Parte III - En la biblioteca

1

Paul había dormido varias horas sobre una colchoneta delgadísima. Ahora estaba de pie frente a la puerta principal, masajeándose la espalda dolorida.

Afuera seguía siendo de noche. Las luces del Ford estaban encendidas y el pájaro que habían divisado con Ally seguía inmóvil en el extremo del banco. El reloj de pie insistía en que eran las once y veinte. Se acercó a la puerta de cristal e intentó abrirla, en vano.

—¿Sorprendido?

Se sobresaltó. La voz masculina a sus espaldas hizo que diera un respingo.

—No hay de qué asustarse —dijo Judd— ¿O sí?

El cuidador estaba de pie en el nacimiento del corredor central. Llevaba el cabello peinado hacia atrás. Paul supuso que el hombre se había dado un baño y sintió la necesidad de darse uno él mismo. Echó de menos la sensación del agua caliente golpeándole el rostro.

—Han transcurrido unas… seis horas —dijo Paul consultando su reloj de pulsera.

—Así parece.

La expresión de Judd era la de alguien que estudia a un adversario. El cuidador no necesitaba más que cuatro horas de sueño, por lo que hacía tres que estaba de guardia. Había verificado todas las puertas de la escuela y la situación no había cambiado.

—¿Cómo es posible que aún no haya amanecido? —preguntó Paul.

—No es posible. Debió haber amanecido hace dos horas.

—¿Dónde están los demás?

—En la biblioteca. Aún duermen.

Judd lo había verificado tan solo media hora antes. La imagen de Kathleen durmiendo era un objeto valioso para su museo mental. Hacerse de ella había sido peligroso, pero se trataba de una oportunidad posiblemente irrepetible y no había estado dispuesto a dejarla pasar.

—¿Aún crees que tengo algo que ver en esto, Judd?

—Usted no me cae bien. Ni usted, ni su puta. No crea que me han engañado.

2

Ally había dormido en el altillo de la biblioteca. Cuando despertó experimentó una sensación extraña, como si fuera parte de un sueño. El sitio le resultó absolutamente desconocido, y armar en su cabeza la secuencia de acontecimientos que la habían arrojado allí le resultó imposible. Un ojo negro la observó desde el techo. El barandal a su derecha era como una boca larga de dientes rectangulares. No había dormido bien. El vaquero que llevaba puesto no había resultado una prenda cómoda, aunque no se arrepintió de habérselo dejado puesto. Antes de acostarse había considerado seriamente la posibilidad de quitárselo, pero había desistido. El cuidador no le gustaba nada; cuanto más lejos estuviera de él, mejor. Si se quitaba la ropa, lo atraería como la fruta que con su hermano colocaban de niños en las trampas para insectos.

Giró hacia un costado. La única manta que había encontrado junto a la colchoneta dejó al descubierto sus pies. Se frotó los ojos y procuró descubrir el resto de las formas escondidas en aquella oscuridad. Las estanterías que la rodeaban eran prismas altísimos de ángulos desiguales, como edificios a punto de caerle encima.

¿Cuánto tiempo había dormido?

A juzgar por el cansancio que la aquejaba, no demasiado. La conversación con Paul fue tomando forma dentro de su cabeza y con ella el extraordinario desenlace de los sucesos de la noche anterior. Se concentró en la cúpula de vidrio y no vio nada más que oscuridad. Ally nunca había visitado la biblioteca, pero supuso que durante el día un torrente de luz debía ingresar por aquella cúpula transparente.

¿Podía ser posible que no hubiera amanecido? Mientras se incorporaba en su improvisada cama, con la preocupación de alguien que tiene la certeza de que las cosas no andan bien, supo que si se dirigía al vestíbulo, vería la luz encendida del Ford de Paul y el pájaro inmóvil en el extremo del banco de madera.

Se peinó el cabello con los dedos, apartó la manta y se puso de pie. Fue hacia la escalera. Descendió los peldaños con cuidado y asiéndose al barandal con fuerza, pero se detuvo a medio camino. Una voz distante la sorprendió y el recuerdo de las voces en el aula 19 fue inmediato. Sintió un escalofrío. La temperatura en la escuela había descendido, aunque seguía siendo tolerable. Aguzó el oído y la voz fue adquiriendo más claridad. Si bien no comprendió lo que decía, sí supo que no eran las voces del aula 19. La voz pertenecía a la directora Blake.

Ally llegó a la planta baja. Avanzó entre dos estanterías y se detuvo justo antes de llegar al extremo de éstas. Desde allí podía oír sin ser vista. En efecto era Kathleen la que hablaba y ahora sí pudo comprender lo que decía. ¿Le hablaba a Michael?

La directora le preguntaba al muchacho si se sentía bien y si podía abrir los ojos. Ally sintió la tentación de interrumpirla, pero decidió permanecer un instante más donde estaba e intentar averiguar qué se traía entre manos.

—¡Maldita sea Michael, ¿puedes oírme?!

La directora había alzado el tono de voz.

—¿Puedes oírme? Michael, necesito que despiertes ahora mismo.

Ally avanzó hasta que las estanterías dejaron de ocultarla.

—¿Puedo preguntarle qué hace? —dijo Ally con voz firme.

Kathleen se volvió. Instintivamente se apartó de Michael, como si se sintiera culpable.

—¿Qué haces aquí? —preguntó la directora.

—Dormí arriba —respondió Ally— ¿Por qué necesita que Michael despierte ahora mismo?

La directora observó al muchacho, cubierto hasta la barbilla con su manta.

—Ally… ¿sabes qué ocurre?

—¿A qué se refiere exactamente?

Sin decir nada, la directora le pidió que la siguiera. Juntas se dirigieron hasta las mesas diseminadas en el centro de la biblioteca.

—La cúpula es transparente —explicó Kathleen señalando hacia arriba—. Lo que estás viendo es el cielo en este momento.

La directora cruzó la biblioteca y encendió la luz artificial. El generador seguía abasteciendo esa parte de la escuela porque la totalidad de las lámparas colgantes se encendieron obedientemente. Señaló el reloj redondo detrás del mostrador. Eran las nueve y treinta.

—Debió haber amanecido —dijo Kathleen—. Algo no va bien.

—Claro que no —Ally se sentó en una de las mesas redondas—. Lo que no entiendo es por qué le ha gritado a Michael.

Kathleen la estudió durante unos segundos. La muchacha no le gustaba. No le había gustado desde el momento en que había atravesado la puerta de su escuela. Hacía años que parte de su trabajo consistía en detectar la impertinencia, y en Ally la vio al instante. Su generación era parcialmente culpable de que las nuevas camadas hubieran perdido el respeto por los mayores; era triste pero cierto. Kathleen no lo toleraría. Además Ally ocultaba algo; no estaba dispuesta a soportar sus cuestionamientos. La muchacha tendría que entender que aquella era su escuela. Lo que ocurriera allí, fuera en el horario de clases o no, era su responsabilidad.

De todas maneras, no era el momento para enfrentamientos. Ally había visto algo en el aula 19 y Kathleen quería saber qué.

—No quiero discutir contigo —se limitó a decir.

—Yo tampoco.

Paul y Judd entraron en ese momento.

—Supongo que estáis al tanto de lo que ocurre —dijo Paul con solemnidad.

—¿Cómo es posible que aún no haya amanecido? —preguntó Kathleen visiblemente desconcertada.

—Me temo directora Blake que es más complicado que eso —dijo Judd.

Kathleen lo observó con incredulidad.

—Al parecer… —ensayó Judd—, afuera nada ha cambiado.

No obstante lo absurdo de la idea, Judd era quien la había asimilado con mayor rapidez. Era una persona de hechos y como tal podía creer cualquier cosa si la veía con sus propios ojos.

—Sugiero lo siguiente —dijo Paul—. Démonos un baño y comamos algo en la cafetería. Después podremos ocuparnos de buscarle una explicación a… esto.

3

Judd se marchó a su habitación y el resto se dirigió al gimnasio. Allí podrían ducharse, aunque habían sido alertados por el cuidador de la falta de gas, y en consecuencia el agua caliente estaba limitada a la alojada en los depósitos.

Estaban llegando a la puerta del gimnasio, a punto de pisar el campo de baloncesto, cuando Ally los detuvo con un ademán.

—¿Es seguro dejar a Michael solo?

—Serán apenas unos minutos —reflexionó Kathleen.

Ally negaba con la cabeza.

—Yo puedo quedarme con él. Iré a ducharme cuando vosotros regreséis.

Kathleen y Paul estuvieron de acuerdo. Ally los abandonó y ellos se adentraron en el gimnasio. Decidieron que encender las luces sería un desperdicio de energía, de modo que se dispusieron a cruzar el inmenso recinto en penumbras. En el techo había una serie de tragaluces que lanzaban conos grises y que hacían posible desplazarse sin problemas. Las gradas vacías fueron testigo de su avance.

—¿De dónde has sacado a esta muchacha, Paul?

—¿Perdón?

—Vamos…, iba a formularte la pregunta tarde o temprano.

Ella se detuvo y él estuvo a punto de llevársela por delante. La directora se volvió y lo observó a los ojos. Alzó las dos manos exhibiendo las palmas.

—Escucha, sé que no es asunto mío —se defendió Kathleen—. No lo preguntaría de ser otras las circunstancias.

Paul resopló.

—Es una amiga.

Kathleen bajó las manos y torció la boca. Entrecerró los ojos y escrutó el rostro de Paul.

—¿Una amiga?

—Ajá.

—¿La conoces hace mucho tiempo?

Paul tomó a la mujer con suavidad por los hombros.

—No voy a responder a esa pregunta —dijo en tono amable—. Vamos.

La rodeó y avanzó sin volverse. Ella lo siguió unos segundos después.

—Perdón. No quise parece entrometida —se disculpó Kathleen.

—Está bien. Entiendo la preocupación.

En ese momento cruzaban el círculo central del campo de juego. Paul se sintió aliviado de no tener que dar mayores explicaciones acerca de la presencia de Ally en la escuela, pero sabía que debería hacerlo tarde o temprano. Resultaba difícil de aceptar que el hecho de conocerla el mismo día en que recibía una llamada desde la escuela en la que su hermano había perdido la vida fuera una coincidencia. Imposible. Paul atravesó el resto del campo de baloncesto albergando la esperanza de que tras de una ducha caliente (o tibia al menos) pudiera ver las cosas con un poco más de perspectiva.

En el extremo había una puerta de dos hojas que los llevaría a un pasillo ancho que discurría en dos direcciones opuestas. Empujaron conjuntamente las hojas y un mecanismo hidráulico se encargó de devolverlas a su sitio. Entonces la oscuridad fue casi completa.

—Hubiera sido una buena idea traer las linternas —se lamentó Paul.

La perspectiva de separarse en plena oscuridad no resultaba del todo alentadora.

—Supongo que no será problema encender las luces un momento —dijo Kathleen.

Paul estuvo de acuerdo. Pero cuando accionó el interruptor no sucedió nada.

—Mierda…, Judd debe haber desconectado el circuito que alimenta este sector.

—Podemos ir en busca de las linternas —sugirió Paul.

—Ya estamos aquí. Además, en los vestuarios hay tragaluces como los del gimnasio. Supongo que no estaremos completamente a oscuras.

—En ese caso, nos veremos aquí en… ¿diez minutos?

Ella asintió y ambos avanzaron a tientas en direcciones opuestas.

Una vez en el vestuario, donde efectivamente la oscuridad no era total, Paul se quitó la ropa con presteza y la dobló sobre un banco que había en el centro. Después caminó hacia uno de los cubículos de madera y abrió el grifo. No ocurrió nada por un par de segundos, hasta que una lluvia espesa se lanzó sobre él e hizo que retrocediera. Estiró la mano para probar la temperatura y advirtió que lentamente iba en aumento.

4

Ally regresó de ducharse agradeciendo la recomendación de Paul de llevar consigo una linterna. En el vestíbulo encontró a Kathleen, que le tendió un jersey grueso de los que conservaba en su despacho para emergencias. El gesto significó un acuerdo tácito de tregua, y juntas se dirigieron a la cafetería donde los hombres las esperaban con cereal Sophie Mae y fruta.

Apenas intercambiaron palabra durante la siguiente media hora. Ally preguntó por el estado de Michael, y Kathleen le explicó que la fiebre le había bajado pero que seguía dormido. Ella y Paul habían convenido no despertarlo y esperar a que lo hiciera por sí solo, explicó. El comentario otra vez generó incomodidad en Ally, a quien sin ninguna necesidad la directora había dejado fuera de la toma de decisiones. La actitud le molestó más que el hecho en sí, puesto que Ally entendía perfectamente que ella no tendría peso frente a la directora, incluso en una situación extraordinaria como la que tenía lugar.

Regresaron a la biblioteca en silencio.

Si lo que se proponían era desentrañar lo que estaba sucediendo, entonces la biblioteca resultaba por alguna razón el sitio indicado para hacerlo. Eligieron una de las mesas redondas y se sentaron en torno a ella. Judd fue el último en hacerlo. La expresión en el rostro del cuidador era la de alguien cauto e incómodo. Cuando finalmente ocupó su silla, resopló y observó al resto con mirada evaluadora: les daría su oportunidad de resolver aquello del modo racional.

Paul vio en uno de los rincones una pizarra de pie y decidió que sería una buena idea tenerla cerca. Cuando trabajaba en casa, disponer de una pizarra de marcador y bosquejar allí sus ideas siempre había resultado ser provechoso. Sus épocas de periodista que se llevaba tarea al hogar habían quedado ciertamente atrás, pero seguía confiando en el método.

—¿Para qué es eso? —preguntó Ally. Llevaba el cabello todavía húmedo sobre uno de sus hombros.

—Nunca se sabe cuándo puede ser importante recordar una frase —repuso Paul mientras abría la tercera pata de la pizarra para mantenerla erguida.

Aquella pizarra era utilizada a diario por la señora Thatcher para escribir con pulcra caligrafía sus frases del día. Éstas eran del tipo: «Un día como hoy, hace 160 años, nacía en Nantes, Francia, el grandioso Julio Verne. Entre sus obras más aclamadas se encuentran De la tierra a la luna y 20 000 leguas de viaje submarino». Claro que de acuerdo al estado de ánimo de la señora Thatcher, las frases podían ser menos informativas y más amenazantes, como por ejemplo: «Alzar el tono de voz la primera vez es una distracción; la segunda, un pase directo al despacho de la directora».

No era conveniente declararle la guerra a la señora Thatcher. No jugaba limpio.

—Esto es lo que haremos —dijo Paul mientras se sentaba en una silla con el respaldo hacia adelante—. Es evidente que algo está sucediendo y que de alguna manera se relaciona con lo que ha ocurrido en el aula 19.

Hizo una pausa para estudiar al resto, en especial a Judd, que parecía el más reacio a permanecer en la biblioteca. Nadie dijo nada, por lo que siguió hablando:

—Todos hemos estado de una u otra manera relacionados con esa aula. Kathleen era por ese entonces la directora de admisiones. Yo he investigado el caso. Ally perdió a su hermano allí. Y Judd ha tenido una experiencia que…

—¡Yo no he tenido ninguna experiencia! —bramó el cuidador poniéndose de pie como un resorte.

—Está bien —concedió Paul de inmediato—. Mi error. Ya llegaremos a lo que te ha ocurrido ayer en el aula 19. Quizás el propio Michael despierte y nos lo pueda decir.

Lentamente, Judd tomó asiento otra vez. La perspectiva de que el retrasado despertara no le resultaba alentadora, en absoluto.

—Kathleen, ¿por qué no repasamos lo que ocurrió aquel día?

—¿Realmente crees que tal cosa sea necesaria, Paul? —Kathleen negaba con la cabeza—. Todos sabemos lo que ocurrió en el aula 19. ¿Acaso no sería más provechoso ocuparse de lo que está ocurriendo ahora?

Paul reconocía que la directora tenía razón. ¿Qué sentido tenía escarbar en el pasado? Máxime cuando el país entero se había ocupado del tema hasta el hartazgo. ¡Se habían escrito libros enteros acerca del tema! Es cierto, muchas preguntas habían quedado sin respuestas, ¿pero acaso existían? Paul tenía razones para suponer que sí. Él sabía que algunas cosas no habían salido a la luz; en especial una. Y algo le decía que podía ser muy importante esa noche.

Además, Paul sabía que Kathleen estaba al tanto de ese secreto y quería que ella lo desvelara por iniciativa propia.

—No veo en qué podemos ocupar mejor nuestro tiempo —dijo Paul con una sonrisa.

Kathleen lanzó una mirada a Ally. Ésta asintió.

—A mí me gustaría escucharos —reconoció Ally—. No sé casi nada de ese día. He leído algunos artículos en internet, pero la mitad de las cosas sé que no son ciertas, o eso creo.

Paul se sintió agradecido de no tener que dar una explicación más convincente para que la directora hablara.

—Gail era la directora en aquel entonces —dijo Kathleen—. Teníamos mucha confianza. Su familia y la mía vivían a dos casas de distancia y prácticamente me crie junto a su hija. Ella me trajo a la escuela y al poco tiempo me pidió que fuera la directora de admisiones. Me alegro de haber estado junto a ella en esos momentos. La prensa no se comportó bien.

Lanzó una mirada a Paul cuando se refirió a la prensa, aunque él no era precisamente el mejor ejemplo del trato dispensado a Gail Strickland. Por aquellos días decenas de fotógrafos se apostaron en la escuela e incluso en su domicilio particular, y durante días la acosaron sin descanso como si se tratara de una estrella de rock en la cresta de la ola.

—Aquél viernes era el Día del cabello loco… —siguió Kathleen.

—¿Qué es eso? —intervino Ally.

—El Día del cabello loco. Gail había tomado la idea de una escuela en Los Angeles. No lo hemos vuelto a hacer desde entonces —Kathleen rió al recordar—. Una vez al año, el cinco de noviembre, se les permitía a los niños hacer con su cabello lo que quisieran. Algunos elegían un corte alocado, otros teñirse de colores, otros recogérselo de formas disparatadas.

Paul, que seguía el relato de la directora con atención pero que también estaba pendiente de las reacciones de los demás, advirtió el modo en que Judd se movía en su silla, evidentemente incómodo.

—¿Tu conocías esto, Judd? —disparó Paul.

El gigantón se sobresaltó ante la pregunta del periodista. Sintió el deseo irrefrenable de romperle la cara de un golpe.

—¿Si conocía qué cosa?

—Lo que Kathleen ha dicho del Día del cabello loco.

—¡Claro que sí! —graznó Judd—. Trabajaba en la escuela en ese momento y usted lo sabe perfectamente.

Sin embargo Judd se reprochó no haber recordado el detalle antes, porque sin duda echaba algo de luz sobre lo que había visto en el aula 19, previo a la llegada de la directora. La visión del niño del cabello violeta se había convertido en una filigrana que acompañaba todos sus pensamientos.

—Kathleen, continúa por favor —pidió Paul.

—Me encontraba en la cafetería revisando un proyecto de expansión del escenario del salón de actos, que finalmente nunca se hizo, cuando escuché gritos provenientes del vestíbulo. Salí corriendo y encontré a Marsha Fox gritando con desesperación. Marsha era una de las maestras de tercer grado.

Todos la conocían. Después de la tragedia, la mujer había enloquecido y publicado un libro delirante acerca de la tragedia del aula 19.

5

Julio 12 de 1994

Fragmento del libro «Vidas efímeras. El misterio del Aula 19»

Por Marsha J. Fox

Pág. 25

El hallazgo de los cuerpos ha sido la experiencia más dura que he debido enfrentar.

Si mis cálculos son correctos, abrí la puerta del aula 19 alrededor de las once. En ese entonces era la maestra del tercer grado y decidí ausentarme unos minutos de la clase, bajo el pretexto de ir en busca de tizas de colores, para hablar por teléfono con mi hermana. Betty seguía en el hospital y no había podido pensar en otra cosa ese día más que en mi pequeña hija.

Cuando recorría el corredor del ala Este, algo atrajo mi atención en la puerta del aula 19. Por ese entonces todas las puertas de las aulas de la escuela Woodward tenían un rectángulo de cristal glaseado en la parte superior. Ignoro si aún sigue siendo así. Siempre me he preguntado el porqué de aquel cristal glaseado. Si bien permitía ver si las luces dentro del aula estaban encendidas o no, también es cierto que impedía echar un vistazo al interior y ver si todo estaba en orden; algo muy útil cuando un maestro de otro curso pasa casualmente por el aula, como era mi caso en ese momento. Supongo que la razón tenía que ver con evitar que otros niños se asomaran y distrajeran al resto. Quién sabe. En lo personal nunca me gustaron aquellos cristales opacos. Recuerdo haber hablado con Gail alguna vez al respecto, pero ignoro si me dio alguna razón más que justificara su existencia.

Es difícil estar segura de lo que atrajo mi atención, pero mi memoria insiste en que fue una luz poderosa en el interior, como si alguien hubiera tomado una fotografía con flash. Creo haberle mencionado este detalle al sheriff Thomas, pero no creo que él lo haya tomado en consideración. Honestamente, ni siquiera estoy segura de haber visto la luz; y si lo hice, no veo qué explicación lógica pueda tener. Lo más sensato que me han dicho al respecto es que el reflejo del sol contra el cristal pudo haber sido el responsable de aquel destello, y personalmente creo que puede ser la explicación al asunto.

También es cierto que no escuché el más mínimo sonido proveniente del aula 19. Aunque los alumnos guardan silencio en infinidad de situaciones —un examen, por ejemplo—, éste era un silencio espeso, peculiar. Incluso en un examen es posible advertir sonidos mínimos que un maestro reconoce a la perfección: un pupitre que se desplaza ligeramente, un alumno que se mueve en su silla procurando echar un vistazo a la hoja de otro niño, alguien tosiendo, el andar controlador del maestro. Sin embargo esta vez no escuché nada. Golpeé la puerta un par de veces sin obtener respuesta. Fue entonces cuando percibí por primera vez el olor a putrefacción. Era apenas perceptible a través de la puerta, pero estaba allí, y fue la primera señal de que algo no iba bien. Abrí la puerta.

El impacto fue inmediato, no sólo por el hedor fétido que flotaba en el aula, sino por el espectáculo de cuerpos descompuestos diseminados por todas partes. No grité, contrariamente a lo que cabría suponer. Durante al menos diez segundos permanecí muy quieta, con el brazo extendido sosteniendo la puerta para que el mecanismo no la cerrara. Pude ver unos diez niños muertos, todos ellos tendidos entre los pupitres, como si hubieran sufrido un desmayo. Sus rostros estaban ocultos, salvo en un caso. A dos metros de donde yo estaba, mis ojos se cruzaron con los de Toby Shepard, un niño encantador que hacía las delicias de todos en la escuela, yo incluida. A pesar del estado en que se encontraba su cuerpo, reconocí de inmediato su mentón afilado.

La primera idea que cruzó mi mente, por estúpida que ahora resulte, fue la de un escape de gas. Los cuerpos tendidos aquí y allá tenían sentido. No podía percibir olor a gas pero era lógico; el estado de putrefacción de los cuerpos era excesivo y hacía imposible distinguir cualquier otro olor por debajo de este. Sin embargo, las clases habían empezado apenas media hora antes… e incluso una simple maestra sabe que un cuerpo no puede alcanzar un grado de descomposición avanzado en ese tiempo. Sin embargo, ante la potencia del cuadro, no descarté al principio la idea del escape. Fue el rostro de Toby, y no la razón, el que me obligó a hacerlo. Lucía consumido. Sus cuencas estaban vacías. La piel, un pergamino quebradizo, cubría sólo parcialmente su rostro. Estaba tendido de costado, con la mejilla sobre el pupitre como si hubiera decidido echarse una siesta en plena clase un millón de años atrás. Su boca estaba estirada en una mueca dientuda que dejaba al descubierto sus frenos metálicos.

Recuerdo haber pensado en Betty y en la pesadilla en el hospital la noche anterior. Crucé el umbral conteniendo la respiración, sin quitar los ojos de Toby. El olor a putrefacción era insoportable. Más tarde le pregunté al sheriff Thomas cómo era posible que no hubiera percibido aquél olor desde el corredor, y su respuesta fue que «no tenía la menor idea». Sospecho que por ese entonces el sheriff tenía otros interrogantes más fuertes en la cabeza, como por ejemplo, cómo los cuerpos se habían descompuesto de esa manera en tan poco tiempo.

Cuando logré apartar la vista de Toby observé hacia la parte delantera del aula. La mayoría de los cuerpos estaban allí, amontonados en una pila informe. Una docena de manos y piernas sin dueño emergían de la pila y, otra vez, algunos rostros me observaron. Todos ellos mostraban el mismo aspecto consumido. Como ya he dicho, aquél día se celebraba en la escuela Woodward el Día del cabello loco, en el cual le dábamos a los niños la libertad de adornar sus cabellos de algún modo simpático. La celebración se había vuelto popular entre los niños. En el Día del cabello loco, normalmente no se producían inasistencias. Había quienes elegían cambiar su peinado, o quienes pedían a sus padres que les aplicaran alguna tintura temporal. Desconozco a quién pertenecía la idea, ni cuántos años antes de mi ingreso a la escuela se había implementado; de lo que estoy segura es de que aquella debió ser la última vez que se llevó a cabo.

Recuerdo muchos detalles de aquel día, más de los que quisiera. Entre ellos está el rostro de Douglas Needles, que emergía de aquella pila grotesca formada en el frente del aula. Su cabello, al que habían teñido de violeta intenso, colgaba de un rostro casi desprovisto de piel.

Avancé unos pasos por entre medio de dos cuerpos; una niña tendida de espaldas y un niño cuyo rostro no me fue posible reconocer. El niño tenía el cabello peinado hacia arriba con fijador. Me incline y debí arrugar la nariz a causa del hedor. No fue una buena idea. Su ropa estaba rota y dejaba al descubierto la piel en algunos sectores. En el pecho, en un rectángulo amarillento, una herida redonda llamó mi atención. ¿Se movía? Desde luego que no. Estaba llena de gusanos. Gusanos gruesos y blancos que se sacudían en un hervidero de tentáculos diminutos. Esta vez no pude evitar proferir un grito. Un vómito caliente se originó en mi estómago y bulló como lava hirviente. Logré contenerlo, pero la sensación de repulsión siguió allí. Me aparté unos centímetros, pero aún me era posible ver en mi cabeza aquella herida poblada de gusanos. Tenía los bordes irregulares y la forma de un ocho aplastado: una mordida pequeña.

Se ha dicho mucho acerca de lo ocurrido en el aula 19. Es una obviedad hablar del sufrimiento de los niños. La suya no debió haber sido una muerte tranquila, si es que tal cosa tiene algún sentido. De cualquier modo, el pensar que parte del daño fue causado por ellos mismos, es algo con lo que resulta imposible convivir. El solo hecho de volcarlo en estas páginas me resulta traumático, pero la herida en el pecho de aquel niño estaba allí; y antes de salir del aula vi al menos unas tres más.

Una de las preguntas que me han hecho y que incluso yo misma me he formulado durante este tiempo, es por qué permanecí tanto tiempo en el aula 19 frente a este horror. Lamentablemente, la respuesta no resulta satisfactoria en absoluto. La razón es que no creo haber sido demasiado consciente de ninguno de mis actos frente al descubrimiento de los cuerpos. Supongo, y es un ensayo para acercarme a la respuesta, que no es posible creer que algo así pueda suceder, sin un tiempo para asimilarlo. De haber dado media vuelta e informar sobre lo acontecido, por ejemplo luego de ver el rostro de Toby Shepard, probablemente no hubiera sabido qué decir.

Recuerdo que salí y corrí con desesperación, hasta que literalmente me deshice en gritos en el vestíbulo. Alguien se me acercó y me tomó en brazos. Creo que fue Kathleen Blake, quien por ese entonces era la directora de admisiones.

6

—Muchas cosas que ha dicho Marsha en su libro no son ciertas —agregó Kathleen con voz lóbrega—. No la culpo. Vivió momentos de mucha tensión y no soportó seguir en la escuela. Supongo que algún vivillo la habrá tentado con la idea de escribir un libro, que más adelante un editor se encargó de maquillar. Hace años que no sé nada de ella.

Ally se abrazaba las rodillas. La temperatura dentro de la escuela había bajado un poco, era cierto, pero el efecto de las palabras de Kathleen había sido la verdadera razón para hacerlo. Mantenía la mirada desenfocada fija en la directora. Esta vez, más que nunca, había deseado un cigarrillo, pero más temprano ya había dado cuenta del último.

El relato de la directora se había centrado en los momentos posteriores al hallazgo de Marsha Fox, que no había sido en el vestíbulo sino en el ala Este, frente al aula 19. Era una de las tantas imprecisiones de su relato. Kathleen se acercó al ver a Marsha y a otro maestro en estado de desesperación. Lo cierto es que ninguno de ellos supo bien qué hacer, salvo encargarse de que ningún niño se acercara al aula 19. Eso fue algo bueno, puntualizó; algo de lo que podían sentirse orgullosos: ningún niño había presenciado aquel horror.

Paul estuvo a punto de preguntarle a la directora quién había sido el otro maestro que encontró al llegar al aula 19, pero no lo hizo. Y la razón fue simple: probablemente ella le hubiese respondido con una mentira. Paul sabía perfectamente quiénes habían estado allí con Kathleen, y no habían sido precisamente dos maestros como ella les había asegurado.

—La policía se presentó en menos de veinte minutos —dijo Kathleen—. Se encargó de evitar que alguien se acercara al aula y nos dieron la instrucción de evacuar la escuela… ¿qué ocurre?

—Nada —respondió Paul— ¿Por qué?

—No sé. Me observas de un modo extraño.

Paul negó con la cabeza.

Kathleen retomó el relato.

—Un grupo de médicos forenses se presentó más tarde. Resultó que conocía a uno de ellos, un compañero de la escuela primaria al que no veía desde hacía años. Su nombre era Terry Connor.

7

En la morgue el silencio era total. Terry Connor examinaba un hígado en una bandeja de acero inoxidable cuando su asistente habló desde el umbral de la puerta.

—¿No crees que deberías dejarlo por hoy?

Era pasada la medianoche. Terry desplazó su silla hacia atrás y al mismo tiempo hizo que girara. Enfrentó la mirada preocupada de Dorothy e hizo un gesto de resignación con la cabeza y los hombros para indicarle que tenía razón, que en efecto estaba cansado, pero que no había mucho que pudiera hacerse al respecto. Iba a seguir trabajando un poco más.

—Será mejor que vayas a casa, Dorothy.

—Mañana vendré antes de las seis —dijo ella, como si abandonar a su jefe a esas horas fuese una falta grave a su trabajo—. Lo prometo.

La mujer echó un vistazo antes de irse. Había tres cuerpos de niños en sus respectivas camillas. Los restantes esperaban en las cámaras refrigeradoras.

—Yo me quedaré una hora más —dijo Terry—. Después iré a casa.

—¿Puedo contar con eso, doctor Connor?

Terry movió la cabeza de un lado a otro hasta hacer que su cuello crujiera. Le prometió a Dorothy que efectivamente se quedaría tan solo una hora más, aunque sabía que no iba a poder cumplir con su palabra. En realidad había estado esperando que la mujer se marchara, lanzándole indirectas para que lo hiciera lo antes posible. Necesitaba que se fuera.

Dorothy, que evidentemente lo conocía al dedillo, no parecía del todo convencida. La mujer tenía unos sesenta años (veinticinco más que Terry) y había adoptado naturalmente una postura protectora, casi maternal, que normalmente no molestaba a Terry. Salvo ahora. Por lo general ella se limitaba a traerle algo de comer, recortar algún artículo del periódico que podía ser de su interés, cosas por el estilo. Dorothy Connelly no tenía hijos y a Terry se le hacía perfectamente razonable que lo tratara como a uno. Además era muy eficiente en su trabajo.

Él se puso de pie y le dio un beso en la mejilla.

—Adiós —le dijo—. Y no es necesario que vengas a las seis. Procura dormir un poco más.

La mujer sonrió y salió.

Cuando Terry se quedó solo, volvió a ocupar la silla giratoria y la desplazó hacia el hígado diminuto que había estado analizando. El órgano curvo se asemejaba a una sonrisa gruesa. La observó un buen rato y cuando alzó la mirada al espejo que tenía delante, advirtió que él mismo esbozaba una sonrisa curva. Sus dientes blancos resplandecían en su rostro moreno. Aunque se trataba apenas de una mueca de cansancio, estaba allí, estampada en su rostro: la marca registrada de Terry Connor. Con el tiempo había aprendido a controlar sus facciones, pero cuando se abstraía, indefectiblemente moldeaban una sonrisa. Era más fuerte que él. No en vano se había ganado el apodo que lo acompañaba desde su infancia, y que lo había seguido hasta Boston, donde se había especializado en medicina forense. Para todos siempre había sido Cara de patinador.

Colocó el hígado en una bolsa plástica rotulada y cruzó la sala. Abrió una puerta de cierre hermético e ingresó a una estancia refrigerada que lo recibió a oscuras. Al encender la luz, observó la sucesión de camas embutidas en la pared, en las que descansaban los restantes once niños muertos en el aula 19. Hasta ahora la tarea había sido ardua pero sin resultados alentadores. Todos los cuerpos presentaban más o menos el mismo aspecto y ni Terry ni sus colegas habían podido determinar exactamente qué les había sucedido. La frustración se había apoderado de él de un modo desesperante.

Introdujo la bolsa plástica con el hígado dentro en una cámara de frío. Apagó la luz y regresó a la estancia principal. Observó los tres cuerpos alineados.

El zumbido del teléfono lo sobresaltó. Se acercó a la mesa de trabajo y una luz roja parpadeante le indicó que la llamada era interna. Descolgó.

—Adelante Tony —dijo Terry sabiendo que a esas horas no había nadie en el edificio más que el personal de seguridad.

—Una mujer ha venido a verlo. Kathleen Blake.

—Sí, sí. Hazla pasar por favor.

Terry interrumpió la comunicación y volvió a ocupar la silla giratoria. Se quitó los guantes de látex mientras se observaba otra vez en el espejo.

—¿Por qué sonríes? —dijo en tono burlón.

Sabía que recibir a Kathleen no era una buena idea. Lo había sabido desde el momento en que ella lo llamó el día anterior y él no había tenido el coraje de decirle que no podría verla. La realidad era que no hablaba con Kathleen desde hacía años, desde que ambos eran dos chiquillos que compartían el pupitre en el doceavo grado. ¿Por qué había aceptado verla a sabiendas de que era una pésima idea? La respuesta era simple: porque al verla en la escuela el día anterior y luego recibir su llamada telefónica, una parte de él había fantaseado con la idea de que más tarde, quizás unas semanas después, podría invitarla a cenar.

Estúpido.

—¿Terry?

—¡Hola, Kathleen!

La mujer colgó su bolso y el abrigo en un perchero junto a la puerta. Se volvió y le obsequió a Terry una amplia sonrisa. Él la correspondió, algo que en su caso resultó bastante sencillo.

Se besaron en la mejilla.

El perfume de Kathleen era floral. No llevaba maquillaje y a pesar de su sonrisa podía advertirse el cansancio que la aquejaba. El perfume era un detalle singular tras la tragedia del día anterior, y por un segundo Terry se permitió pensar que quizás ella se lo había puesto especialmente para él. No obstante, se obligó a no imaginar cosas raras y a dejar la idea de lado. Además de su sonrisa permanente, el poco tacto con las mujeres era otra de sus cualidades distintivas. Sacar conclusiones erróneas a partir de detalles insignificantes era su especialidad.

—¿Quieres café? —ofreció Terry.

Kathleen no contestó. Observaba los tres cuerpos sobre las camillas. Tenía las manos enredadas en el regazo y había dejado de sonreír.

—Vamos a tomar un café —insistió Terry. Se acercó y la cogió suavemente de un brazo—. Perdona, soy un torpe. Debí guardar los cuerpos en la cámara cuando me avisaron que estabas aquí.

Salieron y caminaron por un pasillo estrecho hasta una diminuta sala de recreo. Había una mesa con cuatro sillas y un mueblecito con una cafetera en funcionamiento. Una pared vidriada les ofrecía una vista parcial de la morgue.

Terry sirvió dos pocillos del café que estaba preparado.

—¿Cómo están las cosas por la escuela?

—Las últimas veinticuatro horas han resultado un infierno —dijo Kathleen—. La directora es una amiga personal y está verdaderamente deshecha. Se han suspendido las clases, pero las llamadas a la escuela son constantes. Todos quieren saber qué ha sucedido exactamente.

—La policía tiene al maestro, ¿verdad?

—Sí. Hannigan.

Terry sorbió un poco de café. Era horrible, pero se había acostumbrado a ingerir casi un litro por día, en especial cuando trabajaba horas extras.

—Terry —dijo Kathleen con desgana—, te agradezco que me hayas recibido. Sé que es un favor personal. La directora me lo ha pedido especialmente. La policía no nos ha dicho mucho y realmente necesitamos saber qué ha sucedido.

—Entiendo perfectamente la situación Kathleen, de verdad.

¿Pero realmente la entendía? Si revelaba información a las autoridades de la escuela antes que a la policía, y por alguna razón se terminaba filtrando a la prensa, podía despedirse de su trabajo y probablemente de su matrícula profesional. La sola presencia de la directora de admisiones podía comprometerlo. Si tal cosa trascendía podía prepararse para tener que echar mano a sus ahorros del banco y dedicarse a atender su propio negocio… Hamburguesas Connor, donde siempre será recibido con una sonrisa.

—¿Qué es eso? —preguntó Kathleen refiriéndose a una serie de apuntes sobre la mesa.

Él los observó con recelo, debatiéndose internamente entre hablar o permanecer callado. Finalmente la parte que quería impresionar a Kathleen ganó la contienda y se decidió por hablarle de lo que había ocupado buena parte de su día.

—He estado investigando un poco —dijo Terry—. Eso que ves allí me lo ha enviado un colega; un especialista.

Se trataba de una carpeta de cuero. Terry la cogió y la abrió, exhibiendo su contenido. Había apuntes a mano alzada, recortes de periódico y fotocopias.

—Es el caso de la muerte de una mujer hace siete años. Había leído algo al respecto y ni bien ocurrió la tragedia en la escuela busqué más información. Finalmente di con el Doctor Frank Carlson, quien tuvo la gentileza de enviarme sus propias notas y ponerme al corriente de lo que sabía.

Kathleen estaba sorprendida. Hasta ese momento no había sabido de otro antecedente similar a lo ocurrido en el aula 19.

—Audrey Phillips tenía treinta y seis años cuando murió en su apartamento —relató Terry—. Un vecino, preocupado por olores extraños provenientes de su casa, decidió dar aviso a la policía. Fueron ellos quienes la encontraron muerta en la bañera.

—¿Un suicidio?

—Eso fue lo que los investigadores creyeron al principio. El cuerpo estaba en un estado de descomposición avanzado, por lo que supieron de inmediato que la mujer llevaba muerta al menos tres semanas. Los análisis posteriores establecerían exactamente la cantidad de horas, pero tres semanas parecía una suposición razonable, según me aseguró el Doctor Carlson.

Kathleen advirtió la conexión de inmediato.

—La policía inició su investigación con un hombre de apellido Tucson —siguió diciendo Terry—. Tucson mantenía una relación amorosa con Phillips desde hacía unos meses. El sujeto se mostró sorprendido, e hizo una declaración que debió resultar disparatada en ese momento…

Terry buscó entre las notas que Carlson le había enviado y le mostró a Kathleen una copia de lo que parecía ser la propia declaración del hombre. Le señaló un párrafo subrayado y ella lo leyó en voz alta:

«… la última vez que vi a Audrey fue ayer por la tarde; fuimos al río. Comimos unos bocadillos y regresamos. El clima no nos acompañó, así que decidimos volver a casa. Además Audrey no se sentía bien. Comenzó a quejarse de unos dolores intensos en el estómago, así que la llevé a su casa. Eso fue a las cinco de la tarde».

—La policía había encontrado en la cocina los restos de los bocadillos a los que Tucson había hecho referencia en su declaración.

—¿Nadie pudo comprobar sus dichos? ¿Alguien en el río quizás?

—No al principio. El hombre había dicho la verdad acerca del clima. No era difícil de creer que nadie los hubiera visto. Además, el hecho de que Phillips llevaba muerta semanas era evidente. Lo que no tenía sentido, era por qué Tucson había inventado una salida el día anterior, cuando esto claramente lo colocaba primero en la lista de sospechosos.

—Si tenía algo que ocultar, no parece una manera muy inteligente.

—Exactamente. Ahora lee esto.

Ella leyó otra vez en voz alta. Esta vez se trataba de un artículo en el periódico de un caso diferente. Terry sentía una especie de excitación al compartir sus hallazgos con Kathleen. Como si saldara una vieja deuda con su pasado adolescente.

«Niño muerto por mordedura de serpiente. James Dreyfus, de siete años, falleció tras horas de hospitalización debido a la fatal mordedura de una peligrosa serpiente con la cual había estado jugando en el fondo de su casa. Se desconoce la procedencia de la serpiente, pero personal del zoológico local logró capturarla y se encuentra…»

Kathleen interrumpió la lectura.

—¿Una serpiente?

—El incidente del niño ocurrió muy cerca de donde Tucson aseguraba haber pasado el día con Audrey Phillips.

Kathleen sintió un alivio repentino, como si alguien hubiera liberado un torniquete que no le permitía que la circulación de la sangre fuera normal. Era la primera vez que un asomo de explicación se cernía sobre lo ocurrido en el aula 19. Es cierto que era la explicación más descabellada del mundo, pero era una explicación a fin de cuentas.

—El niño presentaba el mismo estado de descomposición que Phillips. En apenas unas horas su cuerpo había experimentado un deterioro tal que cualquiera hubiera asegurado que llevaba muerto semanas enteras.

—Increíble… —Kathleen depositó el recorte junto al resto de las notas.

Niño muerto por mordedura de serpiente.

Terry buscó algo más. Era una revista de divulgación científica. La abrió y pasó las hojas con presteza. Esta vez no se la entregó a Kathleen para que leyera en voz alta, sino que la dejó sobre la mesa, abierta.

Mamba Cristal

La serpiente más peligrosa del mundo

La cuarta parte de la página era ocupada por la fotografía de una temible serpiente, que exhibía los colmillos a la cámara como si estuviera preparando un ataque. Sus ojos eran negros, el paladar también, pero con una cualidad metalizada que podía ser el origen de su nombre.

—Dios mío —exclamó Kathleen.

—La serpiente es oriunda de África. Quién sabe cómo llegó a Denver. Probablemente como parte del contrabando de animales.

—¿Quién querría tener un animal así? —Kathleen no podía quitar los ojos de la fotografía.

—Una serpiente de este tipo es capaz de inyectar veneno suficiente para matar a cuarenta personas. Sin embargo tiene una peculiaridad; normalmente regula el veneno inyectado de acuerdo a su atacante. Esto le permite hacer ataques reiterados a un mismo oponente, o a múltiples. Ante una dosis baja de veneno, una persona experimenta problemas de visión, convulsiones y finalmente cae en coma. La muerte normalmente se produce en cuestión de horas debido a la parálisis de los músculos que componen el sistema respiratorio.

Kathleen seguía con atención el relato de Terry. Todavía no se había dado cuenta de lo sencillo que sería relacionar a Hannigan con África.

—¿Dónde entra en juego la descomposición acelerada, Terry?

—Eso es precisamente lo llamativo. Ante determinadas circunstancias, la Mamba Cristal no raciona su veneno, sino que lo administra a su víctima completamente. En este caso la dosis es tan alta que los efectos son bien diferentes. La víctima sufre un deterioro acelerado a nivel celular y la muerte puede producirse por cualquier razón. Literalmente, cualquier parte del cuerpo puede fallar.

Kathleen cogió la revista y estudió la fotografía de la serpiente, como si ello le ayudara a echar luz sobre el asunto.

—¿De qué depende el hecho de que administre todo su veneno? —preguntó.

Terry lo pensó un segundo.

—Bueno, no he leído nada al respecto. Es una serpiente agresiva, que ataca sin motivos. Probablemente lo haga cuando esté más molesta que de costumbre.

Kathleen se dejó caer contra el respaldo de la silla.

—¿Es esto lo que crees que le ocurrió a los niños? ¿Una serpiente?

—No lo sé, Kathleen —dijo Terry con solemnidad—. Es la única explicación para el estado de los cuerpos. No sabemos de otra sustancia que pueda causar una descomposición acelerada semejante. Aún así, y teniendo en cuenta que se ha tratado de catorce niños, la cantidad de veneno debió ser sumamente elevada.

—¿Has encontrado marcas de mordeduras o de algún tipo? —preguntó Kathleen.

—No, pero aún no las he buscado. A simple vista, no. Pero lo haré mañana mismo.

Terry se puso de pie. Rodeó la mesa y se masajeó la sien derecha.

—Lo sé —dijo con resignación—. Resulta difícil de aceptar que el maestro lograra administrarle en el torrente sanguíneo un veneno mortífero a todos los niños.

Kathleen asintió.

—Del mismo modo —siguió reflexionando Terry—, existe constancia de que esos niños estaban vivos apenas unas horas antes. Es desconcertante.

—Terry, tengo que pedirte un gran favor —dijo Kathleen, también ella poniéndose de pie.

Rodeó la mesa. Se acercó a Terry y le habló a escasos treinta centímetros de su rostro. Él tenía la vista baja, donde la mantuvo unos segundos más de lo necesario admirando el escote de su interlocutora. Cuando levantó la vista se encontró con los ojos penetrantes de Kathleen puestos en los suyos.

—¿De qué se trata? —preguntó Terry.

No había una manera simple de decir lo que tenía en mente, ni mucho menos dar una explicación satisfactoria de las razones que tenía para semejante petición. Lo dijo con sequedad.

—Necesito ver uno de los cuerpos.

Terry la observó en silencio. Sabía que si le pedía a Kathleen una explicación, ella no podría proporcionarle una aceptable. Sin embargo, también sabía que si ella insistía él terminaría cediendo. La condujo a la sala refrigerada.

8

Rememorando la visita a la morgue del departamento forense de Manhattan, Kathleen dijo finalmente:

—El estado de los cuerpos era el descripto por Marsha en su libro. En eso no mintió.

No creía que sirviera de nada ser más descriptiva, y además Ally estaba presente y no era lógico entrar en demasiados detalles.

—Nunca me tragué lo del veneno —dijo Ally con sequedad—. Debió haber habido algo más.

A regañadientes, Kathleen agregó:

—Cuando el doctor Connor le habló a la policía de la posibilidad de la Mamba Cristal, también ellos se mostraron reacios a creer la historia.

Y eso era todo lo que diría al respecto. No iba a decir, por ejemplo, que la primera noche en que visitó la morgue, poco después de que Terry le mostrara los cuerpos, ambos regresaron a la mesa rectangular en la sala de recreo y procuraron cambiar de tema. Unos diez minutos después, Kathleen se puso de pie y Terry estuvo a punto de hacer lo mismo porque creyó que la mujer se marcharía, pero en su lugar ella le indicó que no se moviera. Lo rodeó y le masajeó el cuello. Dijo que lo veía agotado y que un masaje le sentaría bien. Unos minutos después las manos se detuvieron y le soltaron el cuello. Vinieron unos segundos de expectativa extrema, en los que Terry no supo si debía volverse o decir algo, y en consecuencia no hizo ni lo uno ni lo otro. Kathleen le besó el cuello con suavidad. Una y otra vez.

La oficina de Terry estaba en el mismo piso. No había cámaras de seguridad, por lo que fueron hacia allí sin temor a que alguien los viera. No era gran cosa: había un escritorio viejo y unos archivadores, pero estaba alfombrada. Se tendieron en el suelo y se desvistieron con rapidez. Terry trató de decir algo pero Kathleen le cubrió los labios con el dedo índice. Más tarde ella reflexionaría acerca del porqué estaba revolcándose con Cara de patinador; algo que, de haberlo pensado cuando había cruzado el umbral de la puerta de la morgue, hubiera dicho que tenía las mismas posibilidades de suceder que ganar una competencia de natación cargando una calabaza. Pero allí estaba, quitándose la blusa a velocidades supersónicas, quizás para terminar con ello lo antes posible.

Follaron una vez y se durmieron. Despertaron a las cuatro de la mañana con sendos dolores en la espalda ocasionados por un sofá incómodo. Desde esa noche, bastó un simple llamado telefónico para que él le revelase todo lo que acontecía en la investigación forense como si hubiera bebido el tónico de la verdad.

O el de la estupidez.

—Supongo que habrán encontrado rastros del veneno, ¿no es así? —dijo Ally.

Kathleen había caído en la trampa de sus recuerdos y seguía pensando en los encuentros de mecánico desenfreno con Cara de patinador.

—Este veneno en particular no deja ningún rastro.

Paul no se inmutó. Era un dato que conocía.

—Dos días después Connor se puso en contacto conmigo —dijo Kathleen—. Había descubierto algo. Uno de los problemas respecto a la teoría del envenenamiento era la inyección del veneno, pues necesariamente debe ser sanguínea. En las inspecciones preliminares no detectaron marcas de agujas, pero en uno de los cuerpos, Connor descubrió un pinchazo en la axila, lo que lo llevó a inspeccionar todos los cuerpos centímetro a centímetro.

Hizo una pausa. Kathleen recordaba la excitación de Terry cuando le confiaba el hallazgo incluso antes de compartirlo con la policía.

—Todos los pinchazos habían sido realizados en zonas difíciles de detectar: el pliegue del brazo, los dedos de las manos, detrás de las orejas. Sólo en algunos cuerpos no fue posible hallarlos, pero el estado de descomposición hizo suponer que las marcas podían haber desaparecido.

—Es increíble que el maestro pudiera inyectar a todos los niños —reflexionó Ally—. Debió haberlos engañado de algún modo. Decirles que se trataba de una vacuna o algo por el estilo.

Paul se puso de pie. Había seguido el relato de Kathleen con atención, aunque conocía aquella parte de los hechos de memoria. El único detalle que había esperado en el relato, la directora lo había pasado por alto con deliberación. Más tarde debería mantener una conversación con ella al respecto.

—Creo que será mejor que retome la narración en este punto —dijo—. Pero antes, permitidme apuntar un par de preguntas.

Judd, que había hecho retroceder su silla en dos o tres ocasiones durante la última media hora, probablemente como una forma inconsciente de diferenciarse del resto, los observaba con incredulidad. El periodista y sus palabras refinadas le provocaban dolor de cabeza. A la directora le había prestado atención, aunque no a sus palabras, sino a su boca, sus pechos, siempre con una agradable erección. Farris se acercó a la pizarra como si se dispusiera a darles una clase.

Escribió una línea:

¿ES CASUAL QUE ESTEMOS AQUÍ?

9

John Hannigan había sido declarado culpable en tiempo record por un jurado enfurecido, lo cual era entendible teniendo en cuenta que el maestro confesó de forma taxativa ser el responsable de las muertes en el aula 19. Su abogado, asignado por el estado de Nueva York, llevó adelante una tibia defensa ante un fiscal enérgico y con evidentes aspiraciones a algún cargo político. Hannigan compró su boleto sin escalas a la pena de muerte por inyección letal y se convirtió así en el único condenado a la pena máxima en el estado de Nueva York desde el año mil novecientos setenta y seis. Su destino fue Elmira, o Hellmira[2], como muchos aún seguían llamando a la prisión desde las atrocidades que habían tenido lugar allí durante la guerra civil. No fue un entorno sencillo para Hannigan, cuyos compañeros de prisión apodaron Hiedra venenosa y se aseguraron de hacerle pasar una estadía miserable.

Hannigan aceptó su destino con temple. Sabía que tenía una larga espera por delante con final anunciado. Cuando la pena de muerte había sido instaurada, un centenar de años atrás, el tiempo hasta que se hacía efectiva podía ser concebido en días, o semanas. Ahora, el derecho la había convertido en un Minotauro que vagaba por un intrincado laberinto de argucias y el tiempo promedio había aumentado a diez años. Y las estadísticas eran claras: iba en aumento. Hannigan supo que tendría por delante más de una década hasta que el estado le pusiera fin a su vida. Lo que en un principio se concibió como un castigo fulminante se había convertido en una agonía prolongada y onerosa. Los condenados a muerte, además, no recibían el mismo trato que sus compañeros con condenas comunes, claro está, y normalmente pasaban en sus celdas buena parte del tiempo, casi siempre más de veinte horas. También se les prohibía participar de actividades formativas o colectivas.

Hannigan se hallaba en su celda cuando un golpe en la puerta lo sobresaltó. Alzó la vista.

Una voz recitó su nombre con cadencia musical. Era Guip, ¿quién otro?

—¡Guip, no han pasado ni diez minutos!

Hannigan se quitó las gafas y las dejó sobre el libro cuya lectura acababa de interrumpir: El ruido de un trueno, de Bradbury. Echó un vistazo a su diminuta celda y debió esperar unos segundos a que sus ojos se acostumbraran a la falta de luz. El cono luminoso que proyectaba la lámpara sobre su cabeza era apenas suficiente para permitirle una lectura aceptable.

Cuando el golpe en la puerta se repitió, Hannigan se puso de pie.

—¡Ya voy!

La celda constaba de una litera adosada al muro de piedra, un retrete y un lavabo de acero inoxidable. También estaba la lámpara adosada al muro, un privilegio que había requerido de casi un año de buena conducta.

Avanzó los tres pasos que lo separaban de la puerta, donde un rectángulo a la altura de sus ojos se iluminó. Tras él hizo su aparición el ceño fruncido de Guip.

—Las manos —dijo el guardia.

—Guip, ¿qué sucede?

—Tienes visitas.

—Muy gracioso.

George Hannigan no había recibido una sola visita en los últimos ocho meses. Su hermana Alice lo había visitado al principio, pero después de tres incómodos encuentros dejó de hacerlo. George no la culpaba. Alice era una mujer de gran corazón y nunca había podido aceptar lo que él había hecho.

—¿Es una mujer? —preguntó Hannigan mientras introducía las dos manos en una apertura en la parte baja de la puerta, la misma que utilizaban para darle su ración de comida dos veces al día.

—¡Cómo diablos voy a saberlo! —masculló Guip.

El guardia esposó a Hannigan y dio la orden para que activaran la apertura automática de la puerta maciza. Inmediatamente el mecanismo electrónico inició su zumbido característico. Hannigan enfrentó al descomunal Guip, quien le dedicó una sonrisa desdeñosa: una mueca que dejaba al descubierto parte de sus dientes laterales, como si tuviese clavado un anzuelo en el labio superior y alguien tirase de él.

—Vamos, Guip. ¿Es una mujer? —insistió Hannigan.

—No lo creo. Quizás sea tu novio. —Guip coronó su frase con una risa entrecortada—. Vamos Hannigan, no tengo todo el día.

Si el hombre sabía de quién se trataba, estaba claro que no tenía intenciones de decírselo. Joe Guip se había encargado desde el primer día de aclararle que las cosas entre ellos nunca serían sencillas. Tenía una hija de siete años, le había explicado, y si de él dependiera no esperaría ni un segundo para inyectarle lo que fuera que le inyectaban a los desgraciados como él para hacerlos cruzar al otro lado.

Al salir de la celda Hannigan observó hacia la izquierda, donde estaba la sala de ejecuciones, siguiendo un penoso ritual que se repetía día tras día. A veces pensaba que lo mejor sería que lo llevaran finalmente en aquella dirección y que todo terminara de una vez.

Caminó por el estrecho pasillo bajo la estricta vigilancia del guardia. Tres puertas de cada lado servían de acceso a celdas similares a la suya, todas ellas vacías en ese momento.

—Alto —indicó Guip. Habían pasado por aquel proceso tantas veces que resultaba gracioso recibir las mismas instrucciones una y otra vez.

Hannigan se detuvo y juntó las piernas. Guip colocó un nuevo juego de esposas en sus tobillos mientras otro guardia de apellido Lesterman supervisaba la operación desde una ventana de cristal blindado. Él y Guip intercambiaron un saludo ladeando la cabeza.

Guip abrió la puerta y empujó a Hannigan, quien avanzó dando pasos cortos hasta el centro de la habitación, donde otra vez se detuvo.

En la esquina opuesta había dos puertas. Una de ellas era la que Hannigan usaba cuatro veces al día para disfrutar de su media hora al aire libre, el aseo y sus visitas regulares a la enfermería. La otra, conducía a un pasillo que comunicaba aquel sector con la sala de visitas. Hannigan no pudo evitar sentirse extraño cuando Guip lo condujo en esta dirección.

La sala de visitas de Elmira era un amplio recinto de ciento cincuenta metros cuadrados vigilado por cámaras de video y diez ojos atentos. Estaba dividido a su vez en tres sectores perfectamente diferenciados uno de otro.

En el frente, doce mesas redondas eran utilizadas por los presos con condenas menores. A estos les era permitido un trato directo con sus familiares, pudiendo incluso tomarse de la mano o abrazarse.

A la derecha había una serie de cabinas con ventanillas e intercomunicadores. La mayoría de los reclusos debían contentarse con ver a sus seres queridos a través de un cristal y a que sus conversaciones fueran escuchadas.

El último sector era el destinado a los presos de máxima peligrosidad, con condenas extensas o perpetuas. Se lo conocía como La jaula; un apodo que ciertamente no tenía nada de original, porque el lugar era literalmente una jaula. La primera vez que Hannigan había estado allí, se había sentido como esos buzos profesionales que se sumergen dentro de estructuras con barrotes para fotografiar tiburones. Esta estaba dividida por una placa metálica maciza con un rectángulo de vidrio blindado.

La apertura y cierre de la jaula era mediante un dispositivo electrónico. Hannigan, al igual que otros antes, se había preguntado por qué alojar a los presos en un sitio con barrotes de acero y no hermético, y la razón era evidente e inquietante al mismo tiempo: de esta manera podían dispararle si las cosas se iban de control.

Hannigan tomó asiento en el incómodo banco metálico. Siguiendo las reglas, no había nadie al otro lado. Guip dio la orden de activar el mecanismo de cierre y el chasquido del pestillo en la cerradura lo confirmó. Hannigan aguardó pacientemente, observando a su alrededor pero sin lucir demasiado preocupado. Pensó que quizás nadie había ido a visitarlo a fin de cuentas y que se trataba de uno de los jueguitos de Guip. Si este era el caso, no estaba dispuesto a evidenciar su enojo. De hecho, ni siquiera estaba enojado en realidad. Salir de su celda era lo más parecido a un paseo que podía pretender, aunque el propósito fuera ser el blanco de las bromas incomprensibles de Guip.

Pero resultó que sí tenía una visita. Y no era su hermana Alice.

Un joven de unos treinta años fue conducido a la otra mitad de la jaula bajo la mirada atenta de Hannigan. Ambos se miraron un largo rato a través del cristal en el panel divisorio.

—Hola Paul —dijo el maestro.

Paul se movió en su asiento.

—No sabía si me reconocería.

—Eres el vivo retrato de tu padre. ¿Cómo está Leonard?

Buena pregunta, pensó Paul. De haber tenido con su padre más de dos o tres contactos telefónicos en los últimos cinco años quizás hubiese podido dar una respuesta, pero como no era el caso se limitó a mentir:

—Está bien. Sigue adelante con sus negocios.

George Hannigan y Leonard Farris habían sido vecinos en la infancia. No los unía una afinidad profunda, porque Farris era un hombre de traje y corbata que disfrutaba de un ritmo de trabajo alocado y de pasarse horas frente a sus resúmenes bancarios, mientras Hannigan había elegido vaqueros, abrigos de pana y dar clases a niños pequeños. Pertenecían a mundos diferentes pero se habían tenido cierto aprecio. Esto fue, por supuesto, hasta que a George se le ocurrió de buenas a primeras envenenar y matar a una clase completa. Hasta ese momento se habían reunido ocasionalmente para disfrutar de una pasión común: la pesca. Durante las sesiones de pesca no hablaban de negocios, ni de clases de ciencia, ni de nada en realidad. Se limitaban a entablar conversaciones breves e intrascendentes y a guardar silencio.

—Paul, podría dar media vuelta y regresar a mi celda. No tengo por qué recibir a nadie. —Hannigan hizo una pausa para volverse en dirección a Guip, que podía verlos pero no escucharlos—. Se supone que aquél desgraciado debería informarme quién ha venido a verme…, pero parece que mis derechos no están al tope de sus prioridades ahora mismo.

—No lo culpo.

—¿Para qué has venido?

Desde que Paul le había hablado a Phill de su relación con el maestro, su jefe no había podido ocultar su entusiasmo y lo había designado para que escribiera una serie de artículos referentes al caso. Había pasado casi un año desde la tragedia pero el misterio seguía siendo una fuente inagotable para vender ejemplares. Phill lo sabía, y también sabía que si Paul hacía una investigación concienzuda y podía arrancarle alguna declaración a Hannigan, las repercusiones serían a nivel nacional. Paul estaba frente a su gran oportunidad profesional y durante los últimos meses no había hecho más que absorber todo lo relacionado con el aula 19. Era probablemente quien más había leído al respecto y el único que tenía una posibilidad potencial de hablar con el asesino. No podía echarla a perder. Claro que también sabía que si le dejaba entrever a Hannigan su urgencia, poco sería lo que conseguiría. Era vital encontrar algo que el maestro necesitara decir, o al menos desmentir. Debía haber algo.

—Mis jefes en el Times me han asignado una serie de artículos para recapitular lo ocurrido en el aula 19.

Dijo lo anterior como si se tratara de un encargo que no le interesaba especialmente.

—Ya veo. Y creen que nuestra relación puede ayudar, ¿verdad?

—Ellos sí.

Hannigan se masajeó la barbilla. Tenía el rostro consumido respecto a las fotografías de archivo o al hombre que él mismo había visto un puñado de veces durante su infancia.

Paul extrajo una libreta de su bolsillo trasero. Dos o tres guardias se inquietaron con el movimiento y apuntaron sus armas en dirección a la jaula.

—Está bien, es sólo una libreta —dijo sacudiéndola en alto—. Los de la entrada la examinaron y dijeron que no habría problemas.

—Tuviste suerte de no traer una de las de espiral —advirtió Hannigan.

—Tengo aquí apuntada una cronología de los sucesos del cinco de noviembre. Será la base para los primeros artículos. Me gustaría leérsela y saber si tiene algún comentario.

Hannigan asintió. Parecía dispuesto a escucharlo.

—La mañana del cinco de noviembre solicitó permiso a la directora de admisiones, Kathleen Blake, para marcharse de la escuela. Dijo que tenía una emergencia pero no le especificó cuál. Sin embargo, más tarde su hermano corroboró que en efecto él lo había llamado por teléfono para ponerlo sobre aviso del delicado estado de salud de su madre, que estaba internada y en estado crítico.

—Exactamente. Afortunadamente pude verla ese día.

—Según consta en los registros del hospital, su madre falleció el día quince de mayo; es decir, seis meses después.

—Sí.

—Una estimación muy poco precisa la del médico… —Paul consultó su libreta—. Donald Fischer.

—En efecto. A veces ocurre. Igualmente me alegro de haberla visto esa mañana y despedirme de ella. Fue la última vez que la vi.

—Lo que resulta extraño es que no mencionara las razones a Kathleen Blake.

—Quizás sí se lo mencioné y ella no lo recuerda.

—¿Entonces es probable que…?

—Todo es probable Paul —lo interrumpió Hannigan—, tanto que yo olvidara decírselo como que ella no lo recuerde. Todos en la escuela sabían que mi madre estaba delicada, quizás di por sobreentendido que si debía atender una urgencia personal debía tener que ver con ella.

Paul decidió seguir adelante. Las razones por las que Hannigan había abandonado la escuela siempre le habían despertado un interés especial, pero no creía poder dilucidar mucho más al respecto. De hecho, la duda planteada por el maestro constituía un ligero avance.

—De cualquier modo —completó Hannigan—, es irrelevante si aduje el motivo correcto para marcharme o me inventé uno. El problema de fondo es que maté a esos niños… no si le mentí a mi superior.

Paul garabateó unas notas ficticias y se llevó el bolígrafo la boca. No tenía dudas de la culpabilidad de Hannigan, pero por momentos olvidaba que tenía delante a un asesino de niños.

Siguieron repasando el resto de los detalles, muchos de los cuales habían sido citados por los periódicos infinidad de veces. Paul recapituló las autopsias practicadas a los cuerpos por el doctor Connor y el hallazgo de los pinchazos que habían servido para administrar el veneno mortal, que además había permitido la descomposición acelerada. Respecto a este punto había hecho algunas averiguaciones de interés, pero antes le pareció oportuno mencionar el viaje de Hannigan a África, que en definitiva había sido decisivo a la hora de condenarlo.

—Usted viajó a África en el mes de julio —dijo Paul—. Como miembro de Amnesty International, participó de un grupo de ayuda enviado a Etiopia donde convivió con gente del lugar y sirvió de apoyo para la coordinación local de un programa de implementación de empleos primarios… El programa, que aún hoy se encuentra en proceso, lo cuenta a usted como una de las personas que apoyó la iniciativa desde el inicio. He verificado su participación en AI con media docena de personas y todos la han calificado como admirable.

Paul hizo una pausa en la que procuró entender qué ideas poblaban la cabeza del maestro. Al observarlo a través del cristal que los separaba se encontró con una sonrisa torcida y dos ojos calmos. Aquella expresión de inmutable cordialidad era capaz de enloquecer a cualquiera. Era como si dijera: sí… he sido voluntario en África y además maté a mis alumnos, ¿no es grandioso qué complejo puede ser el mundo?

—Según los investigadores, para matar a esos niños usted necesitó el veneno de catorce serpientes. Una por cada niño. He hecho mis averiguaciones y resulta que la adquisición de semejante cantidad de veneno, que por supuesto sólo es posible en el mercado ilegal, asciende a un precio de tres mil dólares por dosis. Esto totaliza unos cuarenta y cinco mil.

—Exacto. Yo pude negociarlo por un poco menos. ¿Te extraña que un maestro como yo pueda disponer de cuarenta y cinco mil dólares?

—Todo parece indicar que no los tenía…

—Nunca fui muy amigo de darle mi dinero a los bancos. Me molestan los billetes invisibles.

—Aun así resulta difícil de creer que usted tuviera esa liquidez en efectivo.

—Difícil, pero no imposible.

—Todo sería más fácil de aceptar si alguien lo hubiera… ayudado. —Paul clavó los ojos en Hannigan.

La templanza en el rostro del maestro se borró abruptamente.

—No hubo nadie —sentenció.

—Quién sabe.

—Paul, lo siento, pero la conversación se ha terminado.

Hannigan se puso de pie.

Paul no había previsto semejante reacción. Bajó la vista a la libreta y echó mano al único nombre que acudió en su ayuda.

—¿Qué tanto conoce usted a Michael Baines?

Hannigan se detuvo. Apenas se había puesto de espaldas. Pareció meditarlo un segundo y regresó a su silla. Observó a Paul con ojos de hielo; no quedaba ni rastro de la sonrisa psicópata.

—Lo conozco bien. Michael trabaja en la biblioteca de la escuela como asistente de la señora Thatcher. ¿Qué ocurre con él?

—Con motivo de estos artículos he vuelto a entrevistar a todo el personal de la escuela. Como sabe, algunos de ellos ni siquiera siguen trabajando allí, pero otros sí. Michael Baines es uno de los que sigue. Cuando hablé con él se mostró sumamente perturbado por lo que había ocurrido con usted. Si me lo permite, diría que más de la cuenta. Me dijo que usted era una buena persona y que lo había ayudado mucho.

—Es cierto que lo ayudé mucho —dijo Hannigan—. El resto no es verdad: no soy una buena persona.

—¿De qué tipo de ayuda estamos hablando?

—Nada especial. No es fácil para un muchacho como él ser aceptado con facilidad. Créeme, sé de qué hablo… Simplemente lo ayudé escuchando sus problemas, haciéndole compañía y tratando de integrarlo con el resto del personal.

Paul guardo silencio. Sospechaba que la relación entre ambos había sido un poco más profunda.

—Contrariamente a lo que los eventos recientes demuestren, me he comportado decentemente algunas veces. He sido maestro por más de quince años y, como has dicho, he sido miembro de organizaciones de beneficencia… Resulta ser que sí, Paul, sí he ayudado a algunas personas. Y Michael ha sido una de ellas. ¿Cómo se encuentra?

—Supongo que bien. Tengo pensado verlo de nuevo, probablemente fuera de la escuela para poder hablar con más tranquilidad. —Esto último no era cierto, pero Paul intuyó que Hannigan le ocultaba algo respecto a Michael y que de esta manera podría inducirlo a que se lo dijera.

El recurso dio resultado.

—Paul, creo que he sido bastante generoso contigo repasando todos esos datos.

—Claro que sí.

—Sin embargo puede que haya algo más que quiera decirte. Pero necesito pensármelo un poco. Un par de días.

El corazón de Paul palpitaba con fuerza.

—Me parece justo.

—Pero debes prometerme que no hablarás con nadie de la escuela, al menos no hasta que nos veamos la próxima vez.

—Un par de días no le harán mal a nadie.

—Exactamente.

Hannigan se despidió y salió de la jaula. Paul permaneció sentado preguntándose qué sería lo que el hombre tenía para decirle. Su instinto le decía que había algo más que la muerte de los niños. Si tuviera que apostar, diría que las muertes se habían utilizado para tapar algo más grave…

¿Pero qué?

10

La siguiente visita a Elmira se produjo dos días después.

—¿Lo ha pensado? —dijo Paul.

Procuró ocultar su ansiedad, aunque lo cierto era que la espera no había hecho más que avivar su curiosidad. La noche anterior apenas había podido conciliar el sueño pensando en lo que el maestro tenía para decirle.

—Sí. Lo he pensado —dijo Hannigan—. Esto es lo que haremos: te diré algunas cosas que quizás no sepas, detalles que harán que tus artículos ganen en consistencia y riqueza. Más adelante, probablemente la próxima vez que nos veamos, te revelaré el secreto del que te he hablado…, pero te pediré algo a cambio. ¿Estás de acuerdo?

Paul lo pensó un segundo. Sabía que no tenía margen para negociar y se sintió sumamente turbado por tener que esperar todavía más para escuchar la revelación de Hannigan.

—De acuerdo.

—Muy bien. Lo primero que debes saber, es que nunca tuve intenciones de marcharme —dijo Hannigan—. Quiero decir, que si lo hubiese querido, la policía no me hubiera encontrado en el hospital visitando a mi madre. ¿No te resulta un poco ridículo?

—Usted recibió la llamada de su hermano en la que le habló del delicado estado de salud de su madre y decidió ir a verla. Eso debió alterar sus planes.

—Paul, mi madre no estaba bien desde hacía tiempo. Si mis planes hubieran sido fugarme de la escuela, la hubiera visitado un día antes y asunto resuelto. Créeme, de haberlo querido, hubiera resuelto todos mis asuntos antes, para marcharme de la escuela esa mañana y desaparecer lo antes posible. La policía no encontró mi coche cargado de pertenencias, ¿o sí?

—No.

—Allí tienes entonces tu primera revelación. Jamás tuve intenciones de abandonar el aula 19 ese día.

—No entiendo exactamente qué quiere decir con eso, o qué prueba. ¿Buscaba ser atrapado?

Hannigan rió.

—Puede ser, quién sabe. La doctora Harper se ha encargado de llevar adelante mis evaluaciones psiquiátricas. Quizás ella tenga la respuesta. Aunque dudo que la quiera compartir contigo.

Paul apuntó el nombre de la mujer. No sería mala idea intentar hablar con ella, después de todo.

—La idea central es que nunca quise abandonar el aula 19. Eso es algo que ha sido publicado y no es cierto en absoluto.

—¿Entonces por qué lo hizo? ¿Por qué, como dice, no visitó a su madre antes…?

Hannigan sonrió. Era la sonrisa que probablemente utilizaba en sus épocas de maestro cuando lograba arrancarle un razonamiento acertado a un alumno. Evidentemente, aquella era la siguiente pregunta que esperaba que Paul formulara.

—Por la razón más egoísta de todas. Lo hice por mí. Cuando me telefoneó mi hermano analicé la posibilidad de quedarme en la escuela tal y como era mi deseo. Mi madre, Paul, ha sido un vegetal el último año antes de su muerte. La había visitado infinidad de veces en ese estado. En todas ellas apoyé su mano consumida sobre la mía y le hablé de un montón de cosas: recuerdos, el clima, mi trabajo. Era como hablar con las paredes. No tenía el más mínimo sentido salir corriendo ante un pronóstico del médico que, como has señalado la última vez que nos vimos, resultó tan errado como los problemas tecnológicos ante el cambio de milenio. ¿Tú has visto colapsar algún sistema financiero, chocar dos trenes frontalmente o un repartidor se presentó en tu casa con cincuentas pizzas de pepperoni? Los doctores también se equivocan.

Paul se preguntaba si la cárcel era después de todo el sitio correcto para encerrar a un tipo como Hannigan. ¿Qué le había sucedido al tranquilo maestro de escuela, al compañero de pesca de Leonard Farris? La mitad de las cosas que decía no tenían demasiado sentido.

—Me fui porque vi la oportunidad de librarme por un momento de aquellos niños. El cuarto grado era cosa seria. Todos los maestros lo sabíamos. Tú has ido a la escuela y sabes, al igual que todo el mundo, que en todos los cursos hay un líder, y que en algunos casos se trata de niños problemáticos que arrastran al resto, ¿verdad?

—Claro que sí.

—Pues bien, en el cuarto grado no había uno, sino tres. ¿Puedes creerlo? ¡Tres demonios! Eran Douglas Needles, Ceegar Whitey y Buck Spike. Uno peor que el otro. Probablemente los tres niños más malvados que me he topado en toda mi carrera, y todos ellos en el mismo grado.

Paul apuntó los nombres.

—He investigado un poco acerca de ellos.

—La llamada de mi hermano con la noticia de mi madre me puso de mal humor y no quise pasar aquellos últimos momentos con los niños. Por eso me fui de la escuela.

Aquellos últimos momentos con los niños…

—Deja que te cuente una anécdota que ilustra lo que quiero que entiendas —continuó Hannigan—. Un año antes, cuando estos niños estaban en tercero, me encontraba comiendo un bocadillo en la cafetería cuando se me acercó Toby Shepard, un niño introvertido y educado. Me dijo que algo malo estaba ocurriendo en el vestuario en ese preciso momento. Cuando le pregunté de qué se trataba se negó a decirme pero me pidió que fuera allí de inmediato. Dejé mi bocadillo a medio comer y me puse de pie, y entonces Toby me detuvo asiéndome de la manga de la camisa y me pidió que no les dijera que él me había avisado… Le dije que no se preocupara por eso y salí de la cafetería.

Paul siguió tomando notas aceleradas. Todo hubiese sido más sencillo si le hubieran permitido ingresar con su grabadora de bolsillo, pero las normas internas eran estrictas en cuanto a la jaula: nada de objetos metálicos. La historia del maestro era de una importancia asombrosa para sus artículos. No por la anécdota en sí, sino porque por primera vez estaban aflorando los verdaderos sentimientos hacia algunos de los niños. ¡Tres demonios! Podía ser el punto de partida para un nuevo enfoque de los artículos, pensó ilusionado.

—Encontré a Ceegar Whitey en la puerta del gimnasio. Primero se mostró cordial, y se inventó que la directora le había pedido que no dejara pasar a nadie, pero cuando advirtió que yo tenía intenciones de pasar de todas formas comenzó a alzar el tono de voz. Comprendí que les estaba enviando a los otros dos algún tipo de señal de alerta. Para ese entonces no tenía dudas de que los tres niños endemoniados estaban involucrados en algo malo. Aparté a Whitey aferrándolo del brazo y lo arrastré hasta el campo de baloncesto. Allí encontré a uno de los maestros al que le pedí que lo escoltara hasta la dirección y que no se fuera de allí hasta que yo regresara. Era uno de los nuevos, así que no opuso resistencia. ¿Conoces a John Whitey?

—No. No lo conozco. ¿Debería?

—Es…, o mejor dicho, era el padre de Ceegar. Un patán gubernamental que le traspasó toda su falta de ética a su hijo. A Dios gracias que su hijo está…

Hannigan dejó la frase en suspenso un segundo.

—Cuando regresé al vestuario, las ideas más aberrantes respecto a qué estaban haciendo los otros se cruzaron por mi cabeza.

En vistas de que aquél hombre había matado a catorce niños con veneno de serpiente, Paul no tenía intenciones de preguntar cuáles eran esas ideas aberrantes que se le habían cruzado por la cabeza.

—Al entrar al vestuario no vi a nadie. Procuré no hacer ruido. Una de las puertas de los cubículos estaba cerrada y por debajo advertí que había niños dentro, por lo menos tres. Entré en el siguiente cubículo y escuché a Spike decir: «Cómelo todo, gordo». Alguien a quién no reconocí dijo en tono implorante que ya le había dado un mordisco, que lo dejaran en paz.

—Dios mío.

—Exacto. Aquellos niños eran pura maldad. Me subí al retrete y me asomé por sobre el muro divisorio. El niño al que tenían atrapado era Crispin Smith, un alumno de segundo que debía pesar unos cincuenta kilos. Estaba sentado en el retrete y Spike y Needles se interponían entre él y la puerta de salida. Needles sostenía un emparedado a escasos centímetros del rostro lloroso del niño dos años menor que ellos. Ya te imaginas de qué estaba hecho el emparedado.

Paul arrugó el rostro.

—Crispín efectivamente ya le había dado un mordisco. Tenía la boca marrón. Spike y Needles reían sin control. En ese momento intervine.

—¿Qué ocurrió con los niños en ese momento?

—No los expulsaron, que es lo que sugerí. Los padres fueron influyentes y cuestionaron mi pasividad antes de intervenir. Adujeron que si hubiera actuado a tiempo en vez de espiar por sobre el muro divisorio, las cosas hubiesen sido diferentes. Una tontería, porque los observé por menos de diez segundos, pero se aferraron a eso.

Paul se sintió mareado. ¿Habría sido Hannigan capaz de matar a toda la clase sólo para deshacerse de tres niños malcriados? Mentalmente Paul ensayaba posibles maneras de abordar este punto en sus artículos. No sería sencillo, pero el hecho de que el hombre odiara a esos tres niños en particular y que creyera que su muerte era algo bueno, sin duda tenía un peso significativo en la historia. Por otro lado, los cambios de personalidad de Hannigan eran notorios y debían jugar un papel importante a la hora de tomar sus determinaciones en el pasado. Sin duda Harper, la psiquiatra, podría echar un poco de luz. Desde la visita anterior a la de este día, Hannigan parecía haberse convertido en otra persona.

La conversación entre ellos se extendió por unos veinte minutos más en los que el maestro reveló algunos hechos interesantes e inéditos aunque no demasiado significativos. Antes de marcharse convinieron volver a encontrarse la siguiente semana. Paul se preguntó si realmente había una revelación importante o si el maestro estaría jugando con él.

11

Resultó que sí había una revelación y Hannigan cumplió su palabra de darla a conocer en la siguiente visita. Además le hizo prometer que no la mencionaría en sus artículos, aduciendo que no serviría de nada y terminaría complicando las cosas. Paul estaba de acuerdo en esto y aceptó. El resto de la información que el maestro le había proporcionado era mucho más jugosa y era libre de utilizarla cuando quisiera.

Ahora, transcurridos diez años, y en vista de la situación particular en la que se encontraban, Paul creía que las condiciones eran diferentes. Era el momento de hablar con Kathleen acerca del pequeño secreto que Hannigan le había confiado en Elmira… Pero antes había algo de lo que debían ocuparse. Paul observó a Judd, que seguía alejado del grupo y apenas había abierto la boca; a su derecha, Kathleen rizaba con el dedo un mechón de cabello como una adolescente; Ally había cambiado de posición en su silla a la que había colocado con el respaldo por delante, como Paul.

En la pizarra había otra frase:

¿HANNIGAN OCULTÓ ALGO?

—Ally —dijo Paul de repente—. Háblanos de lo que has visto en el aula 19 por favor.

La muchacha se sonrojó. No se esforzó por ocultar su enfado.

—Ya te he hablado de ello —dijo con sequedad.

—¿Has estado en el aula 19? —preguntó Kathleen.

—Sólo fui a echar un vistazo. Nada más.

Judd se puso de pie como un resorte. Al lado de su silla conservaba su bate. Lo asió con una mano.

—Me largo —dijo el cuidador—. Esto es una pérdida de tiempo. Directora Blake, sugiero ocuparme de encontrar una manera de salir de aquí. No tenemos combustible ilimitado.

Paul abrió la boca para decir algo pero Kathleen lo detuvo con un ademán. Ella habló en su lugar.

—Por favor Judd, siéntate. Escuchemos lo que Ally tiene para decirnos de su visita al aula 19. Quizás esté relacionado con lo que está ocurriendo con las puertas.

A regañadientes, Judd volvió a sentarse, pero su rostro indicó a las claras que su paciencia se estaba agotando.

—¿El aula 19 es utilizada en la actualidad? —preguntó Ally sorpresivamente.

—Claro que no.

—Me llamó la atención que aún conservaran los pósteres en las paredes.

Kathleen frunció el entrecejo.

—No hay pósteres en las paredes.

—También supuse que diría eso —dijo Ally con resignación.

Ally tenía intenciones de relatar la experiencia lo más sucintamente posible. Les habló rápidamente de las razones por las que se había dirigido allí, aduciendo únicamente que se había sentido atraída por conocer el sitio donde la muerte de su hermano había tenido lugar. Explicó que en ese momento se había producido el corte de luz y que estuvo a punto de cambiar de idea, pero que entró al aula de todos modos. Les habló del pupitre que colocó para mantener la puerta abierta y de cómo se había movido para permitir que la puerta se cerrase. Por último, les relató cómo las voces de los niños se habían alzado alrededor suyo como un coro fantasmagórico.

—¿No pudiste imaginar las voces? —preguntó Kathleen.

—Al principio sí, es posible. Después se sumaron otras y las escuché con claridad. Sólo pude distinguir un puñado de palabras aisladas. Nada con sentido.

Paul se puso de pie y escribió una tercera frase en la pizarra.

¿ES PELIGROSO ENTRAR AL AULA 19?

—Hubo algo más —reflexionó Ally—. Lo había olvidado. Antes de salir, eché un vistazo a uno de los pizarrones y vi algo escrito allí. Algo que no estaba antes, al entrar. En letras muy grandes pude leer la palabra ARMA.

Todos hicieron silencio, aunque para ninguno de ellos aquel comentario revestía una importancia especial, salvo para Judd. El cuidador sintió como si una serpiente fría y resbaladiza le trepara por la espina dorsal y se estremeció. ¿Sabía la muchacha de la existencia del arma? ¿Estaba inventando la inscripción en el pizarrón? Si no era el caso, entonces alguien más lo sabía y quería refregárselo en la cara.

—Arma… —dijo Paul reflexionando en voz alta— ¿Tú qué dices Judd?

El cuidador abrió los ojos como platos.

—¿Qué digo de qué? —casi gritó.

—Tú estuviste en el aula 19 cuando encontraste a Michael. ¿Viste alguna inscripción en el pizarrón?

—No —dijo Judd—, sólo el muchacho en el suelo. El resto estaba normal. Quizás no presté atención. Y no había ningún póster, de modo que…

Paul escribió una última frase en la pizarra:

¿EL AULA 19 LE HIZO ALGO A MICHAEL?

Se sacudió el polvo de la tiza como un maestro que acaba de terminar una clase. Contempló las cuatro preguntas.

—Iré a revisar el nivel de combustible —graznó Judd poniéndose de pie y asiendo nuevamente el bate. Era una excusa, desde luego, pero no se le ocurrió otra cosa para marcharse sin que la directora lo evitara.

—Yo me estoy muriendo de sed —dijo Ally.

Los dos se dispusieron a salir de la biblioteca en turnos. Cuando Kathleen se proponía a hacer lo mismo, Paul le pidió que se quedara un momento.

—¿Qué ocurre? —preguntó la mujer.

Había llegado el momento de hacer uso de la revelación de Hannigan. Estaban solos.

—Kathleen, cuando ese día llegaste al aula 19 atraída por los gritos de auxilio de Marsha Fox, dijiste que había dos maestros. Ella y alguien más.

—Sí.

—¿Quién era el otro maestro?

—No lo recuerdo realmente. Pudo haber sido Schmidts o Stonestreet.

—Cuando estuve en la cárcel, Hannigan me dijo otra cosa —dijo Paul y advirtió cómo el rostro de la directora se transformaba.

—¿Qué?

—Tú lo sabes. —Paul volteó su rostro hacia las estanterías. Detrás de ellas Michael seguía inconsciente—. La pregunta es, ¿por qué se empeñaron en ocultarlo?

Kathleen había contenido el aire en los pulmones y ahora lo lanzaba sonoramente. Volvió a ocupar una de las sillas. Con desgano le indicó a Paul que ocupara otra. Eligió cuidadosamente las palabras.

—Lo ocultamos, porque no tenía ningún sentido hablar de ello.

Era curioso que la directora utilizara las mismas palabras que el maestro en la cárcel. Ambos no habían tenido oportunidad de hablar después del episodio del 5 de noviembre, o eso creía Paul, y sin embargo parecían estar perfectamente de acuerdo en eso.

—Vamos Paul, tú también lo sabías y no has dicho nada.

—Prometí a Hannigan no hacerlo. Pero de haberlo creído importante en la investigación lo hubiera dicho. La pregunta es ¿por qué lo ocultaron en ese momento?

—Marsha Fox no descubrió los cuerpos —dijo Kathleen—. El relato de su libro, con todos esos detalles espeluznantes, no es cierto. Ella llegó después. Es real que por casualidad pasó por allí esa mañana, pero en la puerta del aula encontró a Michael. Él fue el primero en ver los cuerpos. Cuando Marsha lo encontró estaba en un estado de shock profundo. En ese entonces tenía diecisiete años y hacía dos que colaboraba en la escuela.

—¿Entonces tú encontraste en el lugar a Marsha Fox y a Michael?

—Exacto. Llevé a Michael a mi despacho y le pedí que no se moviera. Quise entrar al aula 19, pero Marsha no me lo permitió. Me gritó que llamara a la policía.

Paul meditó el asunto. Mantuvo fija la vista en el rostro de Kathleen primero y en la pizarra después. Se concentró en la tercera de las preguntas…

¿ES PELIGROSO ENTRAR AL AULA 19?

—¿Conforme?

—¿Hannigan mantenía una buena relación con Michael?

—Muy buena. Hannigan lo quería mucho antes de… tú sabes, de que enloqueciera.

—Kathleen —dijo Paul poniéndose de pie y rodeando la mesa redonda para permanecer a su lado. Se arrodilló y alzó la cabeza para observarla, como si fuera a proponerle matrimonio. Ella lo observó contrariada.

—¿Crees que Michael pudo ver algo aquel cinco de noviembre? Me refiero a algo diferente que los cuerpos de los niños…

Kathleen alzó las cejas y frunció la boca.

—No lo creo —dijo— ¿Qué te hace pensar eso?

Paul se irguió y retrocedió dos pasos.

—Si ese fuera el caso —dijo él—, podría ser fundamental para conocer la naturaleza de lo que está ocurriendo. Puertas que no pueden abrirse, la noche más larga de la historia… voces fantasmagóricas. Apuesto además que el matón que cuida tu escuela sabe algo más de lo que ha revelado.

—¿Qué pudo haber visto Michael?

—Por lo pronto, las mismas cosas que nosotros; lo cual nos indicaría que todo esto no se inició en la escuela de la noche a la mañana…, sino que lleva años.

Ambos se volvieron en dirección a la puerta. Habían oído un carraspeo. Ally estaba allí de pie, dos pasos dentro de la biblioteca. Era difícil saber cuánto había escuchado de la conversación.

12

El corredor central estaba iluminado por sólo cinco de los más de veinte tubos fluorescentes que había en el cielorraso. Paul y las dos mujeres acababan de salir de la biblioteca y el primer indicio de que algo iba a ocurrir fue percibido por los tres, aunque ninguno podría haber explicado exactamente qué les hizo advertirlo. Quizás algo en el aire, una ráfaga fría. Primero escucharon un murmullo en el otro extremo del corredor, un tamborileo de golpes secos. Kathleen fue la primera en reconocer aquel repiqueteo apagado; lo había escuchado antes…, eran pisadas en las escaleras.

El murmullo fue creciendo hasta convertirse en un conglomerado de voces.

Cuando la naturaleza de las voces se hizo inconfundible, dos grupos de niños surgieron en el extremo del corredor, allí donde los tubos fluorescentes hacían que el linóleo resplandeciera y las paredes de un blanco impoluto brillaran. Los dos grupos, cada uno proveniente de una de las escaleras, se juntaron en el vestíbulo mezclándose entre sí. En total serían unos diez niños, aunque el alboroto parecía provocado por muchísimos más. Las voces alegres rebotaron en todas partes y el eco se propagó por el corredor como una explosión.

Los rostros se volvieron hacia la puerta trasera. En pocos segundos los primeros niños recorrieron la mitad del trayecto hasta la salida, para ser cubiertos por el manto de oscuridad que allí reinaba. Sin embargo siguieron siendo visibles gracias al brillo celeste que los envolvía.

El griterío iba en aumento.

Ally, Paul y Kathleen retrocedieron un par de pasos. Cuando los niños se encontraron a pocos metros de ellos pudieron distinguir perfectamente sus rostros a pesar de la falta de luz. No se sorprendieron demasiado al ver que sus cabellos lucían cortes disparatados, tinturas o peinados estrafalarios. Tampoco les sorprendió que al llegar a ellos, los niños se convirtieran en cuerpos translúcidos y literalmente los atravesaran.

Todo el episodio duró menos de un minuto. El griterío, que había alcanzado niveles ensordecedores, fue disminuyendo paulatinamente hasta desaparecer. Los tres se miraban sin saber qué decir.

Entonces se abrió la puerta de la cafetería.

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Judd.