El episodio en el salón de actos, en dónde Judd derribaría a Ally mediante un certero lanzamiento de bate, se convertiría para él en un punto de inflexión. Ahora estaba en su habitación. Se dejó caer en la cama boca abajo, amortiguando la caída con las manos. La oscuridad lo engulló…
—Judd… ¡Sal de la cama!
Una mano diminuta le sacudió el hombro.
Se volvió.
De pie junto a la cama había una niñita de cuatro años, de ojos grandes y rostro circular enmarcado en una maraña de cabello electrizado color amarillo. Llevaba un vestido maltrecho y las mejillas tiznadas.
Él se sentó y la observó.
—Por favor, has que deje de gritar —dijo la niñita en tono quejumbroso.
Judd tenía seis hermanos. Aquella era Teresa, su hermana menor. La observó a los ojos y advirtió que tenía lágrimas en ellos. De todos sus hermanos, Teresa era por quién sentía debilidad.
Se puso de pie y miró la cama con desdén. Deseaba volver a acostarse y dejarse envolver por la oscuridad. La oscuridad era su aliado; contrariamente con lo que le ocurría a la mayoría de los niños, a él le gustaba. Ahora tenía siete años y hacía por lo menos dos que lo había descubierto. ¿Por qué el resto de los niños le temía? ¿Qué sitio podía ser más seguro que uno en el que no es posible ver absolutamente nada? Ninguno, claro. Cuando Judd se tendía boca abajo en su cama, cegado por la presión de la almohada sobre su rostro, normalmente sonreía, feliz de abandonar su habitación, su casa y sobre todo a sus padres.
—Por favor Judd, baja. Has que deje de gritar —volvió a pedir Teresa con el mismo tono que antes.
Y entonces el grito proveniente de la planta baja se repitió.
—¡Vamos marica, no me hagas subir!
Judd llevaba puestos unos pantalones cortos y una camiseta a rayas que no alcanzaba a llegarle a la cintura. Su padre le decía que si no creciera tan rápido como una condenada vaca quizás la ropa le duraría más tiempo. Caminó con pesadez hasta la puerta de la habitación. Antes de salir se volvió y le lanzó a Teresa una última mirada. Su hermana seguía de pie junto a la cama con lágrimas formando surcos en las mejillas sucias.
—No bajes, Tess —le dijo—. No bajes por nada del mundo, ¿me entiendes?
Ella asintió con vehemencia.
Judd bajó la escalera de madera. Vivían en una casa maltrecha en las afueras de Bridgeport. Las tres habitaciones no eran suficientes para los ocho integrantes de la familia Wilson.
Cuando llegó a la planta baja encontró la misma escena que había abandonado horrorizado unos minutos atrás, poco antes de que su padre empezara a increparlo para que regresara. En una de las sillas de la sala estaba su hermano mayor, Aaron; tenía doce años y Judd lo odiaba. Ahora estaba atado a la silla con un cinturón. Se sacudía de un lado para otro tratando de zafarse, pero papá lo había atado a la altura de los brazos, así que era imposible que lo lograra. Lanzaba algunas patadas, pero no había nadie dentro de su alcance.
Parker Wilson estaba de pie a dos metros, ebrio como una cuba pero con la inteligencia de una víbora en la mirada. Era alto —casi un metro noventa—, extremadamente delgado y fibroso, como Iggy Pop. También tenía los ojos grandes como el cantante, pero llevaba el cabello casi al rape. Judd odiaba a Parker todavía más que a su hermano Aaron.
—¡Has regresado! —dijo Parker con una sonrisa—. Buen chico.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Judd.
—Quién sabe… —Parker hablaba con fluidez; las palabras no se le enredaban, aunque su coordinación física no era buena—. En casa de su hermana, quizás… quién sabe.
A Judd no le importaba dónde estaba, pero le preocupaba que pudiera regresar de un momento a otro. De seguro estaría con el resto de sus hermanos, y sería mejor que ninguno de ellos tuviera que presenciar lo que estaba a punto de suceder. Si su madre llegaba en ese momento, aquello podía terminar en una batalla campal. Ella era especial para buscar razones para pelear, y allí no había que buscar demasiado para encontrar una.
—El niñito quiere a su mamá —graznó Aaron desde su silla.
—¡Tú cállate! —le espetó inmediatamente Parker.
La situación se había ido de control. Media hora antes, Parker había aparecido imprevistamente en la casa. Todos sabían que los sábados por la tarde los dedicaba a beber con sus amigos, para luego regresar por la noche, o quizás de madrugada, y culminar la jornada con un buen pleito familiar con su esposa. A veces Angela incluso lo esperaba despierta especialmente para confrontarlo. La mayoría de las veces ella terminaba con algunos golpes. Hasta el momento no había sido necesario hospitalizarla, pero tal cosa podía suceder de un momento a otro. Las peleas se estaban volviendo más frecuentes y violentas.
La cuestión era que no se suponía que Parker regresara a media tarde como lo había hecho. Sólo Aaron, Judd y Teresa estaban en la casa, y fueron testigos de cómo el hombre abrió la puerta de entrada con furia y dio un manotazo a una lámpara de pie incluso antes de abrir la boca. Cuando habló, lo hizo enfurecido. Sus tres hijos sabían perfectamente lo que eso significaba.
Estaba borracho. Incluso Teresa, que apenas empezaba a entender cómo funcionaba el mundo de sus padres, lo advirtió de inmediato. Parker les dijo que había regresado de lo de Tony porque se había quedado sin dinero. Dijo algo de una apuesta casi al pasar. Aparentemente había regresado para buscar cincuenta pavos que había dejado guardados en el garaje, fuera del alcance de Angela, y que habían desaparecido. Los observó con llamas en los ojos y les ordenó que le dijeran si sabían algo. Él estaba convencido de que Angela los había tomado, que había descubierto su escondite y se los había robado, pero quería la confirmación. Y una vez que la tuviera, entonces esperaría a esa zorra y le daría unas buenas razones para no volver a hacerlo nunca.
Fue entonces cuando Teresa, con la inocencia de una niña de cuatro años, dijo que había visto a Aaron husmeando el día anterior entre las pertenencias de papá, en su caja de herramientas. Aaron lanzó a Teresa una mirada de reproche y aquello fue suficiente para que Parker perdiera el control. Se lanzó en dirección a su hijo mayor y lo agarró del cuello. El chico quiso aferrarse a la mesa, pero sólo logró capturar el mantel. Mientras Parker lo zarandeó por el cuello y lo arrastró lejos de la mesa, el mantel y todo lo que estaba encima cayó al suelo con un estruendo ensordecedor. Judd se apresuró a tapar los oídos de Teresa y le dijo que fueran arriba, ¡de inmediato!
Poco después empezaron los gritos desde la planta baja. A veces a papá se le daba por dar lecciones… y éste parecía ser el caso de esa tarde.
El abanico de castigos tradicional era bien conocido por los miembros de la familia. Los golpes estaban a la hora del día; a veces utilizaba su cinturón o lo que tuviera a la mano. Un día había cortado a Aaron con un vidrio y otro había azotado a Angela con la plancha, lo que le había dejado unas marcas horribles en la espalda. Lo de este día parecía ser algo nuevo en el repertorio. Judd escuchaba desde la planta alta, apretando a Teresa contra su cuerpo y cubriéndole los oídos con fuerza.
En algún momento Judd se tendió en la cama, boca abajo como hacía siempre, y Teresa permaneció a su lado en silencio. Minutos después su padre empezó a llamarlo y se vio obligado a bajar.
Lo que vio hizo que temblara de miedo.
Parker había arrancado los cables de la lámpara que había volcado de un manotazo al llegar a la casa. Los sostenía delante de su rostro como si se tratara de las antenas de un insecto.
—Vamos Judd, ven aquí.
—¡¿Por qué tengo que hacerlo yo?! —preguntó Judd al límite del llanto.
Aaron se burló de él mientras hablaba. Movió los labios imitando las palabras de su hermano pero superpuestas con una mueca de desagrado. Cuando Parker se volvió hacia él, inmediatamente dejó de hacerlo.
—¿Crees que esto no va en serio? —dijo Parker dirigiéndose al inmovilizado Aaron.
Él no contestó.
—¿Y bien Judd? Estoy esperando.
—No quiero hacerlo.
—¡No me importa si quieres hacerlo o no! —Parker estalló como un volcán. Se le formaron arrugas debajo de la nariz cuando mostró los dientes superiores. Todos sus músculos del cuerpo se tensaron—. Ven aquí ahora mismo. Cuando te digo que hagas algo, ¡tú lo haces!
Y Judd sabía que así eran las cosas. Tenía sólo siete años pero era una lección que había aprendido hacía tiempo. No servía de nada negarse a obedecer los pedidos de su padre; sólo complicaba las cosas.
Se acercó y tendió una mano temerosa hacia los dos cables. Judd observó los extremos sin el plástico protector y siguió el cordel hasta el extremo enchufado al tomacorriente. Parker lo sacudió para que lo agarrara.
—Esto es para los dos —dijo Parker en tono reflexivo—. Nunca. ¡NUNCA! Toméis algo que me pertenece, mucho menos MI DINERO. Si alguna vez uno de vosotros, o la madre inservible que tenéis, echa mano sobre MI DINERO… lo moleré a golpes y lo prenderé fuego ¿Queda entendido?
Los dos asintieron automáticamente. Ahora que Judd estaba a pocos centímetros de su padre podía oler el vaho concentrado del alcohol. Hacía tiempo que se había prometido que nunca probaría una gota de alcohol (promesa que rompería a los quince años con un grupo de amigos).
—¡Agarra los cables de una puta vez, Judd!
Judd se sobresaltó cuando Parker acercó peligrosamente los cables a su rostro. Los aferró con fuerza y los observó con horror; no como si se tratara de algo peligroso, porque aquello era algo peligroso. Lo más peligroso que podía existir. La electricidad podía matarte. Todos sabían eso.
Y sin embargo allí estaba Aaron, que lejos de facilitar las cosas las complicaba todavía más. Judd no tenía una buena relación con su hermano mayor; normalmente era éste quien lo golpeaba y maltrataba cuando sus padres no estaban cerca. Lo odiaba. Ahora él lo observaba con el rostro desafiante, con una mirada penetrante que decía: atrévete… atrévete a hacerlo y después arreglaremos cuentas… tú y yo, hermano menor.
En sus fantasías, normalmente Judd se vengaba de Aaron haciéndole cosas horribles. En ellas quería que sufriera y le pidiera perdón por todo lo que le había hecho. Pero una cosa era imaginar cosas y otra muy distinta llevarlas a cabo. Judd no se creía capaz de causar un daño grave a Aaron, pero tampoco se sentía capaz de desobedecer a su padre. Estaba en un serio dilema.
—En el brazo, Judd —dijo Parker con suavidad.
La mente de Judd se puso en blanco. Acercó las dos puntas de cobre al brazo de su hermano sintiéndose aletargado, como si su mano no le perteneciera y hubiese tomado las riendas de las decisiones de su cerebro. Cuando los cables entraron en contacto con la piel de Aaron, ocurrieron muchas cosas al mismo tiempo. Primero, un chispazo azul se formó en la zona de contacto junto con el consiguiente zumbido eléctrico. Inmediatamente una marca oscura apareció en el brazo de Aaron y éste se sacudió con violencia y gritó.
—Ahora repite —dijo Parker con tono de predicador—. No volveré a robar tu dinero.
Aaron respiraba con dificultar. Su rostro reflejaba un odio extremo, pero estaba reservado a Judd en casi su totalidad.
—Pensaba reponer el dinero —dijo Aaron sin mirar a su padre.
—Eso no es suficiente. Repite lo que te he dicho.
Vamos, hazlo, ¡repite la frase! Quizás si lo haces las cosas pueden terminar aquí.
Aaron guardó silencio.
—Otra vez Judd, en la pierna. ¡HAZLO!
Y Judd obedeció. Esta vez incluso hizo que los cables permanecieran más tiempo en contacto con la piel de su hermano. El grito fue escalofriante y junto con el chispazo apareció un olor a piel chamuscada. Aaron tembló durante unos segundos incluso después de la descarga. Si la casa hubiera tenido una instalación eléctrica apropiada los fusibles hubieran interrumpido el suministro de inmediato. Como no había fusibles, podrían seguir con el juego indefinidamente…
—¡Repítelo, hijo de puta! ¡No volveré a robar tu dinero!
Judd se las había arreglado hasta el momento para no quebrarse, pero los gritos de su padre y la furia en el rostro de su hermano hicieron que ocurriera lo inevitable. Las lágrimas brotaron de sus ojos en silencio y le nublaron la vista. Deseó más que nunca correr a su habitación y tenderse boca abajo para dar un paseo con su amiga la oscuridad. Lo deseó más que nada.
Ante la falta de respuesta, Parker levantó la camiseta de Aaron y la introdujo en el cinturón con que lo había amarrado. Como el chico no podía mover los brazos no pudo evitarlo por más que se sacudió todo lo que pudo. La siguiente descarga fue en su estómago y Judd otra vez se permitió extender un poco más su duración. Las piernas de Aaron se pusieron tiesas ante aquella descarga; pero tanto Judd como Parker estaban de costado, fuera de su alcance. Era increíble su resistencia. Seguía destilando furia, pero ahora en sus ojos se podía entrever cierto cansancio, o pérdida de foco en sus pensamientos. Si seguían aplicándole descargas era probable que perdiera la consciencia, o que le diera un ataque, o quién sabe qué cosa. Judd sintió con la última descarga una liberación de adrenalina imposible de pasar inadvertida. Aaron era malo con él y finalmente le estaba devolviendo un poco de su veneno. Seguía llorando, y estaba aterrado, pero una parte de él también se sentía triunfal ante aquella victoria con su hermano.
—¡¿Vas a repetirlo o no?! —el tono de predicador había desaparecido y ahora Parker estaba exasperado. Cualquiera que lo conociese (y ellos lo conocían muy bien) sabía que su paciencia estaba a punto de acabarse— ¡REPÍTELO! No me detendré hasta que lo repitas y lo sabes. Hazlo, o la próxima va en el pito. Tú elijes.
Parker se acercó para quitarle los pantalones, pero entonces Aaron abrió la boca y pronunció las palabras lo mejor que su estado le permitió.
—No volveré a robar tu dinero —balbuceó.
Parker quedó conforme. Desenchufó el cable de la lámpara y lo llevó a la cocina. Cuando regresó, Judd seguía de pie junto a su hermano amarrado, con el rostro húmedo y la mirada perdida.
—¿Vas a desatarme o qué? —preguntó Aaron aunque no estaba claro a quién iba dirigida la pregunta.
Judd se volvió, dispuesto a marcharse a su habitación y tenderse en la cama de una vez por todas. Teresa lo observaba desde el rellano de la escalera, en la planta alta. Tenía el rostro cubierto de lágrimas. Él le había pedido a su hermana que no bajara y ella había cumplido, pero desde allí había observado todo.
Judd levantó la cabeza de la almohada. Sus ojos le dolieron al enfrentar la dureza de la luz artificial. Se sentó en la cama e hizo crujir las articulaciones de la espalda. Clavó la vista en la mesilla de noche, donde escondía el Ruger. Sabía que faltaba poco para sacarlo, pero todavía no era el momento.
Cuando salió del sótano se aseguró de cerrar la puerta tras de sí. El anillo con todas las llaves de la escuela estaba colgado de su cinturón. Le dio un golpecito que acompañó con una sonrisa, como un oficial de policía lo haría con su pistola.
Por extraño que resulte, se sintió agradecido por el recuerdo que había tenido en su habitación acerca de la experiencia con Parker y Aaron, el día de la electrocución. Junto a la puerta había dos máquinas expendedoras de dulces y mediante un tirón fuerte les arrancó los cables. Los enrolló y se guardó uno en cada bolsillo del pantalón. Otra vez, recordó a Aaron apresado en la silla, y convino en que los cables serían incluso más útiles que un cinturón.
Salió de la cafetería y se dirigió a la biblioteca. No prestó atención a la pizarra, e incluso aunque lo hubiera hecho no se hubiese dado cuenta de las nuevas inscripciones junto a cada frase. Fue directo a la parte trasera, donde se suponía que debía estar Michael, pero como había supuesto, no estaba allí.
Regresó sobre sus pasos hasta el corredor central.
Estaba solo.
El silencio le resultó embriagador. Permaneció de pie durante un tiempo indefinido, y hubiera seguido así de no ser por un golpe en la pierna derecha. Cuando bajó la vista vio la bolsa de tela que había traído consigo. Se agachó y desanudó el cordel para poder abrirla. Los tres gatitos que estaban en el interior salieron y caminaron en direcciones diferentes. Uno de ellos se trepó a una de sus botas.
Judd sonrió.
Tenía trece años y últimamente se había permitido alimentar la idea de que las cosas podían salir adelante. Era una idea peligrosa, porque uno podía crearse falsas expectativas, pero había ciertos indicios alentadores. Su madre había abandonado a Parker y se habían mudado a Connecticut, a un pueblito sucio llamado Titus Pond ubicado entre Bridgeport y Hamden. Sus habitantes se dedicaban casi exclusivamente a la pesca, o trabajaban en la fábrica de plásticos Lusex c. o., pero era un sitio relativamente decente para vivir. Además Walt, su padrastro, era vendedor y viajaba casi todo el tiempo, así que tenían la casa para ellos solos. Incluso Judd, con sus limitaciones naturales, comprendía que la aparición de un hombre como Walt, que se hizo cargo de cinco niños y se los llevó a vivir consigo, era un milagro del Señor.
Otra buena noticia era que Aaron ya no estaba con ellos. Acababa de cumplir los dieciocho y según sus propias palabras no iría a echar raíces de aburrimiento a un pueblo mugroso de pescadores, por lo que se fue a vivir con su novia a una pocilga de adictos a la heroína. Judd esperaba no volver a verlo. Si el Señor realmente se mostraba dadivoso con ellos, entonces podía fulminarlo con una sobredosis.
Su madre estaba mejor. Nunca le darían el premio a la madre del año, pero el alejamiento de Parker definitivamente la ayudó. Seguía con sus coqueteos con la bebida, y sus periodos de trabajo eran intermitentes, pero al menos se ponía bonita cuando venía Walt y el hombre no parecía arrepentido de haber llenado su casa de niños ajenos. Walt sentía por Teresa un aprecio especial. La niña rápidamente empezó a llamarle papá.
Judd no hablaba mucho con su padrastro. Se había convertido en un niño gigante para su edad y su carácter huraño comenzaba a hacerse presente. Normalmente prefería estar solo, cosa que Walt había aceptado y respectaba. Se había sellado entre ellos un pacto tácito que funcionaba para ambos.
La nueva escuela era mucho más pequeña, y Judd inmediatamente había sido rotulado como el niño extraño de Nueva York. No trabó amistades, pero nadie quería enfrentarse a una mole de ochenta kilos. Fue en la escuela donde empezó a escuchar las primeras historias de la casa de Larry McMannus, un viejo que había muerto unos años atrás y que todo el mundo conocía. Larry no había tenido hijos y ningún pariente apareció reclamando su propiedad. Al poco tiempo la casa fue saqueada y se convirtió en un sitio emblemático para los adolescentes del pueblo. Estaba ubicada en un camino de tierra que nacía detrás de la fábrica de plásticos. Los habitantes habían preferido trasladarse poco a poco de aquella zona y construir sus casas en el oeste. La que había pertenecido a Larry era una de las pocas que quedaban por esa región. Durante un tiempo resultó el sitio perfecto para organizar fiestas con la música a todo volumen, e incluso algunos niños la visitaban esporádicamente como parte de sus expediciones aventureras.
Pero el uso de la casa de Larry como punto de reunión tendría sus días contados. Un grupo de adolescentes se topó allí con el cadáver de una mujer en el año 1976. Se reveló más tarde que la mujer había sido víctima de mutilaciones en las piernas y uno de sus brazos, lo cual causó un gran revuelo en su momento. El hallazgo de un cuerpo en semejante estado no era común por aquellos años, especialmente en lo que, en palabras de Aaron Wilson, era un pueblo mugroso de pescadores.
El lugar se convirtió en zona prohibida desde entonces. Todos los padres de Titus Pond hacían hincapié a sus hijos en lo peligroso que era dirigirse allí, aunque la investigación que tuvo lugar oportunamente había arrojado que la mujer era de Nueva York y que su cuerpo había sido abandonado en la casa de Larry McMannus mucho después de haber sido asesinada.
El incidente tuvo lugar tres años antes de la invasión Wilson a casa del bueno de Walt, sin embargo a Judd el lugar lo fascinó de inmediato. Había empezado a entender la importancia de la soledad y la relación entre ella y la casa abandonada fue instantánea. Una noche decidió que la visitaría en su bicicleta, sólo para echar un vistazo y ver cómo se sentía.
Y se sintió de maravilla.
Durante las primeras visitas simplemente pasaba el rato allí. Tenía una linterna potente que utilizaba para desplazarse por la casa y ocasionalmente llevaba algunas velas. Igualmente prefería las noches de luna, donde no era necesario nada de eso. Se familiarizó con la casa. Estaba en un estado deplorable, pero los techos estaban en su sitio y no entraba la lluvia. Una de las habitaciones contaba con un armario empotrado en la pared cuyas puertas de madera habían perdurado milagrosamente. Judd había supuesto que eran de una calidad tan mala que nadie se había tomado la molestia de desprenderlas para llevárselas. Aquél armario se convirtió en su santuario.
Con el correr del tiempo fue adquiriendo confianza y las excursiones en bicicleta a la casa de Larry se hicieron más frecuentes. A veces dos o tres veces a la semana. Se marchaba de noche, cuando su hermano Lester, con quién compartía la habitación, estaba dormido. Nunca lo descubrieron. Eran casi tres kilómetros en bicicleta, y el trayecto podía insumirle una media hora, por lo que no era mucho el tiempo que podía permanecer en la casa. Normalmente se quedaba una hora. En ocasiones extraordinarias se permitía permanecer un poco más.
El día que llevó a los tres gatitos se convirtió en una jornada extraordinaria. No sólo pasó un rato agradable en soledad, sino que además incorporó las nuevas adquisiciones a su colección en el santuario. Se acercó con una sonrisa y arrastrando la bolsa vacía. Los animalitos maullaban mientras exploraban la habitación, pero no les serviría de nada. Allí no había nadie a quien pudieran llamarle la atención.
Para ocultar el santuario en el armario había dispuesto delante de éste una pila de maderas que había sustraído de distintas partes de la casa y troncos que había recogido de los terrenos periféricos. Cada vez que quería acceder a su santuario debía quitar todas las maderas y las ramas, lo cual le demandaba unos diez minutos de trabajo ininterrumpido. Era tedioso y consumía minutos valiosos, pero se había dicho que si alguien concurría a la casa a pesar de las historias que pesaban sobre ella, difícilmente se tomaría el trabajo de quitar toda aquella basura sólo para curiosear detrás. Y el razonamiento debió haber sido correcto, porque hacía más de un año que Judd visitaba la casa y nadie había profanado su santuario desde entonces.
La noche en cuestión había luna llena. Judd se dirigió a la habitación y quitó las maderas y las ramas con presteza, colocándolas en el otro extremo para devolverlas a su sitio más tarde. Abrió las puertas de madera del armario y ahora sí encendió su linterna para explorar el interior. Desvió el haz de un lado a otro para apreciar su colección privada.
El olor a putrefacción hizo que arrugara la nariz. En la pared trasera del armario había tres filas de clavos largos. De la fila de más abajo pendían los cuerpos sin vida de dos ardillas y un mapache; sus primeras adquisiciones (aunque él no los había matado, sino encontrado al borde de la ruta). El gato que pendía de uno de los clavos superiores, en cambio, sí había sido elegido por él específicamente. Había pertenecido a los Marshall, que vivían justo frente a su casa.
Amanda Marshall iba a su curso en la escuela. Era una de las chicas populares y Judd nunca había sido detectado por su radar de chicos cool. A veces se cruzaban fuera de la escuela y ella fingía no verlo, y esa había sido la razón por la que había elegido a su gato (Chester, según creía) para que acompañara a las ardillas y al mapache en el santuario. No había razones más complejas que esa.
Pero matar a Chester no había sido sencillo. El jodido gato parecía tener un sexto sentido para el peligro y se lo había puesto difícil. Judd había tomado nota mental para la siguiente vez.
Los tres gatitos caminaban de un lado a otro maullando mientras investigaban el nuevo entorno, sondeando cada paso con sus patas temblorosas y balanceando sus cabezas desproporcionadas. Eran las crías de la gata de la señora Kennedy, la dueña del almacén una calle arriba. La señora Kennedy no perdía oportunidad de hacerle saber a quién quisiera escucharlo, que juntarse con esa mujer con todos esos niños había sido el peor error que Walt podía haber cometido. Decía que podría haber conocido a una mujer, haber tenido hijos propios, y no liarse con una forastera cuyos hijos se habían criado con un lunático. Judd estaba de acuerdo con lo del lunático, de hecho estaba de acuerdo también con las ventajas del resto de las opciones de Walt, pero con lo que no estaba de acuerdo era con la displicencia con que la señora Kennedy opinaba de la vida ajena, como si se tratara de un derecho adquirido. La gata de la señora Kennedy había tenido crías tres semanas atrás. Fue sencillo introducirse en su casa por una ventana y llevárselas. La mujer pasaba casi todo el día en el almacén, hablando de lo bellos que eran los gatitos de Petunia, y de su otro pasatiempo favorito: la vida del prójimo.
Judd volvió a introducir a los gatitos en la bolsa, lo cual los molestó un poco, y cerró el lazo en el extremo con un doble nudo. Sabía que no podría matar a los gatitos con sus propias manos; no era una bestia.
Sostuvo la bolsa con una mano, de pie en el centro de la habitación, meciéndose como si flotara una música suave a su alrededor. Cerró los ojos y se dejó llevar por la inexistente melodía. Los gatos se enredaron dentro de la bolsa y protestaron, pero el quejido formó parte de la realidad lejana de la que Judd se aislaba cada vez más. Esbozó una sonrisa.
Sus días de sufrimiento habían quedado finalmente atrás. Sin Parker ni Aaron hostigándolo todo el tiempo había sido mucho más fácil encontrar su camino. Además su cuerpo estaba desarrollándose verdaderamente rápido; tenía el tamaño de alguien tres o cuatro años mayor y era algo que estaba aprendiendo a aprovechar a su favor. Los otros niños nunca lo molestaban; ni siquiera los más grandes. Sabía que lo consideraban…
Raro.
Entonces abrió los ojos. Alzó el brazo que sostenía la bolsa, de manera que ésta quedó separada de su cuerpo. Dio una vuelta rápida y avanzó a toda velocidad hacia la pared. Antes de alcanzarla se detuvo abruptamente pero soltó la bolsa, que se estrelló contra la pared con un chasquido seco de huesos rotos y lamentos felinos.
Corrió hacia la bolsa y volvió a agarrarla. Desde el interior un único maullido lastimero se hizo audible. Era presa de un frenesí primitivo e irrefrenable. Repitió el lanzamiento, esta vez con más fuerza. En su cabeza escuchaba la voz chillona de la señora Kennedy…
Esa mujer no es buena para Walt.
Golpe.
¡Y con todos esos niños!
Golpe.
Walt podría haber conocido a otra mujer, tener hijos propios.
Golpe. Golpe.
Estrelló la bolsa unas diez veces, hasta que no escuchó más que huesos quebrados en el interior.
Cuando terminó respiraba agitado. El aire calentado por su organismo manaba de su boca convertida en un rectángulo de dientes desparejos. Una nube blanca crecía y desaparecía intermitentemente mientras su respiración se regularizaba. Pensaba en la señora Kennedy, y en si debería llevarle uno de los gatitos muertos y dejárselo en el buzón como muestra de agradecimiento por todos sus comentarios desatinados.
Depositó la bolsa en el suelo y se arrodilló junto a ella. Al abrirla y echar un vistazo con la linterna comprendió que los diez golpes habían sido excesivos. Se encontró con un estofado de gatos: una amalgama de sangre oscura con entrañas y trozos flotantes de cartílagos. No podría haber recuperado un cuerpo ni aunque se lo hubiese propuesto; ni siquiera uno fracturado.
Se tendría que conformar con los cráneos, así que se dispuso a buscarlos.
Judd permaneció unos minutos reverenciales frente a las puertas del armario, su santuario. Cuando las abrió, hizo lo propio con sus ojos, que habían permanecido cerrados todo el tiempo. Allí estaban las ardillas, el mapache, el gato de Amanda Marshall y los restos de los gatitos de la señora Kennedy. El estado de descomposición avanzado no hizo que dejara de contemplarlos durante un largo rato. En su mente soñaba con más.
Kathleen estaba en la administración, al final del corredor del ala Oeste. Paul acababa de marcharse. Ella seguía sentada con las manos entrelazadas sobre el escritorio de Wendy Coleman.
¿Por qué Paul me ha tocado?
No se tragaba ni por un segundo lo que le había dicho acerca de la temperatura; tenía que haber algo más. Fue evidente en su rostro que esperaba algo distinto y que se sorprendió cuando ella lo increpó.
Se puso de pie. Había sido una suerte que Paul entrara en ese preciso momento y no después. De haber sido así se hubiera visto en la necesidad de dar más explicaciones de las que hubiese querido. Había sido un descuido de su parte no cerrar la puerta desde adentro, cosa que era posible en la administración. No cometería dos veces el mismo error. Fue hasta la puerta e hizo girar el seguro hacia la izquierda. Probó el picaporte para verificar que en efecto la puerta estaba cerrada y se dirigió al archivo. Entró y caminó entre las estanterías como lo había hecho Paul un momento atrás. Se agachó frente a uno de los archivadores metálicos y del bolsillo del pantalón extrajo las llaves de su casa. Las observó con incredulidad, como si sirvieran para abrir las puertas de un castillo en un reino imaginario. Entre las llaves había una más pequeña que el resto. La utilizó para abrir el último cajón.
Dos años antes de la tragedia del aula 19 y uno antes de que tuviera la confirmación de que su esposo la engañaba con la vecina, Kathleen sabía que su matrimonio se estaba desmoronando como un castillo de naipes. Tenían un hijo que por entonces tenía tres años, pero ni eso parecía ser suficiente para recomponer el vínculo entre ellos. Quizás fue este cuadro el que desencadenó la adicción de Kathleen por la bebida, o quizás ya había empezado pero no se había dado cuenta. El modo en que el alcohol se apodera de nosotros es endiablado, lento y elegante como el andar de una gacela; mucho más sutil que el de otras drogas.
Las sospechas de Kathleen acerca de la infidelidad de Sean no provinieron del hallazgo de lápiz labial en el cuello de su camisa, perfume ajeno impregnado en su ropa o inconsistencias en su agenda laboral; provenían sencillamente de la temperatura en el trato diario. La calidez entre ellos había desaparecido para ser reemplazada por un tibio formalismo. Al principio quiso atribuirlo al esfuerzo laboral que él estaba llevando a cabo para garantizarse un futuro; habían soñado juntos con la posibilidad de que el bufete lo asociara en el algún momento. Era un bufete mediano y era probable convertirse en asociado a una edad temprana si uno se esforzaba lo suficiente. Sin embargo cuando finalmente ocurrió no se convirtió en el gran acontecimiento que habían proyectado.
Durante esos largos días, su rutina se convirtió en una prueba constante. Regresaba de la escuela a las seis treinta, despedía a Molly y le preguntaba por las novedades de Peter, y se dirigía a la habitación de su hijo para besarlo y quizás jugar un poco con él. Entonces se servía el primer vaso de vodka. Fue ese el momento en que los tragos, que al principio estaban circunscriptos a las noches, se hicieron presentes también en la tarde. El primer movimiento grácil de la gacela.
Sabía que tenía que hablar con Sean. Tenía que sacar a relucir lo que sentía. Tenía que decirle que era evidente que algo les estaba ocurriendo. Era sencillo hacerlo en su cabeza.
¿Tú también lo notas? No quiero convertirme en mi madre, Sean, no quiero, por favor. No quiero criar un hijo yo sola y despertar la lástima de todo el mundo porque he sido abandonada. ¿Me ayudarás a que no sea así?
Resultaba sencillo ensayar las palabras mentalmente sentada en la sala de la casa. Era sencillo incluso darse valor para convencerse de que ese sería el día en que hablaría con él, le diría todo lo que pensaba y vencería esa barrera indestructible que siempre se había cernido sobre ella y que había impedido que los demás la vieran realmente.
¿Eso quieres?
Quería salvar su matrimonio.
Pero cada noche, cuando Sean regresaba, encontraba la comida fría y a su descoordinada mujer que apenas podía servirla. Comían en silencio, porque Kathleen no quería hablar frente a Peter cuando estaba ebria, y la charla pendiente nunca tenía lugar. A veces llegaba tan cerca… se aproximaba a Sean buscando las palabras que con tanta facilidad había prefabricado durante la tarde, pero entonces no salía ninguna y rompía en llanto.
Cuando estaba sobria nunca lograba acercarse tanto. No lloraba, ni balbuceaba como un niño pequeño que está aprendiendo a hablar, pero se bloqueaba y era invadida por la sensación de que Sean le diría que no sabía de qué le hablaba, que las cosas eran como debían ser, que era sólo su imaginación. O peor que eso… le diría que él también sentía que las cosas no eran como antes, ¡qué bueno que lo mencionaba! Quizás era el momento de poner fin a la relación. Estaba claro que su matrimonio no había sido una buena idea.
Viendo las cosas en retrospectiva (y para ser justos con Sean), era altamente probable que el engaño con Elisabeth todavía no hubiese empezado en aquella época, cuando el matrimonio evidenció sus primeros signos de deterioro. En cierto sentido, el miedo de Kathleen a lo que finalmente se convirtió en una realidad, se encargó de separarlos cada día un poco más. Pasó un periodo de tiempo prolongado en el que no tuvieron sexo, básicamente porque ella prefería pasar las noches bebiendo sola en la sala, a veces hasta media botella de vodka por noche. En las pocas ocasiones en que mantuvieron relaciones durante aquél periodo fue un acto mecánico y desapasionado.
El presupuesto en bebida debió ser otro indicador. Empezó a comprar bebida por su cuenta y a esconderla fuera de los lugares donde normalmente la conservaban. Guardaba algunas botellas en el armario de su habitación, junto a los zapatos, y en el garaje, dentro de cajas con trastos viejos. El segundo acto de la gacela consiste en empezar a asimilar la realidad, pero a esconderla de los demás. Kathleen no era estúpida, sabía que Sean se daba cuenta que estaba tomando más de lo normal, pero también creía que mientras no tuviera conciencia de cuánto tomaba, las cosas estarían bien. Por eso se escabullía de la casa antes de acostarse, a veces envuelta en su propia bata de toalla y balanceándose como una campana, para tirar las botellas vacías en el cubo de basura de la esquina.
Resultaba difícil para Kathleen adivinar cuándo había comenzado exactamente el romance entre Sean y Elisabeth Wells. Ella nunca se lo preguntó, ni siquiera para saciar su curiosidad. Pero debió ocurrir en algún momento entre el distanciamiento entre ellos y el episodio en la cocina.
El episodio de la cocina era una manera elegante de referirse al día en que Kathleen casi pierde su pierna.
Kathleen había empezado a tomar alcohol en su adolescencia, pero había obtenido su maestría en la adultez. Conocía perfectamente los límites y lo que traía aparejado cruzarlos. Sabía qué era una dosis inofensiva, una problemática y una demoledora. Los límites se iban desplazando suavemente conforme pasaba el tiempo (tercer acto mágico de nuestra amiga la gacela dócil) pero aun así ella los conocía a la perfección. La paradoja era que conocerlos no ayudaba en absoluto a no cruzarlos, simplemente le permitía imaginar las consecuencias con un poco de antelación, lo cual en sí no servía de mucho. Dos o tres veces a la semana Kathleen consumía más de una botella de vodka por noche; un pasaje sin escalas a la última estación, que terminaba con ella inconsciente en el sillón de la sala o sentada en el suelo de la cocina, hasta que despertaba en medio de la madrugada y se acostaba. A veces ni siquiera despertaba y era Sean quien la encontraba en algún lugar de la casa, tendida de costado como un muñeco inanimado.
Pero había excepciones. A veces no le era posible predecir algunas reacciones, establecer los límites. El fenómeno podía resultar de lo más desconcertante. No sabía si tenía que ver con su estado de ánimo, su ciclo menstrual o qué demonios. Lo cierto es que en ocasiones, una dosis razonable de alcohol que en otras circunstancias alcanzaría apenas para nublar sus pensamientos, hacía que su cabeza se convirtiera en un volcán en erupción. Entonces perdía rápidamente la capacidad de pensar con claridad, su habilidad de coordinación se iba al traste y se sumía en cuestión de minutos en un estado depresivo profundo. Kathleen llamaba a estas borracheras las emputecidas.
Afortunadamente no ocurrían con mucha frecuencia, pero fue el caso de la noche en que prendió fuego la cocina de su casa.
Eran las siete. Acababa de poner un trozo de carne en el horno y había tomado un cuarto de botella de ron. Sean le había dejado un mensaje en el contestador diciéndole que regresaría un poco más tarde, después de las ocho. Había escuchado la voz grabada tendida en el sillón, vaso en mano. Un mensaje. Eso era lo que recibía de su esposo. Un maldito mensaje en el contestador telefónico. En ese momento pensó que las cosas entre ellos tenían que estar definitivamente jodidas para haber llegado a semejante extremo. Si Sean no se sentía cómodo con ella para decirle algo tan simple como que regresaría más tarde a casa, entonces no había esperanzas para ellos. Era imposible.
Regresó a la cocina arrastrando los pies, con las palabras grabadas resonando en su cabeza. Peter, que estaba sentado en el sillón mirando televisión, apartó la atención del canal Discovery kids y la observó en silencio. Peter era un niño silencioso por naturaleza, pero parecía haber desarrollado un sentido especial para saber cuándo era conveniente no molestar a su madre. Este era uno de esos días.
Pasó la siguiente media hora bebiendo directamente de la botella, sentada en el suelo de la cocina. De tanto en tanto se asomaba por la ventanita del horno y observaba la carne asándose. Aquél trozo de carne oscuro se le antojó más interesante que su propia vida. Su familia se desmoronaba y en su trabajo sería directora de admisiones por los próximos veinte o treinta años. La falta de metas era una de sus obsesiones. Se sentía fatal.
Para colmo sentía que se venía una de las emputecidas. Podía intuirlas, como un cacique predice el mal tiempo.
Una palpitación en la frente empezó a atormentarla. Aquella palpitación no desaparecería hasta el día siguiente, lo sabía. Se llevó la botella a la boca y bebió hasta que las paredes de la garganta se llenaron de insectos que le picaron todos al mismo tiempo. Las lámparas de la cocina le dispararon destellos más brillantes que de costumbre.
—¡¿Por qué?! —gritó de repente a la cocina vacía. Pero entonces recordó que Peter estaba en la habitación contigua y procuró recomponerse. Entonces repitió ahora en voz baja— ¿Por qué?
Intentó ponerse de pie, pero sus tacos resbalaron en el suelo y dejó de intentarlo. Bebió otro trago y observó la botella con incredulidad. ¿Había bebido una botella completa de ron? ¿Podía ser posible? No lo creía, pero ahí estaba la prueba. La quiso colocar delicadamente en el suelo, a su lado, pero a último momento su brazo se aceleró y la golpeó con tanta fuerza que fue un milagro que no se rompiera.
Empezó a llorar. La palpitación en la sien no la dejaba pensar con claridad. ¡Quería ponerse de pie!
Se arrastró hasta la mesa en el centro de la cocina. Fue necesario tal esfuerzo, que al llegar volvió a sentarse ahora contra la pata de madera. La cabeza le pesaba mil kilos. Estiró un brazo para asirse del borde de la mesa y tras dos intentos lo logró. El filo de la mesa se movía de un lado a otro, como la proa de un barco en altamar. Tiró de su brazo para levantarse y pensó que lo estaba logrando, pero su percepción alterada no le permitió advertir que no era ella la que se estaba moviendo, sino el mantel a cuadros, y sobre él algunos implementos culinarios y una base de madera con cinco cuchillos incrustados en ella.
En ningún momento entendió lo que ocurría. Realmente creyó que se estaba poniendo de pie aunque sus piernas estaban en el mismo lugar y el ángulo con que observaba la cocina no se modificaba. Pero este era un análisis demasiado pretencioso para su estado. Algunos utensilios cayeron al suelo y ella se sorprendió. Cuando cayó el soporte con los cuchillos, el mantel cedió de pronto y algo primitivo encendió una señal de alarma en Kathleen, que cubrió su rostro con las manos y lanzó un grito ahogado. Tres de los cuchillos cayeron a su derecha. Las hojas causaron una sucesión de aplausos metálicos al chocar con la cerámica del suelo. El cuarto de los cuchillos aterrizó en su regazo, pero lo hizo de costado. El quinto se le clavó en el muslo hasta la mitad.
Sintió un dolor arrollador. Como si la pierna entera se le hubiese prendido fuego. Gritó con todas sus fuerzas. La conmoción y el dolor hicieron que lograra hallar un hilo de cordura y que pudiera elaborar un pensamiento coherente. Debía llamar al 911. Había gritado y debía evitar que…
Pero era demasiado tarde.
Peter estaba de pie en el umbral de la puerta.
Y allí estaba ella. ¡La madre del año! Tendida en el suelo de su propia cocina, con el cerebro inundado de ron y un cuchillo clavado en el muslo derecho. Perfecta para la cubierta del próximo número de «Padres ejemplares».
—Mami está bien —dijo como pudo.
Peter la observaba con ojos que decían que entendía perfectamente que mami no estaba bien. Llevaba puesto un jardinero con un oso estampado en la pechera. La tela de la prenda era celeste con finas líneas blancas en sentido vertical. El niño tenía las manos en los bolsillos.
—Mami está jugando —articuló Kathleen deteniéndose en cada silaba el doble de lo normal—. Anda Peter, tráele a mami el teléfono…
El niño corrió hacia la sala y segundos después regresó con el teléfono.
—Ve a ver la televisión, Peter —dijo con lágrimas en los ojos.
Aferró el teléfono y marcó el 911. Le explicó a la operadora la emergencia y ésta le dijo que no se moviera, que una ambulancia estaría allí en diez minutos. Después habló con Sean. Tanto él como los paramédicos llegaron a la casa casi al mismo tiempo.
Esconder bebida en su propio despacho hubiera sido una estupidez mayúscula. Además, Kathleen sabía que a Judd se le daba por merodear por allí algunas noches. Había detectado objetos fuera de su sitio más de una vez. No sabía si se trataba de recorridos de rutina, lo cual hubiera estado bien, o había algo más. De cualquier manera, el cuidador no era la verdadera razón por la que no había escondido allí la bebida. La verdadera razón era que si alguien descubría accidentalmente su existencia, no podría negar que le pertenecía si estaba en su despacho. Si bien se las había arreglado para mantener sus problemas con el alcohol fuera de la escuela, sería muy fácil para cualquiera sacarlos a la luz con tal solo escarbar un poco en su vida.
Así pues había elegido aquél archivador en la administración. De haber preguntado al personal de la escuela qué había allí, todos hubieran respondido que no lo sabían y que no sabían exactamente a quién pertenecía. Kathleen era la única que disponía de una llave para abrirlo. Dentro había una serie de publicaciones viejas, mayormente boletines oficiales, y debajo de éstos una botella de agua cuyo contenido no era tal precisamente.
Sacó la botella y la abrió. Se sentó contra el archivador como más de diez años atrás lo había hecho en la cocina de su casa. Miró con desgano su muslo izquierdo. Debajo de la tela de su vaquero estaba el miserable recuerdo de aquella fatídica noche. Bebió un trago de vodka puro.
Si alguna vez descubrían que guardaba alcohol en la escuela su carrera se convertiría en historia en una milésima de segundo. No habría lugar a negociaciones, ni tiempo para dar explicaciones…, sería una consecuencia inmediata. Y no solo eso; su participación en el sistema educativo se habría acabado para siempre. ¿Entonces por qué lo hacía? Para empezar, rara vez bebía dentro de la escuela. Le gustaba considerar a la botella como un reaseguro. Sólo saber que estaba allí, al alcance de la mano, era suficiente para mitigar el deseo de beber. Recurría a ella sólo en situaciones extraordinarias, como la que ahora se presentaba.
No recordaba la última vez que se había encerrado en el archivo para beber un trago. Probablemente hacía más de tres meses. Su problema con la bebida parecía haber alcanzado un punto de estabilidad desde hacía unos cuantos años. Eso, para ella, había sido de por sí una victoria: contener el daño. Eliminarlo de raíz había sido un plan utópico en el que había creído alguna vez, pero del se había despedido con solemnidad. Impedir que creciera era, en cambio, un desafío con posibilidades razonables. Lo estaba logrando. Lo único que quería era poder desempeñar su trabajo con normalidad, pasar algunos momentos con su hijo, no mucho más que eso. Era lo único que le pedía a la bestia que alojaba en su interior. Si la bestia le permitía eso, entonces ella estaba dispuesta a darle a cambio todo lo que le pidiera. Todo. Todo por su carrera y por poder ver a su hijo y comportarse como una madre aunque sea unas horas.
Si perdía alguna de esas dos cosas, lo perdería todo. Y la bestia lo sabía perfectamente.
Cuando pasas diez minutos tendida en el suelo de tu cocina, con un cuchillo clavado en el muslo y escuchando como Bob Esponja le explica algo a Calamardo en la habitación contigua, donde, a propósito, también está tu hijo… ocurren varias cosas. La primera es que son los diez minutos más largos de tu vida, en los que tienes tiempo incluso para desarrollar tu propia teoría de la relatividad. Así que ahí estas, jugando a ser Einstein, y te dices a ti misma que has llegado al punto de inflexión, el punto del cambio. Porque lo que has hecho, a lo que has expuesto a tu hijo unos minutos atrás, es algo que nunca olvidará y que lo marcará para siempre. Y tú has sido responsable. Y no importa cuánto alcohol corra por tus venas, o que las palpitaciones en tu cabeza sean como cañonazos de guerra…, lo entiendes. Lo entiendes muy bien.
Pero entonces ocurre otra cosa. Una cosa inesperada. Sigues allí tendida, con ramalazos de dolor que parten desde la herida en tu pierna; la sangre no sale a borbotones, pero sí hay mucha. Supones que el cuchillo impide que salga más, como en las películas, pero vas a hacer lo que la voz del 911 te ha dicho, seguirás allí tendida hasta que llegue la ambulancia. Mientras tanto te convencerás a ti misma de lo diferente que serán las cosas de ahí en más, de lo buena madre que serás y todo eso. Y es ahí cuando escuchas la risa. La risa de la bestia burlándose de ti.
Aquí va un buen concejo Einstein, una lección básica: no puedes hacer que el tiempo vuelva atrás. Quizás un puñado de fórmulas con letras C y E prueben lo contrario, pero pongámoslo de este modo: TÚ no puedes hacerlo. No hay manera para un niño de tres años de retornar de la imagen de una madre con un cuchillo clavado en el muslo.
No la hay.
Podemos decirle a Peter que ha sido un accidente.
Sí, podían, y de hecho lo harían. El asunto es si él lo creería toda su vida o en algún momento se dará cuenta.
Los días posteriores al incidente en la cocina (como Sean y Kathleen se referían a él) fueron ciertamente intensos. Por primera vez en mucho tiempo hablaron de los problemas que atravesaban. Si bien lo hicieron únicamente porque se vieron forzados a hacerlo, al menos lograron dar ese paso. Quizás algo bueno saldría de todo aquello, después de todo. El precio había sido caro, porque Kathleen debió usar muletas por casi tres meses, pero aun así podía ser que valiera la pena. En palabras de su médico, el hecho de que Kathleen pudiera caminar tras una operación de ese tipo sin secuelas visibles salvo una cicatriz de tres centímetros era todo un milagro. Si el cuchillo se hubiera clavado a cinco centímetros de donde lo había hecho, la historia hubiese sido completamente diferente. Así pues, tal vez, aquél había sido un duro llamado de atención, pero las cosas podían mejorar.
Pero no lo hicieron.
El plan era que Kathleen iría a Alcohólicos Anónimos, eso para empezar. Fue la condición de Sean para dejar las cosas como estaban. No podía permitir, según le hizo saber con la vista puesta en la alfombra de la sala, que el episodio de la cocina se repitiera y Kathleen pusiera en peligro su vida o la de Peter. Esto por no mencionar los problemas que podía acarrearle en la escuela. Kathleen prometió que iría a las reuniones y que dejaría de beber.
Cumplió con lo primero, no con lo segundo. Nunca se sintió a gusto en las reuniones. No conectó con aquellas personas, sentadas en círculo durante una hora, compartiendo intimidades primero y bocadillos después. No podía quitarse de la cabeza la idea de que muchos de ellos utilizaban las reuniones como punto de encuentro social. No es que no las necesitaran, o que no creyeran que las necesitaran, pero había un evidente grado de acostumbramiento por parte de algunos concurrentes; como si finalmente pertenecieran a algo. Kathleen lo odiaba. Odiaba exponerse ante un grupo de desconocidos para reconocer que un líquido trasparente podía dominarla y tenerla a merced. Kathleen nunca habló en las reuniones de la bestia con que convivía; de hecho nunca habló con nadie de eso. ¿Quién lo entendería?
Pero siguió concurriendo a las reuniones durante meses. Lo que logró con ellas fue perfeccionarse en el arte de ocultar botellas y a ser más precavida. Su meta no fue nunca dejar de beber (la bestia no lo aceptaría), sino aprender a controlarlo y a convivir con ello. Y lo logró. Era extraño salir de aquellas reuniones en AA y al dar vuelta a la esquina detenerse y abrir la gaveta y beber un trago. Sean tenía la costumbre de acostarse temprano y madrugar, por lo que las noches eran otro momento para beber un poco. Había encontrado escondites más elaborados que el armario junto a sus zapatos.
Siete meses después encontró a Sean con Elisabeth Wells en su propia cama y la posibilidad remota de volver el tiempo atrás se fue al fondo del mar amarrada a un ancla de mil kilos. La infidelidad de Sean le dio un cierre abrupto a una situación insostenible. Hasta era probable que en cierto modo Sean hubiese buscado ser descubierto. A fin de cuentas, ¡estaban en su propia casa! No hizo falta un perro sabueso para encontrarlos.
Consensuaron un divorcio amistoso, dentro de lo que cabe. Kathleen pasó momentos duros en los que debió aceptar la idea de que su matrimonio había fracasado. No tenía sentido pelear por algo que estaba muerto, por más doloroso que resultase. Sus miedos más profundos estaban cobrando forma: su romance con la bebida iba viento en popa y su marido la abandonaba, tal y como le había sucedido a su madre. Lo que tanto había temido toda su vida, y lo que se había dicho una y otra vez que no dejaría que le sucediera a ella, ahí estaba, repitiéndose detalle a detalle. Que su madre hubiera regresado a casa un día para descubrir que su marido había desaparecido y que nunca sabría más de él era una diferencia sutil. Eso, en la era moderna, se llamaba divorcio.
Lo único que le quedaba a Kathleen era su trabajo. Y por cierto, también lo único que la diferenciaba de su madre, quién había sobrevivido a base de pensiones estatales y la ayuda constante de sus hermanas. Ella estaba lejos de esta realidad, por ahora; era directora de admisiones y haría todo lo posible para ser directora algún día. Si podía ser pronto, mejor. Un logro semejante a una edad temprana haría que pudiera ser autosuficiente, sin depender de las ayudas ajenas, y darle a Peter todo lo que necesitaba. Había perdido dos batallas… no podía darse el lujo de perder la tercera.
La tragedia del aula 19 tuvo lugar un año después del divorcio. Su sueño de ser directora se hizo realidad, no del modo ideal, pero logró su objetivo a una edad que de otro modo hubiese resultado imposible. Si Kathleen hubiera podido escoger las circunstancias, éstas hubieran sido otras. No había podido. Tenía que ser directora a cualquier precio y lo logró. Punto.
Aquél fue un periodo difícil. Sean y Elisabeth Wells se casaron, lo que constituyó un revés aunque no estuviera dispuesta a aceptarlo ante nadie. Su discurso había sido siempre: es el padre de mi hijo, le deseo lo mejor, pero era una mentira grande como el Titanic. En el fondo ansiaba que las cosas entre Sean y Elisabeth no funcionaran; no para que él volviera a su lado, porque eso era un imposible, pero sí para que el camino a rehacer su vida tuviera al menos algunos contratiempos. Sólo algunos. Era el maldito asociado joven del bufete, contraía matrimonio en una ceremonia espléndida (según los dichos de su hermana en la peluquería) y se iría de luna de miel a Roatán, una isla centroamericana paradisíaca, con una mujer siete años menor que él a la que la gravedad parecía no afectarla.
Bien por él.
Pero las disputas con Sean no habían terminado y el trato entre ambos estaría a punto de volverse áspero como papel de lija. Una noche, aproximadamente un año después de la tragedia del aula 19, y dos del divorcio, Sean le habló por teléfono a la casa. Nunca lo hacía, por lo que supuso que algo malo le habría ocurrido a Peter, que ese fin de semana estaba con él y su flamante esposa anti gravitatoria.
Después de los saludos de rigor él dijo:
—Kathleen, será mejor que te busques un abogado.
¡Vaya frase! El mundo se ha ido a la mierda para que existan frases como esas entre dos personas civilizadas que se han amado alguna vez. Kathleen tuvo el impulso de responderle que ya se había buscado uno, que era ÉL, y que un día lo había encontrado con la vecina en la cama. En su lugar respondió:
—¿Qué sucede, Sean?
—Voy a solicitar al juez la tenencia permanente de Peter —dijo él con voz apagada.
—¿Qué?
—Creo que es lo mejor para todos, especialmente para él.
Kathleen guardó silencio mientras ensayó un puñado de respuestas, todas ellas inadecuadas. Se obligó a pronunciar una frase civilizada del tipo: ¿realmente crees que un juez debe decidir qué es lo mejor para nuestro hijo?, pero no pudo.
—Eres un grandísimo hijo de puta.
Y cortó.
La próxima llamada que recibió, dos días después, fue de un tal Lafferty, que se identificó como el abogado de Sean y que le preguntó si ya había designado a su representante legal para poder hablar con él. Ella le dijo que sí y le dio su nombre y número telefónico. Él se lo agradeció y le dijo que se pondría en contacto con el señor Murray cuanto antes.
Así fue cómo la siguiente decisión trascendental de sus vidas pasaría a ser tomada por el señor Lafferty y el señor Murray, y probablemente algún juez del estado. Dio comienzo la etapa John Grisham de sus vidas.
Una semana después Kathleen se reunió con su abogado y por primera vez comprendió la seriedad del asunto. El hombre, de unos sesenta años, de ojos celestes y barba blanca bien recortada, le dedicó una sonrisa fraternal y con tono afable le dijo que el caso no era sencillo. Estaban en la cocina de la casa. Kathleen había preparado café que ninguno de los dos probaría. El episodio de la cocina era el gran problema, le dijo. Si iban a juicio había grandes posibilidades de que se utilizara para demostrar su incapacidad como madre, alegando que si algo así volvía a repetirse pondría en peligro la vida de Peter. Lo triste del asunto era que eso era absolutamente cierto y Kathleen lo sabía. Si bien habían pasado casi dos años, y desde entonces no se había producido otro incidente similar, no tendría tanto peso a la hora del veredicto. Las reuniones en AA, a las que había dejado de asistir, servirían para demostrar el cambio, pero era difícil saber hasta qué punto. Murray le aconsejó que las retomara.
Había una cosa más.
—¿Qué? —preguntó Kathleen con incredulidad. ¿Qué más podía haber?
—Lafferty dice que tienen pruebas de que no has dejado la bebida —sentenció el abogado.
Al menos el hombre tuvo la amabilidad de no preguntarle si tal cosa era cierta. Seguramente lo advirtió en su mirada de todos modos.
Las chances no eran alentadoras. Sería una buena carta su puesto de directora en la escuela, especialmente por el trato diario con niños. Si podían reunir algunos testimonios de maestros que dieran cuenta de su buen desempeño, podía ayudar. Por otro lado, Sean tenía también un gran empleo y un hogar bien constituido. Ellos alegarían que su relación con Elisabeth se había iniciado cuando en su matrimonio ya había problemas serios, lo cual quedaba demostrado por el episodio en la cocina. Lo ocurrido aquella fatídica noche, en la que Kathleen había terminado con una tremenda herida en el muslo, era la raíz de todos los males y su certificado de defunción ante el sistema legal.
Murray se lo explicó todo fijando en ella sus ojos celestiales. Sería un caso difícil. Las madres tenían siempre las de ganar en casos de custodia, pero en este en particular él suponía que las posibilidades de ganar eran de sesenta a cuarenta en contra. Podía además insumir mucho tiempo y dinero y en la corte podían llegar a escucharse algunas cosas indeseables. Le dijo que lo pensara y que le hablara en un par de días para saber cómo procederían.
Ella lo pensó. No estaba dispuesta a ceder la tenencia de Peter sin dar batalla. Así se lo hizo saber a su abogado.
La siguiente jugada de Sean llegó pronto. Su as en la manga. La llamó por teléfono una noche y empezó diciendo que si llegaban a un acuerdo amigable podría ver a Peter cuantas veces quisiera. No tenía sentido complicar las cosas todavía más. Después le dijo que Lafferty era un hombre de mucha experiencia en este tipo de casos y que estaba dispuesto a ensuciarla en la escuela.
Ensuciarla en la escuela.
Aquellas eran las palabras de Sean. Meter a su abogado en el medio era un truco barato para no decir que era lo que él haría si ella no cooperaba. El episodio de la cocina no había trascendido, pero lo elevarían a la junta directiva para que estuvieran al corriente. También lo informarían a los padres más influyentes. A nadie le gustaría que su hijo permanezca en una escuela dónde la directora tenía semejante reputación. Sumado a la notoriedad de la tragedia del aula 19, sería suficiente para que destituyeran a Kathleen de su cargo sin pensarlo dos segundos. La escuela estaba bajo una observación exhaustiva.
Sean ganó.
Hicieron un plan de visitas amistoso y lo flexibilizaron con el tiempo. Kathleen debía reconocer que el nuevo hogar que su ex marido había formado con Elisabeth era un buen lugar para Peter. En unos meses ellos tendrían un hijo propio, que resultaría ser una niña, y a la que Peter rápidamente amaría con locura.
Dos golpes fuertes.
Kathleen se sobresaltó. Había estado abstraída recordando viejos (y malos) tiempos. Bebió un último trago y devolvió la botella al último cajón del archivador. Lo cerró con llave y se levantó.
—¿Paul? —preguntó mientras salía del archivo y se acercaba a la puerta de la administración.
—No. Soy yo. —Era la voz inconfundible de Judd.
Kathleen abrió la puerta y se encontró con el cuidador de pie en el umbral. Lo conocía desde hacía más de diez años —hasta cierto punto le tenía confianza— pero esta vez advirtió algo en su mirada que no le agradó en absoluto.
—¿Qué sucede? —preguntó ella.
—El ret… El muchacho no está en la biblioteca.
—¿Dónde está?
—No lo sé. Eché un vistazo rápido aquí abajo y no lo he visto.
—Vamos arriba entonces.
Estaban a punto de salir cuando Kathleen recordó algo. Le pidió a Judd que la esperase. Regresó al archivo y tras una búsqueda rápida encontró el anuario del año 1993. Si Michael no aparecía pronto la situación podía irse de las manos. Había sido una estúpida por no haberse quedado en la biblioteca cuidándolo. Otro punto para su amiga la bebida.
—Listo —dijo al regresar—. Vamos.
Los dos se dirigieron a la planta alta; ella con el libro de fotografías bajo el brazo y él con su bate al hombro. Ni bien llegaron divisaron el humo. La luz era escasa en la escalera así que se trató de una cuestión más olfativa que visual.
—¡Qué mierda…! —Judd miro hacia uno y otro lado. Claramente el humo procedía del ala Oeste. En ese momento incluso permanecer de pie en la intersección de los corredores era una faena penosa. De ninguna manera Judd podría llegar al origen del humo cómo lo había hecho Ally un rato antes.
—Espéreme aquí —dijo Judd.
Kathleen no tenía intenciones de moverse, mucho menos en la dirección del humo. Judd tampoco buscaba su autorización, de hecho ya estaba en movimiento.
La silueta del cuidador se fue desdibujando poco a poco.
Kathleen esperó abrazándose los codos y lanzando miradas en todas direcciones. Sentirse así en su propia escuela era una mala señal. Un incendio era lo que menos necesitaban en ese momento. Se preguntaba si Ally podía estar detrás de todo eso y lo consideró altamente probable.
Un minuto después, Judd regresó. Primero fue el haz de su linterna, después su silueta rectangular.
—Creo saber de qué se trata —dijo con sequedad.
—¿Es un incendio?
—No. Sígame.
Caminaron por el corredor alejándose del humo, hasta detenerse frente al salón de actos. Allí, en ese preciso momento, Ally le revelaba a Paul que su encuentro en Tannen´s no había sido casual. Pero Kathleen y Judd no entraron todavía. El cuidador observaba por la ventana que daba hacia el oeste.
—Lo que suponía —dijo Judd en tono reflexivo.
Desde allí veían la parte trasera del ala Oeste. Todo estaba en perfecta calma.
—¿A qué te refieres exactamente, Judd? —preguntó Kathleen escrutando el exterior pero sin saber en qué concentrarse exactamente.
—¿Ve la esquina del edificio?
—Sí.
—Lo que se ve allí es la salida del escape del generador.
Kathleen advirtió una pequeña chimenea metálica a la que no había prestado atención antes. De más está decir que no había humo saliendo por allí.
—El humo no puede salir —dijo Judd.
—Al igual que nosotros —completó Kathleen.
—Exacto.
Los dos se volvieron hacia el corredor. Sería cuestión de minutos para que el aire se volviera irrespirable en esa parte.
—¿Cuánto tiempo crees que tenemos aquí arriba?
—El salón de actos es grande. Pero si estas puertas permanecen cerradas, no mucho. Quizás un par de horas.
Fue en ese momento cuando escucharon la voz de Paul. No pudieron comprender qué decía, pero estuvieron seguros de que era él.
—Están allí dentro —dijo Kathleen olvidándose momentáneamente del humo. Aquél sería un problema con el que deberían lidiar más tarde.
—Así parece.
—Judd, necesitaré dos cosas de ti. Déjame manejar las cosas allí dentro…, y apóyame con tu presencia. Se sentirán intimidados si tú estás de mi lado.
Judd asintió. Quería ver cómo Kathleen jugaba sus últimas cartas. En muy poco tiempo, las reglas cambiarían drásticamente.
—¡¿Dónde mierda se ha metido?! —Judd estaba de pie junto a la puerta del salón de actos. Ally la había atravesado apenas dos o tres segundos atrás. Podría haber corrido hacia la escalera, pensó Judd, pero aun así debió hacerlo casi instantáneamente; y su golpe con el bate había sido certero. Ally había caído de bruces contra la puerta con una fuerza tal que era difícil pensar en una reacción tan rápida.
Recogió el bate del suelo. Por un lado era una tranquilidad no tener que lidiar con ella ahora.
Paul seguía de pie frente al escenario con el libro de fotografías en la mano. Kathleen lo observaba con fijeza.
—¿Desde cuándo lo has sabido? —preguntó él.
—Desde que la vi entrar a la escuela supe que mentía —respondió ella—. Tenía un letrero en la frente.
¿Por qué Ally mentiría? ¿Por qué decir que es la hermana de un niño muerto en el aula 19?
La respuesta obvia era asegurarse que Paul la llevaría con él. De otro modo quizás ella no lo hubiera convencido de acudir al llamado de Michael. En definitiva, su plan funcionó; tenía que darle cierto crédito.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —preguntó Paul, aunque intuía la respuesta.
—Tú sabes por qué…
Judd regresó en ese momento. Kathleen empezó a decir algo:
—Creo que lo mejor será…
—Lo mejor será que vengan conmigo —la interrumpió Judd.
La mujer se sorprendió.
—Judd, la prioridad…
—Como he dicho, la prioridad es que vengan conmigo.
Kathleen asintió.
Judd se colocó detrás de Paul y con la punta de su bate lo instó a que avanzara.
—Vamos abajo —ordenó.
Kathleen abría la marcha. Tras recorrer la mitad del camino se volvió para echar un vistazo al cuidador. Allí estaba la misma expresión que había advertido cuando abrió la puerta de la administración, la única diferencia era que ahora era más evidente. Enajenado, fue la palabra que Kathleen encontró para describirla. El cuidador parecía comandado a control remoto, como un robot, o por una parte de su cerebro diferente a la habitual.
Con Michael y Ally ilocalizables, y Judd no cooperando, habría demasiados cabos sueltos. Demasiadas variables fuera de control.
Cuando se proponían traspasar la puerta, el aplauso de algunas personas se escuchó a sus espaldas. Se volvieron y vieron a una docena de espectadores translúcidos de cara al escenario. El hecho apenas los perturbó.
—¿A dónde vamos, Judd? —preguntó Kathleen.
—Caminen.
—¿Qué es todo este humo? —Paul miró hacia uno y otro lado en búsqueda de Ally pero no la vio por ningún lado.
Judd los observaba desde atrás, a escasos tres pasos, con la mirada atenta de alguien que está dispuesto a intervenir si la conversación toma el curso inadecuado. Con su linterna les marcaba el camino a seguir.
—Es el escape del generador —explicó Kathleen—. El humo no puede salir de la escuela.
—Parece que no somos los únicos con ese privilegio entonces —comentó Paul.
—Así parece.
Llegaron a la boca de la escalera y empezaron a descender.
—Perdón por la escena allí dentro —dijo Kathleen acercándose a Paul.
—Está bien.
—¿Realmente no sabes dónde está Michael?
—Ni la menor idea.
—¡Hey, se acabaron las conversaciones! —graznó Judd.
Estaban en la planta baja.
Judd había tomado las riendas. Lo que no entendían era para qué las había tomado, pero sabían que lo averiguarían pronto. Ahora lo observaban a la espera de sus indicaciones. La figura del cuidador, biselada por los destellos de los tubos fluorescentes, lanzaba sombras largas en todas direcciones. Ninguno de ellos, ni siquiera Paul, tendría una mínima oportunidad en un enfrentamiento físico con aquel hombre. Un solo golpe con una de sus manazas y sería un pase directo a la tierra de la inconsciencia. Ni hablar si utilizaba su bate.
—Periodista listillo, vaya a la puerta. Póngase de espaldas a ella. —Se refería a la puerta del frente.
Paul hizo lo que le ordenaban. Judd sacó algo del bolsillo y por un instante Paul tuvo la descabellada idea de que el cuidador sacaría un arma y le dispararía. La inscripción en el pizarrón del aula 19 se alzó dentro de su cabeza como una bandera de muerte.
ARMA.
Pero no se trataba de un arma, sino de un trozo de cable enrollado.
—Las manos entrelazadas en las agarraderas.
No hacía falta mucho ingenio para advertir las intenciones del hombre, pero necesitaba ganar algo de tiempo:
—¿Para qué?
—Usted hágalo.
No tenía objeto resistirse en esa instancia. Se enfrentaba a una mole de dos metros de altura y un bate de madera. Su metro ochenta y su contextura de periodista no serían de gran ayuda en una contienda. Eran David contra Goliat, pero en el mundo real.
Paul cruzó las manos detrás de las agarraderas. Judd estiró el cable y lo utilizó para atarlo valiéndose de más fuerza de la necesaria.
—¡Ouch!
—Es una suerte que estas puertas estén tan firmes, ¿no?
Kathleen observaba la escena a prudente distancia. Procuraba establecer cuál era la mejor manera de convencer al cuidador para que dejara de lado su comportamiento. No obstante era difícil pensar con claridad ante aquella expresión en su rostro. Se preguntó si parte de ella no había estado allí siempre, durante todos estos años en la escuela. Era muy probable que sí.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kathleen—. Podemos hablar como personas civilizadas.
Judd no respondió. Siguió con concienzuda concentración anudando las manos de Paul a la puerta del frente. Recién cuando terminó, unos segundos después, se volvió y contempló a la directora como si no estuviera seguro de si ella había dicho algo.
—Venga conmigo —dijo.
—¿Dónde?
—A la administración.
—¿Para qué?
Judd no respondió.
Al parecer el crédito para preguntas se había agotado. O su paciencia. Asió el brazo de la directora, el cual fue rodeado íntegramente por sus dedos.
Kathleen experimentó una sensación de desprotección extrema cuando aquella manaza la apresó. Sí señor, las cosas habían cambiado.
Avanzaron por el corredor en silencio. Cuando llevaban unos diez metros la voz de Paul les llegó desde el vestíbulo.
—¡Vas a dejarme aquí atado! ¡Te has vuelto loco!
Kathleen comprendió que aquél grito iba dirigido a Ally, que debía estar escondida en algún lugar de la planta alta.
—¡En un momento estaré con usted! —le gritó el cuidador a su vez— ¡No se preocupe!
Cuando estaban por llegar al quiebre del corredor, una mujer torció desde el extremo opuesto en dirección a ellos. Se detuvieron en seco, pero la mujer no pareció reparar en su presencia. La sorpresa inicial duró poco; apenas el tiempo para comprender que aquella no era una persona real, sino una maestra translúcida, como los niños del corredor o los espectadores que acababan de ver en el salón de actos. Cuando pasó a su lado, Kathleen la reconoció. La mujer había trabajado en la escuela durante cinco o seis años.
Llevaba un libro rojo aferrado al pecho.
Se volvieron para observar cómo la mujer seguía su camino hasta el vestíbulo y viraba hacia la izquierda. Recién cuando estuvo fuera de su vista reanudaron la marcha. No se toparon con ningún otro visitante fantasmal hasta llegar a la administración.
Kathleen empujó la puerta y entró. Judd no lo hizo.
—Espéreme aquí.
—¿Por qué?
—Prefiero que permanezca aquí —dijo él y empezó a cerrar la puerta.
—¡Espera!
Él se detuvo.
—¿Qué?
—¿No pensarás dejarme encerrada aquí, verdad?
—A decir verdad, eso es lo que pienso hacer. Pero no se preocupe, vendré por usted en cuanto me ocupe de su amigo.
—Paul Farris no es mi amigo.
—Como sea. Volveré por usted.
Otra vez Judd empezó a cerrar la puerta pero ella lo detuvo.
—Déjame las llaves entonces. Si vas a volver, no tendrás problemas en dejarme las llaves.
Él se lo pensó un instante. No quería dejar a Paul solo mucho tiempo. Ally podía hacer el intento de rescatarlo si él no estaba allí. No era el momento de lidiar con Kathleen y supuso que darle las llaves no sería un problema. Ella quedaría conforme y él podría largarse de inmediato. Sabía cómo hacer para que no fuera a ningún lado.
Extrajo el anillo con todas las llaves de la escuela y se lo entregó. Kathleen se lo agradeció con un movimiento de cabeza.
—No intente nada —dijo Judd con severidad—. Averiguaré dónde está el retrasado. Regresaré en menos tiempo del que piensa.
El rostro de Kathleen se transformó al escuchar esto último, pero a Judd no le importó. Cerró la puerta y extrajo el otro cable del bolsillo. Aquella era la única puerta doble de esa ala de la escuela que podía mantenerse cerradas atando las agarraderas una con otra.
—¿Estas dejándome encerrada, Judd?
—Claro que sí. No haga nada estúpido.
El cuidador regresó al vestíbulo. Paul seguía allí.
—Usted no me conoce —dijo Judd. Tenía el bate apoyado en el hombro.
—Es cierto. Pero conozco a tu tipo.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—Entonces sabrá que no soy de los habladores. —Judd enfatizó la idea abriendo y cerrando la mano como el pico de una gallina—. Dígame, ¿dónde está Michael?
—Lo tengo metido en el culo —respondió Paul con la vista en el suelo—. Si miras allí dentro lo verás leyendo libro dimin…
No pudo terminar la frase. Judd se acercó con la ferocidad de un Rottweiler y le incrustó la punta del bate en medio del estómago. Paul sintió un dolor atroz, como si lo hubiese golpeado una bola de demolición de un metro de diámetro. Le faltó el aire y sus primeros intentos por recuperarlo fueron en vano. No recordaba haber experimentado un dolor físico tan intenso desde su infancia, cuando había sufrido algunas fracturas. Se dobló al medio y se dejó caer, pero sus brazos maniatados se tensaron e impidieron que sus rodillas tocaran el suelo. Se sumó un nuevo dolor en los hombros, pero nada en comparación con el círculo de fuego que ardía en el medio de su estómago.
—A ver si entiende el punto —dijo Judd—. No me agrada dialogar.
Paul intentó responder. Abrió la boca pero no pudo enviar el aire suficiente a sus cuerdas vocales para producir sonido alguno.
—Por última vez: ¿Dónde está el retrasado?
Paul sorbió lentas bocanadas de aire. Se irguió lo más que pudo y a duras penas logró articular su siguiente frase:
—No lo sé… Es la verdad.
—Mal contestado —graznó Judd y se lanzó sobre él.
Paul apenas había alzado la cabeza. Vio la sombra que se cernía sobre él con el rabillo del ojo e intentó cubrirse el estómago con las manos. Sabía que si recibía otro golpe como el anterior no podría recuperarse.
Cuando el impacto del bate lo alcanzó, sintió dos cosas. La primera fue sorpresa, porque no se produjo en su estómago como la vez anterior. La segunda fue un dolor insoportable en la rodilla que hizo que lanzara un grito desesperado. El bate lo había golpeado de costado con una fuerza arrolladora. Sintió cómo su pierna se flexionaba en el plano equivocado con un sonido de madera astillada. Un chasquido seco y escalofriante.
¡Hijo de Puta!
Cuando abrió la boca, otro grito desgarrador salió de ella.
El dolor en la rodilla era distinto al del estómago. Mientras el primero era constante y ligeramente decreciente, el segundo lo atacaba en ráfagas intensas. Lo preocupante era que si tenía una fractura (y en pocos segundos, cuando pudiera abrir los ojos y viera su pierna, sabría que así era) entonces el dolor no se detendría. Había sufrido fracturas antes, pero nunca le había destrozado la rodilla con un bate un monstruo de ciento veinte kilos.
No sabía cuándo había cerrado los ojos, pero se dio cuenta de que apretaba los párpados como un niño en la oscuridad. Los abrió un poco. Lo primero que vio fue un ramillete de diamantes luminosos. Se enjugó las lágrimas con el brazo y apareció su rodilla, doblada como un paréntesis.
Un millón de diminutos cometas adornaban la imagen.
Vamos Paul no te desmayes. Te matará si te desmayas. Alza la cabeza. Vamos. Alza la cabeza…
Lo hizo. Resultaba insoportable despegarse de los dos focos de dolor; especialmente el de la rodilla.
El rostro de Judd mostraba una sonrisa de oreja a oreja. Otra vez tenía el bate al hombro. Observaba a Paul como lo haría un leñador a un árbol que acaba de tronchar.
—Duele, ¿verdad? —Judd lanzó una risotada entrecortada—. Supongo que está listo para responder…
Paul titubeó un instante y Judd dio una zancada en dirección a él.
—Espera.
Judd se detuvo.
—Te lo diré —dijo Paul con lentitud.
—Apuesto a que sí.
Aquellos segundos eran vitales. Paul juntó aire en los pulmones y abrió la boca…
En ese preciso instante, Ally se acercaba por detrás del cuidador y cuando estuvo justo detrás de él le asestó un golpe tremendo con un extintor de incendios.
En el rostro de Judd se dibujó una mirada de sorpresa primero y luego otra de desorientación total. Sus ojos se clavaron en el techo antes de cerrarse. Cayó de costado como un peso muerto. Su cabeza chochó contra el suelo con un golpe seco. El bate, al que soltó en plena caída, rebotó con un repiqueteo sordo.
Ally seguía en posición de ataque, sosteniendo el extintor con ambas manos y temblando de pies a cabeza.
—Mierda —susurró—. Iba a matarte…
Paul no pudo responder. No se desmayó, pero poco faltó.
—Desátame, por favor —gimió Paul.
Ally dejó en el suelo el extintor con el que acababa de derribar a Judd y corrió hacia Paul. Desatar los nudos le demandó casi cinco minutos, especialmente el primero. Ni bien terminó, Paul cayó de costado con los brazos aún tendidos hacia atrás. Dos aureolas moradas se habían formado en torno a sus muñecas.
—Paul, por favor, perdóname. Te lo explicaré todo…
—Ahora mismo no necesito ninguna explicación. —Hizo el esfuerzo de sentarse contra la puerta de vidrio—. Necesitaré inmovilizar la rodilla y algunos analgésicos.
—Puedo ir a la enfermería.
—Está cerrada con llave, pero puedes probar rompiendo el vidrio. Esta al final del corredor.
Ella asintió.
—¿Estás seguro de que estarás bien?
—Acércame el bate.
Ally le entregó el bate y observó su pierna izquierda. No tenía buen aspecto. Preguntar si le dolía era una estupidez, así que se marchó sin decir nada.
Judd seguía tendido de espaldas. Salvo por el corte en la nuca —que parecía haber dejado de sangrar—, daba la sensación de dormir plácidamente. No había en su rostro ningún signo de malestar. Paul lo observaba con el bate en el regazo. Si el cuidador intentaba moverse le advertiría que se quedara quieto; y si no obedecía, le partiría el bate en la cabeza sin dudarlo un segundo. El hombre ya había dado muestras de su peligrosidad.
Y de su locura.
El dolor en el estómago había mermado, eso era algo. La rodilla en cambio seguía palpitando con violencia. Sintió deseos de gritar, pero temía despertar a Judd. Había sido una estupidez no pedirle a Ally que le atara las manos; hubiese sido más fácil que desfigurarle la cabeza con un bate. El cable estaba a su lado, pero la sola idea de desplazarse para hacer el nudo él mismo le dio nauseas.
Unos segundos después Paul escuchó el estallido del cristal en la enfermería y supo que Ally estaba dentro. Al cabo de unos minutos la muchacha regresó con una serie de frascos que le depositó en el regazo. Él los examinó rápidamente. Eran cuatro y tres de ellos eran medicamentos de venta libre. Paul pensaba en esto con desazón, cuando aferró el cuarto frasco y vio que estaba rodeado por una banda elástica que encerraba además un trozo de papel. Giró el frasco y en el trozo de papel leyó: Sr. Norris. Se le iluminó el rostro al concluir que aquel medicamento debía pertenecer a un maestro. Retiró la banda elástica. Era codeína.
La dosis indicada en el frasco era de una cápsula cada cinco horas. Paul tragó dos. Un letrero visible enfatizaba el hecho de que aquel medicamento debía ser ingerido bajo estricta supervisión médica. Se guardó el frasco en el bolsillo delantero de sus vaqueros.
Ally le dijo que iría al gimnasio, donde había creído ver algo que podría servir para inmovilizar la pierna. Paul cerró los ojos. El efecto narcótico no fue inmediato, pero apenas aquellas capsulas se deslizaron por su garganta empezó a sentirse mejor. Sabía que de un momento a otro el dolor en la rodilla empezaría a mermar y eso de por sí resultaba una bendición. Sin embargo también sabía otra cosa, y era que no sería suficiente si no enderezaba la rodilla.
Judd no despertó. Otra buena noticia. Pero su pecho subía y bajaba recordándoles que podría hacerlo de un momento a otro. De nuevo se reprochó por no haberle pedido a Ally que lo atara, pero en su afán por tragar las pastillas lo había olvidado. No era bueno tentar a la suerte de ese modo. Si el monstruo despertaba y él no lograba asestarle un buen golpe, podía empezar a despedirse de este mundo.
La espera fue más larga esta vez. Cuando Ally regresó traía consigo dos cuerdas de las que utilizan las niñas para brincar y un trozo de madera con un orificio en cada extremo.
—¿Qué es eso?
—Parecen los asientos de un columpio —dijo Ally—. Servirá para inmovilizar la rodilla.
—Es probable.
—¿Algún medicamento útil?
—Tengo uno de los frascos en el bolsillo.
—Qué bueno. —Ally hizo una pausa—. Escucha Paul, yo…
—Espera —la interrumpió él—. Tenemos algunas cosas que hablar, es cierto, pero en este momento no me interesa si me has mentido o quién eres. Lo único que me preocupa es ese hombre. Si no lo hubieras golpeado, me hubiera matado casi con seguridad.
—¿Qué quieres que hagamos?
—Atarlo sería un buen inicio.
—¿Y dejarlo aquí? —Ally enarcó las cejas—. Me sentiría más tranquila si lo encerramos en algún lado.
—Ally, creo poder moverme si logramos arreglar mi rodilla, pero de ninguna manera podré ayudarte a moverlo.
—Mierda, tienes razón. Pero ¿dejarlo aquí? Si despierta y logra escaparse…
—Tenemos que asegurarnos de que no pueda escapar —dijo Paul—. Acércalo a la puerta lo más que puedas.
Ally entrelazó sus manos por debajo de los brazos del cuidador y tiró de él con todas sus fuerzas. Tenía la cabeza muy cerca de la herida en la nuca y pudo oler la sangre apelmazada mezclada con sudor. Cuando lograron posicionarlo estaban exhaustos y asqueados. Paul tenía razón, hubiera sido imposible pretender moverlo hasta alguna de las aulas o incluso la cafetería, que era el sitio más próximo. Coincidieron en que atarían las manos a la puerta por sobre su cabeza y también las piernas. Tenían el cable eléctrico y podrían utilizar una de las cuerdas que había traído Ally.
—Tú átale las piernas —dijo Paul—. Haz el nudo por la parte de abajo. Pero primero ayúdame a poner las manos en posición.
Ally ató la cuerda a la muñeca derecha de Judd y la pasó por una de las agarraderas. Tiró de ella e izó el brazo como si se tratara de una bandera. La marioneta de más de cien kilos saludó obedientemente. Después Ally hizo lo mismo con la muñeca derecha. Cuando las dos manos estuvieron en posición, dio dos vueltas más a la cuerda y le entregó el extremo a Paul.
—Listo —dijo ella—. Procura que el nudo sea bien fuerte.
—Ni me lo digas.
En dos minutos habían terminado. Judd quedó sentado contra la puerta principal, con las manos en alto atadas a las agarraderas metálicas y las piernas estiradas, también amarradas. No era un trabajo de excelencia, pero era lo mejor que podían permitirse. Además no era que el hombre fuera Houdini. Si tenían suerte, no tendrían que preocuparse por él.
—Ally, necesitaré tu ayuda con la rodilla.
Ella abrió los ojos como platos.
—¿Enderezarla? No, por favor.
—Ayúdame primero a moverme hasta la pared.
Paul se desplazó hacia la izquierda valiéndose de sus manos. Ally lo ayudó tirando de sus piernas a medida que él se movía. La operación resultó dolorosa, pero era evidente que los analgésicos estaban haciendo efecto porque se había podido desprender de la necesidad imperiosa de gritar. El dolor no era ni de lejos aceptable, pero sí tolerable. Cuando llegó a la pared, colocó la pierna paralela a ésta y en contacto con ella. Se veía claramente que el ángulo formado entre el fémur y la tibia tenía por lo menos cinco grados de diferencia con la pared.
—Alcánzame la tabla, por favor —pidió Paul.
Ella se la entregó en silencio.
Ally se alejó instintivamente. Las fracturas la afectaban particularmente. Ni siquiera podía mirar esos programas televisivos de operaciones sin sentir el estómago revuelto. No sabía qué se traía Paul entre manos exactamente, pero sería mucho peor que observar cómo un médico le introducía a una mujer una capsula de silicona por el ombligo. Si una simple operación de aumento de busto hacía que arrugara el rostro y sintiera deseos de vomitar, sería irrisorio pretender participar de aquello. Imposible.
Pero Paul siguió adelante con los preparativos. Con dificultad se quitó el pantalón. El aspecto de la rodilla era horrible, pues se había enrojecido y el quiebre de la extremidad resultaba crudamente antinatural visto de esta manera. Ally se volvió justo en este momento, y al advertir el aspecto de la pierna, apartó nuevamente la vista con deseos genuinos de llorar. Paul colocó la tabla de madera contra la pierna malherida, haciendo un sándwich con la pared.
—Ven Ally, necesitarás el bate.
—¿Te has vuelto completamente loco?
—Mira… no soy médico —dijo él con resignación—, pero he tenido algunas fracturas y lo primero que hay que hacer es volver el hueso a su sitio.
—Yo no puedo hacerlo.
—No me dolerá —mintió él—. He duplicado la dosis de codeína.
—No entiendes…, no puedo. ¿Quieres que la golpee con el bate para enderezarla?
—Sí. En realidad golpearás la madera.
—Dios Santo, Paul.
Ally daba vueltas en círculos. Sabía que necesitaría a Paul en la planta alta. Además, era él quien realmente estaba experimentando aquel dolor insoportable. Ella sólo tendría que golpear.
Tomó una bocanada de aire y se agachó para recoger el bate.
—Párate de espaldas a la pared —le pidió él—. Pon los pies contra la tabla. Alza el bate y golpea hacia abajo, como en esos juegos de feria para medir la fuerza, sólo que impactarás entre tus piernas, directamente en la madera. Primero mide el impacto.
—No he dicho que lo haré. —Ally lo observaba aterrada.
—Será sólo un segundo. Ni siquiera debes mirar.
Ally observó la rodilla pero inmediatamente apartó la vista. Aquello no ayudaba. Volvió su atención al rostro de Paul, que seguía tendido en el suelo sentado contra la pared y, en definitiva, padeciendo aquél dolor inmenso. Asintió mientras juntaba valor.
Adoptó la posición de golpe.
—Esto no va a funcionar —dijo ella de repente. Soltó el bate.
—¿Por qué no?
—El arco de impacto no es suficiente.
Ally se tendió en el suelo, perpendicular a Paul.
—¡Ally…, te necesito! ¿Qué haces?
Ella flexionó las rodillas…
Paul comprendió.
Las dos piernas se estiraron como dos pistones. El golpe fue brutal.
Paul gritó incluso más fuerte que cuando Judd lo había golpeado la primera vez.
—¡Dijiste que no te dolería! —Ally se puso de pie como accionada por un resorte.
Paul respiraba agitado, pero en su rostro se dibujaba una sonrisa.
—Gracias Ally… duele como los mil demonios… pero lo has logrado maldita sea.
Ella se acercó y echó un vistazo. En efecto la pierna estaba derecha.
Paul dedicó los siguientes minutos a ponerse el pantalón y fijar la tabla a la pierna mediante la segunda cuerda. Con la ayuda de Ally logró ponerse de pie y descubrió que el bate de Judd servía de maravilla como bastón para desplazarse. Dio algunos pasos de prueba y comprobó que el dolor era intenso cada vez que movía la pierna, pero que podría desplazarse. Mientras dispusiera de analgésicos suficientes no tendría inconvenientes, y el frasco estaba casi lleno.
—Vamos a la cafetería. Tengo que beber un poco de agua.
—Espera, Paul —la interrumpió ella—, necesito que me acompañes arriba. Sé que te debo algunas explicaciones.
—Si lo hacemos despacio, creo poder subir. Pero tráeme un vaso de agua.
Ally asintió y fue a la cafetería. Regresó al cabo de unos minutos con dos botellas descartables.
Bebieron y se marcharon a la planta alta.
Con la ayuda del bate y aferrándose al pasamano, Paul pudo llegar al descanso de la escalera sin mayores inconvenientes. Le pidió a Ally unos segundos para reponerse antes de emprender el resto del trayecto. La cantidad de humo había aumentado. Pudieron advertirlo incluso desde allí.
—Es el escape del generador —explicó Paul haciéndose eco de lo que Judd le había dicho poco antes de molerlo a golpes.
—¿Se ha descompuesto?
—No que yo sepa. El humo no puede salir de la escuela, al igual que nosotros.
—Entonces tendremos que apagar el generador —reflexionó Ally.
—Sí. Eso y mantenernos alejados de la planta alta.
—Necesito que vengas conmigo. Te lo explicaré todo cuando estemos arriba.
Él se encogió de hombros. No tenía ni idea qué se traía Ally entre manos, pero tampoco le importaba demasiado ahora. Cuando acabas de ser golpeado con un bate las prioridades y los intereses sufren cambios sorprendentes.
—Sigamos. Ya estoy repuesto.
Llegaron a la segunda planta y comprobaron que el aire se estaba tornando irrespirable. La visibilidad tampoco era buena, incluso con la linterna. Tosieron repetidas veces.
—No creo que esto sea una buena idea —dijo Paul de pie en el último escalón de la escalera y recargando su peso en el bate.
—Vamos al salón de actos —dijo Ally ya en movimiento.
—¿El salón de actos? —preguntó él sin moverse.
Ella se volvió para observarlo.
—Sí. Allí el espacio es grande. El humo tardará un buen tiempo en ser una molestia.
—Cuando salimos, Judd cerró las puertas con llave —dijo él todavía sin moverse.
—¡¿Qué?! —exclamó Ally antes de correr en dirección al salón de actos.
Paul vio el haz de luz agitarse de un lado a otro hasta desaparecer, perseguido por el eco de pisadas.
—¡No puedo creerlo!
—Pensé que lo sabías. Creí que habías regresado cuando nos marchamos —dijo Paul alzando el tono de voz. Una bocanada de humo le raspó la garganta y debió toser. En ese momento vio de nuevo el haz de la linterna, esta vez acercándose a él.
—No, no regresé. —La voz de Ally llegó flotando, todavía no era visible desde la escalera—. Primero me escondí detrás de una columna, para que Judd no me viera. Cuando vosotros salisteis, permanecí en una de las aulas durante un rato. Después fui directamente abajo y vi cómo te estaba tratando. Tardé un millón de años en darme cuenta que con el extintor…
Ally estaba ahora a su lado.
—No importa ahora —dijo Paul—. Fue un golpe preciso.
El rostro de Ally se iluminó.
—¿Qué? —preguntó él.
—¡Judd sigue inconsciente! Con seguridad tiene las llaves en su poder.
—Seguramente.
—Paul, espérame aquí.
—Ally…
—Será solo un segundo.
Paul asintió.
Ella pasó a su lado a toda velocidad y bajó los escalones de dos en dos. Al llegar a la planta baja apagó la linterna. Judd no estaría allí, pensó. Vería la cuerda que habían utilizado para inmovilizar sus manos pendiendo de las agarraderas y el cable eléctrico tirado en el suelo, pero él no estaría allí. Y cuando ella avanzara hacia el lugar, haciendo exactamente lo contrario a lo que indica la lógica, entonces escucharía la respiración entrecortada a sus espaldas y no habría tiempo para volverse. Judd no tendría su bate, pero dispondría de un extintor para partírselo en la cabeza.
La visión mental del vestíbulo en soledad hizo que se detuviera. Se asomó con precaución y se tranquilizó cuando vio las piernas estiradas de Judd, tal como estaban cuando lo habían dejado. Avanzó observando en todas direcciones. No vio a nadie, lo que hizo que se preguntara por Kathleen.
¿Dónde está?
Registrar al hombre no sería sencillo. Lo primero que verificó fue su cinturón. Creía recordar que Judd llevaba las llaves colgadas, y ciertamente encontró un gancho metálico, pero no estaban allí. No podía ser tan sencillo, pensó con resignación. Debían estar en alguno de los bolsillos. Empezó por los de la chaqueta; eran cuatro, dos en los laterales y dos en el frente. Estaban vacíos. Faltaban los pantalones. Palpó los laterales pero no escuchó el sonido metálico que buscaba. Era imposible; debían estar en algún lado. Se obligó a introducir las manos en los bolsillos para confirmar que no estaban allí, pero había visto el manojo de llaves y sabía que las hubiera detectado a través de la tela.
Cuando terminó la requisa permaneció pensativa, de rodillas junto al inconsciente Judd.
¿Dónde están las llaves?
Regresó a la planta alta y encontró a Paul sentado al borde de la escalera, con la pierna estirada. Se cubrió el rostro con el brazo cuando ella lo iluminó directamente al rostro.
—Judd no tiene las llaves —dijo Ally.
—¿No?
—No. ¿Dónde está Kathleen?
—Judd se la llevo por el corredor, probablemente a su despacho…, antes de la golpiza. Por lo visto no quería espectadores.
Ally permaneció pensativa. La prioridad era entrar al salón de actos, pero ahora se planteaban dos caminos para lograrlo. Uno era buscar a Kathleen y pedirle las llaves y el otro era buscar otra manera para entrar.
—Voy a buscar alguna herramienta que nos permita romper la puerta —dijo Ally con resolución.
—Hey, espera. —Paul empezó a ponerse de pie— ¿Por qué no buscamos a Kathleen?
—Porque no confío en ella.
Paul la tomó por el brazo.
—Ally, hasta aquí hemos llegado —dijo Paul—. Quiero saber quién eres y por qué me has traído a esta escuela.
—Tenemos que entrar al salón de actos —replicó ella.
—¿Por qué?
—Porque allí esta Michael.
Paul soltó el brazo de Ally.
—Primero quiero que me digas lo que sabes —dijo Paul—. No es negociable.
Ella asintió.
—Vamos a aquella aula de la esquina —dijo Ally—. ¿Tienes tu linterna?
—Sí. En el bolsillo. ¿Tú qué harás?
—Abriré las puertas del resto de las aulas. Eso permitirá que el humo se disperse y nos dará más tiempo.
—Podríamos bajar…
—Prefiero estar cerca del salón de actos.
—Está bien.
Cinco minutos después Paul ocupaba uno de los pupitres del aula 9, la primera del ala Este en la segunda planta. Estaba sentado de costado, con las piernas extendidas colocadas sobre la silla de la fila contigua.
Ally se le unió unos minutos después.
—El humo se dispersará durante un rato —explicó Ally—. He abierto todas las aulas.
—Bien pensado.
—Gracias.
Paul aferraba la linterna con ambas manos. Un cono de luz partía hacia el techo.
—Será mejor que ahorremos batería —dijo Ally mientras ocupaba un pupitre ubicado a uno de distancia del de Paul y se sentaba al revés para poder observarlo. Colocó los brazos sobre el respaldo de la silla y sobre éstos el mentón. Sonrió.
Él la observó durante unos segundos. No era fácil despedirse de aquél rostro. Apagó la linterna y permanecieron completamente a oscuras.
—Es extraño…, hablar en la oscuridad —dijo ella—. Pero será mejor poder decirte algunas cosas sin mirarte a los ojos.
Hizo silencio.
—Paul, no ha sido sencillo mentirte…
Kathleen no podía creer que Judd la hubiera dejado encerrada en la administración. Había intentado abrir la puerta de doble hoja cargando todo su cuerpo sobre ella, pero sólo había logrado moverla unos centímetros; ni siquiera lo suficiente para ver con qué estaba atada e intentar introducir un elemento cortante.
Se recostó contra la puerta y se dejó caer hasta quedar sentada en el suelo. Tenía la vista puesta ahora en la puerta del archivo. Unos tragos le vendrían bien, pensó. Había bebido menos de una hora antes y era muy estricta respecto a beber dentro de la escuela; sólo lo hacía en condiciones extraordinarias y nunca más de una vez al día. Pero claro, era sencillo en circunstancias normales; en un día cualquiera no tendría más que esperar unas horas hasta llegar a casa y servirse un whisky helado o beber un poco de ron. Podía recapitular mentalmente cientos de ocasiones en que la necesidad de beber se había vuelto enloquecedora durante la tarde y había logrado controlarla únicamente bajo la promesa de beber de regreso a casa. En muchas de esas ocasiones conducía más rápido que lo debido, entraba a la casa hecha una tromba, aventaba su bolso en el sillón de la sala y se lanzaba en dirección a la cocina para prepararse un trago. No era algo de lo que se sintiera orgullosa, pero así eran las cosas.
Ahora no podía salir de la escuela. Las reglas habían cambiado y la única posibilidad de beber estaba en la administración, donde ella estaba encerrada. Vaya coincidencia.
Pero por el momento no bebería. Se había puesto de pie cuando el primer grito de Paul se hizo audible en la quietud de la escuela. Se sintió paralizada. Entonces se produjo el segundo grito, igualmente aterrador que el anterior.
¿Qué le ha hecho para que grite de semejante manera?
Recordó las últimas palabras de Judd: «Regresaré en menos tiempo del que piensa». Estaba en un dilema. Kathleen sabía que necesitaría a Judd de su lado para hacer entrar en razones a Paul; de otro modo Ally lo atraparía con su cuerpito de Barbie y lo llevaría de las narices donde quisiera. Manipular a Judd sería tan peligroso como hacerlo con una sustancia tóxica, pero sería necesario si quería contar con algo de apoyo.
La siguiente pregunta era si convenía esperarlo en la administración o intentar salir de allí y buscar el momento adecuado para abordarlo. La segunda alternativa parecía claramente la mejor. Elegir el momento propicio tenía sus ventajas, especialmente si nunca llegaba a presentarse un momento propicio. Si Judd había perdido la chaveta por completo y se había convertido en alguien violento e intratable, entonces sería mejor mantenerse alejada. Si lo esperaba allí encerrada no tendría otro remedio más que vérselas con él. Kathleen prefería que el encuentro fuera en sus propios términos y decidió entonces que buscaría la manera de salir.
La puerta estaba descartada. No tenía ningún cristal que pudiera romper y que le permitiera cortar la cuerda o lo que sea que Judd hubiera utilizado del otro lado. Era ridículo pensar en derribarla y mucho menos desarmar las bisagras sin las herramientas adecuadas. Resultaba paradójico que tuviera todas las llaves de la escuela en su poder y no pudiera salir de la administración.
La ventana era otro caso perdido. La única posibilidad de escape era a través del techo, aunque Kathleen no sabía con qué podía encontrarse por sobre el cielo raso suspendido. La única manera de averiguarlo sería quitar alguno de los paneles y echar un vistazo. Quizás había conductos como en las películas, por los que podría deslizarse hacia otra parte de la escuela. Si todo marchaba como Hollywood le había enseñado, incluso se toparía con algún roedor al que ahuyentaría de un manotazo, pero eso sería todo.
Eligió un panel del centro. De allí podría observar en todas direcciones y ver con qué se encontraba. Para alcanzar la altura del cielo raso no bastaría con pararse sobre uno de los escritorios, debería colocar además una silla. Encontró una que no tenía ruedas y la colocó sobre el escritorio de Wendy Coleman. Se alejó y observó la improvisada torre con desconfianza. La base de la silla estaba a un metro y medio de altura. No era precisamente amiga de las alturas, y no hacía falta ser un ingeniero estructuralista para saber que una silla sobre una mesa era perfectamente estable, pero sólo con imaginarse de pie allí arriba se sintió mareada.
Cuando tomó valor, escaló el escritorio y la silla y se obligó a no mirar hacia abajo. Quitó el panel y se asomó, alumbrando con la linterna.
Lo primero que observó, y que no constituyó una sorpresa realmente, era que la pared que dividía la administración de su despacho continuaba por encima del cielo raso. Hubiera sido demasiado sencillo pasar de una habitación a otra simplemente quitando un panel de cada lado. La vida no era tan simple, ni siquiera en las películas de Hollywood, con sus conductos de acero inoxidable capaces de sostener a una persona y sus roedores amaestrados.
Vio un sinnúmero de bandejas metálicas que llevaban cables eléctricos. Reconoció a algunos más recientes, que supuso correspondían a los cableados de las nuevas líneas telefónicas y las conexiones de los ordenadores. Si bien se habían llevado a cado mientras ella era directora, nunca se le había ocurrido echar un vistazo allí arriba, ni siquiera mientras el personal de la empresa que lo llevó a cabo estaba trabajando. Aquella era una parte de su escuela que desconocía por completo.
Las bandejas metálicas atravesaban las paredes por aperturas apenas del tamaño necesario. Kathleen recorrió la pared con su linterna sintiéndose decepcionada, hasta que llegó a uno de los rincones, donde vio una tubería avejentada y de unos diez centímetros de diámetros. La abertura en la pared era relativamente grande, como si hubiera estado prevista para servir de paso a otras conducciones. No era sencillo precisar si podría pasar por allí, pero era posible. El único inconveniente era que la apertura estaba un metro por encima de la altura actual de su cabeza. Aún si podía colocar un escritorio con una silla en la esquina de la administración, sería necesario subir un metro más. Y había otra cosa: si podía pasar al otro lado: ¿cómo bajaría?
En ese momento escuchó el tercer grito de Paul. Su crudeza y el modo en que reverberó dentro de la cámara de aire hicieron que su temor de perder el equilibrio casi se convirtiera en una penosa realidad. Afortunadamente logró recomponerse a tiempo y permanecer de pie sobre la silla.
—Mentí acerca de mi hermano en el aula 19 —dijo Ally envuelta en una oscuridad absoluta—. Elegí un nombre al azar de la placa de bronce, lo cual fue una estupidez. Estaba tan aterrada con todo esto que no reparé en un detalle tan simple. Es la principal razón por la que fui al aula 19 en primer lugar, para ver la placa de bronce. Fue un milagro que no me preguntaras por el nombre de mi hermano hasta que estábamos dentro de la escuela.
—Muchos detalles se me han pasado por alto esta noche —reconoció Paul.
Hablaban en susurros. En aquella quietud cada sonido se amplificaba. La falta de luz hacía que detalles ínfimos adquirieran mayor importancia que la habitual. La respiración suave de Paul era un ejemplo, interrumpida eventualmente por un suave gruñido de disconformidad cuando la pierna lo incomodaba, o el modo en que Ally tragaba saliva antes de pronunciar ciertas frases.
—Michael es mi hermano —dijo Ally tras una larga pausa.
Paul abrió los ojos de par en par aunque allí no servían de nada.
Evocó el momento en que llegó a la escuela, junto a Ally. Cuando ella había visto a Michael tendido en el suelo, se había lanzado en dirección a él a toda carrera, visiblemente alterada.
El cabello de Ally caía sobre el de Michael. Ambos rojos se fusionaban.
—Tiene cierta lógica —dijo Paul—. Michael es tu hermano mayor.
—Sí. Pero quiero que sepas que todo lo que te he dicho de mi familia es cierto. Perdimos a mi madre cuando éramos pequeños y nos hemos vuelto muy unidos. Michael es especial.
—¿Por qué te acercaste en Tannen´s?
Había sido una excelente idea hablar en la oscuridad. Era mucho más sencillo.
—¿Recuerdas cuando me preguntaste si alguien en mi familia sabe a qué me dedico?
—Sí.
—Michael lo sabe —dijo Ally—. Para mí ha sido muy importante hablarlo con él. Su entendimiento es limitado; se trata de una persona pura, como no te puedes imaginar, y de ninguna manera podría suponer las implicaciones lamentables que tiene mi trabajo.
Ally hizo una pausa. Se enjugó las lágrimas con el jersey y siguió hablando entre sollozos:
—Él dice que soy la muchacha más bella del mundo, y que es lógico que los chicos quieran estar conmigo. Así ve Michael el mundo. Mi hermano no es el más listo del mundo, pero es mucho más listo de lo que creen todos. Y además tiene un corazón de oro. Cuando ocurrió la tragedia del aula 19 él ya estaba en la escuela. Desde entonces no ha sido el mismo. Es como si algo se hubiera apagado en su interior. A veces me cuesta recordar como era antes…
—Es una de las pocas personas que recuerdo desde la investigación —dijo Paul con sinceridad—. Entrevisté a prácticamente todo el personal de la escuela y Michael fue uno de los más afectados.
—Hace unos meses llegué a casa y lo encontré en su habitación. Estaba compenetrado en algo y no me escuchó al entrar. Me acerqué sin intención de sorprenderlo y vi que estaba observando una fotografía. Tú estabas en ella.
—¿Yo?
—Sí. Tú, tu esposa Eva y Michael.
Paul se estremeció al escuchar el nombre de Eva. Era la segunda vez en pocas horas que pensaba en ella y las dos veces en situaciones extrañas. Primero la fotografía en el despacho de Kathleen y ahora esto.
—Nunca había visto esa fotografía antes —dijo Ally—. Michael la tenía guardada en algún lado. Cuando le pregunté me dijo que eras el periodista que había trabajado en la redacción de los artículos de la tragedia.
—No recuerdo aquella fotografía.
—Según me dijo Michael, conoció a tu esposa aquí en la escuela, cuando tomaba fotografías para los artículos. Fue idea de él tomarse una los tres juntos.
Paul hizo memoria y creía recordar haberse tomado aquella fotografía, pero podía no ser un recuerdo real. Sí recordaba haber hablado con Eva de Michael, porque los dos habían tenido la misma sensación en ese entonces: que el muchacho no había alcanzado a comprender del todo la tragedia de la escuela.
Para ese entonces Paul aún no había visitado a Hannigan en la cárcel, y por lo tanto no sabía que era probable que Michael hubiera descubierto los cuerpos en el aula 19 y no Marsha Fox. Eso explicaba perfectamente su desolación.
—Le dije que te conocía por mi trabajo —dijo Ally—. Él me preguntó qué tanto te conocía y yo le respondí que te había visto algunas veces, pero que nunca había hablado contigo.
—Michael te pidió que me trajeras a la escuela…
—Sí. Me preguntó si podría persuadirte en caso de que no quisieras venir.
Paul reflexionó…
—Ally, si hay una razón importante para que esté aquí, ¿por qué no decírmela?
—No lo sé. Michael me pidió que estuviera contigo al momento de recibir la llamada y que me asegurara de que vinieras a la escuela. A decir verdad, también me dijo que era importante que yo estuviera aquí.
—Y no sabes por qué.
—Michael no me lo ha dicho.
—¿Se lo has preguntado?
—Mil veces —la voz de Ally era apenas un murmullo—. Me dijo que sería mejor que lo viera yo misma… Estoy empezando a entender a qué se refería y…
—Shhh…
Ally dejó de hablar.
—Date la vuelta —dijo Paul en un tono apenas audible—. Mira allí, en la puerta.
Habían dejado la puerta abierta precisamente para detectar si alguien se acercaba. El humo todavía no era un problema en el aula 9. Ahora, en la puerta, una mancha de luz en forma de círculo revelaba que alguien en efecto se acercaba. Aquel tenía que ser el reflejo de una linterna.
—Iré a ver de qué se trata —dijo Ally.
Paul sabía que desplazarse en su estado podía demandarle más tiempo del que tenían entre manos.
—Si es Judd, cierra la puerta —le dijo Paul—. No lo dudes ni un instante.
Unos segundos después la silueta de Ally se recortó en el umbral de la puerta. El resplandor siguió creciendo.
Transcurrieron no más de cinco segundos.
—¿Qué ocurre? —preguntó Paul inquieto.
—No es Judd. Es… una mujer.
—¿Lleva consigo un libro rojo?
—Sí. ¿La conoces?
—No, pero la vi deambular por el corredor hace un rato, cuando Judd se llevó a Kathleen.
Lo anterior era en parte una mentira. Era cierto que Paul había visto a la mujer en el corredor, apenas Kathleen y Judd se habían marchado. Lo que no era cierto era que no la conociera. Lo curioso era que no podía recordar de dónde. Quizás era de cuando hizo la investigación en la escuela.
—¿Qué son estas visiones? —preguntó Ally con perplejidad mientras la mujer avanzaba con paso decidido hacia el salón de actos.
Paul no respondió. No había pensado mucho en el asunto. El acercamiento más sencillo (y también el más ridículo) era que se trataba de fantasmas; lo cual podía tener algún sentido en el caso de las voces que Ally había escuchado en el aula 19, pero los niños del corredor o la maestra (¿era una maestra?) del libro rojo no parecían tener interés en interactuar con ellos. Ni siquiera parecían verlos.
La niña del sótano se ha escondido en cuanto te vio.
La maestra del libro rojo pasó junto a la puerta. Ally la siguió con la fascinación de un campesino que ve por primera vez un avión. La mujer llegó al salón de actos, donde seguramente se desvanecería como los niños del corredor, sin embargo ella estiró el brazo y abrió la puerta. Ally se sobresaltó y salió del aula 9 a toda velocidad, pero entonces comprendió que la mujer había abierto una puerta translúcida y luminosa como ella. La real seguía cerrada.
La mujer desapareció y con ella el fulgor celeste que había traído consigo.
Ally regresó a su pupitre. Otra vez estaban a oscuras.
—¿Cómo sabes que Michael está en el salón de actos? —preguntó Paul.
—Porque lo he visto allí, debajo del escenario. El plan era hablar contigo primero y después reunirnos con él. Fue entonces cuando Judd y Kathleen se presentaron.
—Estuvimos con él infinidad de veces, especialmente cuando llegamos.
—Me ha dicho que necesita que estemos solos: tú, él y yo.
—Sin Judd ni Kathleen…
—Exacto. ¿Sabes que creo? Que exageró su malestar desde el momento que llegamos. No se lo pregunté pero estoy casi segura.
—Déjame que recapitule esta historia. —Paul le creía. Era la primera vez que algunas piezas caían en su sitio. No obstante no seguiría cometiendo el mismo error—. Descubres que tu hermano tiene una fotografía mía y le dices que me conoces. Tiempo después te pide que estés conmigo en el momento que me llama por teléfono para venir a la escuela en plena noche. Pero tú no le preguntas de qué se trata. ¿Es correcto?
—Claro que no. Como te he dicho, se lo pregunté mil veces. Me dijo que no podía decírmelo todavía, pero que tenía que ver con la tragedia del aula 19.
—Y no te lo ha dicho desde que llegamos.
—¡No! Primero Judd y Kathleen se le pegaron como moscas. Después a ti se te ocurrió la magnífica idea de reunirnos en la biblioteca, donde estaba Michael… No tuve oportunidad de hablar con él a solas.
—Pero sí hablaste con él a solas en el salón de actos.
—Sí. —Ally hizo una pausa—. Michael me dijo que no confiara en ellos.
—¿En Kathleen tampoco?
—Especialmente en Kathleen.
Paul no estaba convencido. La historia de Ally tenía cierto sentido, pero debía dar crédito a lo que él sabía. Conocía a Kathleen desde hacía muchísimos años. Podía tener sus problemas, pero no era una mujer que le mereciera desconfianza. Por otro lado, apenas conocía a Ally, y el hecho de que Michael no le revelara la razón por la cual estaban allí encerrados resultaba inverosímil.
Debía ampliar el abanico de posibilidades. Michael podía estar muerto en ese momento y no escondido como aseguraba su supuesta hermana. Podía haber muerto en manos de ella llegado el caso. Ahora estaban en plena oscuridad y podía ser cuestión de minutos hasta que Ally se le abalanzara con intenciones de clavarle un cuchillo en la garganta. La realidad era que él no había visto a Michael debajo del escenario.
—Ally, conozco a Kathleen desde hace tiempo. No me parece una mujer en la que no podamos confiar.
—No sé qué decirte.
—Gracias a ella, Michael consiguió el empleo en la biblioteca. Según creo tu padre hacía algunas reparaciones esporádicas y le habló a Kathleen de su hijo.
Ally no dijo nada. Paul pensó que no era una buena señal que ella desconociera un detalle tan básico de la vida de su hermano.
—Michael no me había hablado mucho de la directora. Casi nada en realidad.
—Es extraño —dijo Paul con un leve aire triunfalista.
Sin embargo él sabía que Kathleen también ocultaba algo.
Mantenlos alejados de mis manos frías.