Parte VI - En el sótano

1

Cuando Kathleen escuchó el grito de Judd supo más que nunca que tenía que escapar de la administración cuanto antes. El boquete en la pared era su única oportunidad.

Había utilizado los últimos minutos en estimar el espacio vacío que quedaba junto a la tubería. Si el diámetro de la tubería era de unos diez centímetros, lo cual parecía razonable, entonces el espacio junto a ésta era de unos cincuenta; lo suficiente para que ella pasara con cierta holgura. El problema era la posición de la apertura, a más de tres metros de altura del suelo.

Se bajó de la silla que había colocado sobre el escritorio de Wendy Coleman y regresó el panel de cielo raso a su sitio. Caminó hasta el rincón y alzó la cabeza. Lo primero que tenía que conseguir era la mayor altura posible de ese lado, cosa que sólo lograría con uno de los archivadores metálicos. Éstos eran incluso más altos que ella, y con una silla encima podría alcanzar una altura aceptable.

Para desplazar el archivador debía vaciarlo. No tenía mucho tiempo así que puso manos a la obra. En menos de cinco minutos había terminado y desplazarlo sin peso fue relativamente sencillo. Lo posicionó contra el rincón, consciente de que mantenerse en pie a semejante altura teniendo la contención de dos paredes sería mucho más sencillo.

El siguiente paso fue colocar la silla sobre el archivador. A pesar de la contención lateral se veía bastante amenazante. Trepó primero al archivador utilizando algunos cajones abiertos como escalones. Desplazó el panel esquinero del cielo raso y trepó a la silla.

Extrajo la linterna del bolsillo e inspeccionó nuevamente la apertura. Ahora la tenía a unos centímetros de su rostro y comprobó que el cálculo que había hecho era correcto. Podría pasar. La cuestión ahora era cómo hacerlo. Del otro lado estaba su propia oficina, y en esa esquina también había un archivador, pero era más pequeño y tendría que dejarse caer. La opción lógica parecía pasar primero los brazos y luego el cuerpo, pero ¿cómo bajaría del otro lado? Por otra parte, pasar primero las piernas parecía incluso más complicado. Estaba en un problema.

Lo meditó un segundo en el que inspeccionó la tubería. La recorrió con el haz de la linterna y vio las fijaciones metálicas que la sujetaban al techo. Parecían suficientemente sólidas para sostener el peso de una persona. Se colocó la linterna en la boca y entrelazó la tubería con las manos. Aplicó parte de su peso para ver el comportamiento de la conducción, incrementándolo a medida que comprobó que la sostenía sin siquiera moverse. Finalmente se colgó completamente y permaneció así unos segundos, hasta que los brazos empezaron a dolerle.

La tubería la resistiría perfectamente y esto facilitaría un poco las cosas. Descansó los brazos un momento y volvió a entrelazar las manos en el caño metálico. Se colgó lo más lejos que pudo de la pared. Tras tomar una bocanada de aire estiró las piernas y las fijó en el canto inferior de la apertura. Avanzó lentamente con la vista hacia arriba. Cuando sus pies estuvieron del otro lado de la pared, también los entrelazó en la tubería.

El avance fue realmente lento, principalmente porque debía movilizarse sin despegar las manos de la tubería. Además, su cuerpo pasaba a duras penas por el vacío en la pared, y su camisa se había zafado del pantalón dejando la piel al descubierto. El contacto en la espalda con el cemento frío e irregular le produjo una sensación desagradable y algunos cortes ardientes. Había pasado la mitad del cuerpo cuando se obligó a detenerse. Los brazos y los pies empezaban a dolerle y en aquella posición podía ofrecerles cierto descanso. La mayor parte de su peso era resistido en ese momento por la apertura.

La invadió una sensación de desasosiego. Era la misma que recordaba de su niñez, cuando tenía por costumbre trepar a árboles altos. Por lo general subía sin mirar hacia abajo, escalando por las ramas tan alto como podía. Cuando llegaba a un punto en que parecía imposible seguir ascendiendo, se concentraba en buscar la manera de seguir un poco más. Tan pronto se aseguraba de estar en el punto más alto, se volvía y miraba hacia abajo. Era entonces cuando se preguntaba qué demonios hacía allí arriba y cómo había sido tan tonta para llegar tan alto. Entonces se apoderaba de ella un terror profundo y el regreso a tierra firme se transformaba en una experiencia penosa. Quizás era la raíz del miedo a las alturas que había desarrollado en la adultez.

Se vio a sí misma colgada de manos y pies como un perezoso aferrado a una rama. La imagen le resultó surrealista. Su último recuerdo cuerdo era en el baño de su casa, escuchando a Liszt inmersa en un mar de burbujas y bebiendo ron, y ahora estaba en la escuela de la cual era directora probando la resistencia a la flexión de una tubería.

Siguió avanzando. Había llegado el momento de hacer pasar los hombros y podía no ser tan sencillo como había creído. Se aseguró de fijar bien los pies. Si sus pies se zafaban en ese momento se quebraría la espalda y quedaría allí agonizando en un ángulo imposible. Para pasar los hombros debió rotar el torso; lo que fue especialmente doloroso para su brazo derecho, que se tensó más que lo deseable.

Una vez del otro lado debió tomar una decisión rápida. Había algo en lo que no había pensado antes de emprender la travesía. Se trataba del panel en el cielo raso, al que lógicamente no tenía manera de desplazar desde arriba; no al menos mientras estaba colgada con las dos manos. Lo que hizo fue rotar y al mismo tiempo soltar los pies. Seguía asida con las manos, pero sus pies aterrizaron en el panel.

Aquí podían ocurrir dos cosas: que el panel la sostuviera o que se desplomara bajo su peso.

Y se desplomó, lógicamente.

El estruendo fue tal que estuvo a punto de soltarse del susto, pero logró mantenerse suspendida. El panel se partió en varios trozos y todos ellos cayeron sobre el archivador de su despacho. Sobre este había algunos portarretratos y adornos que fueron despedidos para los costados o aplastados. Kathleen miró hacia abajo para evaluar el daño. Veía sus pies suspendidos dentro del espacio dejado por el panel destruido. Más abajo, a unos pocos centímetros, estaba su propio archivador. Se dejó caer.

Sus pies estaban finalmente sobre una superficie estable.

Bajó del archivador y se acomodó la camisa luego de inspeccionar rápidamente los cortes superficiales causados por el cemento. Se quitó la linterna de la boca y la apagó. Recién entonces se preguntó por qué las luces de su despacho estaban encendidas.

¿Alguien ha entrado?

Apagó las luces y salió. Observó la puerta de dos hojas de la administración, cuyas agarraderas Judd había inmovilizado con lo que parecía ser un cable eléctrico.

Negó con la cabeza y se marchó.

2

Se sentía flotando. No como si viajara sobre una nube sino dentro de ella. Una realidad blanca hecha jirones le acariciaba el rostro a medida que avanzaba.

¿Dónde estoy?

En cuestión de segundos se le aparecería el rostro de su madre, pensó, para decirle con expresión cansada que había tenido otra pesadilla. ¿O sería Teresa? A veces era su hermana menor la que se acercaba y le hablaba cuando él tenía una mala noche. Pero ahora no podía abrir los ojos; no todavía. Un dolor pulsante en la nuca remachaba cada pensamiento y una voz le hablaba; una voz de mujer pero que no pertenecía a su madre o a su hermana. Era difícil saber cuál era real, el dolor o la voz. O ambos.

Intentó mover el cuello pero no ocurrió nada. Sentía los brazos entumecidos. La voz de mujer seguía pronunciando frases cortas e incomprensibles.

Vio los últimos instantes en el vestíbulo, con el periodista, poco después de partirle la pierna con el bate. Veía el rostro sufriente de Farris que de pronto se transformaba y entonces la imagen se desvanecía como una proyección interrumpida abruptamente. Volvió a intentar mover el cuello y esta vez creyó lograrlo, aunque sólo un poco. Abrió los ojos y la luz artificial le disparó una seguidilla de rayos de hielo que se clavaron en sus retinas dolorosamente. Parpadeó y el vestíbulo comenzó a dibujarse lentamente, y con él lo hizo una silueta borrosa a unos tres metros de él. El entumecimiento en sus brazos se intensificó y el cuello alzó su voz quejosa a toda potencia.

—Judd, ¿puedes oírme?

Era Kathleen Blake. Judd alzó la cabeza y allí estaba ella, observándolo como un médico lo haría con un paciente peligroso. Asintió con alguna dificultad a causa del dolor en el cuello.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó ella.

¡Excelente pregunta!

Judd se esforzó. Tenía el recuerdo del periodista en el suelo del vestíbulo y entonces… un dolor intenso en la nuca y el abrazo opresivo de una negrura absoluta. Algo lo había golpeado con muchísima fuerza. Alguien.

La putita del periodista.

Con el rabillo del ojo captó una forma roja a unos metros de la directora. Giró la cabeza con esfuerzo y vio que se trataba de un extintor.

Kathleen se acercó un poco más y se puso en cuclillas.

—Tienes sangre en el cuello —le dijo—. Déjame examinarlo.

—Adelante —respondió Judd.

Kathleen le pidió que bajara la cabeza un poco más, lo cual él hizo sin quejarse, aunque el dolor fue considerable. La directora le apartó el cabello y observó durante un rato sin decir nada.

—Ha dejado de sangrar —dictaminó finalmente—. O eso parece. Pero será necesario desinfectar la herida.

Ahora Judd podía verla con toda claridad. Su visión había vuelto a la normalidad y había descubierto que si no movía el cuello el dolor se hacía más tolerable.

—Voy a la enfermería. Regresaré enseguida.

Él asintió y ella se marchó a toda prisa. Recién entonces se dio cuenta de que Kathleen no lo había desatado. Seguía con los brazos en alto sujetos a las agarraderas de la puerta principal, tal y como él había amarrado al periodista primero. ¿Por qué Kathleen no lo había libertado? Observaba el corredor central, más precisamente el extintor rojo. La vista se le nubló mientras retrocedía en el tiempo e iba más atrás del golpe que Ally le había asestado en la nuca. Había amarrado a Paul tal y como él estaba ahora, pero antes de eso había encerrado a Kathleen en la administración. Lo había hecho para que la mujer no tuviera que presenciar la paliza al periodista. ¿Cómo había salido? Recordaba muy a su pesar haberle dejado las llaves de la escuela, pero justamente por eso había inmovilizado las dos hojas de la puerta con uno de los cables.

Kathleen regresó unos minutos después. Ahora los pensamientos de Judd atravesaban su cabeza convertidos en cuchillos afilados. Debía ser cuidadoso con lo que dijera y lograr que la directora lo liberara. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde el golpe. Si bien su cabeza insistía en que no había sido mucho, la realidad era que el hecho de que Kathleen estuviera libre podía significar que las cosas habían cambiado significativamente en la escuela.

—Alguien ha roto el cristal de la enfermería —dijo Kathleen.

Judd sabía que aquello debía ser obra de Paul. Le había destrozado la rodilla de un golpe; no podría movilizarse sin tomar algún analgésico. De todas maneras no contestó.

—Esto va a doler un poco —le adelantó Kathleen.

Para Judd, que acababa de ser golpeado brutalmente con un extintor, y que de niño había sido sometido a todo tipo de castigos en manos de su padre o su hermano mayor, incluidas ocasionales electrocuciones, la aplicación de un poco de desinfectante en la herida del cuello fue como la caricia de un bebé. En cierto sentido el ardor lo reconfortó. También se permitió atesorar el contacto de las manos de Kathleen sobre su piel, así como su proximidad. Podía escuchar su respiración suave y percibir el resabio de su perfume característico.

Después de aplicar el desinfectante, Kathleen colocó un trozo de gasa sobre la herida y lo sujetó con cuatro tiras cruzadas de tela adhesiva.

—Ahora puedes decirme qué ha sucedido.

Resultaba fundamental ganarse la confianza de Kathleen. Era altamente probable que ella hubiera escuchado los gritos de Paul desde la administración y sería difícil explicarlos convincentemente sin develar lo que había hecho. Necesitaba unos segundos para ordenar sus ideas.

—¿Por qué no me desata primero?

Ella lo pensó durante unos segundos, a prudente distancia, unos centímetros más allá de las piernas estiradas de Judd.

—Primero quiero que me digas qué ha sucedido aquí.

—Está bien —dijo Judd—. Regresé y le pregunté a Farris por Michael. Me dijo que podía decirme dónde estaba, que él y Ally lo habían escondido. Me dijo que no lo revelaría a menos que lo liberara; cosa que no estaba dispuesto a hacer. Entonces le apliqué un golpe con el bate.

—¿Dónde lo golpeaste?

—En el estómago. Pero no fue un golpe fuerte, créame. Lo hice para que entrara en razones.

—¿Y lo hizo?

—No. Gritó muy fuerte, creo que para alertar a la muchacha.

—¿Entonces no te dijo dónde habían escondido a Michael?

—No.

Kathleen caminó en círculos hasta que se detuvo, de espaldas a Judd. Él recorrió su figura recortada contra la luz fluorescente del corredor central.

—¿Va a soltarme ahora? Mis brazos están entumecidos.

—¿Qué ocurrió después?

—Me dijo que me llevaría donde estaba Michael, pero que tendría que desatarlo. No me pareció buena idea pero tenía mi bate, así que accedí.

—¿Lo soltaste?

Kathleen se volvió de golpe y lo sorprendió con la vista a la altura de su trasero. Él la alzó para enfrentar su rostro.

—Sí —respondió Judd sosteniendo la mirada de la directora—. Cuando lo liberé intentó escapar, pero lo golpeé nuevamente y logré derribarlo. Fue entonces cuando la muchacha se me acercó por detrás y me golpeó. Lo siguiente que recuerdo es a usted hablándome.

—Judd, te dije que no podíamos fiarnos de ellos. Te pedí expresamente que me dejaras manejar la situación.

Kathleen se acercó y otra vez se acuclilló. Apoyaba los antebrazos en las rodillas. Él pudo observar el nacimiento de sus pechos cuando ella se inclinó ligeramente hasta encontrar una posición de equilibrio.

—Lo siento. Pensé que sería lo mejor.

—Si no hubiera estado encerrada en la administración podría haber intervenido.

—Lo hice para protegerla —dijo Judd—. No era mi intención dejarla al margen, pero tuve que hacerlo.

—¿Puedo contar con que no volverá a repetirse? Como te he dicho, te necesito de mi lado.

Aquella era una buena oportunidad para averiguar qué sabía la directora y por qué el retrasado era tan importante; pero para Judd la prioridad era ser desatado. Había cometido un error imperdonable. No volvería a cometer otro.

—Se lo prometo —dijo Judd con seriedad—. Usted manda.

Kathleen pareció librar una batalla interna. Finalmente se inclinó y desató primero las piernas. La atadura de los brazos le demandó más tiempo.

Judd estaba libre. Bajó sus brazos lentamente. Los músculos de los hombros se quejaron al extenderse y un río de hormigas bajó desde allí hasta sus manos. Permaneció sentado en la misma posición mientras el hormigueo en los brazos mermaba. Kathleen lo observaba de pie a prudente distancia todavía en postura claramente evaluadora.

El cuello seguía doliéndole, pero la sensación se intensificó cuando se puso de pie y el peso de su cabeza inclinada se recargó en él. Necesitó unos segundos de pie para sentirse mejor. El entumecimiento en los brazos quedó atrás y la circulación en las piernas volvió a ser normal. El cuello lo obligaría a tomar algunas precauciones, pero fuera de eso se sentía de maravillas.

Se acercó a Kathleen.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella visiblemente sorprendida.

Él siguió avanzando.

—Voy a pedirle una cosa. No hable más.

Judd sonrió. Así le hablaba a su ex, Goldie, cuando no soportaba más sus planteos y sus conversaciones inútiles.

Ella intentó retroceder, pero él la agarró del cabello y tiró con fuerza. Kathleen se dobló hacia atrás.

—Creí que teníamos un acuerdo —dijo ella con el odio a flor de piel.

—Dije que no hable.

Los ojos de Judd eran ahora redondos y penetrantes. Su sonrisa era una mueca burlona. Kathleen le lanzó media docena de manotazos que fueron contrarrestados con más tensión en su cabello, que se tradujo en una sensación de tirantez insoportable en las raíces.

—Vamos —dijo él sin soltarle el cabello. La guió por el corredor central hasta la cafetería y una vez allí a la puerta del sótano.

—Baje.

—Por favor…

Judd le soltó el cabello; pero cuando ella intentó recomponerse, la otra mano del cuidador le aferró la mandíbula con fuerza y empujó hasta que su cabeza chocó contra la pared. Los dedos del hombre arrugaron sus mejillas y dibujaron una falsa sonrisa en los labios. Sus rostros estaban a pocos centímetros. Kathleen podía sentir la respiración espesa de Judd y ver en sus ojos la misma expresión que había advertido antes.

Él se acercó un poco más, sólo unos centímetros, y ella estuvo segura de que la besaría. Pero a último momento retrocedió. Soltó su rostro y deslizó la mano hasta el cuello, siempre aplicando más presión que la necesaria, donde cambió de posición y recorrió sus hombros y por último su brazo. Le aferró la mano e hizo que el cuerpo de Kathleen rotara. Se aseguró de que se retorciera con un poco de dolor.

—Baje —repitió.

Kathleen supo que no tenía sentido resistirse y descendió los peldaños del sótano con amarga resignación.

3

Seguían a oscuras. Durante los últimos minutos habían permanecido en silencio.

—¿Vas a decir algo?

Era la voz de Ally.

Paul lo pensó. Su instinto le decía que podía confiar en Ally, pero ella ya lo había engañado una vez. Sería cauto. El desconocimiento por parte de ella de ciertos aspectos de la vida de Michael resultaban llamativos, pero su parecido físico, ahora que se concentraba en ello, iba más allá del color del cabello.

—Estaba pensando en las llaves —dijo Paul por fin.

—Las llaves, claro —se interesó ella—. Es extraño que Judd no las llevara encima. ¿Crees que puedan estar en su lugar, en el sótano?

Por alguna razón Paul sintió un hormigueo al escuchar la expresión «su lugar», en referencia a las dependencias del cuidador de la escuela. Ambos habían aceptado tácitamente que aquel era territorio de Judd y el hecho iba más allá de que durmiera allí.

—No están en el sótano —dijo Paul—. Cuando nos marchamos del salón de actos lo vi cerrar las puertas. Después bajamos y estuvo todo el tiempo cerca de mí, salvo cuando se llevó a Kathleen. En ningún momento fue al sótano.

—Y ahora que lo dices, ¿dónde está Kathleen? Tuvo que escuchar el escándalo allí abajo.

—Seguramente. Judd debió encerrarla.

—¿Y dejarle las llaves?

—Judd nos lo dirá en un momento —dijo Paul encendiendo la linterna.

—Espera.

Él se puso de pie con dificultad y cargó su peso en el bate.

—Si Kathleen tiene las llaves, prométeme que vendremos al salón de actos sin ella —dijo Ally.

—Ya veremos. De cualquier manera tienes razón, es difícil que Kathleen tenga las llaves.

Ally le clavó una mirada de reproche antes de salir del aula 9. El humo se estaba densificando y Paul la perdió de vista apenas cruzó el umbral.

No podrían pasar mucho más tiempo en la planta alta. Abrir las puertas de las aulas para que el humo se dispersara había surtido efecto, pero ahora otra vez el aire se estaba tornando irrespirable. No quedaba otro sitio limpio fuera del salón de actos.

Paul apretó los labios con fuerza y procuró respirar por la nariz en forma controlada. Los ojos le ardieron y se los frotó con la manga. La rodilla se comportó relativamente bien. Le dolía, pero era un dolor distante, como una voz amortiguada por una pared. Paul sabía que a medida que el efecto de los analgésicos desapareciera la pared se haría más y más delgada y entonces la voz se transformaría en un grito desgarrador. Dio un golpecito al bolsillo y el sonido del frasco lo reconfortó.

—¡Ally! —llamó en medio de la nube gris en que estaba inmerso. La había perdido de vista.

No obtuvo respuesta y no iba a quedarse allí de pie hasta obtenerla. Todavía debía llegar a la escalera donde la densidad del humo sería mayor. En circunstancias normales bastaría con contener la respiración y correr dando zancadas largas…

Paul echaba de menos las circunstancias normales.

Dio pasos cortos pero firmes con la pierna izquierda y largos y enérgicos con la derecha. Siguió respirando por la nariz. No volvió a llamar a Ally y no la encontró tampoco hasta que llegó a la escalera. La cantidad de humo era tremenda y supo que sería mejor dejar de respirar hasta descender al menos algunos escalones. Bajó los cinco primeros con lentitud. La linterna parpadeó primero y luego permaneció encendida pero claramente con menos intensidad que antes; se la guardó en el bolsillo y se aferró al pasamano mientras descendía. Al llegar al descanso la visibilidad era mucho mejor gracias a las luces de la planta baja y a la falta de humo. Pasaría un tiempo antes de que la planta alta se saturase y el humo empezara a bajar.

Respiró repetidas veces para limpiar las vías respiratorias. En comparación con el aire de arriba, el del descanso de la escalera parecía el de una campiña holandesa en una mañana veraniega.

Siguió bajando con lentitud, apoyando primero el bate en el escalón siguiente, luego el pie derecho y por último el de la rodilla malherida. Recorrió la mitad de la distancia que le faltaba concentrado en su avance, olvidando el hecho de que Ally lo había aventajado posiblemente con la idea de separarse de él. Sin embargo la encontró en el nacimiento de la escalera, ya en la planta baja.

—Mierda —masculló la muchacha.

—¿Qué sucede?

Ella no respondió y Paul tuvo que esperar a terminar de acompañar el último giro de la escalera para entender que se refería a que Judd no estaba donde lo habían dejado. Vieron el extintor, el cable, pero ni rastro del cuidador. Tampoco encontraron la cuerda.

—Mierda —repitió Ally.

—No lo entiendo —dijo Paul, contrariado.

—Ha sido ella… Puta de mierda.

—¿Kathleen?

Tu amiga Kathleen.

—No nos apresuremos. Quizás…

—Paul, tus gritos fueron bastante elocuentes. Si ella estaba en la administración debió oírlos. Si este hombre la ha engañado, es una estúpida.

—Lo real es que Judd no está.

—¿Sabes qué me molesta?

—¿Qué?

—Que en cuanto escuché tus gritos fui en busca de algo con que golpear al tipo. Me pregunto qué estaba haciendo ella.

—Ally, ya lo hemos discutido. Probablemente la haya encerrado. De todas maneras, esto no se trata de una competencia.

—Como sea —Ally caminó hasta el vestíbulo y se detuvo en el centro—. ¿Y ahora qué haremos?

4

Cuando Kathleen bajó al sótano podía sentir la mirada de Judd puesta en su espalda como si se tratara de una entidad física que la empujaba. El sonido del generador era ensordecedor a pesar de la cubierta acústica que tenía encima. Kathleen recordó vagamente a la empresa que había reemplazado el modelo anterior, que no era insonorizado y por lo tanto no cumplía con las normas. El técnico que supervisó la instalación de la nueva unidad le dijo que aquella era una maravilla tecnológica cuyo funcionamiento era tan silencioso que un bebé podría dormirse a su lado sin problemas. Nunca se había preocupado por comprobarlo, pero ahora que tenía la oportunidad comprendía que se trataba de una mentira descarada. El estruendo era insoportable.

—Alto —dijo Judd.

Habían llegado al cuarto de la caldera. Judd le señaló la pared de la derecha.

Allí había una tubería similar a la que Kathleen había visto en la administración, aunque ésta era de mayor diámetro y surgía de la caldera a aproximadamente un metro de altura.

—Judd, por favor. Espera. Escúchame —dijo ella. No se movió. Sabía que si seguía cediendo terreno su situación se tornaría más comprometida.

—Colóquese de espaldas a la tubería —le dijo Judd mientras la asía de la cintura. Parte de sus dedos se apoyaron en el lateral de su nalga. El lugar fue perfectamente premeditado y Kathleen lo advirtió.

El simple hecho de sentir aquella manaza posándose en su cadera hizo que se pusiera en movimiento sin cuestionamientos. Sabía que no había nada que pudiera decir o hacer que impidiera que Judd se saliera con la suya, por lo menos por ahora. Se dirigió a la pared y se apoyó contra la tubería como se le ordenaba.

—Esto ha resultado bastante bien —dijo Judd mientras extraía del bolsillo la cuerda con que Ally y Paul lo habían amarrado a las agarraderas de la puerta principal. Ella no entendió el comentario pero evitó que su rostro lo evidenciara.

Judd le asió las muñecas y las colocó detrás de la tubería. En menos de un minuto estaba perfectamente atada.

—¿Te duele el cuello? —dijo la directora.

—Un poco.

—Debería haber analgésicos en la enfermería.

—Me fijaré luego. Gracias.

—Yo no los he visto, pero no busqué demasiado. Regresé lo antes posible para colocarte el vendaje.

—Ajá.

Kathleen decidió cambiar de estrategia. No tenía mucho tiempo.

—Judd, ¿crees que ellos pudieron tomar los analgésicos?

—¿Qué importancia tiene?

Judd estaba ahora de pie apoyado contra la pared opuesta. Observaba a Kathleen con la expresión de un coleccionista que admira la nueva incorporación a su colección. Parecía pendiente sólo parcialmente de la conversación que estaban manteniendo.

—Si tienen los analgésicos es porque los necesitan —dijo Kathleen—. ¿Qué le has hecho a Paul?

—Creo que le partí la pierna.

—¿Con el bate?

Al escuchar la pregunta Judd pareció despertar del letargo que lo había envuelto. En ese preciso momento comprendió que no tenía su bate. No es que fuera esencial, pero odiaba que se lo hubieran arrebatado. Pensar en esto hizo que recordara su Ruger en la mesa de noche.

—Si le partiste la pierna no podrá moverse mucho —concluyó Kathleen. Debía avanzar con cautela. No quería darle ideas a Judd que pudieran volverse en su contra, pero necesitaba conocer cómo estaban las cosas en la escuela y eso incluía los recursos de los que Ally disponía.

—No importa lo que hagan, créame —dijo Judd.

—Yo creo que sí. Son peligrosos. Especialmente la muchacha. Yo sé lo que se trae entre manos.

—¿Si la desato me lo dirá?

—Sería un buen comienzo.

—Me lo dirá de todas maneras.

—¿No quieres saber lo que está sucediendo?

—Yo sé lo que está sucediendo.

Judd sonrió.

—¿No se esperaba eso, verdad? —agregó él.

Kathleen ciertamente no se lo esperaba. Se preguntó a qué se referiría el hombre específicamente.

—¿Trae las llaves con usted?

Aquella era la pregunta que ella tanto temía. Y lo peor era que no había concluido cuál sería la mejor manera de responderla. Había sido acertado no llevar las llaves consigo. Sin embargo, si revelaba dónde las había dejado, perdería una ventaja importante. Podría mentir, y ganar así un poco de tiempo, pero ¿qué ocurriría después? Él regresaría más furioso y decidido, por supuesto. Era un precio muy caro por unos pocos minutos. Debía pensar en algo mejor.

—No traigo las llaves conmigo.

La respuesta no pareció inquietar demasiado a Judd.

—Sabe que tendré que asegurarme, ¿verdad?

Ella se sobresaltó. Había supuesto que el cuidador aceptaría la respuesta sin demasiadas vueltas.

—¿Cuántas llaves tienes? —preguntó Kathleen visiblemente alterada— ¿Más de cincuenta? ¿Dónde podría esconderlas?

No le des ideas…

Él se acercó.

—Son cuarenta y tres llaves —dijo él—. Las he numerado y rotulado.

Entonces Kathleen sintió la proximidad del cuerpo gigantesco de Judd. Pudo escuchar la respiración pesada a pesar del sonido del generador en el cuarto contiguo. Pero esas sensaciones preliminares quedaron atrás en cuanto sintió el contacto de la palma de una de las manos en la base del cuello. La otra se cernió en el lateral de su abdomen. No pudo evitar sacudirse con aquél primer contacto, pero se sintió incapaz de abrir los ojos.

Las manos comenzaron a moverse en círculos. La que inmediatamente preocupó a Kathleen fue la que tenía en el cuello, que rápidamente descendió hasta el escote de su camisa y se introdujo debajo de ésta. Un par de botones se desprendieron sin ofrecer demasiada resistencia. Los dedos reptaron como cinco gusanos gordos hasta la tela del sujetador.

Kathleen se sacudió, pero la otra mano captora la mantuvo en posición. Una pierna de Judd se había antepuesto a las suyas bloqueando cualquier intento de patearlo. En cuestión de segundos los dedos de Judd desplazaron el sujetador y capturaron su pecho derecho. Lo apretaron con fuerza repetidamente, como si se tratara de una pelota de tenis. Después lo masajeó con la palma de la mano, describiendo círculos con una presión tal que Kathleen sintió que su pecho estallaría.

Había sido una estupidez mayúscula liberar a Judd. Era fácil hablar con los hechos consumados, pero ella había entrevisto que el hombre se estaba saliendo lentamente de eje y que manipularlo no sería sencillo. La posibilidad de contar con su apoyo la había cegado. Porque era cierto que si contaba con su colaboración podría dar con Ally y consecuentemente con Michael mucho más rápido y terminar con toda esta locura. Pero el riesgo había sido demasiado alto, como probaba lo que estaba sucediendo en ese preciso momento. Había tenido una ventaja ostensible y la había echado a perder.

—Judd, por favor… —musitó.

—Veo que no las tiene aquí —dijo él con voz pastosa.

Finalmente la exploración de sus pechos cesó. Ahora Judd se agachó y completó la requisa en sus piernas, con el consiguiente tiempo adicional en su vagina y culo. Afortunadamente lo hizo a través del pantalón, lo cual fue verdaderamente milagroso.

La próxima vez no tendría la misma suerte. Kathleen lo sabía perfectamente.

—Voy a darle un tiempo para meditarlo —dijo Judd—. Cuando regrese me dirá dónde están esas llaves.

—¿A dónde irás?

—A ocuparme de algunos asuntos. Volveré pronto. Y recuerde lo que le sucedió a su amigo el periodista por no cooperar.

Dio media vuelta y se marchó. Antes de salir del sótano operó algunos comandos de los tableros eléctricos en el cuarto del generador.

5

Ally y Paul estaban en el corredor central, justo frente a la cafetería. Desde allí podían ver parte del interior de ésta, así como el acceso al sótano. La pesada puerta metálica estaba abierta y el hecho los tomó por sorpresa.

Sabían que el cuidador no tenía las llaves encima antes de escapar; ellos lo habían registrado para asegurarse. La lógica indicaba que se las había entregado a Kathleen, aunque no tenía sentido encerrarla y al mismo tiempo dejarle las llaves. Además deshacerse de las llaves no parecía algo digno de Judd. Pero por otro lado, ahora veían que la puerta del sótano estaba abierta… Eso significaba que Judd no estaba allí en ese momento. La puerta sólo podía abrirse desde el interior, por lo tanto la tenía que haber dejado abierta para poder volver a entrar.

—Es un hecho —dijo Ally—. Judd no tiene las llaves.

—Eso significa que Kathleen tampoco las tenía consigo al momento de liberarlo. De otro modo Judd se las hubiera entregado; o quitado, según cómo sucedieron las cosas.

Ally lo pensó un momento. Tenía perfecto sentido. Suponiendo que la directora había optado por liberar a Judd, cosa que era segura pues ninguno de ellos lo había hecho, era perfectamente lógico que hubiese tenido ciertas dudas y que tomase la decisión de dejar las llaves en un lugar seguro.

—Quizás Kathleen ya le ha revelado a Judd dónde están las llaves —dijo Ally—. Hemos visto lo persuasivo que puede ser cuando se lo propone.

—En ese caso es altamente probable que haya ido a por ellas.

Ally mantenía la vista fija en el ala Oeste. No era difícil adivinar sus intenciones.

—No pensarás ir hacía allá, ¿verdad? —dijo Paul.

—Es exactamente lo que pienso hacer.

—Es una locura.

—Mira Paul, como yo lo veo Kathleen está con Judd, pero no le ha dado las llaves todavía. Esa puerta lo prueba. Mi mejor suposición es que si ella escondió las llaves en algún sitio, debería ser dónde más tiempo ha pasado. La administración es un buen lugar para empezar a buscar.

—¿No sería más fácil tirar abajo la puerta del salón de actos?

—Sí, claro. ¿Has visto un hacha por algún lado? Si ves una avísame.

Paul sonrió.

—Lo digo por tu bien. —Tenía claro que no podría ir con ella.

—Lo sé. Pero créeme… puedo correr como un rayo. Si se me acerca el monstruo no intentaré otra cosa más que escapar.

—Está bien. Te esperaré en el laboratorio. Procura ser rápida.

—Nos vemos.

Ally desapareció.

6

Judd tenía un nuevo plan.

En los tableros eléctricos del sótano había activado todos los circuitos de la planta baja y ahora sólo tenía que encender las luces. Cuando hubiera hecho esto, el consumo sería unas diez veces mayor que el actual, o incluso más. El motor trabajaría a mayor potencia, consumiría más combustible y en consecuencia generaría más gases. Una hora equivaldría a diez. En virtud de cómo había visto la planta alta, era seguro que en un par de horas el aire se tornaría irrespirable. Conclusión: el periodista y su amiguita tetona tendrían que bajar… Y si ya lo habían hecho entonces no podrían volver a subir y de esa manera sería más fácil atraparlos. Por otro lado, toda la planta baja estaría iluminada y la búsqueda se facilitaría enormemente.

Lo que a Judd más le entusiasmaba de su plan era la simpleza.

Llegó al gimnasio. Los interruptores estaban a un lado del acceso. Eran cinco y controlaban los reflectores de mil vatios dispuestos sobre las gradas. Los activó a todos simultáneamente e incluso desde allí fue posible escuchar el aumento de potencia del generador. Los reflectores parpadearon unos segundos hasta que la corriente se estabilizó.

Cruzó el gimnasio hacia los vestuarios. La visita le serviría además para hacer una requisa preliminar, aunque estaba convencido de que Ally y Paul seguían en la planta alta. Si bien contaba con la ventaja de conocer la escuela al dedillo, una búsqueda podía extenderse más de la cuenta si no tomaba precauciones, sobre todo teniendo en cuenta que ellos podrían desplazarse de un lugar a otro. Limitando las cosas a la planta baja contaría con una ventaja importante. Ya había capturado a Kathleen; un pálpito le decía que pronto tendría a Ally…

Y eso lo llevaba a la razón por la que se había marchado del sótano de una forma tan intempestiva… Había estado a punto de que Kathleen le dijera dónde estaban las llaves —lo había visto en su rostro— pero una parte de él no había querido que eso ocurriera, por descabellado que resulte. Un avance significaba despedirse de un instante precioso. El sólo pensar en Kathleen en el sótano amarrada a la tubería hacía que una excitación efervescente le recorriera las venas. No quería apresurar las cosas. Todavía quería deleitarse con aquella expresión de temor en su rostro. Cuando la revisó en busca de las llaves sintió por primera vez que perdía el control de la situación. Lo que había iniciado de un modo metódico y seguro lentamente se le había ido de las manos. Pudo advertir cómo Kathleen tomaba conciencia de dónde estaba, con quién estaba y lo que podía ocurrir de un momento a otro. Entonces sus manos aplicaron más presión de la que él quería y se deslizaron con vehemencia hacia sitios que estaban más allá de sus planes iniciales. Súbitamente no podía detenerse. Una voz lejana le decía que se estaba precipitando, que lo echaría todo a perder…, pero la rueda estaba en movimiento. Manosear a la directora de aquella forma era grandioso pero al mismo tiempo un desperdicio. Fue necesaria mucha fuerza de voluntad para finalmente apartarse y marcharse. Primero debía ocuparse de los dos cabos sueltos que había dejado. Cuando terminara con eso, tendría todo el tiempo para ocuparse de Kathleen y disfrutarlo al máximo. Había fantaseado con ese momento durante demasiado tiempo, y ahora que el destino le cumplía su sueño no podía echarlo a perder. Finalmente entendía qué estaba sucediendo; en eso no le había mentido a la directora.

Mientras recorría el gimnasio de regreso al corredor central, supo que había hecho lo correcto.

Además, las llaves no le importaban demasiado. Kathleen las habría escondido en algún sitio antes de desatarlo y seguirían allí hasta que él diera con ellas.

Permaneció de pie un momento en el extremo del corredor y escuchó cómo la potencia del generador había aumentado. Cuando reanudó su avance se detuvo en la biblioteca para abrir la puerta y encender las luces. La potencia iba en aumento. Después caminó hasta la cafetería y observó la puerta abierta del sótano. Se había convertido en una trampa perfecta.

En ese momento creyó escuchar un ruido en el laboratorio, a sus espaldas. Se mantuvo quieto un instante, procurando establecer si el sonido se repetía por sobre el zumbido constante del generador… pero no fue así. Incluso dudó de que el primero hubiera sido real, pero se dijo que echaría un vistazo tan pronto verificara que en el sótano todo estaba en orden. Al fin de cuentas también tendría que encender las luces allí. Se disponía a bajar cuando otra vez creyó escuchar algo. Regresó la vista al sótano, meditó un segundo y bajó media docena de escalones que se quejaron bajo su peso. Ahora su cabeza estaba al ras del suelo de la cafetería.

El sonido del generador era ensordecedor y la herida en la nuca había comenzado a incomodarlo como no lo había hecho hasta el momento. Sin embargo supo que debía echar un vistazo en el laboratorio cuanto antes.

Se disponía a bajar algunos escalones más cuando un grito de Kathleen lo tomó por sorpresa.

—¡Paul! ¡Ally! ¿Sois vosotros? —el grito se escuchó claramente por sobre el generador— ¡Estoy aquí abajo!

Judd sonrió. Ya no hacía falta que bajara a verificar que las cosas estaban como las había dejado. La directora estaba sola. Dio media vuelta y subió la escalera lanzándose hacia el laboratorio a toda carrera.

7

Paul estaba tendido detrás de la última mesa de trabajo, en el laboratorio. Había entrado allí en el instante en que había visto a Judd aparecer en el corredor central, y si bien creyó no ser visto, por precaución había permanecido espiando por la cerradura. Después había cometido la torpeza de apoyar el bate en el suelo con demasiada fuerza y el sonido atrajo la atención del cuidador.

Ahora tenía las piernas extendidas y la espalda apoyada contra las puertas corredizas de la mesa de trabajo. Sostenía el bate con ambas manos a la altura del pecho, pero listo para aplicar un golpe si Judd llegaba hasta allí. Irónicamente lo golpearía en las rodillas.

Todo había sucedido muy rápido en los últimos segundos. Respiraba agitado cuando la puerta finalmente se abrió. Un rectángulo brillante se dibujó en la pared trasera y en él se recortó la silueta de Judd. Transcurrió un instante y la luz artificial inundó el laboratorio. Paul debió entrecerrar los ojos para acostumbrarse al cambio.

Vamos, vamos.

Paul apenas era consciente de que estaba modulando las palabras sin emitir sonido. Imaginó a Judd, avanzando entre las mesas de trabajo, posiblemente pasando junto a la primera de ellas en ese momento. Podía escuchar el crujido de su calzado con cada paso y ver cómo las sombras borrosas evidenciaban su avance.

Vamos, vamos, vamos…

Tenía la oportunidad de devolverle el favor de romperle la rodilla, cierto, pero al mismo tiempo tenía una gran posibilidad de echarlo todo a perder. Muchas cosas podían salir mal. Judd podría recorrer el laboratorio por el otro pasillo y él no tendría ni una mínima oportunidad, o podría asomarse por sobre la mesa de trabajo y ver sus piernas extendidas. Si Paul hubiera podido encogerse sería otra cosa, pero con la pierna rota no había tenido otra alternativa que extenderla e intentar golpear con el bate de costado. Un golpe con pocas probabilidades.

Judd seguía avanzando.

¡Vamos maldito Copérnico!

Y entonces se produjo, el golpeteo que Paul esperaba. Judd se detuvo. El hombre debió sentirse sorprendido por aquél sonido proveniente de la esquina del laboratorio. Giró sobre sí mismo y se desvió de su trayectoria original. Paul respiró con un poco de alivio cuando la silueta se desplazó en sentido transversal y no hacia donde él estaba. El golpeteo se repitió, pero ahora fue más prolongado.

Cuando Paul había colocado las pelotas plásticas en el laberinto y liberado a la cobaya, había rogado que los niños ya le hubieran enseñado cómo llegar al final, o al menos a intentar recorrerlo. Había diseminado media docena de electrones a lo largo de los pasillos.

Ahora el pobre Copérnico estaba en la jaula del extremo opuesto, a la espera de su zanahoria troceada como recompensa.

A Paul le costaba saber qué estaba ocurriendo. Suponía que Judd estaba junto al laberinto y había advertido la procedencia del sonido, porque el cuidador masculló algo en voz baja, pero era difícil saber qué se le cruzaba por la cabeza. Podría pensar que los niños habían dejado a la cobaya libre por error, o que ellos, Paul o Ally, la habían liberado en algún momento para incomodarle. Si Judd sospechaba que el hallazgo podía ser una distracción, entonces Paul tendría los minutos contados… porque en ese caso el cuidador se aproximaría por el otro extremo.

Pero la silueta comenzó a desplazarse paralelamente a la pared del fondo, lo cual era una buena señal. Todavía no estaba fuera de peligro, sin embargo…

Las luces se apagaron.

Otra buena señal.

Pero antes de que la puerta volviera a cerrarse, un círculo amarillo se dibujó en la pared. Judd había encendido su linterna. Paul sintió cómo su ritmo cardíaco iba en aumento. Aferró el bate con más fuerza, como si esto lo preparara para dar un buen golpe. El círculo de luz se desplazó hacia un lado y hacia el otro. Aquello podía ser una medida precautoria o un juego deliberado.

El círculo amarillo desapareció. Las luces en el techo volvieron a encenderse.

Paul contuvo la respiración.

Cuando la puerta se cerró, Paul necesitó casi un minuto para convencerse de que no era un truco de Judd. Se arrastró con dificultad y asomó la cabeza por el costado de la mesa de trabajo. Al no ver a nadie empezó a sentirse mejor.

Se puso de pie aferrándose al canto de la mesa. Ocupó uno de los taburetes junto a la mesa de trabajo y encendió el monitor que había utilizado unas horas atrás; difícil saber cuántas. La imagen se generó lentamente y allí estaba la aplicación de correo electrónico que él había dejado funcionando. Seguía pendiente en la bandeja de salida.

¿Había creído que un correo electrónico correría mejor suerte que ellos, o que el humo del generador?

La realidad era que no. Había sido apenas una idea desesperada. Era frustrante no tener claro lo que estaba sucediendo, no saber en quién confiar o cómo proceder. Si supiera la razón por la que Michael lo quería dentro de la escuela podría empezar a pensar en alguna dirección. Ally había sido convincente, pero él sabía que había algo que no cuadraba en su historia (aunque no supiera qué) y quizás encontrar a Michael fuera la única manera de averiguarlo.

Minimizó la aplicación de correo electrónico y abrió el navegador. Como había ocurrido antes, la página de bienvenida de la escuela Woodward se desplegó instantáneamente. Oprimió uno de los botones de la pantalla al azar y otra página se abrió con la misma velocidad que la primera. Aquello significaba con seguridad que el sitio estaba alojado en un servidor dentro de la escuela. Examinó las diferentes opciones en busca de alguna que hiciera referencia a algún plano del edificio. No era común, pero sabía que algunos sitios contenían ese tipo de información. En el caso de una escuela, supuso, algún padre podría estar interesado en contar con información de ese tipo para tomar la decisión de enviar a sus hijos o no. Si existía el dichoso plano podría determinar si había alguna otra manera de acceder al salón de actos. Y entonces recordó la escalera que había visto en el gimnasio y que no sabía dónde conducía. Podía haber una salida de emergencia o algo así.

No encontró ninguna referencia a planos o siquiera descripción de las instalaciones. Estaba a punto de cerrar la página cuando un link le llamó la atención: Conozca nuestro personal.

Eligió esta opción y una nueva página desplegó un listado de los miembros del cuerpo escolar con una descripción de la actividad que desempeñaba cada uno. El primero de aquellos nombres era el de Kathleen, por supuesto. No había fotografías en aquel directorio, pero Paul descubrió que al ingresar en cada una de las fichas personales disponía no sólo de una fotografía sino también de una descripción general y un detalle de antecedentes académicos.

Pensaba en la maestra del libro rojo, desde luego. Quizás podía descubrir por qué su rostro le resultaba familiar.

Revisó una a una las fichas personales de cada maestro de la escuela, limitándose a las mujeres. No le demandó mucho tiempo y ninguna fotografía pertenecía a la mujer que buscaba. Se sintió decepcionado y pensó que si la mujer en efecto había sido maestra en algún tiempo pasado, entonces era lógico que no hubiera un acceso a ella en la página web. La escuela guardaría otros registros en alguna parte, pero no allí.

Se acomodó en el taburete y sacudió la pierna malherida. El dolor había empezado a crecer en intensidad, con lo cual muy pronto debería tomar una nueva dosis de codeína. Lo hubiera hecho en ese instante de buena gana, pero había comprobado que también producían cierta somnolencia y fatiga visual, por lo que sería mejor minimizar su uso a lo estrictamente necesario. Si había algo que necesitaba era lucidez y rapidez mental.

Observó la pantalla mientras meditaba. Quizás habían eliminado el acceso a la ficha de la maestra cuando ésta se había marchado, pero la ficha seguía en el servidor, pensó. Era posible. Al eliminar el acceso no existía manera de llegar a la ficha, salvo que se dispusiera de la ubicación específica en el servidor. Como Paul tenía acceso al servidor entonces podría buscarla.

Se inclinó sobre el teclado y puso manos a la obra. Localizar dentro de la red de la escuela el directorio en que estaba alojada la página fue sencillo. Una simple búsqueda por tipo de archivo y dio con ella. Encontró todos los ficheros que componían la página de la escuela. No eran muchos y dentro de uno de ellos estaba el listado de las fichas personales de cada uno de los maestros, como había supuesto. Sintió una excitación creciente cuando a simple vista advirtió que allí había muchas más fichas personales que accesos en la página que había consultado hacía un rato. Las abrió una a una e inmediatamente advirtió que había rostros que no reconocía y que seguramente correspondían a maestros que habían dejado de pertenecer a la escuela. Casi al final, abrió la ficha que buscaba…

Allí estaba: la maestra del libro rojo.

Sonrió complacido.

El rostro de la mujer esbozando una sonrisa tibia no disparó ningún recuerdo. Siguió creyendo que le resultaba familiar, pero no sabía por qué razón. Si había estado en la época de la tragedia del aula 19 entonces con seguridad la habría entrevistado, pero Paul creía que en ese caso la recordaría muy bien. Tenía la sensación de que el recuerdo procedía de otro lado.

Leyó el texto que acompañaba la fotografía. Su nombre era Mary S. Blackthorne y, como suponía, se había desempeñado como maestra de matemática en la escuela Woodward desde el año 1995, es decir dos después de la tragedia. El nombre tampoco le dijo a Paul nada especial.

Siguió adelante con la lectura de la ficha, en la que constaba la formación académica y algunos antecedentes laborales en otras escuelas del estado. No encontró nada interesante hasta que llegó al último párrafo. Lo leyó una vez y supo por qué el rostro le resultaba familiar.

El párrafo decía lo siguiente:

Mary S. Blackthorne es además una importante ajedrecista de fama nacional e internacional. Especial mención merece su segundo puesto en el campeonato mundial juvenil de 1974, celebrado en México.

El Times había cubierto el suicidio de Blackthorne cuando Paul ya estaba en necrológicas. Lo recordaba porque en principio había sido catalogado como un asesinato. Habían encontrado a la mujer en el sillón de su casa, con la cabeza hecha trizas esparcida en el empapelado. El arma utilizada estaba a un costado, pero no había nota suicida; al menos no una convencional.

En una mesa había un tablero de ajedrez con las piezas dispuestas en plena partida. La mujer vivía sola y era posible que estuviera jugando contra ella misma, algo que aparentemente era posible para los ajedrecistas. La policía buscó huellas de un posible contrincante, pero no resultó una gran idea, porque arrojó un sinnúmero de huellas distintas, posiblemente de todos los compañeros de partidas de Mary.

Había transcurrido una semana y la investigación parecía estancada, cuando a alguien de la policía se le ocurrió mostrarle la disposición de las piezas a un ajedrecista para que le dijera el nivel de juego del contrincante. La idea no era del todo buena porque evidentemente todos los rivales de Mary Blackthorne eran de buen nivel, pero resultó que fue la clave para resolver el caso. La disposición de las piezas correspondía a una famosa partida de Bobby Fisher, cuyo movimiento siguiente consistía en un inusitado sacrificio de la reina blanca, que en pocos movimientos llevaba a la victoria.

La muerte dio como resultado una pintoresca nota en el Times que incluyó el rostro de la ajedrecista y un dibujo de la partida en cuestión.

Ahora sabía quién era la maestra del libro rojo. Quizás las personas translúcidas sí eran fantasmas después de todo.

8

Kathleen se había sorprendido con la partida intempestiva de Judd, dejándola sola en el sótano. Ni siquiera había reaccionado a tiempo para preguntarle a dónde se dirigía. Era cierto que con toda seguridad él no se lo hubiera dicho, pero quizás le hubiera dado algún indicio para adivinarlo. Kathleen necesitaba saber con cuánto tiempo contaba. Había ideado un plan para escapar, pero sería difícil ejecutarlo con la presión de saber que el cuidador podía regresar de un momento a otro.

Se preguntó si no sería conveniente dejar el plan en suspenso. Sólo podría llevarlo a cabo una vez y si era descubierta lo echaría todo a perder. Quizás convendría esperar a que Judd abandonara el sótano con un propósito definido, como ir en busca de las llaves, por ejemplo. Debía pensar rápido. Podría dividir su plan en dos etapas y jugarse el pellejo a ejecutar la primera ahora mismo. Supuso que si las cosas le iban bien requeriría unos diez minutos, o quizás muchísimo menos.

Decídete, Kathleen… vamos.

Lo haría.

La tubería a la que estaba atada partía de la caldera y corría paralela a la pared. Kathleen estaba más o menos a la mitad. Un rato antes había visto los envases de vidrio detrás de la caldera. Si podía romper alguna de aquellas botellas podría obtener un trozo de vidrio que le sirviera para cortar la cuerda con que estaba atada. Era un plan simple pero podía funcionar.

Los problemas que veía eran los siguientes: en primer lugar estaba alejada de las botellas más de un metro y medio. Si no lograba desplazarse un poco, alcanzarlas con los pies sería complicado. Por otro lado estaba el inconveniente de cómo romper el envase. Si lo traía hacia sí y lo hacía añicos donde ella estaba, entonces tendría que obtener el trozo de vidrio, cortar la cuerda y salir, todo antes del regreso de Judd. Si él la encontraba rodeada por fragmentos de vidrio sería el fin del plan. La otra alternativa era intentar destruir el envase donde estaba y hacerse con el vidrio primero. No sabía con exactitud cuánto tardaría en cortar la cuerda, pero podía llevarle un buen rato. Sin una aproximación del tiempo que tenía disponible era un suicidio.

Tendría que romper el envase donde estaba, seleccionar el vidrio apropiado y regresar a su posición actual para después cortar la cuerda.

El primer escollo lo encontró incluso antes de poner manos a la obra. Intentó desplazarse hacia su derecha pero le fue imposible. Al principio pensó que la atadura era lo suficientemente resistente para impedirlo, pero pensándolo un segundo concluyó que no podía ser posible. Tiró con todas sus fuerzas algunas veces hasta que la cuerda le interrumpió la circulación en las muñecas, pero siguió sin poder desplazarse un ápice. Al rotar el torso y observar hacia atrás comprendió la razón. Había una fijación de hierro que mantenía la tubería en su lugar. Judd había amarrado la cuerda a aquella fijación además de a sus manos. Estaba perdida. Observó el envase y concluyó que debería estirarse demasiado para alcanzarlo.

Recargó el peso sobre sus brazos, doblándolos lo más que pudo. Se dejó caer y torció el cuerpo hacia la derecha. No pudo recostarse en el suelo, cosa que parecía sencilla imaginando la postura mentalmente, pero en la realidad apenas logró colocarse en ángulo con el suelo con el consiguiente dolor de brazos. Estiró sus pies y vio que estaban cerca de uno de los envases, pero no lo suficiente.

El dolor en los brazos, especialmente el izquierdo, era particularmente molesto y no sabía cuánto podría soportarlo. Se recargó un poco más en ellos y estiró los pies un poco más. El dolor aumentó y estuvo a punto de lanzar un grito cuándo sintió una puntada horrible en el hombro. Tenía la sensación de que el humero y el radio rotarían en el plano equivocado y se quebraría la articulación. Su pie había alcanzado la posición necesaria, pero aún debía hacer el último esfuerzo. Primero lo agitó suavemente para hacer que el envase cayera de costado. Esto fue relativamente sencillo aunque corría el riesgo de que lo hiciera en la dirección equivocada; cosa que finalmente no ocurrió. El envase rotó en dirección a ella, lo cual fue bueno, aunque tuvo que detenerlo antes de que la caldera dejara de ocultarlo.

Levantó el pie. Fue el punto de máximo dolor en el brazo y debió apretar los labios para resistir. La idea de abandonar la empresa en ese punto era tentadora, pero se obligó a seguir adelante. Al dolor del brazo se había sumado otro en los abdominales en tensión. En otra época la maniobra hubiera sido de suma sencillez. Si bien podía jactarse de un buen estado físico, tenía cuarenta y cinco años y sus épocas de destreza corporal habían quedado lamentablemente atrás. Ahora encontraba que el solo hecho de mantener el pie en esa posición era tremendamente incómodo. Lo levantó lo más que pudo para impactar en el centro del envase con el tacón del calzado.

Golpeó.

Si el impacto no era preciso, el envase podía rotar y quedar fuera de su alcance. En vistas de que era el único que podía alcanzar, su plan podía fallar junto con ese golpe.

El tacón se estrelló contra la botella.

¡Funcionó!

La botella no se hizo añicos sino que se dividió en dos grandes trozos, pero también se desprendieron algunos fragmentos menores. Uno de ellos en forma de triángulo sería perfecto para lo que Kathleen tenía en mente.

Pero primero tenía que abandonar aquella posición. Sentía que si permanecía un segundo más doblada de aquella forma los músculos del brazo le explotarían. Perdería segundos valiosos, pero era un riesgo que correría. Desplazó los pies lentamente al tiempo que fue retirando la presión de sus brazos y recuperando la posición vertical. Un entumecimiento le paralizó las extremidades. El agotamiento físico que sentía era extremo y, sumado al hambre y la sed, había llevado sus capacidades al límite. No se olvidaba que no mucho tiempo atrás había estado haciendo acrobacias en otra tubería.

Entonces algo la sobresaltó. Al principio no supo qué era y la obligó a inspeccionar aquella parte del sótano en busca de algo fuera de lugar. Quizás había captado algún movimiento con el rabillo del ojo, se dijo, pero no vio nada anormal. Sin embargo la sensación persistió. Sabía que corría contra reloj y que si Judd regresaba en ese momento había grandes posibilidades de que viera los fragmentos de vidrio, sin embargo algo había ocurrido. Estaba segura.

Y súbitamente supo qué era. El generador había aumentado su potencia. En ese preciso momento lo hizo otra vez, como un coche que acelera. Kathleen no entendía gran cosa de equipos generadores —en realidad no entendía nada en absoluto—, pero adivinó que aquello significaba lo que en realidad era: que había aumentado la demanda. Y entonces comprendió lo que Judd estaba haciendo, e intuyó las razones. Con eso quedaba explicada su ausencia y el tiempo que llevaba fuera del sótano. Probablemente haría un recorrido por la planta baja antes de regresar. Eso, estimó Kathleen, le daría tiempo para recoger el fragmento de vidrio y utilizarlo para cortar la cuerda.

Pero entonces escuchó el sonido inconfundible de los escalones de madera. Se sintió paralizada. Judd estaba de regreso.

Si entra ahora verá los fragmentos y estarás perdida.

Jugó su única carta:

—¡¿Paul?! ¡¿Ally?! ¡¿Sois vosotros?! —gritó— ¡Estoy aquí abajo!

Esperó. Aguzó el oído.

Los escalones no se quejaron, lo cual fue una buena señal inicial. Luego volvieron a hacerlo y su corazón latió con fuerza, pero rápidamente comprendió que aquél era Judd retirándose del sótano. Había mordido el anzuelo.

Debía darse prisa y agarrar el maldito vidrio lo antes posible.

No sabía con cuanto tiempo contaba, pero si Judd había visitado sólo la mitad de la planta baja, entonces no tendría problemas. Volvió a adoptar la misma posición que antes. Aplastó un trozo de vidrio bajo la suela del calzado y lo trasladó lentamente, recuperando poco a poco la posición. Cuando tuvo el trozo de vidrio a sus pies comprendió que no había pensado en cómo lo haría llegar a sus manos. Era gracioso haber llegado tan lejos y descubrir que no había pensado en la culminación de su fantástico plan. Vio el triángulo de vidrio a sus pies y sintió deseos de reír. Judd regresaría pronto y la encontraría desternillándose de risa.

¡Descálzate, idiota!

Lo hizo. Estiró la pierna e hizo el primer intento de apresar el vidrio, cuando otra vez escuchó pasos en la escalera del sótano. Se quedó helada. El avance de Judd no era lento esta vez, sino a toda velocidad. Por alguna razón el cuidador tenía prisa.

Flexionó la pierna, pero la levantó demasiado rápido y el vidrio cayó al suelo.

¡No hay tiempo!

Estaba horrorizaba. En una mínima fracción de segundo debió decidir entre volver a colocarse el zapato y esconder el vidrio entre sus pies, o hacer un nuevo intento.

Decidió intentarlo de nuevo en el instante en que Judd dejaba atrás el último escalón de la escalera. Kathleen apresó el vidrio con fuerza entre los dedos y la planta del pie. Flexionó la rodilla y con cuidado condujo el pie hasta su mano. Cuando tuvo el vidrio en su poder respiró con alivio. Judd cruzó el cuarto del generador a toda carrera e irrumpió hecho una tromba.

Kathleen bajó el pie y lo introdujo en el zapato justo en el momento en que Judd hacía su aparición triunfal.

—¿Qué ocurre? —preguntó con voz de trueno.

—Me estoy muriendo de sed. ¿Serías tan amable de darme un vaso de agua y un bocadillo? —Mientras decía esto terminaba de asentar su pie dentro del zapato.

Él la observó con una ceja en alto.

—Claro que sí —accedió.

El cuidador dio media vuelta y fue a sus dependencias. En menos de un minuto regresó con un vaso de agua fresca y una barra de chocolate. Las dejó en el suelo, fuera del alcance de Kathleen.

—Muy gracioso…

—Dígame dónde están las llaves.

Ella lo observó con desdén. Sabía que las llaves eran la mejor manera de mantenerlo alejado del sótano, que era lo que ella buscaba precisamente, pero aun así sintió deseos de no revelarle su ubicación y en cambio darle una buena patada a aquel vaso miserable.

Pero debía ser inteligente ante todo, de modo que se lo dijo.

—Están en el archivo de la administración. En el último cajón de uno de los archivadores… Está abierto.

—Gracias —dijo él con una sonrisa.

Judd dio un paso y con el pie acercó el vaso y la barra de chocolate, pero sólo un poco. Dio media vuelta.

—¿Cómo se supone que debo agarrarlos? ¡Hijo de puta! —gritó Kathleen.

—¡Seguro se le ocurrirá algo!

9

Después de despedirse de Paul con la premisa de reunirse más tarde con él en el laboratorio, Ally llegó a la puerta de doble hoja de la administración. Vio el cable eléctrico que la mantenía cerrada e inmediatamente comprendió que si Kathleen había escapado, como la liberación de Judd en el vestíbulo sugería, entonces debía haber encontrado otra vía de escape. Una inspección rápida le reveló el panel roto de cielo raso en el despacho contiguo y eso zanjó la cuestión.

La atadura, además, confirmaba la teoría de que Kathleen había tenido las llaves en su poder. Quizás la mujer se las había pedido a Judd como reaseguro. La cuestión era si había escondido las llaves en algún lado o se las había llevado consigo al momento de liberar al cuidador. Ally creía que si había liberado al hombre era porque en algún punto confiaba en él, pero quizás los gritos de Paul le habían generado dudas al respecto y éste parecía un motivo más que bueno para esconder las llaves. Por supuesto este razonamiento estaba fomentado por el hecho de que la puerta del sótano estaba abierta. Era evidente que Judd no tenía las llaves en su poder y en consecuencia Kathleen no las había llevado consigo.

Se preguntó qué sitio elegiría la directora para esconderlas. Tenían que estar allí, en algún lado. Se acercó a la puerta y con paciencia comenzó a desatar el cable eléctrico. El cuidador había utilizado todas sus fuerzas para hacer los nudos, por lo que le tomó tiempo terminar. Más de diez minutos y dos uñas dañadas.

Al entrar a la administración se sintió decepcionada. Era la primera vez que estaba allí y supo que encontrar las llaves, aunque no se tratara de una sino de varias, sería una tarea ardua. Si a eso le agregaba que Judd estaba merodeando por la escuela, las posibilidades de dar con ellas eran realmente escasas. Vio la puerta del archivo y la abrió para ver qué había detrás. Las hileras de estanterías abarrotadas de cajas hicieron que se desanimara todavía más.

Pero no estaba dispuesta a echar a perder la buena oportunidad que tenía entre manos. Sólo necesitaba un golpe de suerte. Si daba con las llaves podría dirigirse a la planta alta inmediatamente y liberar a Michael. Y ella sabía que estaban allí. En cuanto Judd lograra que Kathleen le revelara dónde estaban las llaves, cosa que iba a ocurrir eventualmente, o que la propia Kathleen diera con ellas nuevamente, el retroceso sería enorme. No podía permitir que ninguno de ellos entrara al salón de actos, especialmente Judd, que había dado muestras fehacientes de la violencia de que era capaz.

Tenía que encontrar esas llaves.

Lo primero que haría sería llevar a cabo una minuciosa inspección visual. Si algo había sido movido de su sitio original, o si Kathleen había dejado alguna pista que revelara dónde había estado, entonces podría descubrir el escondite antes de empezar a revolver todo. Era una manera bastante racional de ver las cosas. Se tomó unos minutos para caminar por la habitación en busca de alguna señal; un cajón mal cerrado, una carpeta fuera de su sitio, algo. Dedicó especial atención al archivo, donde sabía que sería imposible hacer una búsqueda minuciosa. Si Kathleen había elegido acertadamente el archivo, dar con las llaves sería imposible. Allí había demasiadas cajas como para revisarlas a todas.

El recorrido visual no reveló nada interesante salvo el panel en el cielo raso que Kathleen había elegido quitar para pasar al despacho contiguo. Se le ocurrió que las llaves podían estar allí, por lo que trepó al archivador como lo había hecho la directora unas horas atrás. Iluminó con la linterna la parte superior de los paneles y no vio las llaves ni ningún sitio que permitiera esconderlas. Dirigió el haz de luz al orificio en la pared por el que Kathleen había escapado y no pudo evitar sentir cierto reconocimiento hacia la mujer.

Se bajó del archivador. La paciencia y racionalidad que habían asomado al principio estaban a punto de desaparecer. Pronto pasaría a la fase desesperada de la búsqueda, aquella en la que se dan vuelta los cajones en el suelo, se tiran al suelo estanterías completas y se pierde el orden metódico de búsqueda. Se estaba diciendo que debía serenarse, cuando advirtió un frasco de dulces sobre uno de los escritorios. La necesidad de comer la perseguía desde hacía horas y no había sido consciente de cuán hambrienta estaba hasta que vio aquellos dulces. Cogió dos, les quitó el envoltorio y se los metió en la boca. Eran de fresa. El azúcar le sentaría bien.

En el escritorio había un letrero de quién lo ocupaba normalmente. Le agradeció a Wendy Coleman por la gentileza.

Mantener la calma, esa era la clave. Si iniciaba una búsqueda desenfrenada lograría dos cosas. La primera, atraer a Judd de inmediato, y la segunda, nunca encontrar las condenadas llaves. Quizás Kathleen no había dedicado mucho tiempo a seleccionar su escondite… La mujer habría estado ocupada buscando la manera de salir de allí; a fin de cuentas, si la búsqueda no se circunscribía a esa área sino a toda la escuela, cualquier lugar serviría. Ella no sabría en ese momento que los acontecimientos posteriores acotarían la búsqueda a ese lugar. Quizás el escondite era simple, como en la carta robada de Poe.

El razonamiento la animó. Empezaría por los escritorios, especialmente los cajones. Después seguiría con los archivadores.

Revisó primero el escritorio de Wendy Coleman. Las llaves no estaban allí. Agarró otros dos dulces del recipiente y caminó hasta el siguiente escritorio. Estaba exactamente frente a la puerta de dos hojas. Mientras revisaba el contenido de los cajones alzó la cabeza sin motivo aparente. El corazón se le aceleró cuando creyó ver algo moviéndose en el orificio de la cerradura. Rodeó el escritorio para acercarse a la puerta, se inclinó y observó.

No había estado equivocada. En el otro extremo del corredor, Judd se desplazaba con decisión hacia donde ella estaba. Ally dejó de observar por la cerradura y durante un par de segundos no supo qué hacer. ¿Debía salir e intentar esquivarlo?

Decidió que era una tontería ponerse en evidencia. Dio media vuelta y se dirigió al archivo en la parte trasera. En menos de un minuto, calculó, las puertas de la administración se abrirían y Judd estaría allí.

10

Ally permaneció encerrada en el archivo, observando la puerta como si se tratara de una bomba a punto de estallar. En instantes se abriría y Judd irrumpiría en la habitación. Entonces no habría nada que pudiera decir o hacer para impedir que el cuidador le propinara una paliza o le hiciera cosas peores. Su mente lo ensayaba todo una y otra vez como una película cíclica. En cada proyección cambiaba el modo en que Judd abría la puerta; primero intempestivamente, luego con la seguridad de que ella estaba allí dentro, más tarde con cautela. Pero en todos los casos el desenlace era el mismo. No tenía ninguna oportunidad de confrontarlo y salir victoriosa.

El tiempo se estiró. Había visto a Judd casi en el extremo del corredor, lo cual significaba que necesitaría unos treinta segundos a lo sumo para llegar a la administración. Cuando eso ocurriera escucharía primero la puerta de dos hojas al abrirse, cosa que no había sucedido todavía. Ally tenía la sensación de que habían transcurrido por lo menos dos minutos desde que lo había visto, con lo cual la única explicación posible era que el cuidador se hubiera entretenido en la sala de maestros, en el despacho de la directora o en los baños. ¿O habría regresado?

¿Por qué no ha entrado todavía?

Quizás había advertido la presencia de Ally detrás de la puerta y estaba esperando a que ella actuara. La última vez le había aplicado un certero golpe en la nuca que lo había dejado fuera de combate; no sería descabellado que tomara algún recaudo.

Ally caminó en círculos. La presencia de Judd también podía indicar que su razonamiento respecto a las llaves era correcto.

Pasó otro minuto.

Algo estaba ocurriendo. Lo peor era que Dios le estaba concediendo aquellos minutos adicionales y ella no estaba haciendo nada al respecto. Por alguna razón milagrosa contaba con más tiempo del que había creído; debía aprovecharlo. Observó a su alrededor. Advirtió que las estanterías estaban fijadas al suelo y al techo, por lo que no sería posible moverlas. En la pared trasera, sin embargo, había tres archivadores de mediana altura que podría utilizar para bloquear la puerta. Si lograba voltearlos de costado y luego disponer una buena cantidad de cajas encima, creía poder lograr el peso suficiente para detener a Judd. En definitiva, era algo que podía intentar. Mejor eso que quedarse de brazos cruzados.

Intentó desplazar el primero de los archivadores. Era mucho más pesado de lo que había creído, a pesar de su poca altura, y apenas pudo hacer que se balanceara peligrosamente al empujarlo. Los cajones superiores no se movieron, probablemente porque estaban cerrados con llave, pero el último se deslizó hacia afuera antes de regresar a su posición inicial.

Y como si necesitara una prueba más de que la suerte estaba de su lado, allí estaban las llaves de la escuela Woodward.

Cogió el aro con todas aquellas llaves y lo contempló con fascinación, todavía sin poder creerlo. Recién entonces se fijó en las otras cosas que había en el cajón: otro llavero más pequeño identificado con una «K», y una botella de Vodka que la desconcertó por completo.

11

Cuando Judd vio, desde el extremo del corredor, que el cable que había utilizado para atar las agarraderas de la puerta de la administración no estaba en su sitio, no se sorprendió. Era lo que había esperado ver. De alguna manera Kathleen tenía que haber escapado, y por qué no asumir que lo había hecho por la puerta. Al pasar junto a la sala de maestros echó un vistazo despreocupado como hacía cada noche cuando hacía sus rondas de rutina. Las luces estaban apagadas e iba a encenderlas. Fue entonces cuando su inconsciente detectó algo diferente.

¿Qué es?

Escrutó la habitación. Los escritorios, los archivadores, las plantas plásticas, el servidor de la escuela…

¡El servidor!

Corrió hacia el mueble metálico que alojaba al servidor. No estaba familiarizado con su funcionamiento, pero sí con las luces en los diversos paneles. Había rojas, verdes… algunas eran intermitentes y otras no. Pero sabía perfectamente que por las noches, a diferencia de lo que ocurría durante el día, había un panel alargado con una serie de luces verdes que permanecían encendidas. Aquellas luces se volvían intermitentes cuando alguno de los terminales de la escuela estaba siendo utilizado. Era una imagen que había visto cientos de veces.

Y ahora una de las luces parpadeaba.

Judd se acercó. Se trataba de la número once. En la parte trasera había una serie de cables celestes. El que estaba conectado a la boca número once, al igual que el resto, tenía su correspondiente etiqueta identificadora. No se sorprendió cuando vio que el ordenador en uso estaba en el laboratorio.

—Los tengo —masculló.

Dio media vuelta y corrió a toda velocidad. La cacería había empezado un poco antes de lo previsto.

En menos de un minuto estaba frente a la puerta del laboratorio. Se acercó los últimos metros procurando hacer el menor ruido posible. Esta vez no se dejaría engañar por un maldito roedor en un laberinto. Sabía que estaban allí dentro y los atraparía.

Asió el picaporte y lo accionó.

Encontró al periodista en una mesa de trabajo, la última. Su rostro se transformó al verlo, en parte por la sorpresa, pero también por el temor de verse nuevamente las caras. Esto hizo que Judd esbozara una sonrisa ancha.

Cruzó el laboratorio hecho una tromba.

Paul, que acababa de apagar el monitor después de su investigación acerca de Mary Blackthorne, dio un respingo cuando la puerta del laboratorio se abrió de golpe y la figura descomunal de Judd se recortó contra el corredor central. Su reacción instintiva fue ponerse de pie, con la consiguiente recarga de peso en su rodilla maltrecha, retroceder un paso con dificultad y observar cómo el cuidador lo alcanzaba en cuestión de segundos. En las condiciones en que estaba, no tenía la más mínima oportunidad de escapar.

—Parece que has encontrado algo que me pertenece —dijo Judd cuando estuvo a su lado en referencia al bate apoyado contra la mesa de trabajo. Lo agarró y lo observó como si se tratara de un objeto que no había visto en años.

—Estaba verificando el funcionamiento de la conexión a internet —dijo Paul, ahora recostado contra la pared trasera del laboratorio.

—¿Alguna suerte?

—No.

—Lo suponía. ¿Dónde está tu amiga?

—No lo sé.

Primer golpe.

Paul no lo vio venir. Judd, que había sostenido el bate como si se tratara de una metralleta corta, estiró sus brazos haciendo que el bate se propulsara horizontalmente en dirección al estómago de Paul. El impacto fue menos potente que la seguidilla del vestíbulo, probablemente porque había sido de menor recorrido, pero debió afectar la misma zona, porque el resultado fue devastador. Paul cayó de costado con pesadez, agarrándose el estómago.

—Vas a matarme… —dijo con un hálito de voz.

—Posiblemente.

La dureza que se reflejó en los ojos del cuidador fue reveladora. No es que Paul hubiera minimizado los últimos acontecimientos, o que no los hubiera considerado con la seriedad que merecían, pero en cierto modo los seguía viendo bajo el síndrome de periodista intocable. Su propia muerte, aunque perfectamente probable y lógica en vistas del temperamento del personaje que tenía enfrente, no había sido puesta sobre la mesa como una posibilidad real.

Basta de comentarios sarcásticos.

—Judd, no sé dónde está Ally. Haré lo que me pidas.

La primera frase inteligente que dices.

—Por empezar vas a hacerle compañía a la directora.

—¿Dónde está Kathleen?

Está muerta, idiota.

—Andando —dijo Judd acompañando la frase con un movimiento de cabeza.

Paul de buena gana hubiera dicho que no podía caminar sin el bate o algún apoyo, sólo para importunar a su captor. Pero esta vez guardó silencio e intentó trasladarse como pudo, apoyándose en las mesas de trabajo y procurando descargar la menor cantidad de peso en la pierna izquierda. De esta manera logró llegar a la puerta del laboratorio sin haber sido golpeado de nuevo, lo cual celebró como una victoria.

Una vez en el corredor central Paul perdió los puntos de apoyo y debió cargar peso sobre la pierna herida lo cual fue tremendamente doloroso. Dio media docena de pasos temblorosos y se detuvo, casi en el centro del corredor, de espaldas a Judd.

—¿Hacia dónde nos dirigimos? —preguntó.

—¡Al sótano! —graznó el cuidador como si la respuesta fuera obvia.

Paul alzó la cabeza y vio la puerta abierta del sótano dentro de la cafetería. Se disponía a ponerse en movimiento cuando sintió la manaza de Judd estrellarse en su espalda como un balonazo. Salió despedido hacia adelante e instintivamente estiró los brazos para amortiguar la caída, pero sus piernas permanecieron por alguna razón clavadas al suelo. Sus brazos apenas sirvieron para frenar un poco la estrepitosa caída y evitar golpearse el rostro.

Contrólate.

Sin decir nada empezó a ponerse de pie.

—Vamos, no tengo todo el día.

Cuando Paul logró erguirse el dolor en las palmas de las manos y en la cadera se había sumado al del estómago que seguía palpitando desde el batazo en el laboratorio. La molestia en la rodilla era todavía suave, pero en cualquier momento despertaría para atormentarlo.

Avanzó lo más rápido que pudo, propulsándose con los marcos de las puertas y las mesas de la cafetería, hasta que se encontró frente a la boca del sótano. Judd lo seguía de cerca, emitiendo risitas entrecortadas, consciente del esfuerzo de Paul por avanzar lo más rápido posible.

—Ahora baja. Rápido. Si necesitas ayuda me la pides y con gusto te haré bajar en un santiamén.

Otra vez el latiguillo de periodista incisivo e inteligente germinó en su mente y viajó hasta su boca, pero lo reprimió. En lugar de hablar bajó ayudado por el pasamano. Logró hacerlo con dificultad.

—Vamos a la siguiente habitación —ordenó Judd.

Paul obedeció. Allí encontraron a Kathleen, observándolos en silencio.

—Espero no le moleste la compañía —dijo Judd.

12

—¿Es grave? —preguntó Kathleen.

Paul estaba a su izquierda, también amarrado a la tubería. Estaban solos.

—Tu empleado ha tenido la deferencia de partirme la rodilla, ¿tú qué crees?

—Lo siento.

—¿Has sido tú la que lo soltó?

—No fue la mejor de las ideas, ¿verdad? —reflexionó Kathleen.

Ella también seguía amarrada a la tubería, pero en su mano derecha sostenía el vidrio triangular con el que había estado desgastando la cuerda. El proceso había resultado ser más lento de lo que había esperado, pero avanzaba y eso era importante.

—¿Estás haciendo algo? —preguntó Paul al advertir los ligeros movimientos en los brazos de Kathleen.

—Estoy intentando desgastar la cuerda contra la tubería —dijo ella sin saber si era conveniente revelar la existencia del vidrio—. Mis muñecas están muy ajustadas y quiero aflojarlas un poco. Se lo pedí a Judd pero no se mostró muy cooperativo.

—Dímelo a mí.

—¿Qué fue lo que te quitó antes de irse?

—Los analgésicos —respondió Paul contrariado—. En unas horas el dolor será insoportable. Espero lo convenzas de que me los devuelva.

—No creo que sirva de mucho —dijo ella en voz baja.

Permanecieron en silencio un momento.

—¿Ally no estaba contigo?

—No. Yo estaba solo en el laboratorio.

Kathleen entendía que Paul no le diera detalles. Probablemente esperaba que ella se sincerara primero con él, y dadas las condiciones parecía el momento propicio para hacerlo. Abrió la boca para empezar a hablar pero Paul lo hizo primero.

—Estaba investigando a la mujer del libro rojo —dijo él e inmediatamente se volvió para evaluar la reacción de la directora— ¿La has visto?

—Sí. Mary Blackthorne. Trabajó en la escuela hace unos años, después de la tragedia del aula 19.

—Hasta que se quitó la vida —completó Paul.

—Sí. Era una buena mujer, pero padecía una depresión extrema. Yo no tenía una relación estrecha con ella, pero algún otro maestro sí llegó a conocerla un poco mejor.

—¿Por qué se suicidó?

—No se supo —dijo Kathleen evocando los recuerdos de la época—. Dudo que haya habido un detonante concreto. Creo que fue una consecuencia de su modo de vida; tenía pensamientos apocalípticos acerca de ella misma.

—¿Apocalípticos?

—Bueno, no sé si es la palabra adecuada. Pesimista sería más adecuado, quizás. Era de esas personas que creen que todo les está saliendo mal y que lo que viene es aún peor. Era una ajedrecista excelente, y una gran maestra de matemáticas, pero a veces parecía la mujer más irracional de la tierra.

—Dejar su nota suicida en un tablero de ajedrez no es propio de una persona en sus cabales.

—No, no me refiero a eso… —Kathleen buscó las palabras adecuadas—. Ella…, carecía de objetividad para algunas cosas; especialmente para los asuntos personales.

—Me pregunto por qué vemos a personas como Mary Blackthorne vagando por la escuela.

—Bueno, me ha resultado obvio desde el principio. Esas personas han muerto.

Paul se refería por supuesto a algo más que eso.

—Tiene que haber algo más.

—¿Por qué lo dices?

—No parecen interactuar con nosotros.

—¿Deberían hacerlo?

—Supongo, si están aquí con un propósito. Salvo…

Paul nubló la vista. En su mente proyectó la estampida de niños translúcidos en el corredor, luego los espectadores en el salón de actos, la niña que había creído ver detrás de la caldera y por último a la maestra del libro rojo, Mary Blackthorne. De repente lo vio con claridad. Esbozó una sonrisa. ¡No eran fantasmas!

—¿Qué has descubierto? —preguntó Kathleen.

Efectivamente estaban muertos, razonaba Paul, pero no habían regresado del más allá, sino que lo que estaban viendo era la visión de su paso por la escuela… ¡Esa era la razón por la que no interactuaban con ellos!

—Podemos ver lo que hicieron cuando estaban con vida —recitó Paul.

Kathleen esbozaba una sonrisa. Asentía una y otra vez.

—Algo me dice que tú ya lo sabías, ¿verdad Kathleen?

—Esta es mi escuela.

—Dime qué más sabes —dijo Paul hastiado—. Estoy cansado de ser el último en enterarme de todo.

—¿Has hablado con Ally? —preguntó Kathleen. El corte de la cuerda avanzaba con lentitud, pero con progresos evidentes. Creía poder librarse en poco tiempo.

—Sí —respondió Paul que había adoptado la posición física más cómoda de las que había ensayado durante los últimos minutos. Estaba apoyado sobre la tubería con las piernas extendidas. El dolor había empezado a incomodarlo, e iba en aumento.

—¿Te dijo quién era?

—Me dijo que Michael es su hermano.

—Te dijo la verdad entonces —Kathleen hizo una pausa—. Aunque nunca lo supe con certeza, lo intuí. Creo haber conocido a Ally cuando era una niña y Joe la trajo alguna vez; Joe es su padre. Pero ha cambiado mucho desde entonces. Si los observas con detenimiento tienen rasgos en común, aparte del color del cabello. ¿Cuándo te lo dijo?

—No hace mucho. Su hermano le pidió que guardara el secreto, pero no le ha dicho mucho más.

—¿Le has creído?

—¿Honestamente? Sí. También me dijo otra cosa…

Paul estudió a Kathleen, quien lo observaba a la espera de la siguiente frase. Cuando habló, el rostro de la mujer no cambió.

—Michael le pidió a Ally que no confíe en nadie, particularmente en ti.

Kathleen bajó la vista.

—No sé si puedo culparlo por eso —dijo en un tono apenas audible.

—Kathleen, dime lo que sabes —la instó.

Ella no parecía estar del todo convencida. Estudiaba la punta de sus zapatos mientras pensaba. Paul no podía quitarse de la cabeza la idea de que la mujer estaba haciendo algo más que aflojar las cuerdas en las manos, como le había asegurado hacía un rato. Sus movimientos eran sistemáticos y constantes. De todas maneras lo olvidó cuando ella empezó a hablar.

—Primero debo hablarte de algo que ocurrió en la escuela hace mucho tiempo —dijo Kathleen—. Mucho antes de la tragedia del aula 19 e incluso de que yo trabajara aquí. Fue en el año 1975.

Kathleen relató la historia de Tamara Sommers, la niña que se había encerrado en el sótano de la escuela cuando sus padres, en pleno proceso de divorcio, olvidaron recogerla. Con el tiempo los maestros se fueron y vinieron otros y lo mismo ocurrió unas cuantas veces con los alumnos, lo que hizo que los pocos detalles conocidos se desdibujaran y aparecieran otros fruto de la inventiva colectiva. La historia, que tenía sus raíces en un incidente real, se había ido distorsionando hasta convertirse en el mito de una niña fantasma atrapada en el sótano.

Cuando ocurrió la tragedia del aula 19, la muerte de Tamara era un hecho de un pasado mucho más lejano que lo que el almanaque evidenciaba.

A esta altura a Paul no le pasó desapercibida la conexión entre lo que Kathleen le relataba y lo que él mismo había visto. Estaba absolutamente convencido de que la niña que había creído ver detrás de la caldera, justamente donde estaban ahora, había sido Tamara Sommers.

—Sin embargo hay un detalle de la historia que se perdió con el paso del tiempo y aventuraría que para bien —siguió Kathleen—. En todas las versiones que circulan, que apenas conservan una mínima esencia de la realidad, nunca se ha mencionado que cuando encontraron a Tamara su rostro estaba completamente quemado.

Paul se sorprendió con la revelación.

—Pobre niña.

—Aquí en el sótano había disolventes, además de la caldera. Una tremenda imprudencia. Ignoro cómo se produjo el accidente, pero con Tamara encerrada aquí abajo resulta totalmente posible.

—¿Las quemaduras en el rostro fueron las responsables de su muerte?

—Sí, hasta dónde sé.

Mientras relataba la historia de Tamara, Kathleen había seguido trabajando laboriosamente con el vidrio y la cuerda. Aprovechó la pausa para interrumpir el corte y verificar con los dedos el grado de avance. Estimó que había reducido el grosor de la cuerda a la mitad. Sabía que Judd podía regresar de un momento a otro por lo que convenía darse prisa. En realidad, si el cuidador había ido en busca de las llaves ya debería haber regresado. Era mejor no pensar en las razones por las que no lo había hecho y limitarse a sacar provecho de ellas.

—Hace unos doce años —dijo Kathleen—, dos antes de la tragedia del aula 19, Judd encontró a un niño escondido en el sótano. Su nombre era Sherman Peabody. Como ocurría en estos casos, lo trajo de inmediato a la dirección. Todos los alumnos saben que una desobediencia que involucre al sótano puede ser motivo de expulsión.

Finalmente no expulsaron a Sherman. Era un niño sin problemas de conducta, marginal eso sí, con tendencias casi autistas. A Sherman le encantaba encerrarse en mundos propios y permanecer en ellos durante un buen rato; no importaba si era en medio de una clase o en el recreo. Sus padres estaban al corriente de este comportamiento y también los maestros.

La directora Strickland estaba de licencia esa semana para someterse a una serie de estudios médicos, por lo que Kathleen habló con Sherman en su lugar. También estuvo presente el maestro del niño, George Hannigan.

Según los dichos del niño, había seguido hasta el sótano al muchacho de la biblioteca, Michael. No supo porque lo hizo, explicó; simplemente lo siguió y entró detrás de él. A éstas alturas Kathleen y Hannigan se miraron extrañados pues no habían sorprendido a nadie más en el sótano. Era probable que se tratara de un invento.

Una vez en el sótano, relató Sherman, se escondió para no ser visto por Michael, que fue directamente al cuarto de la caldera. Allí permaneció casi todo el tiempo, de espaldas, acuclillado y repitiendo el nombre de Tamara.

La niña apareció desde atrás de la caldera, pero no era normal. Sherman la describió como fluorescente. En una de sus manos tenía un recipiente metálico. Se reía. Michael le hablaba, le decía que lo escuchara pero la niña fluorescente no parecía hacerlo. Entonces ella tropezó, cayó de bruces contra la caldera y se prendió fuego.

George Hannigan, que también conocía los pormenores de la verdadera historia de Tamara Sommers, miró a Kathleen con incredulidad. Era muy difícil que Sherman conociera esos detalles y más aún que los relatara con semejante naturalidad. Si hubiese sido una mentira se hubieran dado cuenta de inmediato.

Una llama azulada y ondulante se apoderó de la cabeza de Tamara y la niña gritó. Michael le había hablado durante todo el tiempo.

El fin de la historia para Sherman fue sencillo. No hubo castigo alguno y le dijeron que probablemente se había quedado dormido en el sótano y soñado aquella experiencia. Le aseguraron que le creían, pero que seguramente se había tratado de un sueño. Le advirtieron que se mantuviese alejado del sótano en el futuro y él estuvo de acuerdo. Eso fue todo.

—No había manera de que Sherman Peabody supiera lo de la quemadura en el rostro de Tamara. Con George estábamos estupefactos —dijo Kathleen.

Paul seguía el relato con atención. La voz de Kathleen, armónica y pausada en los momentos necesarios, ayudó a construir una historia que había tenido lugar precisamente allí, en el sótano donde ellos estaban prisioneros.

La única conclusión que había sacado hasta el momento era que se reprochaba no haber dado con esa historia durante su investigación. Sin duda era un punto en su contra. No sabía si la hubiera mencionado en sus artículos, que a fin de cuentas fueron posteriores a la tragedia del aula 19 y no tenían como propósito sacudir el avispero, pero aun así le hubiera gustado contar con el antecedente para sopesarlo.

—¿Hablaron con Michael? —preguntó Paul.

—No quisimos importunar a Gale. George y yo nos reunimos con Michael en la biblioteca, después de hora. Fue la primera de una serie de reuniones en las que sólo participamos nosotros tres. Eventualmente nos lo contó todo.

—¿Qué fue lo que os contó?

Paul tenía la certeza de que lo que la directora le diría a continuación sería clave para entender muchas cosas. Su mente estaba pendiente del relato al punto de haber olvidado su propio dolor físico o incluso el hecho de que de un momento a otro Judd podía presentarse para molerlo como a un grano de café. Necesitaba saber qué les había dicho Michael. Era esa vieja sensación periodística en la boca del estómago que hacía tiempo no lo visitaba. Le dio la bienvenida con una sonrisa.

Kathleen era consciente de que sus próximas palabras lo cambiarían todo. No había rodeos posibles.

—Michael es capaz de manipular el tiempo —reveló.

Hizo una pausa prolongada mientras Paul absorbía y procesaba aquella frase.

—¿Manipularlo cómo?

—Manipularlo en un determinado espacio —Kathleen movió la cabeza a modo de ejemplo para referirse a la habitación en la que estaban. De haber podido contar con sus manos para apoyar la idea de un espacio cerrado las hubiera utilizado—. Michael puede mover un espacio a través del tiempo. Como una cápsula. Sólo que las vías por las que se desplaza son el tiempo.

Paul sacudió la cabeza.

—Espera un segundo…

—Tómate tu tiempo. Lo mismo nos ocurrió a nosotros.

—¿Ally lo sabe?

—No lo creo. Michael no se lo dijo a su padre. Supongo que los únicos que lo sabíamos éramos Hannigan y yo.

—Es demasiado. —Paul seguía procesando la idea.

Como una cápsula. Sólo que las vías por las que se desplaza son el tiempo.

—Hannigan estuvo mucho más involucrado que yo —explicó Kathleen—. Él se sintió inmensamente atraído por lo que Michael podía hacer; lo ayudó a entender cómo funcionaba ese talento tan particular; su naturaleza.

—Michael mató a los niños del aula 19 —dijo Paul asaltado por la revelación. Su peso fue tan grande que debió expresarla en voz alta.

Kathleen asintió.

—¿Por qué Hannigan nunca dijo nada? ¡¿Por qué tú no dijiste nada, Kathleen?!

—Hannigan se sintió responsable.

—Pero…, aun así, ¿cargar con la muerte de esos niños?

—Hay algo más —dijo Kathleen.

—¿Algo más?

—Hannigan alentó a Michael en el uso de sus habilidades, insistió y se encargó de enseñarle a manejarlas, a entender cómo hacerlas cada día más y más potentes. Con el tiempo fue capaz de mover el tiempo en espacios cada vez mayores como… —Kathleen se detuvo.

—… como esta escuela —completó Paul.

—Exacto.

—Kathleen, ¿por qué no me lo dijiste?

—Pensé que podría manejar la situación con Michael, hablar con él y terminar con esto… lo he hecho durante todos estos años. Pero entonces entró en esa especie de desmayo y empecé a pensar que por tratarse de algo tan grande como la escuela había perdido el control, lo cual es muy probable. La situación se fue de las manos.

—Esto es una locura.

—Lo siento. Pero entiende que tu presencia y la de Ally fueron desconcertantes. Las intenciones de la muchacha han sido mi mayor preocupación. No sabemos qué se trae…

—Creo que Ally quiere ayudar.

Kathleen negó con la cabeza.

—Paul, su hermano mató a catorce niños. Si ella…

No fue necesario que ella completara la frase. Paul entendió que se refería a que quizás la habilidad era un talento familiar.

—Como sea —dijo Kathleen—, después de la tragedia del aula 19, Michael siguió en la escuela, como sabes, y se convirtió en mi responsabilidad. Todo este tiempo lo he mantenido vigilado. Mi visión siempre fue diferente a la de George Hannigan en cuanto a cómo manejar este… don, o castigo, como quieras llamarlo.

—Pero entonces ese rollo del envenenamiento y la víbora africana…

—Nada de eso fue cierto, pero le dio a la policía una historia con la cual juzgar a un hombre que en todo momento se declaró culpable.

—Los cuerpos se descompusieron naturalmente —reflexionó Paul con fascinación—. Para los niños transcurrió mucho tiempo hasta que fueron hallados, no unos minutos.

—Exacto. Veo que vas entendiendo de qué va. Es increíble, ¿verdad?

—Sí.

En el sótano no había ventanas, pero Paul de buena gana hubiera echado un vistazo por una en ese momento. En su cabeza recreó lo que había visto a través de la puerta principal de la escuela; su coche con las luces interiores encendidas, el pájaro que parecía embalsamado, el reloj empecinado en que eran las once y veinte de la noche… Aquella era la postal de un instante congelado.

—Desde nuestro punto de vista… —dijo en voz alta.

—¿Cómo?

—Nada. Estaba pensando en voz alta. —Paul no podía salir de su asombro—. Es increíble. ¿Y qué son estas personas que vemos? Tamara, los niños del corredor, Mary Blackthorne… ¿por qué podemos verlos?

—No lo sé —reconoció Kathleen—. Me lo he preguntado, pero no tengo la menor idea.

Paul tampoco pudo ensayar una respuesta posible.

Guardaron silencio, aunque por razones bien diferentes. Paul seguía acomodando sus pensamientos. Kathleen había interrumpió el corte de la cuerda y ahora verificaba al tacto cuánto le faltaba. Comprobó con entusiasmo que el trabajo estaba casi hecho; apenas un filamento de la cuerda la mantenía unida y pensó que probablemente tirando un poco pudiera romperla. No obstante optó por cortarla con el vidrio, lo cual consiguió en pocos segundos. Cuando terminó movió las manos vigorosamente aflojando las ataduras poco a poco. A estas alturas Paul la observaba con curiosidad.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

—Creo que puedo soltarme —dijo ella.

—¿De veras?

Pero no hizo falta que respondiera. La cuerda cedió y Kathleen estuvo libre. Dio dos pasos y se alejó de la tubería.

—¡Excelente, Kathleen! —festejó Paul.

Ella lo observó. La expresión en su rostro mutó en un segundo de la alegría a la tristeza.

—Paul, voy a necesitar que permanezcas aquí.

—¡¿Qué?! ¿Por qué?

—Ally ha ido en busca de las llaves a la administración, ¿verdad?

Paul asintió.

—Entonces Judd la atrapará y la traerá aquí de un momento a otro —dijo Kathleen.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—Paul, he confiado en ti y te he dicho lo que sé —se acercó y permaneció a escasos centímetros del periodista. Pasó las manos en torno a su cuerpo, como si fuera a abrazarlo. Sus manos se tocaron.

—¿Qué es esto? —preguntó Paul.

—Un vidrio —explicó Kathleen—. Es el que yo he utilizado. Te servirá para liberarte, pero debes prometerme algo…

—No entiendo por qué no me desatas, Kathleen. Estas comportándote como una lunática.

—Paul, escúchame… Cuando Ally esté aquí contigo necesito que te encargues de que no abandone el sótano.

Paul palpaba las tres puntas del fragmento de vidrio que la mujer acababa de poner en sus manos.

Kathleen se marchó.

13

Ally comprendió que no tenía sentido llevar todas las llaves consigo. Necesitaba sólo una. Afortunadamente estaban rotuladas. Las pasó una a una mientras leía la inscripción en cada etiqueta en busca de la correspondiente al salón de actos. Al mismo tiempo prestaba atención a lo que ocurría fuera del archivo, que por ahora era sólo quietud. Resultaba sumamente extraño que Judd no estuviera intentando tirar la puerta abajo en ese instante. No tenía sentido que hubiese regresado si iba en busca de las llaves.

¿Por qué lo hizo?

Cuando había revisado la mitad de las llaves, Ally se detuvo. Además del sitio al cual pertenecían, las etiquetas estaban numeradas. La 32 no estaba. Siguió revisando el resto pero temiendo que aquella era precisamente la que buscaba. A medida que se acercaba a las últimas el temor se transformó en certeza. Al terminar se sintió sumamente decepcionada.

Las verificó de nuevo pero con idéntico resultado. La llave del salón de actos no estaba.

14

Kathleen subió los escalones del sótano. En la cafetería se detuvo un instante, introdujo su mano en el bolsillo de sus pantalones y sacó la llave del salón de actos, la única que verdaderamente le hacía falta.