La estampida de niños translúcidos en el corredor central marcó un quiebre. No es que alguno dudara de los acontecimientos sorprendentes que estaban teniendo lugar en la escuela; bastaba observar hacia el exterior o intentar abrir una puerta para convencerse. Sin embargo, lo que vieron al salir de la biblioteca tuvo el efecto de una bofetada mental.
Paul permaneció en el vestíbulo, y fue entonces cuando descubrió otros cambios en los que no se había fijado antes. Cambios sutiles que incluso él, que llevaba apenas algunas horas encerrado en la escuela, pudo advertir con facilidad. El primero de ellos fue una serie de cortinas en los ventanales del frente del edificio. Estaba seguro de no haberlas visto antes, y cuando se acercó para tocarlas creyó que se desintegrarían como había ocurrido con los niños del corredor. Al sentir la textura de la tela entre el pulgar y el índice la soltó con un gesto de repugnancia. En cierto sentido hubiese sido mejor que se desintegraran.
Recordó el relato de Ally acerca de su experiencia en el aula 19 y la mención de los pósteres en las paredes, cuya existencia Kathleen había negado con determinación. Paul estaba seguro de que si echaba un vistazo al aula descubriría que los pósteres en efecto estaban allí.
Las implicaciones de los acontecimientos recientes eran inquietantes. No creía que algo pudiera arrojar un poco de lógica, salvo quizás despertar de un sueño, junto a Ally, en la habitación 109 del Motel Bluebird, y descubrir que la llamada telefónica de Michael no había tenido lugar. Él sería nuevamente un periodista venido a menos sin mayores ambiciones en la vida, llevaría a Ally a su casa y se iría a la suya para pasar la noche hacia otro día sin perspectivas. Eso estaría más que bien.
Sin haber sido del todo consciente regresó a la biblioteca. Quizás en el fondo sabía que Michael era fundamental para entender algunas cosas y que debía hablar con él. Encontró a Ally de pie junto a la mesa redonda en la que habían estado sentados apenas un rato antes. La muchacha no pareció advertir su presencia y él se sintió culpable mientras le observaba el trasero enfundado en sus vaqueros. Recordó el momento en que, minutos antes de producirse la llamada que los llevaría a la escuela, se habían besado.
—Hola Ally.
Ella no se volvió.
—Paul, será mejor que vengas a ver esto.
Recién en ese momento advirtió que ella observaba la pizarra que habían utilizado en la conversación. Se acercó y allí vio las cuatro preguntas que él mismo había escrito.
Alguien había agregado algo al final de cada una.
¿ES CASUAL QUE ESTEMOS AQUÍ? NO
¿HANNIGAN OCULTÓ ALGO? SÍ
¿ES PELIGROSO ENTRAR AL AULA 19? NO
¿EL AULA 19 LE HIZO ALGO A MICHAEL? NO
—Estaba escrito cuando entré… —dijo Ally.
Una vez superó la sorpresa inicial, Paul estudió las respuestas con un poco de detenimiento. Había esperado las dos primeras, pero las dos últimas lo desconcertaron.
¿Quién las ha respondido?
—¿Michael sigue inconsciente? —preguntó Paul.
Cruzó la biblioteca hasta la zona de los libros de libre consulta de la señora Thatcher. Recorrió uno de los pasillos entre dos estanterías hasta la parte trasera. Ally lo siguió.
Michael no estaba allí.
Una requisa rápida en la biblioteca reveló que el muchacho había desaparecido. Inesperadamente, Ally perdió el control.
—¡Dónde está!
—Cálmate, por favor.
Era evidente que Ally descargaba toda la ansiedad acumulada. Paul le sostuvo los hombros con firmeza.
—Vamos a encontrar a Michael —anunció—. Fíjate la hora en tu reloj.
—Las seis —dijo Ally—. Como si sirviera para algo.
—Sirve para coordinarnos aquí dentro. Nos encontraremos en una hora en el salón de actos. Tú búscalo en la planta alta, yo lo haré en la planta baja.
—¿Y el resto? ¿Y si Michael está con Kathleen?
—No está con ella. Acabo de verla en el vestíbulo y me dijo que iría a la cafetería a prepararse un bocadillo.
—¿No le avisaremos que Michael no está?
—Por el momento no.
—¿Por qué?
Paul pensaba en cómo la directora le había confiado a regañadientes que Michael había estado cerca del aula 19 luego de la tragedia. Creía que sería mejor encontrar al muchacho y poder hablar con él a solas antes de enfrentarlo a Kathleen. No le reveló esto a Ally, pero le dijo que tenía sus razones y ella lo aceptó. No sabía por qué, pero intuía que Judd y Kathleen estaban tramando algo. En cuanto a Ally, bueno, era cierto que había estado con él en el momento de recibir la llamada telefónica que los arrastró a la escuela, y que eso la exoneraba a primera vista, pero la realidad era que el tamaño del edificio hacía que emprender la búsqueda solo no fuera una buena idea.
Entonces Paul hizo algo inesperado; la espontaneidad no era su fuerte. Se acercó a Ally y la besó en los labios.
—Ve con cuidado —le dijo—. Nos vemos en una hora.
Ally se marchó. Paul permaneció solo en la biblioteca con la mirada fija en las cuatro preguntas y en sus respectivas respuestas.
¿Quién las ha respondido?
Michael era la opción número uno, pero él no estaba dispuesto a descartar a nadie, ni siquiera a Ally. Claro que existía una posibilidad adicional. ¿Podía haber alguien más en la escuela? ¿Un sexto visitante?
Paul empezaría la búsqueda en el gimnasio y los vestuarios. De toda la planta baja, excluyendo claro está el aula 19, aquella zona era la que más le inquietaba. Llevaba su linterna, pero se había impuesto utilizarla lo mínimo posible.
Se detuvo en el campo de baloncesto. En los lados largos había tres soportes para aros de menores dimensiones que los de los extremos. Estaba claro que los niños utilizaban aquellos aros dispuestos transversalmente para practicar. Lo que se preguntaba era si habían estado allí antes, cuando había atravesado el gimnasio con Kathleen. Estaba casi seguro de que no. Y otra vez, como parecía ser el procedimiento frente a cada nuevo agregado de la escuela, se acercó a uno de ellos y estiró la mano para tocarlo. Era tan real como las cortinas que había descubierto anteriormente.
Allí no había muchos lugares para ocultarse, salvo debajo de las gradas de madera. Decidió verificar primero las de la derecha simplemente porque estaban más cerca. Trepó hasta la mitad y caminó de un extremo a otro, iluminando con la linterna hacia abajo entre los tablones. No había nadie allí. Cuando llegó al final y se disponía a bajar, advirtió la existencia de una puerta. La abrió y vio un pequeño espacio desocupado y una escalera ascendente. Decidió que no subiría; Ally cubriría la planta superior. No obstante tomó nota mental de la existencia de aquella escalera. Hasta ese momento había creído que la única manera de acceder a la planta alta era desde el vestíbulo.
Revisó las gradas del lado izquierdo con el mismo resultado. Esta vez no encontró ninguna puerta secreta.
Se sentó en las gradas, no porque necesitara un descanso sino para tomarse un segundo para reflexionar. La situación resultaba de un surrealismo extremo. El gimnasio en penumbras, con la luna que se filtraba por los tragaluces, y un único espectador contrariado. Paul inspeccionó todos los rincones y en su mente ensayó una nueva aparición de niños, esta vez en plena práctica de baloncesto. Al menos no se sorprendería si se producía realmente, como en el corredor central.
Meditó acerca de la primera de las frases en la pizarra, la que aseveraba que no era casualidad que ellos estuvieran esa noche en la escuela. El hecho de que fuera el décimo aniversario de la tragedia del aula 19 parecía decirlo todo, pero él había escrito aquella pregunta orientada a ellos. ¿Debían ser necesariamente ellos los elegidos? Según el informante secreto parecía que sí. Y si lo anterior era así, entonces la razón tenía que estar forzosamente relacionada con algo que sabían, o algo que sólo serían capaces de entender juntos. Paul sabía que Kathleen le había ocultado deliberadamente información. Debía haber más.
En cuanto a la segunda frase (la única cuya respuesta había sido afirmativa), que decía si Hannigan había ocultado información importante, parecía ser Paul la persona indicada para responderla. Había sido él, hasta donde sabía, el único que había hablado con el maestro en la cárcel. Sin embargo no tenía la más mínima idea de qué podía ser. Había reproducido la entrevista lo mejor posible durante su relato en la biblioteca y no se había topado con ningún dato sospechoso. Pero más importante que eso era el hecho de no tener ningún recuerdo de haber sospechado algo en su momento.
El panorama no parecía ser muy alentador. Mientras pensaba, recorría con la vista el lateral de uno de los tablones en las gradas del frente. Cuando llegaba al extremo, trepaba con la vista al tablón siguiente y regresaba. Había llegado hasta la mitad y seguía sin encontrar el rumbo correcto para sus pensamientos.
El problema residía en lo disparatados de los acontecimientos: el tiempo estático, las apariciones, los cambios… ¿cómo dotar a un razonamiento de lógica cuando el entorno la ha perdido por completo?
Trepó con la vista al siguiente tablón y comenzó el recorrido horizontal, pero avanzó más despacio. Luego más. Finalmente se detuvo, con la vista clavada en las gradas pero ahora sin mirarlas realmente.
Tuvo un pensamiento revelador.
Era cierto, no recordaba ningún pasaje de su conversación en la cárcel con Hannigan que le pudiera dar un indicio de que ocultara algo. Pero ¿y si no tenía que ver con eso? Y aquí venía el razonamiento que Paul recibió con una sonrisa… ¿Qué tal si su presencia no tenía que ver con ninguna verdad por revelar, sino con un rol que debía desempeñar? Él era periodista…, y además conocía los pormenores de la investigación mejor que nadie. Tenía mucho sentido. Más aún, le gustaba. Era reconfortante pensar que había un propósito detrás de lo que estaba ocurriendo, y no el resultado de un Dios ebrio a quien de buenas a primeras se le ocurría echar por tierra las reglas básicas del mundo para reemplazarlas por unas nuevas, carentes totalmente de lógica.
Se puso de pie y descendió por las gradas hasta el suelo. Creía haber avanzado. En adelante, se propuso, cambiaría la estrategia para proceder, si es que podía decirse que hasta el momento había tenido una. Hablaría con todos a solas, empezando por Michael…, cuando lo encontrara.
Arribó a las duchas, donde se permitió encender la linterna. Sin ella sería necesario permanecer allí más tiempo del que le apetecía. Primero registró el vestuario de los niños, especialmente los reservados, los cuales recorrió uno a uno estirando el brazo para abrir las puertas e iluminando con la linterna en todas direcciones, esperando que una figura oscura se lanzara sobre él de un momento a otro. Nada de eso ocurrió y tampoco descubrió a Michael acurrucado en uno de los rincones. La requisa de las duchas fue sencilla; allí los paneles divisorios no llegaban hasta el suelo por lo que Paul pudo echar un vistazo rápido por sobre ellos.
Hizo lo propio en el vestuario de las niñas con el mismo resultado.
Cuando regresó al gimnasio se dijo algo que había sabido intuitivamente desde el inicio. Si bien llamar a Michael a viva voz podía ser de utilidad (suele serlo cuando se busca a una persona, ¿no?), no lo haría esta vez. Michael podía no ser capaz de responder, o no querer hacerlo. A fin de cuentas se había marchado sin que ellos lo advirtieran. Debía tener un motivo para ello.
La siguiente etapa de búsqueda en la planta baja correspondía al corredor central. Allí Judd había activado los circuitos eléctricos, por lo que Paul disponía de luz en caso de necesitarla. Supuso que eso le daría la posibilidad de terminar con aquella parte en poco tiempo; y lamentó que Ally no tuviera la misma suerte en la planta alta.
Entró a la biblioteca para volver a revisar y salió en menos de cinco minutos. Cruzó el corredor y llevó a cabo una búsqueda rápida en los baños que tampoco le demandó mucho tiempo.
Siguió con el laboratorio. Supuso que podría estar cerrado con llave, pero no fue así. Las dos puertas de madera cedieron cuando él las empujó y el mecanismo hidráulico se encargó de devolverlas suavemente a su sitio. Encendió la luz y una serie de tubos circulares zumbó en el techo.
El laboratorio era significativamente más amplio que las aulas. La mitad del recinto estaba ocupada por pupitres y en el frente había un gran mostrador macizo repleto de elementos para experimentación. Había matraces, tubos de ensayo, mecheros, pipetas y otros que Paul no identificó de sus épocas de alumno. Detrás había una gran pizarra blanca. A la izquierda había cinco grandes mesas de trabajo, todas ellas con compartimentos debajo para almacenamiento. Sobre cada una había un ordenador e instrumentos de trabajo. Por sus dimensiones, cada mesa permitía que ocho o diez niños trabajaran de pie cómodamente.
La pared lateral derecha disponía de un panel de corcho colmado de láminas coloridas, textos educativos y algunas notas tomadas por los alumnos. El resto de las paredes también estaban decoradas con láminas; era difícil encontrar en todo el laboratorio una porción de pared libre. Paul supo de inmediato que los únicos lugares donde alguien podría esconderse eran los compartimentos debajo de las mesas o el mostrador del frente. Michel podía estar detrás de alguno de ellos, pero en este caso sería incluso más fácil descubrirlo. Realmente el laboratorio no resultaba un buen lugar para esconderse, menos considerando que allí había luz.
Paul se acercó a la pared con el panel de corcho y echó un vistazo a las notas colgadas con chinchetas. Descartó todas aquellas que claramente pertenecían a revistas o habían sido impresas con ordenador y se concentró en las manuscritas. La caligrafía de niño era inconfundible en la mayoría de ellas. Las estudió detenidamente, descartando aquellas en que veía formulas, descripción de experimentos o textos que claramente estaban relacionados con el laboratorio. No supo bien por qué, pero se sintió decepcionado cuando no encontró ninguna nota que se relacionara con ellos. En su rol de periodista había supuesto que aquella podría ser una manera razonable de entablar contacto con él. Nadie prestaría atención a ese panel de corcho como él acababa de hacerlo. Sin embargo allí no había nada. Su primer pensamiento como periodista y no arrojaba ningún resultado.
En la esquina junto a la pizarra había una mesa cuadrada de un metro y medio de lado. Sobre ella había un laberinto con divisiones de madera al que se acercó con curiosidad. En uno de los extremos había una jaula metálica, en cuyo interior descansaba una cobaya de aspecto tranquilo. Paul acercó su rostro a la jaula y sonrió mientras el animal lo observaba con aparente interés. Una puertita levadiza impedía que saliera y recorriera el laberinto. Sobre la puertita había un letrero pequeño con el nombre de la cobaya: Copérnico.
—Hola, Copérnico —saludó Paul antes de encaminarse al mostrador del maestro.
Allí vio algunos átomos hechos con bolas de plástico unidas con varillas de madera. Recordó su propia época de alumno de primaria, en la que también había construido algunos de esos clásicos modelos atómicos… Su conocimiento en la materia no había evolucionado mucho desde entonces.
Se dispuso a revisar los compartimentos debajo del mostrador, seis en total. En todos encontró más equipamiento o documentos. Además había estantes que dividían cada compartimiento en dos. No había manera de que una persona pudiera esconderse allí.
Se disponía a salir cuando una idea cruzó su mente. Se detuvo en seco a dos metros de la puerta. Se volvió y clavó la vista en uno de los ordenadores. Habían verificado las líneas telefónicas y ninguna de ellas funcionaba. Pero ¿habría Kathleen o Judd verificado la conexión a internet? Encendió el ordenador y se sentó en uno de los taburetes que rodeaban la mesa de trabajo. La máquina emitió una serie de pitidos electrónicos y el monitor se encendió con un sonido magnético. Al cabo de unos segundos el sistema operativo estaba listo para ser operado. Paul se sintió un tonto por no haber verificado aquella posibilidad con anterioridad. Si la conexión a la red era mediante la línea telefónica no tendrían posibilidades, pero si se trataba de otro sistema, quizás funcionara.
Ejecutó el navegador y contuvo la respiración. La página de la escuela apareció en un abrir y cerrar de ojos. Paul se ilusionó, pero sólo un segundo; probablemente aquella página estaba alojada en algún servidor dentro de la escuela. Aquello no significaba necesariamente que estuvieran conectados a la red. Escribió la dirección de Google en la barra exploradora y ésta vez el corazón se le paralizó cuando la página se desplegó ante sus ojos.
¡Eureka!
No obstante un letrero saltó en medio de la pantalla e hizo que su entusiasmo se desintegrara como un montículo de arena arrasado por una ola.
La página no puede ser accedida.
El contenido mostrado es el último alojado en el cache de su ordenador.
Paul aceptó el cuadro de diálogo con resignación. Habría sido demasiado sencillo simplemente enviar un mensaje pidiendo ayuda.
Pero quizás había algo útil que pudiera hacer, pensó. Abrió el cliente de correo electrónico y configuró su cuenta personal. Redactó un mensaje dirigido a la cuenta colectiva del Times y lo dejó en la bandeja de salida. El mensaje decía:
Esto es una emergencia. Me encuentro encerrado en la escuela Woodward, en Twin Pines, junto con cuatro rehenes. ¡¡Por favor dar aviso a la policía de inmediato!!
Paul Farris
Sonrió. Si el ordenador permanecía encendido, en cuando la conexión a internet se restableciera, aquel mensaje iría a parar automáticamente a todos los empleados del Times. Alguien lo vería en cuestión de segundos y daría aviso a la policía. Paul fue cuidadoso en que el mensaje fuera un típico caso de toma de rehenes. Sabía que si hacía referencia a alguno de los detalles inverosímiles que tenían lugar, corría el riesgo de ser tomado como un bromista, aun tratándose de su propia cuenta de correo.
Se sintió satisfecho. Apagó el monitor, luego las luces del laboratorio y se marchó.
—¡Adiós, Copérnico!
Atravesó el corredor central hacia la cafetería. Allí tampoco había muchos lugares para esconderse. En la inmensa estancia principal las mesas de formica habían sido reemplazadas por otras de madera, también redondas. Paul no se sintió del todo sorprendido pero incluyó el cambio en su lista mental junto a las cortinas y los aros de baloncesto. También se acercó y posó la palma sobre la madera, experimentando las irregularidades de la textura. Era difícil saber qué tan realistas serían los detalles en un sueño, pero si se trataba de uno, entonces Paul debía aceptar que eran de una minuciosidad asombrosa. Aquellas mesas redondas le recordaron a las de la zona de recreo del Times.
Detrás del mostrador había una puerta que conducía a la cocina. Paul se asomó y encendió la luz, pero no vio a nadie. Estaba a punto de olvidarse de la cocina cuando decidió entrar y echar un vistazo en los dos refrigeradores de tamaño industrial. Ninguno de los dos funcionaba, por lo que supuso que, o bien Judd había tenido la precaución de desconectarlos o los termostatos no habían alcanzado todavía la temperatura de arranque. Una rápida inspección le indicó que se trataba de la primera opción, pues ninguno de los dos estaba enchufado. Había que darle cierto crédito al cuidador; evidentemente había pensado acertadamente en que mantener aquellos refrigeradores en funcionamiento sería un consumo de energía innecesario.
Abrió una de las cámaras, en la que podía entrar una persona de pie, pero no vio más que latas de alimentos y recipientes plásticos congelados. El frío se había conservado y un aliento helado le acarició el rostro. Recordó algunas escenas de El resplandor, en que esconderse en una cámara similar había resultado un tormento, y fue suficiente para querer marcharse de la cocina cuanto antes. Revisó la otra cámara rápidamente y se fue.
Se disponía a apagar las luces de la cafetería y salir, cuando vio la puerta metálica junto a la máquina expendedora de dulces. Suponía que conducía al sótano y no supo bien por qué había descartado en su cabeza dirigirse allí. Aquel era un lugar como cualquier otro para esconderse, o quizás mejor que cualquier otro. Sabía que podría encontrar a Judd allí abajo, pero tendría que enfrentarse a él tarde o temprano.
No tenía sentido dejar aquél sitio sin visitar.
El sonido del generador de energía era un traqueteo constante y lejano al que se había acostumbrado, pero cuando abrió la puerta la potencia de la máquina lo abrumó. Afortunadamente tres bombillas estaban encendidas y le mostraron la escalera que lo conduciría directamente al sótano. Bajó con cuidado, aferrándose al pasamano y acostumbrándose en la medida de lo posible al estruendo del motor diesel que le azotaba los oídos.
El generador estaba rodeado de una malla de alambre. A la izquierda, Paul vio una serie de tableros eléctricos que supuso controlarían los diferentes circuitos de la escuela. Estaban perfectamente rotulados y divididos en dos grupos. Los correspondientes a la segunda planta estaban todos en posición de apagado, lo cual le hizo pensar inmediatamente en Ally. Cuando llegó al extremo del recinto, de pie en el umbral que lo dividía de otro de aproximadamente las mismas dimensiones, creyó escuchar la voz Judd, e inmediatamente después otra, más aguda que la del cuidador.
Avanzó un par de pasos con cautela. En aquella segunda habitación estaba la caldera que templaba el agua que circulaba por los radiadores. Estaba apagada. El gas había corrido la misma suerte que la corriente eléctrica, el servicio telefónico e internet. A su izquierda había un pasillo que supuso conducía a las dependencias del cuidador. La otra voz volvió a repetirse y Paul hizo el esfuerzo de escucharla por sobre el generador. No estaba seguro, pero creía que podría tratarse de Kathleen.
Se disponía a cruzar la habitación cuando algo llamó su atención junto a la caldera. Lo captó apenas con el rabillo del ojo, pero creyó ver una niña justo antes de esconderse. Alcanzó a ver su silueta escurridiza; llevaba un vestido y el cabello rizado. Se quedó observando la caldera con perplejidad. Avanzó lentamente hasta que pudo mirar detrás y descubrir, como había esperado, que allí no había nada salvo unas botellas vacías. Ni rastros de una niña.
Las voces se repitieron y Paul se acercó lo más que pudo por detrás de la caldera poniendo cuidado de no patear ninguno de los envases. Se asomó por el lateral. Desde allí podía ver el pasillo estrecho y más allá una habitación que parecía ser una sala; había un sillón de dos cuerpos y una mesita con una lámpara. Paul imaginó que el resto de la estancia se completaría con una mesa y un televisor, pero eran meras suposiciones pues no podía verla. Lo que sí pudo ver, de pie en el umbral de la puerta y de espaldas a él, fue a Kathleen. En aquel momento la mujer no hablaba.
Aguzó el oído a la espera de que reanudaran el diálogo. Primero habló Judd y su voz grave fue perfectamente comprensible aún en presencia del generador.
—No me gustan esos dos. No me gustan en absoluto.
Paul no podía ver al cuidador, pero lo imaginó de pie a escasos pasos de la directora, con expresión de perro servicial.
—Lo sé. A mí tampoco me gustan —dijo ella—. Por eso debes…
Paul no pudo escuchar el resto. Buscó una posición que le permitiera estirar un poco la cabeza para oír mejor, cuando su pie izquierdo golpeó una de las botellas y ésta cayó de costado. Paul se apresuró a pisarla para impedir que rebotara pero fue demasiado tarde.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Judd con su voz de trueno.
Paul permaneció inmóvil, con la espalda apoyada en la caldera y el corazón galopando en el pecho. No le temía al cuidador (no todavía) pero si era descubierto perdería una gran oportunidad de escuchar un diálogo prometedor.
—Yo no he escuchado nada —dijo Kathleen alzando el tono de voz desde el extremo del pasillo.
Paul imaginó que Judd habría salido de la sala y estaría del otro lado de la caldera. Probablemente iría hasta el cuarto del generador y regresaría. Si miraba detrás de la caldera, lo vería, de eso no cabían dudas.
Pero no lo hizo.
El cuidador regresó a sus dependencias y reanudó la conversación con Kathleen. Sólo cuando estuvo seguro de que el peligro había pasado, Paul se asomó y se encontró con el mismo cuadro que el de unos instantes atrás. Esta vez tuvo mucho cuidado al mover los pies.
—¿Crees que podrás hacer lo que te he… ?—dijo Kathleen.
¿Pedido?
—Sí. No le encuentro el más mínimo sentido, pero puedo hacerlo.
—Muchas cosas no tienen sentido esta noche.
—¡Y que lo diga!
—Mantenlos alejados de mis manos frías. Es importante.
Paul arrugó la frente.
¿Qué significa eso?
—Como usted diga —dijo Judd.
—Sé que es una petición extraña, pero créeme, será mejor que no lo hagan o todo empeorará.
La directora se despidió. Paul esperó a estar seguro de que se había marchado y mientras esperaba repasó sus palabras.
Mantenlos alejados de mis manos frías.
Le dio vueltas en su cabeza y no les encontró ningún sentido. Quiso convencerse de que había escuchado mal, pero estaba bastante seguro de que no había sido así. Claramente tenía que ver con algo que el cuidador y ella habían estado hablando antes, pero Paul no tenía idea qué podía ser. Se lamentó por haber revisado primero el laboratorio. De haber llegado al sótano quizás cinco minutos antes hubiera escuchado la conversación completa.
El otro asunto importante de la conversación era a quiénes se había referido Kathleen. Dos veces había hecho referencias indirectas a «ellos». ¿Quiénes eran ellos? ¿Ally y Paul? Era lo más razonable. Paul no tenía dudas de que el asunto revestía cierta importancia para Kathleen. En primer lugar, lo había mantenido deliberadamente oculto al resto, lo cual significaba que no confiaba en ellos (y esto no era una novedad en lo concerniente a Ally), y en segundo lugar, había elegido hablar con Judd en el sótano, donde nadie podía escucharlos.
Paul meditaría acerca de cómo proceder. Quizás enfrentar a Kathleen en este momento no era una buena idea. Seguiría adelante con la búsqueda de Michael y se encontraría con Ally como había previsto.
Consultó su reloj. Restaban treinta minutos para la reunión en el salón de actos.
Mantenlos alejados de mis manos frías.
Debía darse prisa si quería terminar en tiempo. Paul caminó hasta el vestíbulo donde estaba la colchoneta que había utilizado para dormir. Echó de menos su colchón de resortes y esperó no verse obligado a pasar otra noche en la escuela (resultaba confuso hablar de noches, pero en fin).
La búsqueda en el ala Este debía ser rápida. No había luz, pero eran apenas cuatro aulas, incluida la 19. Evocó las dos últimas frases escritas en la pizarra, en donde el informante anónimo aseveraba que no era peligroso dirigirse al aula 19, y que tampoco ésta le había causado daño alguno a Michael. Teniendo en cuenta los antecedentes y la experiencia de Ally, había creído desde el principio que no podía esperarse nada bueno de ese lugar, sin embargo parecía no ser así. Si se fiaba de las respuestas de la pizarra (cosa que Paul no estaba dispuesto a hacer ciegamente, pero sí a darles cierta credibilidad) entonces quizás el aula 19 había protegido a Michael. Quizás al sentirse amenazado se había escondió allí, dónde Judd finalmente lo encontró.
¡Había tantas cosas que Michael podía aclarar! Resultaba vital encontrarlo. Su desaparición, en el momento preciso en que los interrogantes empezaban a tomar forma, no podía ser casual.
La primera de las aulas era la 16. Paul abrió la puerta y encendió la linterna. Avanzó unos pasos y dirigió el haz de luz en todas direcciones. Las sombras de los pupitres se unieron en una enmarañada pila de ramas secas que se estiró en una dirección y luego en la opuesta.
En la parte trasera había un mueble con compartimentos para que los alumnos guarden sus mochilas durante las clases. También había una mesa elevada con un moderno televisor y un equipo reproductor de DVD. El colorido del aula era llamativo incluso bajo la escasa luz de la linterna, y junto con el suelo de madera le confería una atmósfera acogedora. Había guirnaldas y láminas elaboradas por los niños. Entre estas últimas había un letrero que anunciaba que aquél era el segundo grado A. En una de las esquinas del frente había un imponente escritorio de roble.
Michael no estaba allí y tampoco en las dos aulas siguientes, que presentaban más o menos el mismo aspecto que la anterior. Antes de entrar a la última, la 19, Paul contempló la placa de bronce junto a la puerta de entrada. Era la primera vez en su vida que entraba a esa aula. Durante la investigación no había creído necesario hacerlo, ni mucho menos pensado que lo haría diez años después. Sin embargo allí estaba. Al traspasar el umbral recordó lo que le había sucedido a Ally con el pupitre que había colocado para detener la puerta y prefirió dejar que ésta se cerrara con un suave movimiento.
El contraste con las otras aulas era extremo. No costaba adivinar que los pupitres agrupados en el centro estaban allí sólo temporalmente para ser utilizados como recambios. Muchos de ellos estaban rotos o excesivamente gastados. Allí no había un escritorio para el maestro, mueble en la parte trasera ni mucho menos un televisor. Tampoco había ningún tipo de adorno. Las paredes estaban inmaculadas y las lámparas blancas en forma de bolas colgaban del techo como cabezas de ahorcados. Era evidente que ni siquiera se habían tomado la molestia de reemplazar los artefactos eléctricos por las modernas unidades de bajo consumo que Paul había visto en el resto de las aulas.
Paul examinó con detenimiento la pared trasera barriéndola con el haz de la linterna, hasta que en una esquina vio los pósteres a los que Ally había hecho referencia. Lucían avejentados y completamente fuera de lugar. No era difícil imaginar que los pósteres no habían estado allí antes y que era un caso más en la lista de las cortinas, los aros de baloncesto y las mesas de la cafetería. El descubrimiento había dejado de ser novedad y ni siquiera se sintió con ánimos para acercarse y tocarlos como había hecho las otras veces.
Pero sí se sorprendió al iluminar hacia el frente. Había dos pizarrones verdes, y en uno de ellos vio en grandes letras imprenta la palabra ARMA, como había dicho Ally. En el otro, el más alejado a la puerta, había otra palabra que Ally no había revelado o no había advertido: MÁQUINA[3].
En las aulas anteriores había visto pizarras de marcador, no de tiza. La explicación parecía simple: durante los últimos diez años la escuela reemplazó los pizarrones de tiza, pero no lo hicieron allí, donde no tenía sentido pues no eran utilizados. Lo mismo habría sucedido con los artefactos eléctricos. Parecía que el aula 19 había quedado totalmente fuera de los planes de la escuela Woodward, lo cual era lógico. Lo que no guardaba lógica era que en tales condiciones el aula permaneciera abierta. Porque si no era así, entonces ¿quién la había abierto esa noche? ¿Michael? Paul había pensado apenas unos minutos antes que Michael pudo sentirse protegido en el aula 19 y ahora la razón lo llevaba a pensar de la misma manera.
Paul había mantenido la linterna encendida en todo momento. Se acercó a uno de los pupitres en la primera fila y lo ocupó.
Colocó la linterna encendida sobre el pupitre. Un círculo de luz se proyectó sobre la pared delante suyo, entre los dos pizarrones. No supo muy bien por qué permaneció allí o qué esperaba exactamente que sucediera. Michael no estaba en el aula y en poco tiempo tenía que reunirse con Ally en el salón de actos. Quizás esperaba escuchar las voces que ella había oído…
Hasta ese momento había pensado en las dos palabras por separado, pero también podían formar parte de una misma palabra. La leyó en voz alta.
METRALLETA[4]
Parecía que el informante anónimo tenía especial predilección por dejar mensajes en pizarrones de tiza; y también por los acertijos. Primero había sido en la biblioteca y ahora en el aula 19; los únicos dos sitios de toda la escuela donde aún había de esos pizarrones, al menos que Paul supiera. No podía ser coincidencia. El informante debía tener algún tipo de problema con los rotuladores.
Leyó de nuevo las palabras. Prefería pensar que encontraría la explicación analizándolas por separado. Desde que Ally lo había mencionado en la biblioteca, pensó que la palabra ARMA podía tener relación con Judd. La expresión del cuidador se modificó al escucharla. A Paul no le resultaba difícil concebir que el hombre se sintiera más a gusto con algo de protección para sus noches de soledad. Tampoco era difícil deducir que tener un arma en la escuela iría en contra de toda regla y que la directora lo desaprobaría categóricamente. Era la explicación más plausible y lógica, e incluso Paul podía aventurar cuál era la importancia de que ellos lo supieran. Mientras permanecieran encerrados, un arma en poder de Judd era una invitación inminente a tener problemas (claro que si se trataba de una metralleta las cosas eran aún peores, así que mejor no pensar en eso). El cuidador parecía un volcán a punto de hacer erupción, cualquiera se podía dar cuenta de ello.
En cuanto a la palabra MÁQUINA por separado, no tenía ningún sentido. Era un vocablo amplio. Una máquina podía ser una licuadora, una retroexcavadora, un coche o incluso un ordenador. En lo que a Paul concernía, era el concepto tecnológico más amplio en que podía pensar. Cualquier dispositivo electrónico o mecánico podía ser considerado una máquina. Lo bueno era que en ese momento el campo de búsqueda estaba restringido a la escuela, y ciertamente no había muchos dispositivos electrónicos o mecánicos allí. Pensó en el generador de energía, pero no comprendió cuál podía ser el mensaje.
Paul mantenía la vista en el centro del círculo de luz cuando escuchó algo a sus espaldas: un chasquido, como un latigazo. Se volvió con violencia. Con la pierna golpeó el pupitre y la linterna, que descansaba encima, rodó aceleradamente hasta el borde de la mesa. El círculo en la pared acompañó el movimiento hasta iluminar de lleno la palabra ARMA. Paul reaccionó a tiempo y logró capturar la linterna antes de que se precipitara al suelo.
Con más cuidado, se puso de pie.
El sonido se había producido justo detrás de él.
Proyectó el haz de luz en esa dirección.
No vio a nadie y el sonido no se repitió. Avanzó hasta el final del aula. Algo llamó su atención en el respaldo de madera del último pupitre y se agachó para observarlo. Era diminuto, brillante e inconfundible: se trataba de una bala incrustada. Paul pensó en sacarla, pero finalmente no lo hizo.
La presencia del proyectil no podía significar nada bueno.
Misterio resuelto.
Había un arma en la escuela. Paul estaba dispuesto a apostar a que su instinto no se había equivocado respecto a su dueño. Judd tenía un arma y, más aún, la había disparado allí dentro. Posiblemente esa misma noche. Repasó los primeros minutos posteriores a su arribo a la escuela y el nerviosismo que Judd había evidenciado ante su presencia era innegable. También en las horas posteriores.
Negó con la cabeza. La confirmación de que aquel hombre del tamaño de una montaña tenía un arma era una pésima noticia.
Abandonó el aula 19 experimentando la sensación de haber avanzado, aunque no le gustaba en absoluto la dirección hacia dónde lo había hecho. Llegó al extremo del corredor donde estaba la enfermería, pero se encontró con que, como era de esperar, la puerta estaba cerrada con llave. No obstante la puerta tenía un gran rectángulo de cristal con una cruz estampada en el centro, que permitía ver hacia el interior. Paul acercó el rostro al cristal y colocó una palma a modo de pantalla para protegerse del reflejo de la linterna. Vio una habitación relativamente pequeña con un escritorio, una camilla y un armario que cubría la pared trasera. Allí no había nadie.
Sólo restaba buscar en el ala Oeste y Paul no tenía demasiadas esperanzas de encontrar a Michael allí, no sabía bien por qué. Esperaba que Ally hubiera tenido más suerte en la segunda planta.
Cruzó el vestíbulo. Revisó tres aulas similares a las anteriores, un cuarto de limpieza y los tres despachos de la punta. El primero pertenecía a la directora de la escuela elemental, el director de admisiones y el jefe de contabilidad respectivamente. Cada uno tenía su correspondiente escritorio pomposo, archivador y plantas. Como allí había luz no hizo falta más que echar un vistazo rápido desde el umbral.
El corredor se torcía noventa grados a la derecha. El letrero junto a la primera puerta indicaba que ésta conducía a la sala de maestros. Paul la abrió y accionó el interruptor de la luz. Media docena de tubos fluorescentes se encendió como respuesta. El sonido producido por el generador de energía era más fuerte allí. Paul estimó que debía estar prácticamente debajo de él en ese momento. Cuando las luces se encendieron, el rugido del motor aumentó en potencia para dar respuesta al aumento de demanda.
Allí había algunas mesas redondas con sus respectivas sillas y una serie de muebles alineados contra la pared. También había un refrigerador y una encimera donde descansaba una máquina compacta de café. Michael no estaba allí. Paul apagó la luz y regresó al corredor.
Frente a la sala había dos baños de uso exclusivo para maestros y más allá estaba el despacho de la directora. Paul había creído que encontraría a Kathleen allí, pero la luz no estaba encendida. ¿Seguiría con Judd?
Mientras entraba al despacho recordó la frase pronunciada por la mujer.
Mantenlos alejados de mis manos frías.
No se había detenido demasiado a pensar en ella. Era incoherente, por supuesto, y supuso que eso lo había desalentado a encontrarle un sentido. Tenía que haber escuchado mal.
Estaba de pie frente al escritorio, cuando sus ojos se toparon con una fotografía enmarcada de Kathleen con su hijo adolescente. Paul no recordaba que la mujer tuviera un hijo, o que estuviera casada. Haciendo memoria no recordó haberle visto una alianza, por lo que supuso que quizás era divorciada, o viuda…
Por simple curiosidad se concentró efímeramente en el resto de las fotografías y advirtió que en todas ellas aparecía el hijo de Kathleen a distintas edades. En total eran unas cinco. En el último momento vio una que casi pasó por alto porque no estaba enmarcada sino apoyada en el escritorio. Sintió que el corazón le daba un vuelco. Él no tenía manera de saberlo, pero aquella era la fotografía que Judd había catalogado como especial y que había olvidado regresar al cajón antes de su salida apresurada ante los gritos en el aula 19.
En la fotografía, Kathleen aparecía junto a dos mujeres. La de la derecha era Eva Farris, la difunta esposa de Paul.
Paul conoció a Eva en la fiesta de cumpleaños de Phill Thomas, su jefe directo en el Times. Lo primero que pensó al verla fue que su aspecto y maneras eran las de una mujer sencilla. Eva vestía unos vaqueros bordados y una camisa a cuadros; llevaba el cabello castaño largo hasta los hombros con mechas más claras.
Esa noche apenas hablaron, pero la conexión entre ellos no pasó inadvertida. Él le hablo de su trabajo como periodista en el Times (una prestigiosa carta que Paul jugaba casi inconscientemente) y que, en vistas de cómo resultaron las cosas, fue como si un niño presumiera su vieja consola de juegos al hijo de Bill Gates. Ella le dijo que se encargaba de llevar adelante un negocio familiar pero no dio mayores precisiones. Los ojos de Eva eran de un verde intenso y apenas llevaba maquillaje, a diferencia de las otras mujeres de la fiesta que parecían anuncios andantes de productos cosméticos. Convinieron verse durante la semana y almorzar. Paul pasaría a recogerla por su pequeña empresa familiar a las doce en punto.
Cuando Paul aparcó su Honda frente al edificio de seis plantas con la inscripción Topaz Technologies en inmensas letras metálicas, pensó que se había equivocado de dirección. Había elaborado una imagen mental de lo que lo esperaba; quizás una tienda de antigüedades, a la cual entraría para buscar a Eva con la mirada, hasta encontrarla en la parte trasera, atendiendo a una pareja de recién casados que tenía intenciones de dejar su lista de regalos. En aquella imagen mental, ella vestía la misma camisa a cuadros que en la fiesta de Phill Thomas.
El edificio de seis plantas lo desconcertó. Eva le había dado la dirección y él la había memorizado, de modo que la única manera de confirmar su error sería entrando al edificio y preguntar por ella. Cruzó una puerta de accionamiento automático y avanzó por un recinto amplio en dirección a un mostrador curvo. Detrás de éste, una muchacha joven lo escoltó con la mirada, mientras Paul observaba hacia los lados para fortalecer su idea de que aquel no era el lugar correcto. La arquitectura del edificio había sido reciclada por completo: columnas revestidas en acero inoxidable, cristales glaseados, suelos de mármol. Aquello parecía una dependencia de una agencia ultra secreta del gobierno y no un emprendimiento familiar atendido por Shania Twain.
La muchacha del mostrador preguntó a Paul a quién buscaba y él se lo dijo, consciente de que la respuesta que recibiría sería algo así como: «No conozco a ninguna Eva Ambers, pero creo haber oído su nombre en la pastelería de la esquina». Pero la muchacha asintió y le pidió sus datos mientras le entregaba una credencial plastificada y le recomendaba que se la colocara en un lugar visible. Entonces presionó una serie de teclas en su ordenador. Segundos después habló por el intercomunicador adosado a su rostro y anunció que Paul Farris estaba en la recepción y que buscaba a la señorita Ambers.
La muchacha pidió a Paul que aguardara un minuto y él lo hizo, sentado en uno de los asientos de cuero dignos de un prestigioso bufete de abogados. El techo tenía unos seis metros de altura.
Cinco minutos después la muchacha volvió a comunicarse por el intercomunicador y dedicó a Paul una sonrisa. La señorita Ambers debía terminar de resolver unos asuntos, le explicó, pero con gusto lo haría pasar a su oficina, en el sexto piso, para esperarla. Paul tomó el ascensor. Dos hombres se unieron a él en el primer piso y lo acompañaron hasta el tercero. Lo saludaron y hablaron entre ellos acerca del problema que presentaba el T-23, el cual, por lo que Paul pudo escuchar, tenía que ver con un inusitado campo magnético que hacía imposible la configuración de bla bla bla… ¿Qué sitio era ese? ¿La fábrica de los Terminators?
Paul estaba azorado. Cuando los dos hombres bajaron del ascensor pudo ver que aquella parte del edificio estaba ocupada por un gran laboratorio. Se preguntó por qué Phill no lo había puesto sobre aviso acerca de las verdaderas ocupaciones de Eva. Negó con la cabeza al recordar cómo había exagerado las complicaciones de su labor como periodista durante la fiesta.
En el sexto piso las cosas no cambiaron. Paul avanzó por un inmenso vestíbulo alfombrado dónde otra mujer, ésta más joven que la anterior, lo recibió con su sonrisa perfecta. Antes de que pudiera decir nada, un hombre emergió de un pasillo a la derecha; llevaba un impecable traje oscuro y el cabello peinado hacia atrás. Le dijo a Lizy que iría a ver al señor Taylor antes de lo previsto, que ya había hablado con él ayer pero que se lo recordara a su secretaria de todos modos. Lizy le dijo que no se preocupara, que ella se ocuparía.
Lizy se volvió hacia a Paul y dijo:
—La señorita Ambers lo está esperando…
Dejó la frase en suspenso, pero Paul se encargó de completarla dentro de su cabeza: en su simulador privado de gravitación cero, donde podrán flotar juntos un rato
Resignado, Paul siguió las instrucciones para llegar a la oficina de Eva. Recorrió el pasillo de la derecha y al llegar a una sala pequeña viró a la izquierda. Se encontró con una puerta de dos hojas de cristal oscuro y a su lado la leyenda:
Eva M. Ambers
DIRECCIÓN
Más tarde Paul bromearía con el hecho de que ella lo hiciera subir a su oficina aquella primera vez. «Querías que supiera cuán importante eras…» le diría al oído, y ella le respondería que estaba en lo cierto, que así había ocurrido exactamente.
Cuando Paul entró, encontró a Eva hablando por teléfono tras un escritorio enorme. Ella lo observó con expresión de fingido agotamiento y sacudiendo la cabeza; le indicó con un ademán que se pusiera cómodo y él lo hizo; ocupó uno de los sillones de cuero junto a una mesa baja de cristal. Sobre la mesa había al menos una docena de revistas técnicas que Paul no había leído ni oído mencionar en su vida.
En aquel momento se preguntó qué podía tener en común con Eva. Paul a duras penas podía utilizar su procesador de textos y los ordenadores lo ponían nervioso. Se dijo que almorzaría con ella por respeto, pero procuraría ser lo más breve posible. Diría que tenía poco tiempo, lo cual era cierto en realidad.
Cuando Eva interrumpió la comunicación y se acercó, Paul advirtió que allí estaba la sonrisa que lo había cautivado el fin de semana. Ahora vestía una falda que le cubría las rodillas y una camisa blanca. Llevaba el cabello recogido.
A pesar de los pronósticos de Paul, el almuerzo fue un éxito.
Fueron a un restaurante de comida italiana recomendación de Eva. El lugar distaba de ser un reducto selecto para jóvenes ejecutivos (como Paul había esperado), sino todo lo contrario. La Tavola di Mateo era un diminuto y chispeante lugar para pasar el rato, en el que el propio Mateo, un italiano que hacía más de veinte años que vivía en América pero que no había perdido la costumbre de condimentar sus conversaciones con palabras en italiano, los recibió personalmente. Saludó a Eva efusivamente y en pocos segundos Paul se convirtió en Il giornalista.
Durante aquel primer almuerzo hablaron muy poco de sus respectivos trabajos, cosa que se convertiría en una constante en el futuro. Paul se limitó a preguntarle a su futura esposa a qué se dedicaba exactamente y ella le dijo que la compañía, fundada hacía más de treinta años por su propio padre, se especializaba en la prueba de elementos electrónicos. Básicamente, explicó Eva, antes de que un componente de algún dispositivo electrónico sea lanzado al mercado, debía ser probado en diferentes circunstancias. Muchas marcas contaban con sus propios laboratorios, pero otras preferían que empresas externas llevaran a cabo los procesos de prueba. Eva era la directora de Topaz desde hacía dos años.
Paul siguió el relato con atención. Durante sus estudios Eva había trabajado en la firma como encargada de uno de los laboratorios, pero al poco tiempo de su graduación su padre había decidido que era tiempo de dejar su puesto de director y pasárselo a su hija. Mientras sorbía un largo fideo, Eva le dijo que ser la hija del dueño tenía sus privilegios y ambos rieron. Hacía años que su padre le venía advirtiendo que sería ella, su única hija, quién tendría la responsabilidad de llevar adelante la compañía. El señor Ambers no veía la hora de largarse de la ciudad para dedicarse a la cría de caballos, su verdadera pasión.
Esa noche Paul apenas durmió. La sensación de haber conocido a una mujer especial era demasiado intensa. Volvió a ver a Eva a la semana siguiente, esta vez para cenar, y un año después se casaron. La ceremonia tuvo lugar al aire libre, en la finca de crianza de caballos de Ambers. Doscientos invitados fueron testigo de la unión de Eva y Paul. Aquel día soleado el Padre Edwards les preguntó si juraban amarse hasta que la muerte los separara y ellos dijeron que sí.
Y cumplieron. Porque cuando la muerte los separó seguían amándose tanto o más que en aquel momento.
Después del casamiento ella se deshizo de su apartamento y con el dinero que obtuvieron, más los ahorros de ambos y un aporte generoso del señor Ambers, lograron comprar el cincuenta por ciento de la hipoteca de un espacioso apartamento de dos plantas en el centro de la ciudad. La convivencia resultó gratamente placentera. No deterioró la relación sino que la fortaleció. Las carreras de ambos eran demandantes y no era extraño que debieran permanecer en sus respectivos puestos de trabajo después de horas; sin embargo hicieron el compromiso de no dejar de cenar juntos una sola noche.
Y también lo cumplieron.
Dos años de convivencia fueron suficientes para que la idea de tener un hijo comenzara a formar parte de las conversaciones de la pareja. Ambos habían estado de acuerdo desde el principio en no apresurar la relación, pero dos años parecía el momento adecuado para que la familia Farris creciera. Eva interrumpió la ingesta de píldoras y durante seis meses no ocurrió nada. Visitaron a un especialista, el doctor Trevisani, quién los sometió a una serie de estudios cuyos resultados tuvieron al cabo de una semana.
Fue una semana larga. Ninguno de los dos creía no poder superar la noticia si es que acaso no podían concebir un niño, pero sin dudas no sería sencillo. Siempre existía la posibilidad de adoptar, y si bien era un tema que no habían hablado todavía, cada uno lo había sopesado internamente. Cuando los resultados estuvieron listos, el doctor Trevisani los citó en su consultorio y sin preámbulos les dijo que las cosas estaban bien. El esperma de Paul tenía una movilidad levemente más baja de lo normal, pero nada más… sería cuestión de tiempo hasta que Eva quedara embarazada.
Siguieron intentándolo.
Paul no podía quejarse. Su matrimonio marchaba sobre ruedas y su labor como periodista era más prometedora cada día. Se había convertido en la mano derecha de Phill y numerosos artículos de prestigio le fueron asignados. El caso del aula 19 fue el detonante para este ascenso. Había sido un caso que no había recibido la cobertura necesaria por parte del Times (al menos a criterio de Phill), y el primer aniversario fue una buena excusa para brindarle a los lectores una investigación profunda de lo ocurrido. El conocimiento que Paul tenía del acusado, George Hannigan, lo colocaba en una posición inmejorable para redactar la serie de artículos, que le requirió casi tres meses de trabajo.
Los artículos tuvieron una repercusión notable en todo el país y las cartas de lectores llovieron a la redacción del Times durante semanas. Paul se había convertido en una joven promesa.
En casa todo marchaba a pedir de boca. Eva era fantástica, con un endiablado sentido del humor que no dejaba de sorprender a Paul día a día. Tenía su vida de ejecutiva, cierto, pero al mismo tiempo mantenía los pies sobre la tierra. No sólo tenía una vida fuera de su trabajo, sino que la cultivaba a diario. Le encantaba pasar un rato agradable con amigos, ir al cine y tomaba clases de fotografía, disciplina en la que estaba progresando rápidamente. Paul admiraba su frescura a la hora de enfrentar la vida, sin inventar problemas donde no los había y dando a las cosas la importancia justa. Él decía, mitad en broma mitad en serio, que ella disponía de un lado masculino que le permitía actuar con despreocupación, o utilizar el humor como una cimitarra afilada y efectiva para distender una situación tensa. Eva podía ser impredecible y lanzada, y un segundo después comportarse con inteligencia y sensibilidad. Todo lo hacía sin verse forzada y sin aspiraciones subyacentes. Paul no se había equivocado en su juicio inicial al considerarla una mujer sencilla, y era algo de lo que se jactaba secretamente, pues había captado la esencia de su futura esposa en los primeros segundos luego de haberla conocido.
Seis años después de casarse, Paul y Eva seguían siendo felices. La euforia inicial, lo novedoso y el descubrimiento de un mundo nuevo que les pertenecía, adornaron aquellos primeros años en los que sus respectivas carreras se mantuvieron en la senda correcta y en ascenso. Lograron pagar la hipoteca y siguieron adelante con la búsqueda de un hijo, aunque al parecer los nadadores de Paul eran más lentos de lo que había estimado el doctor Trevisani. Pero no perdían las esperanzas. Lazos más profundos se forjaron entre ellos y nuevos desafíos se hicieron presentes. Discutían con poca frecuencia y cuando lo hacían nunca cruzaban la línea del respeto. Seguía en pie el pacto de no cenar fuera de casa y lo cumplían. También habían incorporado otros, como permitirse veinte días de vacaciones al año en algún lugar remoto o salir a cenar en el aniversario de casados, San Valentín, los cumpleaños, etc. Disfrutaban de la compañía mutua y ninguna de las salidas representaba un sacrificio en sí mismo, pero eran de la idea de que si un día dejaban pasar por alto alguno de sus pactos, sería el inicio del deterioro de la relación. Ambos sentían un profundo respeto por el amor que se tenían, pero no estaban dispuestos a apostar a él como único sustento de su vida conyugal. Estar casados era un trabajo; el más placentero del mundo para ellos, cierto, pero un trabajo al fin.
Ninguno de los dos sabía que la aventura conjunta tenía fecha de vencimiento. Y una muy cercana, por cierto: apenas seis años.
Una mañana, Phill pidió a Paul que lo viera en su oficina. Le dijo que tomara asiento y le habló sin rodeos, como era su costumbre. Quería que investigara una red de prostitución en Nueva York. La información que tenían hasta el momento indicaba que funcionarios del gobierno local podían estar implicados en el asunto, de manera que no hacía falta hacer hincapié en la delicadeza del tema. Phill le dijo a Paul que nadie podría escarbar con la velocidad y profundidad con la que él lo haría. Le dio su palabra, además, de que si las cosas se ponían más turbias de lo esperado, abandonarían todo y no publicarían una sola palabra.
Paul aceptó. Le debía a Phill su carrera y confiaba en él.
El hombre que había permitido vislumbrar la punta del iceberg era un tal William Zaine, quien con unas copas encima, había abierto la boca durante un cóctel de empresarios con el mal tino (para él) de que un íntimo amigo de Phill alcanzó a escucharlo. Paul sabía que debía empezar por ahí; no tenía otro camino. Una investigación inicial arrojó que Zaine se había marchado a Los Angeles y que literalmente había desaparecido de los lugares que frecuentaba. A través de su hermana, Paul lo rastreó hasta un motel en Zakary View, pero cuando se presentó el hombre le dijo que no tenía nada que decir y que si volvía a visitarlo no lo encontraría. Lo cual ocurrió.
Zaine había dejado atrás un negocio rentable en Nueva York de organización de eventos sociales, principalmente bodas y recepciones de personalidades importantes; una verdadera mina de oro a la que había dejado abandonada para evaporarse en el extremo opuesto del país.
Paul consiguió los registros telefónicos de Zaine de los últimos tres meses e hizo un análisis de todos ellos. Descartó algunos pertenecientes a familiares y luego otros que rápidamente relacionó con su trabajo. Se encontró entonces con una lista extensísima de números telefónicos (más de cien) que valía la pena investigar un poco más. No había políticos locales o personalidades de renombre. Nada.
El siguiente paso consistió en inventar a un personaje relacionado con Zaine y hacer llamadas al azar. Era un método disparatado y a priori poco efectivo, pero fue lo único que se le ocurrió en ese momento. Se haría pasar por un empresario local que había trabado amistad gracias a la fabulosa fiesta de casamiento que Zaine había organizado para su hija. Diría que él le había proporcionado ese número para tratar algunos negocios confidenciales. Si se trataba de la persona equivocada, por ejemplo un cliente o un amigo, no tenía más que aducir que probablemente había habido una confusión con el número telefónico y que él se encargaría de arreglarlo con Zaine. Tenía la certeza de que si era convincente en el diálogo, lograría descartar a aquellos que no tuvieran relación con la investigación y lograr dar con alguien que fuera el contacto con la red que buscaban. Hasta ese momento era difícil saber el grado de participación de Zaine, por lo que había que moverse con sumo cuidado. Todo parecía indicar que el hombre no era un miembro activo dentro de la red, pero que sí hacía uso de ella para ciertos personajes que ocasionalmente contrataban sus servicios.
Dos semanas, y casi cincuenta llamadas telefónicas después, la suerte estuvo de su lado. Una mujer llamada Rita Fujitsu dijo que creía poder ayudarlo, pero que primero tendría que discutirlo con el señor Zaine. Paul, que había previsto una reacción semejante, dijo que él había intentado contactarlo últimamente pero sin éxito. Su hermana le había dicho que estaba en Los Angeles y le había proporcionado el nombre de un motel, pero el hombre no estaba allí. Fujitsu le dijo que de todas maneras trataría de localizarlo y que volverían a hablar al día siguiente. A Paul no le pareció buena idea insistir y creyó que sería mejor que la mujer comprobara que lo que él acababa de decirle era verdad.
Hablaron tres veces más. Paul, en el personaje de James Weissman, fue escueto respecto a sus necesidades específicas, lo cual era consecuente con su desconocimiento, pero también con tratarse de los primeros contactos telefónicos. Al tercer llamado la mujer accedió a verlo. Lo harían en un Starbucks.
La señorita Rita lo puso nervioso en menos de cinco segundos. Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, de mirada fría y calculadora. Hablaba un inglés correcto, pero era evidente que no era su lengua natal.
Paul debió fortalecer el perfil de su personaje y convirtió a James Weissman en el dueño de una fortuna familiar con inversiones en distintas empresas de tecnología. Mencionó un puñado de compañías medianas acerca de las que había investigado lo mínimo indispensable y cometió el fatídico error de incluir entre ellas a Topaz Technologies. En ese momento supuso que mencionar algunas compañías le aportaría mayor credibilidad a la historia y que, siendo apenas un accionista, nadie perdería tiempo en verificar esas conexiones. Cuando Rita se mostró interesada en su relación con Zaine, simplemente le dijo que lo había conocido a través de un allegado común cuando buscaba un organizador para la boda de su hija. Eventualmente entablaron una relación a la que sería exagerado calificar de amistosa, pero sí llegaron a comentar algunos intereses comunes, que trajeron a colación el nombre de Fujitsu.
Fue necesaria una segunda reunión para que Rita Fujitsu empezara a hablar con franqueza de lo que podía ofrecerle exactamente. Paul navegó por aguas poco seguras, dando a entender en todo momento que sabía de lo que la mujer le hablaba y al mismo tiempo procurando averiguar lo máximo posible. La verdad resultó escalofriante. Fujitsu podía proporcionarle acceso a una siniestra organización que se dedicaba a la trata de mujeres de origen oriental, mayormente japonesas. Se trataba de niñas de entre trece y quince años que trasladaban al país con fines de estudio, siempre bajo el consentimiento de los padres. Éstos recibían a cambio fuertes sumas de dinero; y en muchos casos nunca volvían a verlas.
Fujitsu lo contactó con un hombre de apellido Emerson, un individuo repulsivo de labios gruesos y malhablado, cuyos trajes siempre impecables no le sentaban en absoluto. Emerson era más adepto a la lengua que la señora Fujitsu y fue quién proporcionó a Paul los detalles más espeluznantes. Las niñas pasaban a ser propiedad de prostíbulos que formaban parte de la red, en los cuales se las utilizaba hasta que cruzaban la barrera de los diecisiete; más allá de la cual se volvían, según el propio Emerson, en inservibles. El hombre le dijo a Paul con total naturalidad que la mayoría de las muchachas terminaban mal, en drogas o cortándose las venas. Mientras tanto, Emerson podía proporcionarle acceso a cualquiera de estos sitios, los cuales estaban orientados según las preferencias de los clientes. Paul se sintió particularmente miserable mientras recopiló información de las posibilidades que Emerson le ofrecía en bandeja de plata.
La red era intocable. Dos o tres peces gordos se encargaban de que todo funcionara como una máquina aceitada. Para acceder a ella había que cruzar una serie de filtros. Fujitsu y Emerson eran dos de esos filtros.
Paul mantuvo en todo momento a Phill al tanto de su investigación. Incluso redactó una serie de artículos que no se publicaron, a la espera de llegar al fondo de todo. Después decidirían qué saldría a la luz y cuándo. Contrariamente con lo que habían supuesto al principio, no había grandes conexiones entre la red y el poder político local. Seguramente existiría un conocimiento y utilización de sus servicios, con la consiguiente protección de la policía, pero nada más. Al menos no la habían detectado todavía.
Fue entonces cuando el secuestro de Eva tuvo lugar.
Ocurrió en algún punto entre la puerta de casa y Topaz. La vecina, la señora DeLorean, la había visto salir a las siete en punto, según diría más tarde. Le explicaría a la policía que había estado ocupándose de su jardín desde hacía una hora cuando la vio. Dijo que Eva la saludó por sobre el seto divisorio como hacía cada mañana y que parecía apresurada, pero que no advirtió nada anormal.
Nunca se pudo determinar dónde o cuándo tuvo lugar el secuestro exactamente.
Las casualidades hicieron que esa mañana Paul intentara hablar con Eva sin un motivo especial. Él había salido de casa temprano y no se habían visto, así que quizás sólo deseaba desearle buena suerte para ese día. No era extraño que se telefonearan sin motivo alguno; no lo hacían a diario, pero era frecuente. Cuando ella no contestó, Paul no se alarmó. Dejó un mensaje y le pidió que le devolviera la llamada.
Durante la tarde repitió la llamada, pero esta vez no quedó conforme con dejar un mensaje. Se comunicó con Lizy y ella le dijo que Eva no se había presentado en la oficina y que tampoco había respondido a sus mensajes. En ese momento supo que algo malo había ocurrido. Durante la tarde se ocupó de hablar con familiares, amigos y todo aquél que pudiera saber algo. No obstante sabía que si Eva se ausentaba de su trabajo y no se reportaba con Lizy o con él era porque algo malo le había sucedido.
La buscó por todas partes y dio aviso a la policía. Un par de oficiales recopilaron los datos necesarios, una descripción detallada de ella, de su coche y de la ruta que normalmente tomaba para dirigirse al trabajo. Le pidieron que se mantuviera localizable.
Pasó una noche horrible. Al día siguiente lo que menos tenía era intención de pasar la mañana en la redacción.
Hasta ese momento no había pensado en la ausencia de Eva como un secuestro, pero los artículos acerca de la red de prostitución (que no le había mencionado a la policía), podían ser un buen motivo para que alguien estuviera molesto con él. Repasó sus pasos en la investigación y era cierto que por momentos no había sido todo lo precavido que cabría esperar en un asunto tan delicado. Ésta no era una investigación como cualquiera; no era una tragedia escolar como la del aula 19… y bien podían haberlo reconocido, o seguido. ¡Dios, si hasta había mencionado a Topaz Technologies en una de las conversaciones! Cuantas más vueltas le daba al asunto, más se convencía de lo estúpido que había sido. ¿Quién lo habría reconocido? ¿Fujitsu? ¿Emerson? En cualquiera de aquellos encuentros alguien podría haberlo seguido para averiguar un poco más del misterioso hombre de negocios, cuyo nombre falso sería fácilmente detectable. Había jugado sus cartas como si buscara una primicia con el jardinero de Britney Spears, cuando en realidad trataba con gente a quien le importaba un rábano destrozar la vida de niñas de trece años.
Habló con Emerson y le dijo que debía verlo de inmediato. Milagrosamente, el hombre aceptó. Emerson lo citó en el aparcamiento de un centro comercial, y cuando Paul ya estaba allí lo llamó y le dio nuevas instrucciones. Le pidió que condujera por una ruta específica y que no interrumpiera la comunicación. En un cruce sin concurrencia le pidió que se detuviera y en pocos segundos un Mercedes hizo lo propio junto a su Honda. Cuando el cristal oscuro descendió, allí estaba el rostro grasiento de Emerson con el móvil pegado a la oreja. Paul bajó el vidrio del acompañante y ambos se miraron.
—Esta es la última vez que nos veremos —dijo Emerson con sequedad.
—No publicaré nada.
—Lo sé. En poco tiempo íbamos a sugerírtelo, pero te nos has adelantado. Farris, ni se te ocurra publicar una sola palabra.
El Mercedes se puso en marcha con un rugido y desapareció. Paul permaneció tras el volante sin poder controlarse. Las manos le temblaban. Las observó como si no le pertenecieran durante casi dos minutos, tras los cuales se obligó a aferrar el volante y acelerar. Sentía que debía mantenerse entero pero no pudo, las lágrimas brotaron de todos modos.
Regresó a la redacción con aspecto desaliñado y el rostro desencajado. Algunos amigos, entre ellos Tim Hilldale, de deportes, procuraron detenerlo para saber qué le ocurría, pero se las arregló para indicarles con un ademán que aquel no era el mejor momento. Encontró a Phill en su oficina. Cuando él le quiso preguntar algo lo interrumpió con otro ademán y le dijo que debían hablar. Lo hizo sin rodeos. Le habló del encuentro con Emerson y de cómo éste había utilizado su apellido deliberadamente. Le reveló algunos pormenores de la investigación que no habían discutido en su momento y de inmediato Phill estuvo de acuerdo en no seguir adelante. La historia probablemente no iba a publicarse de todos modos. Lamentó enormemente lo ocurrido, pero confiaba en que Emerson le había creído y que pronto liberarían a Eva.
En ese momento Paul recibió la llamada de la policía. Ni siquiera recordaba el nombre del oficial que le dio la noticia. Sin embargo sí recordaría cada detalle a su alrededor, el telón de fondo de aquél fatídico instante quedaría grabado a fuego en su cabeza para siempre. El entrecejo de Phill, dónde decenas de arrugas minúsculas surgieron como un diminuto espectáculo de fuegos de artificio. Sobre el escritorio, normalmente desordenado, una serie de artículos yacían diseminados, había dos cuadernos de notas con nombres, eventos, todos ellos relacionados con la investigación que Paul estaba llevando adelante. En una milésima de segundo aquél mundo se alejó un millón de años luz ante la contundencia de la noticia. ¿Le han hecho daño a Eva? Se oyó preguntar. Daño. En la oficina de Phill el sol entraba de manera oblicua y dibujaba líneas amarillas en una de las estanterías. Phill llevaba un pantalón azul y la camisa arremangada. El saco descansaba en la silla giratoria; Paul podía verlo todo. Del bolsillo delantero de la camisa de su jefe emergía una lapicera a tinta Sheaffer. Phill decía que estaban en vías de extinción pero que no había como el trazo de una de ellas. ¿Cuándo ha ocurrido? Phill rodeó el escritorio y se acercó. ¿Alguien ha visto algo? Las líneas amarillas ahora coloreaban a Phill. Una de las libretas tenía el nombre de Emerson y una flecha descuidada (que no había sido realizada con la sofisticada Sheaffer) lo vinculaba con un gran signo de interrogación.
El coche de Eva fue hallado aparcado en un vecindario tranquilo. Ella estaba en el maletero. Muerta.
¿Por qué la habían matado?
Paul había prometido no publicar una sola palabra.
¿Por qué la habían matado?
Era probable que lo hubieran hecho incluso antes de su encuentro con Emerson.
¿Por qué la habían matado?
Ni siquiera le habían hecho una advertencia.
Era imposible pensar como uno de ellos; porque hacerlo supondría creerse capaz de comprar niñas de trece años y arrojarlas al infierno. Lo que habían hecho carecía de lógica. No le habían enviado siquiera una señal, una advertencia, nada. El pensamiento eclipsaba su juicio. Había perdido a Eva.
No puede ser posible.
Los primeros días fueron como caminar a tientas en una habitación oscura. En el apartamento todo era Eva: su libro a medio leer seguía en la mesa de noche, sus recordatorios sostenidos con imanes en la heladera esperaban ser leídos, su despertador sonaría a las seis cada día, su mermelada favorita esperaba ser abierta. No podía siquiera plantearse seriamente tocar sus cosas; menos colocarlas en una caja con la leyenda: cosas de Eva. El rostro sin vida al que había debido reconocer a través de un vidrio flotaba superpuesto mientras vagaba por la casa como un fantasma. Aquello no podía estar sucediendo. No le habían dado una chance de probar su amor por ella. La habían matado, así sin más.
¿Por qué la habían matado?
Un detective de apellido italiano se hizo cargo de la investigación. Paul le brindó toda la información con que contaba. Le dio todas sus notas de los artículos del Times y le habló de los encuentros con Fujitsu y Emerson. No se sorprendió cuando más tarde el detective le dijo que no habían podido localizarlos en los números que les había proporcionado. Paul no tenía la más mínima esperanza de que la policía llegara al fondo de la investigación, y tampoco le interesó demasiado, por horrible que eso resulte. Colaboró porque era su deber, pero lo hizo con desgano y desesperanzado, con la preocupación creciente de alguien que conforme pasan los días no vislumbra una salida posible. Eventualmente debería rehacer su vida; olvidar a Eva; volver a enamorarse… Cuánto más lo pensaba, más desamparado se sentía. No quería olvidar a Eva. No quería dejar de pensar en ella ni un segundo.
La fase inicial fue de desolación. La siguiente de locura. Dos semanas después de la muerte de su esposa se presentó al Times. Se suponía que no debía regresar todavía. Phill le había dicho que se tomara un par de meses y que recién entonces verían qué harían. La realidad es que el propio Phill se sentía profundamente afectado por lo sucedido. Estimaba a Eva muchísimo; había sido el artífice de la unión con Paul, pero también lo había impulsado a escribir la estúpida historia. Cuando vio entrar a Paul en su oficina se preocupó primero y asustó después. Llevaba el cabello descuidado, no se había afeitado y un par de ojeras atestiguaban la falta de sueño. Cuando habló, lo hizo con furia.
—Quiero que publiquemos todo, Phill. Por favor.
Phill sintió un dolor físico en el corazón al escuchar el tono de impotencia en aquellas palabras. En el fondo había esperado una reacción de ese tipo, porque sabía que Paul era un hombre que no podía dejar las cosas por la mitad. No obstante sabía también que él tenía una esposa y dos hijas adolescentes y que aquella gente ya había dado pruebas suficientes de lo que era capaz. Les habían dejado claro, incluso, que no les gustaba dar rodeos y perder tiempo con advertencias. La pregunta que Paul se había formulado un sinnúmero de veces respecto a por qué no le habían dado una oportunidad de salvar a su esposa se respondía muy fácilmente: de esta manera, a nadie se le ocurriría publicar la historia. Si amenazaban a Paul era probable que lo asustaran y no quisiera publicar nada, pero ¿qué tal si otro periodista valeroso tenía ganas de hacerlo? La muerte de Eva acabaría con cualquier intento de sacar la historia a la luz.
—No podemos publicar nada —dijo Phill con suavidad mientras se acercaba y lo abrazaba.
—Me arrebataron a Eva —dijo Paul en voz baja—. No tengo nada más que puedan quitarme.
Phill midió sus palabras. No quería que sonaran egoístas.
—Sabes que no servirá de nada hacerlo, Paul —le dijo—. La policía no ha investigado nada.
Él asintió, con el rostro surcado por lágrimas de impotencia y desolación.
Paul seguía de pie en el despacho de Kathleen. Sostenía la fotografía en la que ella aparecía junto a su esposa Eva y otra mujer a la que no reconoció.
Cuando había llevado a cabo la investigación en la escuela Woodward, casi un año después de la tragedia del aula 19, Eva lo acompañó un par de veces. Querían fotografías actualizadas para los artículos y Paul pensó que su esposa podría tomarlas. Buscaban dar un enfoque optimista mediante fotografías tomadas de día y con la escuela funcionando normalmente. Phill no tuvo ningún problema. Eva se transformó entonces en fotógrafa del Times, al menos por esta vez. Afrontó la faena con suma seriedad; se tomó unos días de vacaciones e hizo un buen trabajo. Logró fotografías en las que los niños no observaban directamente a la cámara, sino que parecían despreocupados y abocados a lo que fuera que hacían en ese momento. Ese era exactamente el espíritu que Paul quería capturar en sus artículos. Sí, había catorce niños muertos y nunca deberían olvidarlo, pero también había otros niños en la escuela de los que había que ocuparse. Por ese entonces se cuestionaba la continuidad de la escuela y a Paul le pareció importante dejar asentada una postura al respecto.
Por esos días Paul se ocupó de entrevistar a todo el personal. Eva estuvo presente algunas veces, pero otras no. Fue en esas horas de ocio cuando ella conoció a la flamante directora, Kathleen Blake. La mujer se le acercó tímidamente para comentarle que siempre le había gustado la fotografía pero que nunca había encontrado el tiempo para estudiar. Le preguntó cómo era la vida de una fotógrafa profesional y Eva desde luego rió y le explicó que en su caso se trataba sólo de un pasatiempo. Estaba allí porque Paul había tenido la gentileza de permitirlo. Le dijo además que estaba tomando un curso que apenas había comenzado y que si le interesaba podía hacer que la aceptaran.
La directora dijo que lo pensaría.
Kathleen se incorporó al curso y ambas mujeres entablaron un vínculo que se prolongó durante un tiempo. No eran amigas íntimas, pero sí se mantenían en contacto. Paul no conocía demasiado a los amigos de fotografía de Eva; era un mundo en el que premeditadamente no se inmiscuía. Salvo a Kathleen, podría decirse que recordaba algunos rostros, pero ningún nombre. Después de la muerte de Eva perdió contacto con ellos por completo.
A Paul el hallazgo de la fotografía lo sorprendió. Sabía del vínculo entre su esposa y Kathleen, pero no tenía mucho sentido que la directora conservara un retrato de ambas en su despacho. Era cierto que había otra mujer en la fotografía, y podía ser la razón, pero aun así el hecho de que no estuviera enmarcada resultaba llamativo.
En lugar de devolverla donde la había encontrado, la escondió en la biblioteca, entre dos libros que eligió al azar.
Cuando salió del despacho se dirigió a la administración, al final del corredor. Se sorprendió al advertir luz en la rendija bajo la puerta. La abrió procurando hacer el menor ruido posible.
Aquél era un recinto amplio, con media docena de escritorios y divisiones bajas de madera. Una buena cantidad de plantas para interior decoraban la estancia.
En el momento en que él entró, Kathleen emergía tras una puerta a un costado. La sorpresa al verlo fue evidente. Se estudiaron un instante.
—Hola Paul —dijo Kathleen cerrando la puerta.
—Hola —respondió él— ¿Qué hay tras esa puerta?
—El archivo. La información más reciente la almacenamos en los archivadores; el resto está aquí.
—¿Puedo verlo?
—¿Para qué quieres verlo?
La realidad era que aquél era el último sitio de la planta baja en el que Michael podía estar escondido, y era más que obvio que allí estaba precisamente. Faltaba un letrero en la frente de Kathleen con la leyenda «Estoy ocultando algo aquí adentro». Se sintió molesto y decidió que se ahorraría la parte en la que explicaba que Michael había desaparecido. Al fin de cuentas, ella ya lo sabía.
—No hay mucho para hacer —dijo Paul— ¿Tienen fotografías de todos los niños allí dentro?
—Sí.
—¡Me encanta ver fotografías!
Sin esperar una autorización expresa, avanzó con paso decidido hacia el archivo. Kathleen no se lo impidió. Cuando abrió la puerta y realizó una rápida inspección visual se sintió decepcionado y un poco avergonzado. Allí no había nadie. Era un espacio reducido con estanterías de suelo a techo colmadas de cajas de cartón rotuladas. En la parte trasera había unos archivadores metálicos y más cajas apiladas. Su instinto le había fallado por completo.
—Perdón —dijo al salir—, no sé qué esperaba encontrar.
—Te entiendo.
—Esos niños en el corredor me han hecho perder el juicio.
Kathleen dio media vuelta y caminó hacia uno de los escritorios; un letrero plástico indicaba que pertenecía a Wendy Coleman. Se sentó y entrelazó las manos sobre el escritorio. Lo hizo inconscientemente, pero era la postura que adquiría cuando debía tratar con algún padre un tema serio que involucraba a su hijo.
Paul trajo una silla que estaba contra la pared y la acercó al escritorio. Se sentó y movió la cabeza formando círculos hasta que los huesos del cuello crujieron.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo él.
—Claro.
¿Por qué acabo de ver una foto de Eva en tu escritorio?
—¿Crees que Hannigan lo hizo? —preguntó Paul.
—Claro que lo creo —aseveró Kathleen—. El estado de los cuerpos, su viaje a África, los pinchazos… ah, y el pequeño detalle, su confesión. Te lo dije en ese entonces Paul, Hannigan era un hombre que no parecía una mala persona, pero ciertamente era extraño.
—Todo lo que has dicho me resultaba convincente —reflexionó Paul—. Pero ahora el tiempo afuera se ha detenido, no podemos abrir las puertas, hemos escuchado voces y visto niños que no existen… ¿Has visto las cortinas en los corredores del frente?
—Sí, las he visto.
—Me parece que es hora de agregar nuevas variables a la ecuación.
Kathleen lo pensó un segundo.
—En eso tienes razón.
—¿Recuerdas las frases que escribí en la pizarra de la biblioteca?
Kathleen asintió.
—Alguien ha completado las respuestas —dijo Paul.
—¿De veras? ¿Qué han escrito?
—Sólo si o no. La primera de ellas es la que me tiene pensando. Dice que no es casual que estemos aquí.
—Tampoco lo creo.
—Tengo la convicción de que la respuesta está en lo que ocurrió en el aula 19 y que no se limita a un maestro inyectando a catorce niños con un veneno que consiguió en otro continente. Tiene que haber más.
—¿Quién escribió esas respuestas?
—No lo sé. Quizás alguno de los niños del corredor que logró volverse real… como las cortinas.
Aquella frase tenía una lógica endemoniada, pensó Paul. Quizás sus pensamientos empezaban a estar a la altura de las circunstancias.
Kathleen en cambio rió. Tiró la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada corta. Al hacerlo, alzó las manos que tenía apoyadas sobre el escritorio, las cuales permanecieron abiertas y suspendidas a diez centímetros del cristal, para luego aterrizar nuevamente.
Mis Manos Frías…
En ese momento Paul supo que no se le presentaría otra oportunidad como esa y se inclinó hacia adelante. Estiró sus manos y las colocó sobre las de Kathleen.
Kathleen no pudo ocultar la sorpresa.
—¡¿Qué haces?! —dijo alzando la voz pero sin llegar a gritar. Retiró las dos manos de inmediato.
Paul no supo cómo justificar su acción. En el instante en que sus manos habían permanecido en contacto pudo advertir que no estaban frías en absoluto. Estaban de hecho más calientes que las suyas. Se sintió desconcertado. No solo la frase que Kathleen le había dicho a Judd no tenía sentido, sino que además no era verdad. ¿Sería algún tipo de código entre ellos? Parecía la única posibilidad. Alzó su rostro y se encontró con la mirada expectante de Kathleen. La mujer buscaba una respuesta y él no pudo pensar en una.
—¿Te has vuelto loco? —dijo Kathleen con la única intención de quebrar aquel silencio incómodo.
Paul se lamentó por no haber pensado un poco más sus acciones. Se reprendió por ser impulsivo en lugar de previsor.
—¿Te has dado cuenta de que la temperatura de la escuela no ha descendido? —dijo Paul entonces. No tenía completa relación con lo que había sucedido entre ellos, pero era algo.
—Ajá —asintió ella con desconfianza. No sabía qué acababa de ocurrir y no se fiaba del drástico cambio de rumbo en la conversación.
—La temperatura de nuestros cuerpos es normal…
—¿Por eso me has tomado de las manos?
—Sí. Cuando llegamos, la temperatura afuera debía ser de unos cinco grados. No disponemos de calefacción desde entonces y sin embargo ahora debe haber unos quince… Me preguntaba si era sólo yo, o si tú…
Kathleen observó a Paul como un médico precavido que duda de los dichos de su paciente.
—Yo siento la misma temperatura que tú, Paul —dijo Kathleen, perpleja—. Tienes razón, es curioso. Podemos agregarlo a la lista.
Paul se puso de pie.
—Será mejor que me vaya —anunció.
Kathleen observó mientras él se marchaba de la administración. En su cabeza se preguntaba qué demonios acababa de pasar entre ellos.
La disposición de la segunda planta era básicamente la misma. Los corredores del frente formaban una T con el corredor central; había más aulas y el salón de actos ocupaba toda la parte trasera. Ally sabía que allí no había luz eléctrica, y aunque disponía de su linterna, la idea de vagar sola no le gustaba en absoluto.
Su intención era dirigirse directamente al salón de actos, pero algo la detuvo. Fue un olor apenas perceptible, como algo quemándose. Pensó en no darle importancia y seguir su camino, pero apenas la idea se presentó supo que si no averiguaba de qué se trataba no se quedaría tranquila. Encendió la linterna e iluminó el corredor del ala Oeste. El haz no era suficientemente poderoso para iluminarlo debidamente, pero creyó advertir humo flotando en el ambiente.
Avanzó con la linterna encendida. El olor se fue intensificando y la nube de humo se convirtió en una realidad inobjetable. Al cruzar la mitad del corredor el humo se volvió molesto y debió apartarlo con la mano.
Si había algo que podía complicar seriamente las cosas era un incendio. Con las salidas restringidas y sin ventilación sería cuestión de… ¿horas?
Al llegar al final del corredor el aire era irrespirable y costaba ver más allá de tres o cuatro metros. Lo extraño era que no escuchaba el crepitar de las llamas. Ally no había tenido experiencias directas con incendios; su conocimiento provenía básicamente de películas, pero aun así creía razonable que el ruido generado por las llamas debía ser audible desde donde estaba.
Sin embargo no lo era. El silencio era completo.
Para seguir con su avance debió agacharse al principio y luego caminar a cuatro patas. El corredor giraba allí a la derecha y se extendía todo lo ancho del edificio. Exactamente debajo estaba la sala de maestros, el despacho de la directora y la administración; arriba había sólo aulas. Ally se quitó el jersey y lo utilizó para cubrirse la boca y la nariz. La nube se espesaba conforme avanzaba, por lo que era lógico suponer que el incendio se había originado en el final del corredor.
Pasó junto a tres aulas y cuando estuvo a pocos metros del final se dio cuenta que allí no había ninguna puerta, sino una pared. Tosió repetidamente. Estaba claro que el humo se había originado en aquél extremo, pero ¿dónde?
Estuvo a punto de regresar. Respiraba con dificultad y sabía lo que podía ocurrir. Si perdía el conocimiento allí, Paul lo advertiría una hora después, lo que sería demasiado tarde para ella. No tenía sentido seguir adelante sola. Debía pedir ayuda.
A último momento advirtió que a la izquierda, del lado de las tres aulas, había una puerta más, casi al final. La densidad del humo era allí mayor, lo cual había hecho que no advirtiera la presencia de la puerta. Se dijo que iría hacia allí, pero que regresaría al más mínimo indicio de sentirse mareada. Por el momento tosía a intervalos regulares, pero sentía su cabeza despejada.
Para alcanzar la puerta debió avanzar con su rostro casi pegado al suelo. Un metro antes se elevó ligeramente, en primer lugar para alcanzar el picaporte, pero también porque el humo manaba con fuerza por la rendija debajo de la puerta. Era evidente que el incendio se había originado allí dentro. Sorprendentemente, seguía sin escuchar el crepitar de las llamas, aunque ahora un sonido similar al aliento de un gigante llegó a sus oídos.
Estiró el brazo y dio un golpe en el picaporte al tiempo que retrocedía. Prácticamente había contenido la respiración durante los últimos segundos. La puerta se abrió un poco y Ally le lanzó una patada para que lo hiciera completamente. No tenía mecanismo hidráulico, por lo que permaneció abierta. Mientras esto ocurría, una bocanada negra brotó del hueco y golpeó a Ally en el rostro, ocasionando que perdiera el equilibrio y que casi soltara la linterna. Retrocedió todo lo rápido que sus pies le permitieron mientras el humo que había estado contenido en aquella habitación se disipaba en el corredor.
Permaneció sentada contra la pared opuesta. También era peligroso permanecer allí, pero debía cambiar el aire antes de marcharse. No sabía cuánto humo se le había metido en los pulmones tras abrir aquella puerta, pero no era poco. Con la linterna procuró iluminar el interior de la habitación. Era poco lo que podía ver, pero por lo que pudo apreciar aquella parecía una sala de limpieza. Vio escobas, trapeadores y algunos productos de colores alineados en una estantería. Quedaba claro que el incendio no podía haberse originado allí, pues todo en esa habitación estaría deshecho; las llamas se habrían apoderado por completo del cuarto de limpieza, sin embargo allí solo había humo. Lo curioso, y Ally no sabía muy bien por qué tenía esta sensación, era que el humo parecía originarse allí, más precisamente en el cielo raso, donde un nudo renegrido flotaba en uno de los rincones.
Se puso de pie. Tosió con violencia cuando una bocanada de humo le entró por la boca. Avanzó unos pasos pero una palpitación intensa en el pecho la obligó a detenerse. Cayó de rodillas. Comprendió que había llegado demasiado lejos. Sus ojos escocían. Se dejó caer hacia adelante, amortiguando el golpe con la mano libre. La linterna seguía encendida y Ally comprendió con horror que era poco lo que podía ver. El humo contenido en la habitación se había diseminado en aquella parte del corredor y había disminuido la visibilidad notoriamente. El no poder ver el final del corredor acentuó la sensación de perdición. Ally giró sobre sí misma y apoyo la mejilla contra el suelo de piedra. La superficie estaba fría y aquello la reconfortó.
No supo si perdió el conocimiento, pero si lo hizo debió ocurrir sólo por unos segundos. Tosía mucho y era poco lo que podía ver; la linterna se había vuelto obsoleta. Reptando avanzó un primer metro y luego otro más. A medida que se desplazaba su respiración iba mejorando levemente, pero sólo lo necesario para no perder el conocimiento. Su mente pendía de un único hilo de racionalidad que la mantenía en movimiento.
Cuando llegó a la mitad del corredor supo que el peligro había pasado. Podía respirar mejor y hasta caminar a cuatro patas si quería, pero por precaución no lo hizo hasta recorrer algunos metros más. Recién al ver el quiebre del corredor comenzó a sentirse realmente a salvo. Se permitió echar un vistazo hacia atrás y lo que vio la alarmó enormemente. La nube negra se había espesado al punto de hacerla impenetrable a la vista. Se reprochó por haber sido tan estúpida. Si hubiera permanecido allí unos segundos más habría muerto asfixiada, con toda seguridad.
Ally se aseó en el baño del corredor central. Se lavó la cara, las manos y el cabello, pero fue poco lo que pudo hacer con el jersey. El humo se había impregnado en el tejido y creyó que remojarlo no sería una buena idea. La temperatura no era baja, pero lo necesitaría para mantenerse abrigada.
Cuando salió del baño examinó la nube de humo. Demoraría unas horas en llenar aquellos espacios de techos altos. Quizás dos o tres. Durante ese tiempo el salón de actos no sería alcanzado por el humo, y aun cuando lo hiciera, el inmenso espacio tardaría mucho tiempo en saturarse.
La ausencia de llamas era lo que más preocupaba a Ally. El incendio debía haberse originado en algún sitio de la planta baja, y a juzgar por la cantidad de humo, no precisamente poco tiempo atrás. Sin embargo nadie había visto ninguna llama, al menos que ella supiera. Era un pensamiento descabellado, pero sospechaba que aquel humo tenía otra explicación más compleja que un incendio en la escuela.
Caminó hasta el salón de actos, al final del corredor central. Se encontró frente a dos puertas de madera de dos hojas cada una. Los goznes chirriaron en una sinfonía descendente mientras daba los primeros pasos dentro del inmenso recinto.
El salón de actos tenía capacidad para más de quinientas personas sentadas. Las butacas de madera fijadas al suelo estaban distribuidas en tres grupos: un gran núcleo central casi cuadrado y dos bloques más pequeños a cada lado, separados por un pasillo de un metro y medio de ancho. El escenario se encontraba en la parte trasera y ocupaba casi todo el ancho del salón. A la izquierda había tres grandes ventanales con cortinas azules que en ese momento no estaban corridas, con lo que permitían que un buen torrente de resplandor lunar irrumpiera en el lugar. El reflejo de la luna en los respaldos de las butacas las asemejaba a lápidas grises.
Ally se dirigió hacia el pasillo de la izquierda y caminó hasta la mitad. Allí se detuvo y se volvió. En la pared opuesta a los ventanales había dos palcos alargados que ocupaban casi toda la longitud de la pared, y que probablemente serían ocupados por las autoridades de la escuela y algunos padres con facultades especiales. Opuesto al escenario, justo sobre las puertas de doble hoja que Ally había utilizado para entrar, había un gran balcón que también servía para albergar espectadores. Una puerta ubicada en una esquina, debajo de los palcos, era probablemente la que permitía acceder a cualquiera de estas áreas elevadas.
En el techo había seis arañas de cristal. Debían estar al menos a ocho o diez metros de altura. Ally no estaba en condiciones de calcular el tiempo que aquel sitio tardaría en llenarse de humo, pero supuso que serían varias horas. Probablemente un día entero. Tomando en consideración también la planta baja, el tiempo sería muchísimo mayor. Se sentía como un insecto forzado a dejar su nido ante los gases lanzados por un exterminador.
Junto al escenario había una puerta pero en vez de utilizarla se trepó por el frente. Vio una trampilla ubicada en el centro. De niña siempre había formado parte en las obras teatrales; tenía dotes para la actuación y el canto. Hacía unos años había tenido su propia banda: Redgirls. Ally era la única que se las había arreglado para interpretar su papel vocal con cierto decoro, pero el resto, en especial Laurie Mouleen en la batería, había convertido a Redgirls (además de una banda con un nombre estúpido) en cuatro muchachas ruidosas y un poco escalofriantes. Cuando Ally advirtió que su «público» se había convertido en un grupo masculino de mirada libidinosa y de ojos hechizados para seguir con fascinación sus faldas y tops cortos, comprendió que aquello no tenía sentido. Pero mantenía la esperanza de retomar el efímero romance con el canto. Quizás formar parte de una banda consolidada, de músicos de verdad. Había pensado en ir a algunas audiciones, pero nunca se había decidido. Cantar en una banda era un sueño al que el paso de los años mataría lentamente si no hacía algo al respecto.
Cerró los ojos y posó los labios sobre la linterna. Live to tell, de Madonna, era la canción preferida de su hermano. Cantó:
I have a tale to tell
Sometimes it gets so hard to hide it well
I was not ready for the fall
Too blind to see the writing on the wall [5]
La acústica del salón era asombrosa. El sonido de su voz le resultó corpóreo. La oscuridad la abrumó y se vio forzada a abrir los ojos. Su miedo inicial de encontrar los asientos ocupados por niños fantasmas observándola absortos desapareció cuando comprobó que seguían vacíos.
Dos versos después llegó el estribillo, dónde cantó en un tono más grave:
A man can tell a thousand lies
I´ve learned my lesson well
Hope I live to tell
the secret I have learned, till then
it will burn inside of me[6]
La melodía la transportó. Cuando terminó tenía los ojos húmedos.
Se bajó del escenario, un poco avergonzada.
Se dirigió a la puerta que había visto antes. La abrió y se encontró en una zona completamente oscura. Cerró la puerta tras de sí y encendió la linterna. Debió agacharse para poder avanzar. Lo primero que comprendió es que aquella no era una zona completamente despejada, sino que había algunos muretes divisorios que asemejaban el lugar a un laberinto claustrofóbico.
—¿Michael? —llamó en voz baja.
Acababa de cantar una canción a viva voz en el salón de actos, sin embargo allí abajo le resultó perfectamente lógico susurrar.
Avanzó entre dos muretes hasta lo que supuso era el centro del escenario, donde podía escoger entre otras tres direcciones. Iba a girar a la izquierda, cuando un sonido se produjo precisamente en esa dirección. Un golpe seco. Iluminó con la linterna y esperó. Ally se apoyó en uno de los muretes para no perder el equilibrio, a la espera de que el sonido se repitiera, perlada de diminutas gotas de sudor.
—¿Michael? —llamó de nuevo.
El sonido se repitió.
Paul llegó al salón de actos diez minutos después de lo acordado. Encontró a Ally sentada al borde del escenario, balanceando las piernas y con una sonrisa en el rostro.
—Michael no está en la planta baja —dijo Paul— ¿Has tenido suerte?
Al menos que Ally hubiera empequeñecido a Michael y se lo hubiese puesto en el bolsillo, estaba claro que no lo había encontrado tampoco. El hecho le extrañó. Después de su minuciosa requisa había estado seguro de que el muchacho estaría allí arriba. Supuso que no había otra posibilidad más que concluir que se había ido desplazando mientras lo buscaban.
Ally negó con la cabeza ratificando lo evidente. Paul se acercó.
—¿Has visto el humo?
—Claro. Casi muero asfixiada.
—Dios mío… Debemos marcharnos de inmediato entonces.
Ally rió.
—¡Claro! ¿Por qué no vamos por unas hamburguesas a Lou´s Caffee?
—Muy graciosa. Por lo menos deberíamos bajar.
—Creo que restan unas horas para que el aire aquí se vuelva irrespirable como el del corredor.
Paul estaba de pie frente al escenario. Su cabeza estaba a la altura del estómago de Ally. Para verla debió alzar su rostro.
—¿Puedo preguntarte algo?
—Claro. Ya lo has hecho dos veces desde que has llegado.
—¿Por qué sonríes? —preguntó con genuina curiosidad.
La sonrisa se ensanchó.
—Si hubieras llegado antes —dijo ella—. Me hubieras visto sobre este escenario, cantando.
—No lo creo.
—Amo el canto. Me pregunto si no nos estaremos volviendo locos aquí dentro.
La cuestión podía resultar graciosa en una primera aproximación, pero convenía no darle demasiadas vueltas.
—No me habías dicho que cantabas.
—Hago otras cosas además de… —Ally levantó las cejas. Seguía con aquella expresión de alegría iluminándole el rostro y Paul se encontró pensando en lo poco que la conocía realmente.
—¿Dónde se origina el humo? —preguntó.
—Es de lo más extraño —respondió ella—. Lo seguí hasta un cuarto de limpieza al final del corredor. Pensé que se trataba de un incendio. Esperaba encontrar llamas, pero no había ninguna. Sólo el humo. ¿No has visto nada abajo?
—No. Es extraño —y parafraseando a Kathleen agregó—. Algo más para incluir en la lista.
El recuerdo de la directora hizo que evocara la conversación entre ella y Judd en el sótano y el episodio surrealista en la administración. Primero Paul había estado seguro de que la mujer ocultaba algo en el archivo y después la había tomado de las manos esgrimiendo el más ridículo de los argumentos para justificarse.
—Accidentalmente escuché una conversación entre Kathleen y Judd, de lo más llamativa —dijo Paul.
—¿En serio? —Ally se mostró interesada—. ¿Qué dijeron?
—No pude escuchar exactamente. Hablaban de nosotros. Parecían tramar algo.
—¿Crees que saben algo que nosotros no?
—Estoy casi seguro de que sí.
Ally guardó silencio.
—Unos minutos después —agregó Paul—. Me topé con Kathleen en la administración y tuve la sensación de que ocultaba algo en un archivo que hay allí.
—¿Qué?
—No lo sé. Pensé que estaría Michael, pero cuando entré no encontré a nadie. En su despacho, sin embargo, encontré una fotografía de mi esposa… Estaba sobre el escritorio, como si alguien la hubiera dejado allí deliberadamente.
—¿Tu esposa?
—Eva murió hace cuatro años. Creí habértelo mencionado…
—¿Ellas se conocían?
—Compartieron algunos cursos de fotografía. Pero no eran amigas. Al menos que yo supiera.
Paul trepó al escenario y se sentó a su lado.
—Uuuh —dijo él mientras arrugaba la nariz.
—Sí, lo sé, no he podido quitar el olor a humo del jersey.
—Ally —dijo Paul con solemnidad—. Creo que tú y yo vamos a tener que andar con un poco de cuidado. Si es posible, no separarnos.
Ella bajó la vista hasta su regazo. Permaneció así unos segundos en los que se sumió en un debate interno; Paul era una buena persona… odiaba mentirle. Valiéndose de sus brazos se sostuvo del borde del escenario y se dejó caer. Invirtieron las posiciones respecto a unos segundos atrás. Ahora era ella la que estaba de pie frente a él.
—Paul, tengo que decirte algo —dijo mirándolo a los ojos.
—Claro, dime.
Ally hizo una pausa premeditada en la que llenó de aire sus pulmones. No sería fácil decirlo, pero lo hizo sin rodeos:
—Nuestro encuentro en Tannen´s… no ha sido casual.
Paul la observó con incredulidad. Había estado preocupado por una conspiración en la planta baja y el engaño estaba allí, justo frente a sus narices.
—No entiendo.
Paul repasó el encuentro con Ally en Tannen´s. Ella se le había acercado, y tras presentarse le había dicho que Ashley no acudiría esa noche. Probablemente la propia Ally le había pedido a Ashley que no fuera. Aun así…
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó Paul sin esforzarse en ocultar su enfado—. ¿Quién te pidió que lo hicieras?
Pero Ally no llegaría a responder estas preguntas. Al menos no en ese momento. Las puertas se abrieron con un chirrido agudo y Kathleen entró con paso decidido. Judd la seguía, bate en mano. Algo en su rostro había cambiado y no precisamente para bien.
—¡Qué demonios estáis haciendo! —exclamó Kathleen.
Ally, que había estado de espaldas y cuya cabeza estaba a la altura de la entrepierna de Paul, se volvió de golpe, sorprendida ante la exclamación de la directora.
Paul dio un salto y aterrizó en el suelo de madera.
Cuando Kathleen llegó a donde ellos estaban, los tres se ubicaron sobre un círculo imaginario del que Judd no formó parte. El gigantesco cuidador permaneció a unos cuatro metros, bloqueando el camino hacia la salida. Tenía el bate apoyado sobre el hombro.
—¿Sabes que Michael no está en la biblioteca? —preguntó Kathleen dirigiéndose claramente a Paul.
—Sí, lo sé.
—¿Y por qué no me lo has dicho entonces?
—Supuse que lo encontraría pronto.
—¿Lo has encontrado?
A Paul no le gustaba que lo increparan como a un niño, y probablemente hubiera reaccionado antes de haber tenido la mente más despejada. Pensaba en lo que Ally le había dicho hacía un instante respecto a su participación en Tannen´s. Justo antes de ser interrumpidos ella iba a explicarle por qué lo había hecho, o quién le había pedido que lo hiciera.
—No lo hemos encontrado, Kathleen —dijo Paul. No estaba dispuesto a participar de aquella conversación en esos términos. Quería tomarse unos minutos para meditar. Esquivó a la directora e intentó hacer lo mismo con Judd, pero a último momento éste se colocó en su camino y lo detuvo con la punta del bate.
—Será mejor que permanezca aquí, señor Farris —dijo el grandote con voz gruesa—. Escuche lo que la directora Blake tiene para decirle.
—¡¿Qué es esto?! —Paul se volvió y abrió los brazos en dirección a Kathleen—. ¿Una amenaza?
—Paul, ven aquí, por favor.
A regañadientes, y a sabiendas de que no tenía otra opción, él se acercó.
—Sólo quiero saber dónde está Michael —dijo ella con voz pausada.
—Ya te he dicho que no lo sé. Ally y yo lo hemos buscado por todos lados.
—Ajá.
—Debió haberse desplazado mientras procurábamos dar con él.
—¿Tú no sabes dónde está Michael? —volvió a preguntar Kathleen, pero esta vez directamente a Ally.
Ella negó con la cabeza.
—Entiendo —Kathleen caminó de un lado para otro con la cabeza baja, como si pensara en cómo decir lo que tenía en mente. Cuando habló de nuevo, lo hizo mirando a Paul directamente a los ojos—. Sabes Paul, te considero un periodista listo; pero tu instinto no ha funcionado esta noche.
Mientras pronunciaba la frase, la directora observó de soslayo a Ally, quien permaneció inmóvil todo el tiempo.
Paul se sentía azorado. Si la mujer tenía algo que decir, ¿por qué no lo decía de una vez por todas? No se sentía para nada a gusto con las intimidaciones de aquel hombretón, ni mucho menos con los comentarios sarcásticos respecto a su capacidad para darse cuenta de las cosas. No le gustaba que le sacaran ventaja de esa forma.
—Ally ya me ha dicho por qué estaba conmigo esta noche —dijo con seguridad.
Kathleen frunció el entrecejo. Era evidente que no se esperaba aquello.
—¿Ah sí? ¿Por qué no lo compartes con nosotros entonces? Creí que el momento de la sinceridad había empezado en la biblioteca.
—¿Qué es lo que quieres Kathleen? ¿Por qué no lo dices de una vez?
—Por qué ya te lo he dicho, quiero saber dónde está Michael.
—¡Ya te hemos dicho que no sabemos dónde está! —gritó Ally.
La furia transformó el rostro de Kathleen. Dio dos zancadas y enfrentó a la muchacha. Se observaron a escasos diez centímetros.
—Suficiente. Terminemos con esto… —Kathleen hablaba con la boca fruncida, como un perro a punto de atacar— ¿Cuál era el nombre de tu hermano, querida?
—Michael Brown —dijo Ally con seguridad.
Kathleen sonrió.
—Supuse que era una de las posibilidades —dijo la directora mostrando los dientes. En su mano derecha sostenía un libro pequeño. Se lo entregó a Paul.
Paul lo agarró sin decir nada. Cuando lo abrió advirtió que se trataba de un álbum de fotografías. Eran las correspondientes al año 1993. Pasó las hojas una a una hasta que llegó a la correspondiente al cuarto grado. Inmediatamente recordó de sus investigaciones algunos de los rostros que vio, pero lógicamente no a todos. Debajo de la fotografía había una sucesión de nombres en tipografía blanca sobre un fondo negro. Los leyó en voz baja. Creyó por un momento que no encontraría el nombre que Ally acababa de proporcionarles y que esto era lo que Kathleen pretendía mostrarle, pero el nombre sí estaba; era el segundo niño empezando de la derecha en la fila del medio.
Paul lo localizó.
Alzó la vista.
—Michael Brown era negro —dijo con resignación mientras devolvía el libro de fotografías a Kathleen.
El rostro de Ally se ensombreció.
—Lo siento Paul —dijo la muchacha en un tono apenas audible. Retrocedió dos pasos.
Repentinamente dio media vuelta y echó a correr paralelamente al escenario. Aquello le dio unos instantes de ventaja, en los que Judd advirtió que la muchacha se dirigía al otro corredor entre las butacas para escapar. El camino más corto para apresarla era retroceder por el pasillo en que se encontraba y cruzar el salón de actos, para interceptarla antes de que franqueara la puerta de salida. Si ella lograba salir de allí, sería poco lo que podría hacer. Ally era mucho más ágil que él.
Corrió con los ojos fijos en ella. Cuando llegó a la parte trasera, un ligero resbalón al dar la vuelta le hizo perder instantes valiosos. La muchacha lo advirtió y aceleró su carrera ahora en línea recta a la puerta de salida. El periodista decía algo a sus espaldas pero no le prestó atención. Supo que de todas maneras no podría alcanzarla. Ella era más veloz y su traspié al girar le costaría caro. Judd estaba a tres o cuatro metros de la puerta cuando ella la estaba prácticamente cruzando.
Entonces Judd asió el bate como si se tratara de una bola de bowling y lo lanzó. Ally no lo vio porque el bate se desplazó por debajo de la altura de las butacas traseras. El resultado fue que se encontró con él justo antes de franquear la puerta. Cayó de bruces contra las dos hojas de madera. El golpe fue fortísimo.
Judd, que se había detenido al realizar el lanzamiento, se acercó a la puerta caminando con displicencia y con una sonrisa en el rostro. Abrió la puerta esperando encontrarse con el cuerpo contorsionado y dolorido de Ally…
Pero el corredor central estaba vacío.