pantalón extrajo los analgésicos que le había sustraído a Paul y tomó tres de una vez. No se molestó en leer la letra pequeña en el envase. Si servían para una rodilla, también servirían para su hombro.

Salió del baño y de paso por la salita se detuvo frente a la cocina integrada y sopesó un momento sus alternativas. No tenía muchas. Eligió el cuchillo de trozar carne que guardaba en uno de los cajones bajo la encimera y lo observó con fascinación. La hoja de acero inoxidable tenía más de veinte centímetros de largo y cuatro de ancho. Estaba afilado y terminaba en punta y Judd sintió unas ganas locas de usarlo cuanto antes.

Cuando regresó al cuarto de la caldera advirtió de inmediato la preocupación en los rostros de sus dos prisioneros. El cuchillo tenía gran parte de la responsabilidad, lógicamente, pero también su aspecto desaliñado. No se había peinado y el cabello alborotado y sudoroso le caía sobre el rostro. La camisa blanca estaba limpia pero no se la había colocado dentro del pantalón, lo cual contribuía a acentuar la imagen de brutalidad. Ellos no tenían manera de saber lo que había tenido lugar arriba, ni sus intenciones, y por lo tanto habrían pensado lo lógico: que Judd había enloquecido completamente.

Se deleitó con este pensamiento, dilatando lo que tenía que decir aunque sabía que no tenía mucho tiempo. Estaba dispuesto a dar batalla, pero quería ser puntual para el intercambio. Eso le daría al retrasado la sensación de que las cosas iban como habían acordado.

—Os soltaré de la tubería —dijo Judd sin preámbulos—. No va a haber advertencias. Un movimiento en falso y os atravieso con el cuchillo. ¿Queda claro?

Ally y Paul asintieron. Seguían sin tener idea de qué se proponía el cuidador y las perspectivas no parecían buenas. Lo que sea que había tenido lugar en la segunda planta había puesto a Judd de un humor de perros, y aunque no habían escuchado ningún disparo desde allí abajo, estaba claro que la herida en el hombro había sido causada por un arma de fuego. Si Ally había extraído las balas del revólver de Judd, entonces tenía que haber otra arma dentro de la escuela. Paul deseó que Kathleen hubiera tenido el tino de tener una guardada en algún lado. Si el arma pertenecía a Michael, entonces tendrían dos monstruos armados con los cuales lidiar.

—¡Muévete niña! —gruñó Judd. Había desatado a Ally de la tubería aunque sus manos seguían amarradas con el alambre—. Quédate contra la pared.

El cuidador se acercó a Paul y comenzó a cortar el cable eléctrico con su cuchillo de carnicero. Mientras lo hacía, Paul rogó que no advirtiera sus intentos de corte con el vidrio, pero no hubo comentarios al respecto.

—Listo, periodista. Ella irá adelante, tú después.

Obedecieron. Cruzaron el cuarto del generador y subieron la escalera en silencio. Paul giró y, estando de espaldas, abrió la puerta con bastante rapidez. Los tres cruzaron la cafetería en fila y llegaron al corredor central.

—Hacia el gimnasio —ordenó Judd—. Vamos a negociar con ese retrasado de una buena vez.

Ally torció a la izquierda, pero cuando advirtió que Paul no se movía, ella misma se detuvo.

—¡¿Qué pasa, Farris?! —preguntó Judd— ¿Quieres que te rompa la otra rodilla?

Paul estaba quieto como un maniquí, con la cabeza ladeada y los brazos amarrados en la parte de atrás. Observaba hacia el vestíbulo, la dirección opuesta hacia la que debían dirigirse. Cuando Ally miró en aquella dirección entendió la razón. Reconoció a Eva Farris de inmediato. La mujer, convertida en una presencia translucida como la maestra del libro rojo o los niños del corredor, estaba recostada contra la puerta. Rodeaba su cuello la correa de una cámara fotográfica.

—Yo no iré —dijo Paul como si estuviera en trance. No podía quitar la vista de su esposa muerta.

—¡¿Qué?! —Judd empuñó su cuchillo con toda la intención de utilizarlo, pero Paul no le prestó atención. Ya se había encaminado hacia el vestíbulo como un sonámbulo que persigue a alguien en sueños. Cojeaba ostensiblemente, pero no parecía demasiado consciente del dolor. Apresuraba el paso.

Judd dios varias zancadas para alcanzarlo cuando advirtió que Ally salía disparada en la dirección contraria. Durante un segundo dudó. La muchacha no tenía ningún problema en las piernas y corrió a toda velocidad.

—¡Michael me quiere a mí! —gritó Ally. Casi había llegado a la curva del corredor y antes de desaparecer le dedicó una última mirada al cuidador— ¡Michael es mi hermano!

La conmoción en el rostro de Judd fue evidente. En una fracción de segundo tomó su decisión y se lanzó en dirección de Ally. La capturó del pelo justo antes de que la muchacha llegara a la puerta del gimnasio.

—Te tengo. —Tiró del pelo de Ally con fuerza. Ella se dobló hacia atrás casi al punto de caer—. Así que eres la hermana del retrasado. Esa sí que es una buena noticia.

Judd observó el tremendo cuchillo con fascinación.

14

Eva había sido una mujer cautivante. Algunas mujeres traen ese don consigo; es de fábrica. No se adquiere en el salón de belleza, en una academia de modales o con los bolsillos llenos de dinero; de hecho, cualquier intento de conseguirlo por alguno de estos medios lo empeora todo. Sus acciones estaban basadas en una lógica simple. Para dirigirse desde A hacia B, Eva siempre elegía el camino recto. Era frontal, sincera y natural. Eva Farris había sido el fiasco de todo psicólogo.

La facilidad de Eva para mostrar sus cartas en todo momento hizo que Paul se acostumbrara a hacer lo mismo. Para él, que se había criado en el competitivo y caótico hogar Farris, con Leonard el todopoderoso a la cabeza, la experiencia había sido absolutamente nueva y desconcertante al mismo tiempo. Nunca había imaginado, ni en su mejor fantasía, que un matrimonio podía llevarse adelante de esa manera, sin sacrificios, con la guardia baja y disfrutando de cada momento al máximo.

Cuando Paul vio en el vestíbulo de la escuela Woodward a su esposa muerta hacía cuatro años, se sintió abrumado. Eva estaba recostada contra la pared, junto a la puerta de cristal. Presentaba la cualidad translucida del resto de los visitantes de esa noche y en ese momento parecía hablar animadamente con alguien, aunque no había nadie a su lado. Paul se acercó avanzando con dificultad. Sin la ayuda del bate no le quedaba otro remedio más que depositar parte de su peso sobre la pierna malherida, lo cual hacía que un dolor intenso se materializara en la articulación. Mantenía la vista fija en Eva como un hombre que está a punto de morir de sed en medio del desierto y de repente vislumbra un oasis.

Cuando estuvo a tres metros de distancia reparó en su vestimenta: vaqueros negros y una camiseta blanca con el demonio de Tasmania de la Warner. Paul recordaba aquella camiseta perfectamente. Llevaba además su cámara fotográfica colgada al cuello y los anteojos de sol calzados sobre la cabeza. Tenía el cabello largo y rizado.

—Todavía no te lo habías planchado —murmuró Paul y el sonido de su voz se alzó en el vestíbulo con carácter ominoso.

Poco después de la tragedia del aula 19 Eva se había aclarado el cabello y lo empezó a usar liso; su look de los noventa solía decirle Paul, que al principio se había mostrado reticente al cambio pero que finalmente lo había aceptado.

Se detuvo muy cerca de ella y comprobó que en efecto hablaba con alguien invisible, que debía estar más o menos dónde Paul se hallaba en este momento. Sus labios se movían pero él no podía oír nada. Eva hablaba animadamente y sonreía, e incluso lanzaba una risita inclinando la cabeza hacia atrás. Paul quería escucharla… ¿era esa la razón por la que estaba en la escuela? Si era esa, entonces la celebraba; sino, lo mismo daba. Nunca había pensado en volver a ver a su esposa; sus pocas creencias religiosas se habían desvanecido cuando se la habían arrebatado de un modo incomprensible. Se acercó un poco más. ¿Podría tocarla? Alzó la mano y la condujo hasta el rostro de Eva, pero se detuvo a escasos centímetros de su mejilla. Experimentó un instante de indecisión y retrocedió. No quería echarlo a perder. Ahora Eva parecía estar abocada a una descripción de las bondades de su cámara fotográfica Canon porque la giraba una y otra vez para que su compañero de charla invisible pudiera apreciarla mejor. Paul seguía sin escuchar.

Recordó la conversación con Kathleen en el sótano, cuando hablaban de Mary Blackthorne, la maestra del libro rojo. Habían creído acertadamente que las personas translúcidas, como la pequeña Tamara Sommers o los espectadores ancianos en el salón de actos, ciertamente estaban muertos, pero necesariamente habían pasado por la escuela en algún momento. Parecía una hipótesis razonable. Paul se había enfocado en las razones por las que podían ver a personas muertas caminando como si nada y había pasado por alto lo evidente. Era cierto que su esposa no había estado mucho tiempo en la escuela sino sólo un puñado de veces durante la investigación de la tragedia del aula 19, pero al parecer eso era suficiente para ser miembro de los translúcidos.

—Te hubiera buscado antes —le dijo en voz baja. Se había recostado contra la pared, como ella, pero él la observaba de costado. Retiró el peso de su pierna izquierda, lo cual lo alivió bastante, y siguió observando a Eva embelesado, fingiendo que podía escuchar su voz y que aquellas palabras eran para él.

Eva había soltado la cámara fotográfica que otra vez colgaba del cuello y ahora hablaba de a ratos, seguramente porque la otra persona estaría completando su parte del diálogo. Paul recorrió su cuerpo, empezando por su cabello y terminando en sus zapatos. Cada detalle despertaba recuerdos que se clavaban en su corazón con doloroso placer. Sus botas, por ejemplo, eran de taco bajo y en punta, como las que usaba siempre. Si no estaba en el trabajo, su calzado de cabecera eran botas como aquellas, cortas y de cuero. Eva detestaba las botas altas, decía que era inevitable que los hombres pensaran en Julia Roberts y malinterpretaran todo cuando veían a una mujer usándolas. Probablemente tenía razón.

Se acercó un poco más. Al principio creyó percibir su perfume, pero supo rápidamente que se trataba de una conexión neuronal que le jugaba una mala pasada. No había perfume, del mismo modo que no habría Eva si intentaba tocarla. Aquella imagen no era distinta a sus recuerdos, pero aun así no estaba dispuesto a quitarle la vista de encima ni un segundo.

Y entonces ocurrió algo inesperado. El rostro de Paul estaba a pocos centímetros del de Eva cuando creyó escuchar su voz. Era un sonido lejano, pero que acompañó el movimiento de sus labios. Se enderezó y prestó más atención, procurando determinar si al igual que con el perfume había sido él el que había imaginado la voz de su esposa, pero en ese momento ella dejó de hablar. Sólo asentía.

—Vamos Eva —murmuró Paul—. Di algo, mi amor… vamos.

Y entonces Eva volvió a formular otra frase breve y al igual que la vez anterior Paul creyó escuchar su voz. También en esta ocasión fue un murmullo distante, como proveniente de otra habitación. Paul recordó la escena de una película cuyo nombre se le escapaba en que un hombre visitaba a su esposa en el cementerio y de pronto escuchaba la voz de ella proveniente del ataúd, amortiguada por más de dos metros de tierra. El sonido que Paul escuchaba era similar, aunque se apresuró a descartar la analogía de inmediato por razones obvias.

Otra vez Eva permaneció sin decir nada y después inició un parlamento largo que acompañó con algunos gestos. Paul se acercó todo lo que pudo y escuchó. El sonido del motor del generador era el único audible, pero a esta altura su cerebro se había acostumbrado a ecualizarlo. Prestó atención…, y allí estaba: la voz de su esposa. ¡Puedo escucharte! Reconoció algunas palabras aisladas, pero ninguna frase completa con sentido. Eva dijo claramente «me parece muy bien», e inmediatamente después se despegó de la pared sobre la que estaba apoyada y dio un paso hacia Paul. En otro momento él se hubiera quitado del medio sin problemas, pero esta vez, en parte por el estado deplorable de su pierna y en parte por la sorpresa, trastabilló y cayó al suelo de costado amortiguando parcialmente la caída con uno de sus brazos. Ajena al incidente, Eva caminó por el corredor del ala Oeste, alejándose del vestíbulo.

El dolor por la caída hizo que Paul arrugara el rostro y que la labor de ponerse de pie fuera aún más dificultosa de lo esperado. Veía a Eva alejarse y en su condición temía no poder alcanzarla. Cuando se irguió dio pasos largos solo para descubrir con horror que cada zancada lo dejaba más rezagado. Ella caminaba a buen ritmo y otra vez hablaba con su acompañante invisible. Cuando llegó donde el corredor se torcía a la derecha, Paul estaba casi cinco metros detrás de ella y con resignación pensó que aquél sería el fin, que no volvería a ver a Eva nunca más. Recorrió esos metros interminables exigiendo a su pierna al máximo y haciendo caso omiso a todas las señales de alerta que se encendían en su cerebro.

Tranquilízate amigo. No has comido nada en quién sabe cuánto y has interrumpido una dosis alta de analgésicos. Tendrás suerte si logras avanzar estos metros sin perder el conocimiento.

Pero logró hacerlo y Eva seguía allí. Estaba de pie junto a la sala de maestros, con la mirada perdida, observando las columnas a ambos lados del corredor y los arcos que las unían en el techo. Parecía que esperaba a alguien. Probablemente la persona con la que había mantenido la conversación estaba ahora en la sala de maestros. Paul adivinó que en instantes su interlocutor se reuniría nuevamente con ella y era altamente probable que se marcharan de allí.

Ahora es el momento.

Paul se acercó otra vez a ella.

—Eva, ¿puedes oírme? —preguntó.

En respuesta ella cogió la cámara fotográfica y examinó el lente.

—Eva, por favor, si puedes oírme… ¡Haz algo!

Ella hizo algo: formó una O con la boca y lanzó aire caliente sobre el lente. Después sacó de su bolsillo un paño y lo utilizó para limpiarlo.

—¡EVA!

Eva alzó la vista. Ladeó la cabeza como a veces hacen los perros cuando intentan descubrir la procedencia de un sonido inusual.

Paul sentía el corazón latiéndole con fuerza. Podía ser su única oportunidad. En cualquier momento Eva podía marcharse con su conversador invisible y entonces quizás no tendría otra chance como la que se le presentaba ahora.

—¡Soy yo, Paul! —gritó. Su voz sonaba espeluznante en la soledad del corredor pero no le importó. El rostro de su esposa seguía con la misma expresión de extrañeza y eso era lo único que le importaba— ¡Dentro de cinco años investigaré una red de prostitución!

Dios, ¿qué estaba haciendo? Si ella realmente podía oírlo dentro de su cabeza diciendo esas cosas entonces pensaría que estaba volviéndose loca.

Probablemente sí.

O probablemente no.

Volvió a gritar con más fuerza:

—¡Debes obligarme a detener esa investigación!

Eva negó con la cabeza. Aquello podía ser el fruto de lo que escuchaba o algún recuerdo circunstancial.

—¡Es importante, Eva! ¡Cinco años! ¡La investigación de una red de prostitución! ¡Impide que siga con ella! —y luego de una pausa agregó—. Es una cuestión de vida o muerte.

A Paul se le quebró la voz. Había gritado con todas sus fuerzas y la garganta le dolía.

Entonces pensó que si Eva efectivamente lo había escuchado, cuando él iniciara la investigación de la red de prostitución que culminaría con su propia muerte, ella lo recordaría y le diría que se detuviera. Porque así era Eva.

El problema era saber si el Paul modelo 1999 le haría caso.

Porque Paul modelo 1999 se sentía el mismísimo Clark Kent, con Lois Lane incluida, imbatible y omnipotente.

A viva voz agregó:

—¡Dime que si no dejo la historia, tú me abandonarás a mí!

15

Michael abrió la puerta junto al escenario y encontró a Kathleen tendida en el suelo, rodeada de una inmensa mancha de sangre, tal como la había dejado hacía un rato. Ella lo observó con ojos suplicantes e intentó llamar su atención diciéndole algo, pero la cinta que cubría su boca hizo que fuera inútil. Además estaba muy débil. La herida en el estómago había sido fatal y no tardaría en cobrarse su vida.

—¿Qué o-o-o-ocurre?

Ella abrió los ojos lo más que pudo en un intento de indicarle que quería decir algo.

—Usted me m-m-m-mintió —sentenció Michael sin intención de quitarle la cinta de la boca—. Judd t-t-t-tenía las lla-a-a-aves. Usted dijo que n-n-n-no sería así.

Otra vez apareció aquella expresión de desesperación en los ojos de la directora. Trataban de decir que ella había dicho la verdad, que sí había escondido las llaves en el archivo de la administración y que si Judd las tenía en su poder era porque las habría encontrado por su cuenta.

—V-v-vamos a hacer un interc-c-c-c-ambio.

Otra vez Kathleen utilizó sus ojos para expresarse y mostrar su disconformidad.

Michael había depositado su mochila en el suelo y estaba arrodillado mientras hablaba. Extrajo algo del interior y lo sostuvo con una mano. Kathleen, que se había tendido de costado porque había descubierto que atenuaba el dolor en la herida, lo observó de soslayo.

—Lo a-a-a-aprendí en la tele —dijo Michael. Estudiaba el repollo que sostenía con una mano, mientras con la otra aferraba la Beretta. Depositó ambas cosas en el suelo y de la mochila extrajo una linterna; la encendió y la apoyó en el suelo iluminando hacia arriba. Después se levantó, cerró la puerta y regresó junto a Kathleen. Ella no se movió ni intentó hablar, pero su mirada era de completo desconcierto. El rostro de Michael iluminado desde abajo se había convertido en un paisaje montañoso de sombras irregulares. Ya no sonreía.

Michael aferró la pistola con la mano derecha y el repollo con la izquierda. Incrustó el cañón del arma dentro de la hortaliza hasta que comprobó que no se caería. Entonces apoyó el repollo sobre el pecho de Kathleen y oprimió el gatillo.

El repollo zumbó con el paso del proyectil, que impactó en el pecho de la directora y lo atravesó. Kathleen cayó de costado como un costal de patatas.

Michael se colocó la mochila en los hombros y se fue. No se volvió siquiera para echarle un vistazo al cadáver de la mujer. No se lo merecía. Se dijo que amortiguar el disparo probablemente había sido innecesario teniendo en cuenta que Judd estaría en el sótano con el generador en funcionamiento, pero no se sintió arrepentido por tomar todas las precauciones posibles. No quería darle a Judd ningún indicio que le hiciera suponer que el intercambio era en realidad un fiasco.

En la planta alta el humo se había dispersado lo suficiente para poder respirar aceptablemente, pero Michael se apresuró a salir de allí cuanto antes. Bajó la escalera a la carrera y se detuvo en el corredor central. Reconoció de inmediato a Eva Farris en el vestíbulo y se preguntó si Paul ya la habría visto. Se puso en movimiento y al pasar junto a la cafetería echó un vistazo a la puerta del sótano, que seguía cerrada y sin señales de la cadena y el candado a los que Judd había hecho referencia antes.

Apresuró el paso y en unos minutos llegó al gimnasio. Una vez allí se sentó en las gradas y esperó.

Judd llegó diez minutos después. Empujó la puerta con una mano y se detuvo tras cruzar el umbral. Ally estaba con él; Judd la aferraba a modo de escudo, abrazándola a la altura del pecho con uno de sus poderosos brazos y sosteniendo un cuchillo de gran tamaño a escasos centímetros de su cuello. Al principio el cuidador no vio a nadie y la expresión en su rostro fue de total desconcierto. Michael no llamó su atención inmediatamente.

—¡¿D-d-d-dónde está Paul?! —gritó Michael.

Cuando Judd lo divisó, sentado en aquel tablón de madera, inmediatamente se volvió en dirección a él.

—Se quedó en el vestíbulo con uno de los fantasmas —dijo Judd con resolución—. Espero no sea un problema.

—No. —Michael se puso de pie y bajó los dos escalones hasta detenerse al borde del campo de juego. La pistola colgaba de su mano derecha.

—¿Dónde está la directora? —gruñó Judd mirando a uno y otro lado. Había esperado que Kathleen estuviera allí junto al retrasado y ahora que no la veía la situación no le gustaba nada. Algo andaba mal.

Michael se había dicho que sería mejor no mirar a Ally, porque sabía que podría desestabilizarse emocionalmente, pero ahora que la tenía cerca no pudo evitarlo. Su hermana lloraba y la expresión en su rostro era de un terror profundo. Por un instante sus miradas se cruzaron y un diálogo sordo se generó entre ellos. Era evidente que Ally se había enterado de lo ocurrido en el aula 19 y que en ese momento le reprochaba el haberla engañado y ocultado la verdad. Michael apartó la vista y se concentró otra vez en Judd, que esperaba una respuesta respecto al paradero de la directora.

—Está allí —dijo señalando la entrada a los vestuarios—. E-e-e-esperándote.

—¿Por qué no está aquí como acordamos?

Michael había preparado un par de respuestas para esa cuestión, como que los vestuarios eran parte del gimnasio. Pero no quiso dar explicaciones.

—Entrégame a Ally —dijo Michael—. Y t-t-te dejaré ir a los v-v-v-vestua-a-a-arios.

—¿Crees que soy estúpido? —Judd había avanzado de costado y ahora se encontraba en el centro del gimnasio. Observaba a Michael con fijeza.

—Te dejaré ir —dijo Michael sosteniéndole la mirada—. Lo p-p-p-prometo.

—Ni lo sueñes, retrasado. Ve a buscar a la directora.

Michael levantó el arma. No estaba lo suficientemente cerca para hacer un disparo certero y darle en la cabeza, lo sabía, pero necesitaba un poco de intimidación. Judd se incorporó de inmediato y aferró el cuchillo con más fuerza contra el cuello de Ally. La muchacha temblaba de pies a cabeza.

—Ve a buscarla —gruñó Judd.

—Déjala ir —replicó Michael acercándose unos pasos.

—¡Alto o le corto el cuello!

Entonces ocurrió algo inesperado para ambos. Un traqueteo mecánico se hizo audible y las luces parpadearon un instante. Después se apagaron. En un abrir y cerrar de ojos estuvieron a oscuras y el zumbido constante del generador, al que se habían acostumbrado más de lo que creían, se interrumpió para dar paso a un silencio absoluto. La sorpresa dio paso al terror, porque cada uno pensó que aquella era una maniobra perpetrada por el otro.

Entonces Ally gritó y Michael disparó.

El estampido de la bala resultó ensordecedor en aquella quietud. El fogonazo mostró una instantánea aterradora y surrealista del gimnasio.