La escuela Woodward empezó a funcionar en 1845 como centro de educación para mujeres, y debió esperar casi cincuenta años para convertirse en un establecimiento mixto. Fue el fruto del esfuerzo de una joven de espíritu emprendedor llamada Maggie Victoria Lillard, una mujer de descendencia holandesa que a la edad de diecinueve años contrajo matrimonio con Seamus Woodward, un importante empresario agrícola de la región. Juntos tuvieron cinco hijos, tres varones y dos mujeres.
Si bien William, el segundo de los hermanos Woodward, fue determinante a la hora del desarrollo de lo que más tarde se convertiría en una de las escuelas más prestigiosas del estado de Nueva York, se desconocen las razones por las cuales la escuela llevó su nombre y no el de Maggie, como había sido previsto inicialmente por los hermanos.
Maggie Woodward evidenció de pequeña una notable facilidad y predisposición para el estudio. A los cuatro años podía leer y a los cinco hablaba fluidamente el inglés y el holandés. Sus padres no alentaron el inusitado intelecto de la niña, considerándolo obsoleto para su futuro, por lo que la pequeña no pudo desarrollar tempranamente su potencial. Los libros de su padre, un ingeniero químico formado en Europa, constituyeron no obstante una puerta que le permitió a la venturosa Maggie entrar en contacto con la matemática y la física, disciplinas para las cuales exhibía aptitudes fuera de serie. Tras su matrimonio con Seamus Woodward las cosas cambiaron un poco. Seamus no era un hombre enteramente liberal, y su pensamiento estaba ciertamente teñido de los prejuicios hacia el desarrollo intelectual de la mujer que regían a la sociedad en ese momento. Aun así recibió con beneplácito, y posiblemente con cierta curiosidad, el inusitado interés científico de su esposa. Los negocios de Seamus marchaban viento en popa y la familia creció rápidamente. En 1808 nació el último de los niños: Marty.
Sin embargo, apenas un año después una desgracia azotó a la familia. Seamus murió de una enfermedad desconocida a la edad de treinta y nueve años. Maggie tenía tan sólo veintiséis, cinco hijos y un negocio que atender.
Los siguientes años no fueron sencillos. Maggie era joven y no estaba suficientemente involucrada en los menesteres de su esposo, aunque aprendió rápido y logró mantener la empresa a flote y en constante crecimiento. Alternó sus nuevas ocupaciones con la crianza de sus hijos y su infatigable avidez de conocimiento. Hacia 1822 los Woodward estaban instalados en la casa de Twin Pines, que más tarde se convertiría en el edificio Clayton, donde funcionaría la guardería y el parvulario. Para ese entonces David, el mayor de los hermanos, se desempeñaba como estudiante de medicina en Middlebury y todos sus hermanos estudiaban en colegios reconocidos de la costa Este. La educación de las niñas Woodward, Marlene y Linda, corrió por cuenta de la propia Maggie, que se encargó de transmitirles los conocimientos y valores según las creencias de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres a las que se adhería fervientemente. La iniciativa fue bien recibida por otras familias de la región y en poco tiempo otras muchachas se incorporaron a las clases. Dos habitaciones de la casa se convirtieron en aulas y Maggie, que para esta altura había delegado buena parte de los negocios en su hermano, se dedicó de lleno a la docencia.
En 1835 Maggie cumplió cincuenta años y decidió marcharse de Twin Pines para instalarse en la ciudad, donde se involucró rápidamente en el ámbito académico, desempeñándose como maestra y colaborando con otros autores en la redacción de libros de enseñanza. También se relacionó con mujeres prominentes, algunas de ellas extranjeras, con quienes compartió el sueño de una educación igualitaria y de excelencia al alcance de las mujeres.
Tres años después, William, devenido en arquitecto, inició la construcción del futuro edificio principal de la escuela. El emprendimiento, que todos los hermanos celebraron y fomentaron, se llevó adelante sin el conocimiento de Maggie, con intenciones de convertirse en el regalo de su cumpleaños número cincuenta y cinco. El proceso fue más lento de lo previsto, pero el imponente edificio victoriano de dos plantas fue poco a poco haciéndose realidad. La familia invirtió buena parte de su fortuna en la magnífica construcción. El sueño de Maggie estaba a punto de hacerse realidad.
Pero un mes antes del anuncio formal a Maggie, ella murió como consecuencia de un accidente doméstico. Su muerte la privó de conocer el esfuerzo que sus hijos habían puesto en la escuela, así como de ver el imponente edificio en Twin Pines. El proyecto de la escuela se detuvo abruptamente. El edificio pasó los siguientes cinco años erguido en silencio como un gran perro blanco que le rinde el luto correspondiente a su amo, sin entender las razones por las cuales ha sido abandonado. Los Woodward lo visitaron algunas veces durante ese periodo, pero transitar por los grandes corredores, subir las escaleras de mármol o permanecer de pie en alguna de las aulas vacías resultaba una experiencia desoladora. Aquel edificio quedaría vacío como sus corazones y sólo el tiempo diría cuándo podrían empezar a llenarlo.
Finalmente fue Marlene, posiblemente la más parecida a su madre de todos los hermanos, la que insistió para que el proyecto se pusiera en marcha otra vez. En poco tiempo se reanudaron las obras y se llevaron adelante las gestiones necesarias para la apertura.
La escuela inició actividades formalmente en 1845. Casi cien años después se construyó el edificio Parker, el tercero dentro de la propiedad.
El corredor central, embaldosado en blanco y negro como el resto de las áreas transitables de la escuela, servía de acceso a la cafetería, al laboratorio y, más allá de los casilleros azules que le eran asignados a cada niño al inicio del año, a la biblioteca. En el final había una puerta de cristal de dos hojas —como la del frente, aunque más pequeña—, que ofrecía una vista magnífica de los jardines traseros. Desde allí podían verse los dos edificios satélites, el patio de juegos y una calle interna que utilizaban los transportes escolares para recoger a los niños.
El edificio Clayton había sido la casa de la familia Woodward y era utilizado en la actualidad como guardería y parvulario. Era colorido y contaba con columpios y toboganes para los más pequeños. El edificio Parker, bautizado en honor a Jennifer Parker, directora de la escuela entre 1936 y 1956, era mucho más grande que la guardería y más moderno que los otros dos. Estaba a la derecha y albergaba a la escuela intermedia, del sexto al octavo grado. También disponía de un laboratorio, un moderno anfiteatro y una sala de computación bien equipada. Era el orgullo de la escuela.
Esa noche, junto a la calle interna que conectaba los dos edificios, había una línea de farolas que hacía que las islas de nieve sin derretir resplandecieran como escamas. Más allá de los edificios la iluminación artificial era escasa, pero esa noche la luna se encargaba de recortar las copas desnudas de los árboles y de cubrir el césped con una película de celofán.
—Usted le ha hecho algo a las puertas —sentenció Judd Wilson.
Paul Farris y el cuidador llevaban más de cinco minutos frente al cristal de la parte trasera, observando en silencio.
—¿Me ha escuchado? —Repitió Judd—. Usted le ha hecho algo a las puertas. Estoy seguro.
—¿Ah sí?
—Claro. Usted se aparece de repente y las puertas no se abren.
Judd volvió a acercarse a la puerta. Asió con ambas manos las agarraderas (dos grandes «C» de bronce) y afirmó sus pies en la parte baja. Dejó que su cuerpo gigantesco se inclinara hacia atrás y que sus más de cien kilos tensaran sus brazos.
No sucedió nada.
El cuidador se alejó de la puerta un metro y la observó, como si fuera presa de una maldición o algo por el estilo. Todas las puertas permitían ciertos movimientos mínimos y ésta no había sido la excepción en el pasado, sin embargo ahora… no se movía ni un ápice, era como si se hubiera fundido con el marco. A Judd la idea le resultó estúpida, pero fue lo mejor que se le ocurrió. Antes le había dicho a la directora que era como si alguien tirara desde el exterior, pero incluso en ese caso, pensaba, él sería capaz de moverla. La expresión en su rostro era la de alguien que se enfrenta cara a cara con un problema cuya resolución no está dentro de sus posibilidades. Lo curioso es que se reducía a la apertura de una puerta.
Judd paseó la vista por los árboles distantes, luego por el césped que asomaba entre la nieve y por último se concentró en el conglomerado de juegos: un conjunto de toboganes alineados, hamacas y esos modernos especímenes de acero, madera y plástico, que combinan varios entretenimientos en uno. De éstos había tres, y en ellos los conductos plásticos, por los que normalmente los niños más pequeños se deslizaban, tenían el aspecto de bocas abiertas y oscuras, gritando en silencio.
—Usted tiene algo que ver con esto —insistió Judd sin volverse.
—No veo cómo puedo yo haber hecho una cosa así. —Paul apenas podía poner el problema en perspectiva, mucho menos discutir con el cuidador.
—Es como si…
—Como si alguien hubiera soldado las puertas a los marcos —completó Paul.
Judd se volvió. Aquellas palabras sí que tenían sentido, pensó. Demasiado sentido.
—¡Vamos Judd, no creerás que he soldado las puertas!
Su mirada evidenciaba que sí.
—Tú me has visto entrar. ¿En qué momento pude soldar las puertas? Es ridículo.
—Alguien más pudo haberlo hecho por usted.
Judd se volvió y observó el marco con detenimiento, esta vez con la nueva idea en mente. Los cristales estaban rodeados por un bastidor metálico que bien podría haber sido soldado al marco. No vio ningún indicio que lo confirmara, pero no se sorprendió: la soldadura tenía que haber sido llevada a cabo desde el exterior.
—¿Por qué habría de hacer soldar las puertas de la escuela conmigo dentro?
Judd lo pensó unos segundos.
—No lo sé.
—Y una cosa más: ¿Cómo es posible que no hemos visto cuando soldaban la puerta principal? Quiero decir, tú y yo estuvimos allí todo el tiempo.
Paul apenas podía creer que unas horas antes había estado en la barra de Tannen´s, y que los acontecimientos lo habían arrastrado primero a un motel con una mujer que no conocía y finalmente a la escuela Woodward, dónde el cuidador, quien probablemente no había terminado los estudios primarios, lo acusaba de haberlos encerrado del modo más ridículo del mundo.
Imposible pensar en un desenlace más delirante para este día
—Para mantenerlas cerradas no harían falta más que dos o tres puntos de soldadura —explicó Judd—. Mi tío Buford era soldador.
—Entonces sabes más de soldadura que yo.
—Cada puerta no demandaría más que un par de minutos. Sobre un total de tres puertas exteriores, la tarea requeriría apenas diez minutos en total, considerando el desplazamiento de una a otra.
Quizás el cuidador sí había terminado la escuela primaria después de todo, pensó Paul.
—Judd, tú y yo estuvimos en el vestíbulo. No hemos visto a nadie afuera.
—No es cierto. Fui en busca de una manta para Michael.
—¿No crees que existe una explicación más sencilla para esto?
—Espero que usted disponga de una.
Paul lanzó una carcajada.
—Esta conversación carece de…
Judd detuvo a Paul con un brusco ademán.
—¿Lo escucha? —la voz de Judd fue apenas un susurro.
—¿Qué?
—Shhh.
Paul aguzó el oído.
En la quietud dominante, un murmullo lejano se hizo audible. Paul no pudo determinar qué era, pero sí advirtió su cualidad constante. Como una voz repitiéndose.
—¿Qué es eso? —preguntó Paul.
—Creo saber de qué se trata.
—¿De qué…?
Pero antes de que Paul pudiera terminar la frase, Judd se olvidó de él y salió disparado hacia la cafetería.
Paul quedó solo.
Del techo de la cafetería pendían unas doce lámparas, todas encendidas en ese momento.
Judd fue hacia la derecha, pasó frente a las máquinas expendedoras y advirtió, como había temido, que las luces interiores parpadeaban con insistencia; sabía que esas lucecillas eran susceptibles a los cambios de tensión. Del soporte del cinturón extrajo el manojo de llaves y con presteza las pasó una a una hasta dar con la que buscaba. Se acercó a la puerta metálica en una de las esquinas del recinto y por un momento pensó que también estaría bloqueada, pero no fue así. Además, no era la primera vez que la franqueaba esa noche, recordó. La puerta cedió y tras ella se extendió una sucesión de peldaños de madera que descendían hasta perderse en el sótano. Judd dio unos pasos y se detuvo. El peso de su cuerpo hizo que la madera se quejara. A su izquierda, un interruptor le sirvió para encender las tres bombillas que colgaban del techo.
El sótano estaba especialmente a su cargo. Los niños, como todo territorio prohibido, lo encontraban atractivo y no era extraño ver a algunos merodeando el acceso con intenciones de atisbar lo que había más allá de la escalera, o incluso escabullirse. Había un sinnúmero de historias circulando, que ellos mismos se encargaban de diseminar y de aderezar con detalles de su propia cosecha. La más popular de todas era la de una niña fantasma que habitaba el sótano; nada demasiado novedoso, la verdad, aunque muy pocos sabían que esa historia tenía su base en un episodio real sucedido poco antes de la tragedia del aula 19.
Judd conocía los detalles, por supuesto. Cuando el incidente de Tamara Sommers tuvo lugar, sus padres atravesaban una crisis matrimonial. Judd no tenía idea si esto era completamente cierto, ni mucho menos cuál era el motivo de la crisis, pero el asunto es que los padres de la niña habían decidido vivir un tiempo separados, y el día en cuestión simplemente olvidaron acordar quién la recogería de la escuela. La confusión recién quedó en evidencia al día siguiente, cuando el padre de la niña fue a buscarla a casa de su madre. La policía inició de inmediato los protocolos de búsqueda, dio aviso a las emisoras de radio locales y comenzó a interrogar a los padres y amigos de Tamara. Nadie había sabido de ella desde el día anterior.
A media mañana, cuando una mujer del personal de limpieza de la escuela Woodward bajó al sótano, descubrió el cuerpo sin vida de Tamara en un rincón. La historia oficial, meticulosamente orquestada por los abogados de la escuela, fue que la niña, ante la ausencia de sus padres, se asustó y se escondió burlando a las autoridades de la escuela. No hubo cargos contra la escuela y los padres mantuvieron un bajo perfil.
Judd había hecho correr el rumor de que Tamara había muerto electrocutada por uno de los tableros eléctricos. Esto generaba un impacto fenomenal en sus rotativos contingentes de niñas curiosas…, su audiencia predilecta.
Pero ahora Judd tenía cosas más importantes de que ocuparse.
El responsable del sonido que había llamado su atención y la de Paul unos minutos antes era el generador Caterpillar, o su motor diésel de 121 kilovatios que en ese momento funcionaba a media potencia. Judd se rascó la cabeza, desorientado. El generador era una unidad para interiores con aislamiento acústico, estaba colocado en una jaula de malla de alambre que ocupaba buena parte de aquella parte del sótano. Judd rodeó la jaula y se detuvo frente a la puerta de acceso. Un letrero indicaba que aquella era una zona peligrosa y un candado Master Lock servía de garantía en caso de que alguien decidiera desobedecerlo. Judd abrió el candado de combinación y entró a la jaula.
El aislamiento acústico del artefacto consistía en una carcasa metálica con dos portezuelas a los lados que se abrían hacia arriba. Judd abrió una de ellas y el estruendo se amplificó aún más. El escape del motor emergía por la parte frontal y era conducido fuera del edificio, pero por alguna razón no del todo eficazmente, porque Judd pudo percibir algo de los vapores del combustible quemado.
Tomó la varilla que servía para medir el nivel del combustible en el tanque alojado en la parte inferior, abrió la tapa y contuvo la respiración unos segundos. No recordaba la última vez que se había interrumpido el suministro eléctrico; en aquella zona los cortes eran ciertamente poco frecuentes y por lo general no se extendían por más de unos minutos. Incluso en estos casos, el generador se activaba automáticamente, de modo que muchas veces ni siquiera advertían el problema. No obstante Judd sí recordaba una cosa. Recordaba que durante el último mes se había dicho que debía verificar el nivel del combustible…, y no lo había hecho. Ahora, en plena noche y con la directora en la escuela, podía tener problemas. Introdujo la varilla dentro del tanque y la extrajo, expectante.
La lectura arrojó menos de un cuarto de tanque. Con suerte podrían generar energía durante apenas unas horas, y eso si limitaban el consumo al mínimo.
Arrojó la varilla al suelo y se masajeó la nuca. Necesitaba pensar. Mantener el generador con combustible era una de sus obligaciones, sin embargo se creía capaz de manejar la situación con la directora Blake; a fin de cuentas ella confiaba en él y no tenía por qué sospechar de lo que le dijera. En menos de una hora podrían solucionar el tema de las puertas y salir. Nadie se enteraría de nada.
Salió de la jaula sin cerrar la puerta. En la pared opuesta, una serie de tableros eléctricos eran los responsables de controlar el suministro de las distintas áreas de la escuela. Repasó las etiquetas que identificaban cada sector y fue entonces cuando se dio cuenta de una cosa. Algo no estaba bien.
Recordó lo que había visto unos minutos atrás, a través de la puerta trasera. Las farolas estaban encendidas. Esto no podía ser posible pues el generador no controlaba las luces exteriores. Cuando se interrumpía el suministro eléctrico, el equipo alimentaba las fases del interior de la escuela, pero no las del exterior. Si un corte de energía tenía lugar, las luces exteriores debían apagarse. No tenía sentido.
La única explicación era que el generador se hubiera activado por error y en tal caso sólo había un modo de confirmarlo. Judd regresó a la jaula y abrió una compuerta más pequeña donde un panel de control permitía la operación manual de la unidad. Colocó el generador en modo manual y lo desactivó.
El motor enmudeció con un gemido ahogado y con él se extinguieron las bombillas del sótano.
Judd permaneció a oscuras y en silencio.
Se había equivocado. El suministro eléctrico sí se había interrumpido. Más tarde debería hallar una explicación acerca de las luces en el exterior, pero por el momento había dejado a toda la escuela a oscuras. La directora querría saber qué estaba ocurriendo. Se apresuró a encender nuevamente el generador.
De pie frente a los tableros de control, operó las llaves con presteza para interrumpir el suministro en todas las áreas de la escuela en las que lo consideró innecesario. Desactivó la planta alta completa y parte de la planta baja. Retrocedió un paso, satisfecho. Si racionaban la energía, probablemente la directora no advirtiera su falta. A la mañana siguiente, a primera hora, se encargaría de reponer el combustible y asunto resuelto.
¿Por qué piensas que no podremos salir de la escuela hasta mañana? ¡No tiene sentido!
Estaba siendo demasiado alarmista con todo el asunto, se retó. Debía relajarse. La directora estaba en la escuela, pero en menos de media hora estaría camino a su casa; y lo propio harían el periodista, la muchacha y el retrasado. No había de qué preocuparse.
Observó la habitación contigua. Quizás por primera vez en la noche pudo establecer sus prioridades con toda claridad. Al diablo con el generador. Avanzó hacia la puerta dando zancadas, la abrió y se adentró en la otra sala, la de la caldera: un mastodonte negro alimentado por tuberías con válvulas anticuadas y aparatosas. A la derecha, una puerta pequeña servía de acceso a su propio apartamento. Avanzó a la carrera hasta su habitación.
Una cama y un armario antiguo dominaban la estancia. La única ventilación era una diminuta ventana rectangular ubicada en lo alto de la pared, a través de la cual se podían ver los jardines traseros desde el nivel del césped. Desde allí, Judd confirmó lo que ya sabía. Las farolas exteriores estaban encendidas. Quizás una de las fases de la escuela había sufrido un desperfecto, pensó. Judd no lo sabía con certeza, pero supuso que era una explicación razonable. Hizo una nota mental para averiguarlo más tarde. Por el momento debía ocuparse de encontrar un modo de salir de la escuela, y algo dentro de él le decía que lo que iba a hacer en unos minutos le proporcionaría un modo de conseguirlo. Mantuvo la vista fija en aquella ventana elevada. Teniendo en cuenta lo que había significado para él en el pasado, pensó, no era de extrañar que encerrara la solución al problema que se traía entre manos.
Al principio la ventana había sido una complicación. Los niños podían observar a través de ella, de modo que debía ser muy cuidadoso en cuánto al orden o lo que hacía allí abajo. La solución llegó un par de años después de su contratación, cuando un amigo le habló de esas películas oscuras autoadhesivas que se le colocan a las ventanillas de los coches. Por aquel entonces no se habían divulgado lo suficiente como para que Judd supiera de ellas, pero su amigo le aseguró que había algunas que impedían el paso de la luz por completo. Judd de inmediato le pidió a su amigo el contacto, un tal Wallace.
Colocó la película él mismo. Cuando el trabajo estuvo listo se maravilló con el resultado. Wallace se lo había anticipado: con aquella película sería imposible ver desde el patio hacia el interior. Judd llevó a cabo varias pruebas, a distintas horas y con la luz de la habitación encendida o apagada, y en ningún caso pudo ver nada. Fue en ese momento cuando se permitió decorar la habitación a su gusto. Su primera adquisición fue un póster de Yasmine Bleeth. Más tarde uno de Silvia Saint.
Los pósteres le dieron su toque personal…, sin embargo el golpe maestro vino más tarde, casi un año después de la colocación de la película oscura de Wallace.
Judd se paseaba por los jardines de la escuela rodeado por decenas de niños que corrían de un lado para otro y vociferaban. A Judd le gustaba mezclarse entre ellos con el andar lento de un carcelero, observando de vez en cuando a algún niño sin razón aparente, sólo para hacerle saber que él estaba allí, vigilando. Hacía calor y el sol se reflejaba en todas partes. Judd llevaba puestas sus gafas oscuras. Mientras caminaba cerca de la ventana alargada del sótano vio a dos niños que le llamaron la atención. Eran probablemente de segundo y estaban arrodillados intentando observar hacia el interior. Cuando Judd eclipsó el sol, se volvieron de golpe.
—¿Qué hacen ahí?
—N..nada —dijo uno de los niños.
—Estábamos a punto de irnos a otro lado —completó el otro.
Judd supo de inmediato que el primero había sido el de la idea de echar un vistazo por la ventana, por eso había hablado primero. Los niños eran tan predecibles.
—Está bien, no han hecho nada malo —Judd se acuclilló junto a los niños y se quitó las gafas. De inmediato logró un clima de confianza con ellos. Lo advirtió en sus miradas.
—¿Qué hay en el sótano de la escuela, señor Wilson?
—Ah… no gran cosa. Un generador de energía, la caldera. Les voy a ser sincero, no me agrada mucho ese lugar.
—¿No? —dijo niño Uno.
—No.
—Hemos oído historias —aventuró niño Dos; algo que inquietó notoriamente a niño Uno.
—¿Qué historias? —preguntó Judd.
—No hemos oído ninguna historia.
—Claro que sí. Toda la escuela las conoce. ¿Son ciertas, señor Wilson?
—¿Acerca de la niña muerta? —dijo Judd.
Los dos niños abrieron la boca en un grito silencioso.
—¿La ha visto? ¿Por eso la puerta está siempre cerrada con llave?
Judd fingió reflexionar un segundo.
—No sé lo que he visto allí abajo. Como les he dicho, trato de ir al sótano lo menos posible. Lo que sí puedo decirles, es que algunas veces he oído… cosas. Llantos, lamentos, cosas así. Si se trata de una niña, quién sabe.
Atónitos, los dos niños apenas podían dar crédito a las palabras del cuidador. Lentamente se pusieron de pie y se fueron.
La historia no tardó en desparramarse. No es que antes no circulara, pero los comentarios de Judd la iban manteniendo viva como una hoguera. Al principio temió que llegara a oídos de la directora, pero tal cosa no ocurrió, o él nunca se enteró, lo cual para el caso era lo mismo. Además, no le preocupaba mucho —a fin de cuentas la historia tenía sus raíces en un episodio real—. A nadie le sorprendería, con semejante antecedente, que los niños se encargaran de alimentar la fantasía de una niña que habitaba el sótano.
A partir de aquella conversación con niño Uno y Dos, la ventana del sótano se convirtió en un punto de reunión obligado para los niños. Que no pudieran ver lo que había al otro lado —gracias a la película oscura de Wallace— hizo que el mito creciera exponencialmente. Muchos asegurarían haber visto sombras sospechosas, siluetas escurridizas u ojos atemorizados.
Conforme los años transcurrieron, los rostros de la escuela Woodward cambiaron, pero la historia persistió. Y Judd había obtenido su rédito, como un pescador que espera pacientemente a que un pez decida comerse su carnada, pasando horas enteras en su habitación de cara a la ventana. Su predilección estaba dada por las niñas de segundo o tercero. En ocasiones se reunían frente a la ventana y observaban, probablemente con la esperanza de ver a la niña fantasma, y simplemente permanecían allí, arrodilladas o sentadas, conversando unas con otras. Judd solía desnudarse despacio, observando sus piernitas delgadas, sus muslos blancos y las braguitas multicolor. Masturbarse frente a los rostros de niñas expectantes y risueñas constituía su pasatiempo predilecto, incluso mejor que las visitas nocturnas al despacho de la directora.
Ahora, con la vista puesta en la ventana, se deleitó con el recuerdo. El sonido monótono del generador lo devolvió a la realidad. Debía poner manos a la obra. Dio media vuelta y se encaminó al armario, donde había otro uniforme completo idéntico al que llevaba puesto. Apartó la chaqueta con la palabra SEGURIDAD en la parte de atrás y vio lo que buscaba, su bate de beisbol.
Llevar el bate a la escuela había sido una medida preventiva. Siempre lo consideró una excelente arma de defensa, ciertamente menos llamativa que su revólver, que por norma general no sacaba de su habitación.
Se acercó a la ventana. Sostuvo el bate detrás de la nuca y abrió y cerró sus dedos en torno a la empuñadura. Flexionó las rodillas y entrecerró los ojos. Sintió un dejo de resignación por lo que estaba a punto de hacer, pero se dijo que podría reparar el cristal de la ventana más tarde e incluso colocar una nueva película oscura. Por el momento la prioridad era salir de allí. Quienquiera que estuviera detrás de todo seguramente no había tomado en cuenta aquella ventana diminuta. En unos segundos más, Judd se encargaría de incrustar su bate en el cristal y despedirse del pequeño problemita que tenían entre manos.
Golpeó con fuerza.
El cristal no se rompió. El bate rebotó como si se tratara de un muro de concreto. El dolor que Judd experimentó en los antebrazos trepó por sus bíceps para explotar en los hombros e hizo que dejara caer el bate al suelo y profiriera un grito ahogado. Observó el cristal con incredulidad. Aquello no era posible. Sabía que el cristal de la puerta principal era de alta resistencia, pero no éste. Éste era común y corriente, y un golpe con la fuerza del que acababa de aplicarle debía ser suficiente para partirlo en mil pedazos. Judd recogió el bate del suelo y arremetió otra vez contra el cristal. Esta vez no fue un golpe, sino dos, tres… media docena.
El cristal seguía intacto.
La muerte de un ser querido trae consigo un dolor distinto. Irreversible.
Ally lo descubrió cuando tenía seis años, una calurosa tarde de junio.
Su madre había ido al mercado en busca de los ingredientes para un pastel. Ally bebía té helado y dibujaba. Desde temprana edad había demostrado habilidades formidables para el dibujo y el canto, y en ese momento representaba a la familia completa en un día de playa, todo ante la mirada asombrada de Joe, su padre. La pequeña no había visto el mar salvo en las películas, sin embargo esto no había sido un problema a la hora de dibujarlo. Mientras arrastraba el crayón con precisión, explicó que las zonas sin color eran la espuma que dejaban las olas al romper. Joe sonrió con la explicación y celebró que muy probablemente podrían llevar a los niños a la playa el verano siguiente. Las cosas estaban mejorando y podrían permitirse el gasto. Joe no sospechaba que en unos minutos un oficial de policía se presentaría en la casa para informarle que su esposa había muerto. Ally conocería el mar recién a los dieciséis.
A la izquierda del dibujo había una palmera torcida, con tres cocos. La familia estaba junto a la palmera, todos con su traje de baño y su sonrisa amplia. Joe y Beth estaban tomados de la mano bajo un círculo amarillo perfecto. Cuando Ally terminó de dibujar a sus padres, contempló la obra durante un largo rato. Joe guardó silencio y observó cómo la pequeña dejaba el crayón celeste que acababa de utilizar y tomaba uno azul oscuro. Con concienzuda concentración se ocupó del detalle faltante: la caja de herramientas que Joe utilizaba a diario en sus trabajos de plomería.
Cuando estuvo satisfecha con el retrato familiar, Ally se valió de sus crayones grises para lo más importante de su dibujo; algo que, según sus propias palabras, había dejado para lo último. Del lado opuesto a la palmera dibujó la furgoneta nueva de la familia. Y esta vez Joe literalmente se quedó boquiabierto. La destreza de la pequeña a la hora de reproducir la furgoneta fue asombrosa. La perspectiva, para empezar, era perfecta, y si bien Joe no era un experto en el tema ni mucho menos, creía que los niños no desarrollaban el sentido de la perspectiva a los seis años.
Fue en ese momento cuando el oficial Foley se presentó en la casa. Ally había empezado a retocar la copa cuando el timbre los interrumpió.
Joe abrió la puerta de la calle pensando que aquella sería Beth que habría olvidado sus llaves.
Pero no era Beth, sino el oficial Foley, con el rostro seco como la lengua de un gato.
Sabe qué cosa, señor… veo que está dibujando con su hija, bonita imagen, de verdad. Apuesto a que espera a su esposa y que ella estaba a punto de prepararles un pastel. Lo sé porque la acaban de encontrar en la puerta del mercado y he visto los ingredientes que llevaba en la bolsa. Le recomiendo que empiece por olvidarse del pastel.
Al ver al policía Joe pensó que habrían robado la furgoneta, pero mediante un vistazo rápido a la derecha comprobó que no era así. Resulta gracioso lo limitado que puede resultar a veces nuestro cerebro a la hora de imaginar lo peor.
Desde que había comprado la furgoneta temía que algo pudiera sucederle, un choque o que se incendiara o cosas así, un castigo divino por ser impulsivo, poco previsor y hacer gastos que apenas podía permitirse. Sabía que esas ideas provenían de su yo-dubitativo, que se negaba a la posibilidad de crecer y prosperar en su trabajo, pero eran fantasmas que todavía lo perseguían, ideas que tenían su origen en su infancia temprana que parecían dictar su infelicidad. Sin embargo había logrado dar el paso con relativa determinación y esperanza. Joe le había mencionado la idea a Beth apenas unas semanas atrás. Su negocio de plomero prosperaba lentamente y había logrado hacerse de un puñado de clientes regulares, quienes a su vez se encargaron de echar a correr la voz. La furgoneta sería el paso lógico para crecer, llevar su equipo completo y adquirir aún más; podría incluso pintar su nombre en los laterales y así atraer más clientela. Reconocía que su viejo Chevrolet no era una buena carta de presentación, en especial cuando apagaba el motor frente a la casa de algún cliente y emitía un quejido largo que parecía decir: necesito-ir-al-cielo-de-los-coches-ya-mismo.
Durante una semana Beth y él no volvieron a tocar el tema. La siguiente conversación fue en la cama, el lugar por excelencia para la toma de decisiones importantes. Fue Beth la que volvió a la carga. Dijo que había hablado del asunto con su jefe, un abogado de renombre, y que éste le había dicho que podría hacer algunas llamadas y obtener las garantías necesarias para un crédito más que conveniente. Joe dijo que lo consideraba prematuro y que en realidad debían pensar en la educación de los niños, que él podría comprar la furgoneta en un tiempo si las cosas seguían bien, y todas las excusas que su yo-dubitativo pudo imaginar. Beth lo escuchó y selló su boca con un beso tibio. Le acarició el rostro y le dijo que dejara la lógica de lado, que ella tenía un buen presentimiento acerca de la furgoneta. Agregó, sin faltar a la verdad, que ellos eran buena gente y que merecían la oportunidad que se les presentaba. Debían aprovecharla.
Resultó que Beth tenía razón. Rosemberg (el abogado de renombre) obtuvo las garantías necesarias y en menos de una semana la furgoneta se hizo realidad. Joe la retiró de la agencia y la condujo hacia su casa con el orgullo de Koji Kabuto al mando de Mazinger Z. La aparcó frente a la casa y llamó a la puerta como lo haría un extraño (el oficial Foley más tarde, por ejemplo). Beth ya había alertado a los niños de que papá llegaría a casa con una sorpresa, de modo que salieron disparados para ver de qué se trataba. ¿Es nuestra, papá? Joe les explicaba que sí, que la furgoneta les pertenecía y que podrían dar una vuelta en cualquier momento. Beth observaba de pie, sosteniendo una botella de líquido limpiador y un trapo, vistiendo su delantal y esbozando una sonrisa. Joe pensó que era la mujer más hermosa del universo, y esa imagen se grabó en su mente, como a veces sucede con algunas. En los días y meses sucesivos al anuncio del oficial Foley, solía quedarse en medio de la acera, observando embobado el portal de su propia casa, imaginándola allí de pie con el delantal, el líquido limpiador y el trapo.
Esa tarde los cuatro dieron una vuelta en la flamante furgoneta. Tan entusiasmados estaban que Beth llevó consigo el líquido limpiador; algo de lo que se reirían durante el trayecto y más tarde también. Ally dijo que la furgoneta olía a nuevo y no como el Chevrolet, que olía como la casa de la señora Babs con todos esos gatos dando vueltas.
La llegada de Foley lo cambió todo.
Me temo que su esposa ha muerto. Y después el clásico: lo siento mucho.
Ally había estado arrodillada sobre una silla, dando los últimos retoques a su dibujo playero. Desde donde estaba no pudo escuchar las palabras que intercambiaron el oficial y su padre, sin embargo supo por sus rostros que algo no iba bien. Con dificultad bajó de la silla y permaneció de pie junto a la mesa. Con el dedo índice y el pulgar de la mano derecha sostenía el crayón color verde, un detalle insignificante que recordaría incluso muchos años después. A pesar de no haber siquiera imaginado la noticia que el policía les traía esa tarde —porque convengamos que a los seis años la idea de perder a nuestros padres ni siquiera está en el horizonte—, aquel momento se le grabó a fuego. Con ciertas distorsiones lógicas —porque el oficial Foley no podía ser alto como un árbol ni tener el rostro plano como una plancha—, pero lo recordaría siempre. Ally vio retroceder a su padre hasta desplomarse en uno de los sillones, tomarse la cabeza y clavar la vista en el suelo. Al cabo de un rato, Joe la observó de soslayo, como si por un momento hubiese olvidado que ella estaba allí.
Ally conocería los pormenores de la historia algunos años después. La versión original de su madre transportada en una nube directo al cielo, donde se lo pasaría en grande por toda la eternidad junto a unos cuantos ángeles con arpas, se desdibujó a medida que Joe fue cobrando el valor necesario para contarles a sus hijos la realidad. Recién a los quince años Ally terminó de conocer todos los detalles del accidente.
Beth salió del mercado de la calle Barckley aproximadamente a las tres de la tarde. Cargaba una bolsa de papel en la que llevaba huevos, harina, mantequilla y galletas. Dos testigos estarían de acuerdo en que también llevaba su bolso, un modelo con correas largas de esos para utilizar en bandolera. Cruzó la calle en dirección al Chevrolet, aparcado en la mano opuesta al mercado y a no más de veinte metros. Lo hizo en diagonal, no sin antes mirar en ambas direcciones y comprobar que ningún vehículo se aproximaba. La señora Babs, uno de los testigos del hecho, había intercambiado unas palabras con Beth instantes antes de que ésta cruzara la calle. La anciana iba a hacer sus propias compras. Con lágrimas en los ojos contó que un rugido fenomenal cortó la quietud de la tarde y la hizo dar un respingo. Cuando se volvió, le explicaría al oficial Foley, vio cómo una motocicleta gigantesca emergía de la nada y avanzaba a toda velocidad.
Dos jóvenes viajaban en la motocicleta. Ni la señora Babs ni el otro testigo —una muchacha desgarbada que apenas había podido relatar lo que presenció—, pudieron aportar mayores datos acerca de ellos. Corpulentos y de tez blanca. Nada más. Eso sí, la señora Babs no tuvo reparos a la hora de dar su opinión acerca de ellos. El oficial Foley la escuchó con su libreta de notas en la mano (corpulentos y tez blanca, decía la única línea escrita) sabiendo que el testimonio de la mujer no serviría de nada. Ni un solo detalle distintivo de la motocicleta, ni que decir los números de placas. Pero la señora Babs conocía el tipo, claro que sí.
Esos muchachos viven para las drogas, no saben hacer otra cosa más que molestar al prójimo para meterse un poco de ese polvo endemoniado. El mundo se ha dado vuelta, sabe… cuando yo era joven no sabíamos de drogas; ¿y nos divertíamos? Claro que sí, oficial. Como locos. Sin embargo ahora, la juventud, no sé qué le sucede… Ahí están, con sus ordenadores y sus teléfonos miniatura. Que Dios me perdone por lo que voy a decirle, pero espero con toda el alma que atrapen a esos asesinos… y si lo hacen, por mí pueden colgarlos desnudos de un árbol, untarlos con mantequilla y esperar a que las hormigas se los coman. Si logran atraparlos, oficial, testificaré con todo gusto. Claro que sí.
Pero nunca los atraparon.
El delgado expediente por asesinato contó con un puñado de declaraciones y una descripción sucinta de lo que ocurrió aquella tarde. Ésta última, elaborada en función de los dichos de la señora Babs y de la muchacha desgarbada, comenzaba diciendo que los dos hombres de la motocicleta evidentemente habían estado esperando a Beth o a cualquier otra persona con intención de robarle su bolso. Cuando la motocicleta estuvo a pocos metros de la mujer, ella instintivamente dejó caer la bolsa de la compra y asió la correa de su bolso con ambas manos. El hombre que ocupaba la parte trasera de la motocicleta se estiró y asió las correas del bolso desde atrás. Cuando el conductor aceleró, Beth giró sobre sí misma y fue arrastrada por el segundo hombre, quien al comprender que sería imposible quitarle el bolso, lo soltó. Beth cayó al pavimento, aún con la correa atravesada en el torso, y fue precisamente ésta la que enlazó una de las luces traseras de la motocicleta. El hombre de atrás gritó algo a su compañero, pero bien pudo haber sido que se detuviera o que acelerara al máximo.
El rostro de Beth dio de lleno en los rayos cromados de la llanta trasera y literalmente se deshizo. En la descripción del cadáver el forense incluyó: facciones irreconocibles.
Ally caminaba por el corredor del ala Este cuando las luces se apagaron. Pensó que si esto no constituía una señal de que lo que estaba a punto de hacer era una tontería, entonces nada sería capaz de disuadirla. Las paredes reflejaron un resplandor proveniente del vestíbulo y ella no se movió hasta que sus ojos se acostumbraron a él. Pensaba en el aula 19 y en la necesidad imperiosa de visitarla. Tarde o temprano los acontecimientos los arrastrarían hacía allí, lo sabía. Ally prefería primero echar un vistazo, sólo para hacerse una idea de qué les esperaba. Alejarse de la directora no había sido un problema; no había despertado la simpatía de la mujer, eso estaba claro.
Junto a la puerta del aula estaba la placa conmemorativa. Debió acercarse para poder leer el texto formado por los bajorrelieves en la superficie de bronce.
A LA MEMORIA DE NUESTROS HIJOS
5 de noviembre de 1993
Más abajo estaba la sucesión de nombres. Ally los repasó uno a uno, hasta el final. Más tarde, como si hacerlo requiriera un esfuerzo extra, los recorrió de atrás hacia adelante, para esta vez detenerse más o menos a la mitad.
MICHAEL L. BROWN
Contempló el nombre con un dejo de resignación. Aún no había hablado con Paul de su hermano, pero pronto él querría hacerlo.
Ally abrió la puerta y debió esperar casi un minuto para que los contornos se dibujaran delante de ella. Se valió de uno de los pupitres más cercanos para arrastrarlo y mantener la puerta abierta, pues de otro modo el dispositivo hidráulico la hubiese regresado a su sitio. Si había algo que no quería era quedarse encerrada en el aula 19.
Avanzó unos pasos y se detuvo en el centro del aula, como lo haría un maestro temeroso por primera vez frente a una clase de niños expectantes. Sólo que ahora los pupitres estaban vacíos. Ally se preguntó si el aula sería utilizada en la actualidad —supuso que no—, pero lo cierto es que ciertos detalles le resultaron desconcertantes. En las paredes, por ejemplo, había una serie de pósteres del sistema solar, el cuerpo humano, otro acerca de la fotosíntesis; pero todos ellos lucían avejentados, amarillentos y deteriorados en las esquinas. La idea de que dataran de la época de la tragedia era sin lugar a dudas de lo más estúpida; no obstante le dedicó un tiempo de análisis antes de descartarla. Estaba prácticamente a oscuras, encerrada en una escuela casi solitaria… era lógico que algunas ideas, aunque normalmente encabezarían el desfile anual de ideas estúpidas, se hicieran merecedoras de cierto margen de duda. A fin de cuentas los pósteres estaban allí, ¿no?
Otro detalle que atrajo inmediatamente su atención fue los dos pizarrones en el frente. Eran de tiza. Verdes. No recordaba haber visto de esos pizarrones en años, y habría apostado a que una escuela moderna como lo era la Woodward habría renovado los pizarrones hacía tiempo. Otra vez la idea de que el aula había quedado en desuso cobró fuerzas en su cabeza.
Ally respiró profundamente. Percibió un dejo de olor a encierro, pero bien pudo haber sido fruto de su imaginación. De todos modos, olvidaría el detalle rápidamente frente a lo que ocurriría a continuación.
La experiencia duró menos de dos minutos. Primero fue un sonido chirriante proveniente de la entrada que hizo que Ally se volviera con el corazón en la boca. No había dicho a nadie que daría un paseo por el aula 19, sin embargo alguien debía haberlo adivinado, probablemente Paul, porque la puerta se cerró por sí sola. Se volvió, sólo que no vio a Paul: vio apenas una franja de luz que se hacía delgada hasta desaparecer. La puerta se cerraba.
Inútil fue que Ally repasara los instantes posteriores a su ingreso al aula. Sabía que había colocado uno de los pupitres frente a la puerta. Recordaba haber pensado incluso que aquellos pupitres eran más pesados de lo que cabría esperar, y suponer que el mecanismo de retorno de la puerta había vencido su peso no tenía sentido. Estaba a oscuras. La única fuente de luz en ese momento era la ventana que daba al frente, que debía ser capaz de permitir que la luz de las farolas se filtrara en forma generosa, pero que sin embargo apenas se había convertido en un rectángulo gris, dejando el aula prácticamente a oscuras. Los intentos de Ally por adivinar el contorno del pupitre junto a la puerta fueron en vano. Instintivamente, estiró los brazos.
—Hola —dijo en un tono lo suficiente alto para que el sonido de su propia voz la espantara.
Nadie respondió. Si bien era posible que alguien hubiera cerrado la puerta desde afuera, la realidad es que no se atrevió a gritar más fuerte. Avanzó dos o tres pasos a ciegas, con los brazos extendidos como un zombie salido de una película de Romero.
Fue entonces cuando la primera voz se alzó en el aula 19. Surgió detrás de Ally, a menos de dos metros. La voz de un niño. Casi ininteligible…, un murmullo.
Ally gritó. Giró, preguntándose si la voz había sido real o el fruto de su imaginación, pero sabiendo la respuesta. Había sido tan real como el sudor frío que le surcaba la frente, o como la parálisis que la hizo presa. No recordaba haber experimentado un miedo tan básico desde que era apenas una niña y tenía pesadillas con su madre muerta. Ally hizo dos cosas: la primera fue repetirse que la voz no había sido real, cosa que no sirvió de nada; y la segunda, que tampoco sirvió de nada, fue girar en la oscuridad mientras sus ojos se topaban alternativamente con el rectángulo de la ventana y el del cristal de la puerta. Había sido muy estúpida al ir al aula sin una linterna. Se recordó que había sabido del corte de energía cuando ya estaba en camino, pero no era excusa suficiente. Debió haber dado media vuelta y regresar más tarde.
El rectángulo de luz de la puerta era su única referencia para salir, su único nexo con la realidad. Si aquel rectángulo se apagaba quedaría aislada y a merced de lo que fuera que se alojaba en aquella oscuridad. Debía salir cuanto antes. Más tarde, quizás con una poderosa linterna, cambiaría de parecer en cuanto a acercarse al aula. La voz del niño podía haber sido la creación de su mente cansada, podía aceptarlo. Pero la puerta cerrándose sola era otra cosa. Dio dos zancadas en dirección a la salida, cuando la voz se repitió, esta vez con mayor potencia y justo delante suyo. Ally se detuvo como si hubiera chocado contra una pared invisible y retrocedió, pero trastabilló y cayó de costado. Algo la golpeó en el estómago, probablemente uno de los pupitres de la primera fila. El dolor fue intenso, pero pensar en qué lo había causado no resultó una prioridad. La voz delante de ella sí lo era. Pertenecía a un niño, no tenía dudas, aunque Ally apenas pudo distinguir un puñado de palabras perdidas que carecían de sentido.
A la voz del primer niño se sumó la de otro y luego una media docena más. Ally pudo diferenciar también algunas niñas. Se volvió en todas direcciones al mismo tiempo. No vio nada, desde luego, pero las voces estaban allí, rodeándola, ciñéndose sobre ella. Procuró ponerse de pie, pero no pudo; y no fue a causa del dolor en el estómago, lo cual hubiera simplificado las cosas. No podía moverse porque ningún músculo del cuerpo le respondía. Cuando intentó apoyar las manos en el suelo descubrió que temblaban de un modo desconcertante.
Mucho más tarde, Ally recapacitaría en lo curioso e imprevisible que pueden ser las reacciones humanas. No se consideraba una muchacha temerosa; cada noche se atrevía a visitar a personas desconocidas, algunas de las cuales pagaban considerables sumas de dinero para sacar a relucir sus costados oscuros. Hacían falta agallas para enfrentarse a eso cada noche. Una amiga de Ally decía que un hombre en el clímax sexual es lo más parecido a alguien que ha perdido la razón, que puede esperarse que diga o haga cualquier cosa. Ally nunca había tenido reparos en vérselas a solas con hombres que la triplicaban en peso o en edad. Muy pocas veces había sentido temor por el curso que tomaban los acontecimientos mientras estaba con un cliente, pero había aprendido que cuanto más firme era en sus acciones, mejor era. Axioma número uno: si eres una puta, hazte respetar. A Ally nunca le había molestado que la llamaran puta. Le molestaba no tener el control. Y el control fue precisamente lo que perdió en el aula 19.
Lo perdió por completo.
Cuando finalmente logró ponerse de pie, había perdido el sentido de la orientación. No fue capaz siquiera de buscar el rectángulo de luz para guiarse. Las voces siguieron multiplicándose a su alrededor. Corrió hacia dónde creyó estaba la puerta, ésta vez tropezando violentamente con un pupitre y experimentando un dolor atroz en la rodilla. Fue un golpe seco que hizo que se doblara en dos y gritara. Las voces hicieron caso omiso a sus lamentos.
La puerta.
Pensaba con un hálito de cordura. Quería ponerse de pie nuevamente, ordenarle a las voces que guardaran silencio; resultaba imposible hilvanar una idea coherente inmersa en aquella maraña de murmullos sin sentido. Pero entonces vio el rectángulo de luz, aunque justo sería decir que en realidad este simplemente apareció frente a sus ojos. Las voces perdieron intensidad hasta extinguirse, como si alguien controlara el volumen de una emisión radial y hubiera decidido que la función estaba a punto de terminar.
Se puso de pie. El dolor en su estómago se sumó ahora a las millones de agujas que se clavaban en su rodilla derecha. A duras penas avanzó un par de pasos, recuperando la movilidad lentamente y agradecida por el silencio reinante. Logró avanzar en la dirección correcta, esta vez con los brazos delante para evitar colisionar con otro pupitre. Cuando abrió la puerta no pudo evitar echar un vistazo por sobre el hombro. En el pizarrón más cercano, escrito en inmensas letras de tiza podía leerse una palabra: ARMA[1].
Era una obviedad que aquello no había estado escrito un instante atrás, cuando ella entró. Había otra cosa escrita en el pizarrón más alejado, pero la escasa luz no era suficiente para que Ally pudiera leerla. No le importó gran cosa. Con resignación soltó la puerta y el mecanismo hidráulico se ocupó de regresarla a su sitio.
El corredor seguía en penumbra. Aceleró el paso a medida que la rodilla se lo permitió. Avanzó con la vista puesta en el suelo, luchando contra el recuerdo latente de lo que acababa de presenciar, cuando una figura surgió del aula 16 y la interceptó.
Ally gritó. Paul forcejeaba con ella procurando tranquilizarla.
Ally no le habló a Paul de lo ocurrido en el aula 19, sólo se quejó del golpe en la rodilla que la hacía desplazarse con dificultad. Cuando llegaron al vestíbulo encontraron a Michael recostado contra la pared y a la directora de rodillas, a su lado. Kathleen alzó la cabeza y los observó. La mirada severa era la que reservaba para los niños que estaban a punto de recibir una reprimenda.
—Veo que has tenido suerte en la búsqueda —dijo Kathleen.
Paul iba a responder en el instante en que Judd llegó hecho una tromba, bate en mano, sus ojos convertidos en dos bolas de fuego. En su manaza izquierda había tres linternas apagadas. Resultaba increíble la facilidad con que sus dedos las sostenían, como si se tratara de un niño aferrando sus lápices de colores. Por primera vez Paul fue realmente consiente del tamaño de aquel hombre.
—¿Judd, qué ocurre? —Kathleen habló con firmeza, pero fue evidente que incluso ella se había sentido incómoda con el modo en que el cuidador había irrumpido en el vestíbulo.
Judd se agachó para dejar las linternas en el suelo y clavó la vista en la puerta de entrada. Todos hicieron lo mismo, pensando que quizás el cuidador había visto algo. Afuera todo seguía cubierto por aquel perturbador manto de quietud.
—Esto… es lo que ocurre, directora Blake —masculló Judd sin quitar los ojos de la puerta de entrada.
Sostuvo el bate con la mano derecha, avanzando hacia la puerta en actitud desafiante. Cuando estuvo apenas a un metro del cristal, arremetió contra él con la fuerza de un animal enfurecido. El cristal se astilló, pero no se rompió. Una telaraña helada resistió los golpes descontrolados de Judd que insistía una y otra vez.
Fue Kathleen quien finalmente lo detuvo.
—¡Basta! —le ordenó.
—Ellos tienen la culpa —dijo Judd.
—¿Ellos quienes? —preguntó Kathleen.
—Ellos —Judd dio medio vuelta y apuntó su índice rechoncho en dirección a Paul y a Ally, que retrocedieron como si los hubieran empujado.
Kathleen se puso de pie y pidió a Judd que se calmara y le explicara qué había ocurrido exactamente. Él le habló acerca de la ventana de su habitación y del resto de las puertas exteriores; incluso había verificado la mayoría de las ventanas de la segunda planta, aclaró, y en todas sus intentos por abrirlas habían sido inútiles. Y estaba el asunto de la electricidad, agregó Judd —como si aquello zanjara las dudas en cuanto a la participación de Paul y Ally—, que se había interrumpido en toda la escuela, dejándolos a merced del equipo generador.
—Apuesto a que ellos no sabían que contábamos con uno —terminó.
Paul suspiró. Sería necesario tomar algunas decisiones. Todos estaban cansados y por descabellados que pudieran resultar los sucesos de esa noche, la realidad era que no podían salir de la escuela ni comunicarse con el exterior. Los teléfonos fijos no funcionaban y los móviles no recibían señal. Esto último resultaba de lo más desconcertante, puesto que podía esperarse que las líneas fijas se averiaran, pero ¿por qué no funcionaban los móviles?
—He interrumpido el suministro de corriente eléctrica en buena parte de la escuela —anunció Judd echando un vistazo a las linternas que había dejado en el suelo. Eran modelos sencillos que en comparación con la que pendía de su cinturón parecían de juguete.
En silencio, cada uno se acercó y cogió una. Michael fue el único que permaneció donde estaba, ajeno a las conversaciones que tenían lugar en el vestíbulo.
Kathleen pidió a Judd que fuera en busca de algunas colchonetas de las que utilizaban los niños para hacer gimnasia y que las llevara a la biblioteca. Michael no estaba cómodo allí tendido, explicó.
De común acuerdo todos parecían haber aceptado que no tenían más remedio que pasar la noche en la escuela.
En los folletos que promocionaban la escuela Woodward siempre se incluía una buena fotografía de la biblioteca. Cualquier padre estaría de acuerdo en que su hijo se formara en aquel recinto amplio, de techo elevado y la vistosa cúpula de cristales coloridos que durante el día permitía que un torrente de luz natural se filtrara hacia el interior. Una serie de ventanas ofrecía una agradable vista hacia el patio, donde un jardín florido brindaba el marco de tranquilidad adecuado para pasar el rato estudiando, leyendo un buen libro o durante las horas de detención, siempre bajo la mirada atenta de la señora Thatcher, la anciana bibliotecaria a quienes los alumnos se referían como Caradeculo.
Otro de los atractivos de la biblioteca era un altillo en forma de medialuna que abarcaba la mitad del recinto. Dos barandales de madera delimitaban tanto el espacio elevado como el de la planta baja. Frente al acceso había una docena de mesas redondas, y más allá de la baranda estaban las estanterías de madera que alojaban los libros de libre consulta. Los niños podían echar un vistazo a éstos o incluso tomarlos para leerlos sin que fuera necesario solicitar un permiso especial a la señora Thatcher o a Michael, su ayudante. Para los libros especiales, que Caradeculo guardaba celosamente en el altillo, el proceso no era tan sencillo. Había colecciones completas de clásicos, obras ilustradas por artistas de renombre, incluso libros que databan de mediados del siglo pasado. La señora Thatcher se refería a ellos como tesoros y muy rara vez permitía que alguno de estos ejemplares abandonara la biblioteca. Si lo hacía, tenía que tener plena confianza en el niño o niña que se lo pedía y eso limitaba el círculo de afortunados a unos pocos.
A la derecha había un mostrador de madera largo y robusto. Tras él podía verse normalmente a Caradeculo, paseándose de un lado a otro como esos patos metálicos de las ferias que al dispararles dan media vuelta y se mueven en sentido contrario. La edad de la señora Thatcher era un misterio para muchos, y no sólo alumnos. Tenía el aspecto de una mujer de unos setenta años, pero esto era así desde hacía diez, o veinte, dependiendo de quién hablara. Bastaba echar un vistazo a algunas de las fotografías que decoraban la propia biblioteca para observar en todas ellas a la inalterable señora Thatcher, con sus gafas redondas y su cabello encanecido siempre recogido en un moño. En algunas, su rostro sonriente podía resultar incluso un poco espeluznante, como si se tratara de una aparición. De una a otra, los maestros envejecían, desaparecían, pero Gertrude Thatcher seguía allí, como si su rostro hubiera sido recortado de una única fotografía y pegado en el resto. Además, el hecho de que la anciana eligiera ubicarse siempre detrás de todos, asomando apenas como una intrusa, acentuaba su carácter espectral.
De cualquier forma, la señora Thatcher había logrado hacerse respetar. Su círculo de acción se limitaba a la biblioteca, pero allí era incluso más temida que la propia directora Blake. Bastaba una mirada de Caradeculo para que cualquier niño permaneciera congelado como una cucaracha al encender la luz de la cocina. No era en vano su apodo. Ver sonreír a la señora Thatcher era un acontecimiento extraordinario, como un eclipse total o un trébol de cuatro hojas. Si alguien pretendía ver una sonrisa en su rostro, podía olvidarse de ello, o dirigirse a una de las fotografías anuales colgadas en la pared.
Probablemente había sido el temperamento de la señora Thatcher lo que había convertido a la biblioteca en blanco de uno de los desafíos más populares de la escuela: el de inmiscuirse en el altillo y esconderse allí lo máximo posible. Si además el osado infiltrado quería colgarse una medalla adicional, traer consigo uno de los libros especiales podía ser una buena idea. La complicación más importante era que la señora Thatcher rara vez abandonaba la biblioteca. A diferencia del resto de los maestros, que elegían la sala de maestros o la propia cafetería para almorzar, ella prefería hacerlo tras el mostrador de atención. Las únicas ocasiones en que dejaba su puesto de trabajo eran para calentar su almuerzo, lo cual le demandaba no más de diez minutos, y las tres o cuatro incursiones al baño. Durante estos breves períodos era Michael quien quedaba a cargo de la biblioteca y resultaba el momento propicio para proceder con la maniobra de evasión. Normalmente un cómplice debía distraer al joven, lo que creaba las condiciones propicias para pasar por debajo de la cadena con que la señora Thatcher protegía la escalera.
El record actual de permanencia estaba en poder de Tommy Lomax. Casi ocho horas. Tommy gozaba de una reputación de lujo entre sus compañeros por méritos tales como lanzarle un vaso de Pepsi a la directora, trepar hasta la cima de una de las palmeras de la escuela y, lógicamente, la proeza en la biblioteca. Para lograr semejante hazaña había sido necesario inmiscuirse a primera hora, cuando la señora Thatcher hacía su primera incursión del día al baño. La ausencia de Tommy no pasó desapercibida, y tras una búsqueda minuciosa por toda la escuela se informó de lo ocurrido a los padres del niño y luego a la policía. El revuelo fue grande. Algunos niños sabían lo que Tommy había hecho y estuvieron a punto de delatarlo, pero por suerte para él no lo hicieron. El niño apareció a última hora, explicando que se había sentido mal y que no recordaba dónde había estado. Nadie le creyó, pero no pudieron contradecir su historia.
En la biblioteca reinaba un silencio más pesado que en el resto de la escuela, algo extraño dadas las circunstancias. Kathleen, que consideraba a la escuela como una extensión de su hogar, se sintió incómoda con esta nueva visión nocturna. Estiró el brazo con impaciencia y accionó el interruptor de la luz.
Judd y Paul cargaban a Michael, todavía envuelto en la manta.
—¿Dónde quiere que lo dejemos? —preguntó Judd.
—Allí estará bien —respondió Kathleen señalando la parte de atrás, dónde la señora Thatcher almacenaba los libros de libre consulta.
La directora llevaba consigo dos colchonetas. Avanzó con ellas entre las estanterías y las colocó contra la pared.
—¿Aquí? —preguntó Judd, contrariado—. Apenas hay espacio.
—Michael estará más tranquilo. —El tono de la directora traía implícito el hecho de que no pensaba someter el asunto a un debate general.
—Está bien, lo que usted diga.
Judd depositó a Michael sobre las colchonetas. El muchacho dormía. Paul se mantuvo en silencio todo el tiempo.
—Yo dormiré arriba —anunció Kathleen—. En caso de que algo le suceda, estaré cerca.
—¿Quiere que traiga algunas colchonetas adicionales para usted? —preguntó Judd, e inmediatamente imaginó a la directora durmiendo en la biblioteca y su cerebro ordenó el despegue del transbordador Fantasy I en su universo mental. Quizás más tarde podría espiarla mientras dormía… O tocarla. Si ella se daba cuenta podría aducir que quería despertarla.
—No es necesario.
—¿Qué?
—Que traigas más colchonetas. Eso me has preguntado, ¿no? Yo iré a por ellas. Gracias, Judd.
Salieron de la biblioteca. Al cruzar el umbral a ninguno de los tres se le ocurrió volverse (¿por qué lo harían?), pero de haberlo hecho hubieran advertido la presencia de una niña en el altillo, aferrada con ambas manos al barandal de madera. La niña los observó en silencio mientras se marchaban. Un fulgor celeste la envolvía.
Ally y Paul estaban solos en el vestíbulo, sentados en un escalón, de cara a la puerta principal.
—Está todo muy quieto —dijo Ally al cabo de un rato.
Paul, que había estado a punto de hacer la misma observación, se limitó a asentir.
El camino privado de la escuela Woodward era un amplio acceso de asfalto. Partía de la carretera 26 y atravesaba más de doscientos metros de jardines hasta una rotonda justo frente al edificio. Desde allí era posible regresar o tomar los otros caminos hasta los edificios Parker y Clayton. El reloj de pie, junto a la rotonda, definitivamente estaba descompuesto. Paul había comprobado que seguía marcando la misma hora desde su llegada. En los jardines había varias mesas de madera diseminadas, y Paul examinó una cuantas sin motivo alguno, hasta que su atención se fijó en su Ford, aparcado en silencio.
—No me has hablado de tu hermano —ensayó Paul. Supuso que hablar del hermano de Ally los llevaría al aula 19, donde sabía que ella había estado un rato antes y no la había pasado nada bien.
—Su nombre era Michael —dijo Ally—. Michael Brown.
Él asintió.
—¿Lo recuerdas de tu investigación?
A Paul el nombre le resultó familiar. Había hecho averiguaciones de cada uno de los niños muertos en la tragedia para incluir una breve reseña en sus artículos. Sin embargo no pudo recordar detalles específicos.
—Recuerdo su nombre —se limitó a decir.
—Tras la muerte de mi madre, mi hermano mayor fue muy importante para mí. Tú sabes, cuando tienes seis años no puedes entender la muerte de un ser querido, y menos la de tu madre. Los hermanos mayores son una especie de Dios todopoderoso.
—No tengo hermanos. Siempre lo he lamentado.
—Me aferré a él como no puedes imaginarte. Cuando mi madre murió arrollada por una motocicleta, un oficial de policía se presentó en mi casa y nos dio la noticia. Yo estaba presente. Habíamos comprado una furgoneta nueva y todo parecía perfecto. Es increíble que pueda recordar un día con tanto detalle, pero así es.
Ally mantenía la vista fija en algún punto de los jardines. Afuera todo estaba envuelto por un frío manto lunar. Tres o cuatro farolas proyectaban sus conos blancos aquí y allá. Siguió hablando con cadencia hipnótica, como si soñara despierta.
A los seis años, Ally había desarrollado una fascinación por los personajes de Disney. Pasaba horas dibujándolos de memoria. Su abuela y su tía le habían regalado algunos muñecos, que ella guardaba celosamente en su habitación como si se tratara de valiosos tesoros. Apodó a su hermano Mickey desde que tenía uso de razón y en poco tiempo incluso su familia lo adoptó.
Mickey fue fundamental a la hora de enfrentar la muerte de Beth. No es que su padre no lo hubiese sido, pero para Joe la muerte de su esposa constituyó una experiencia devastadora de la que nunca pudo reponerse enteramente. Nunca volvió a ser el mismo. Si cada día despertaba con la fuerza suficiente para llevar adelante su trabajo y a duras penas proveer a su hogar del sostén necesario, era sólo porque tenía dos hijos que lo necesitaban. Nunca fue un hombre de quejarse o exteriorizar su dolor; Joe prefería batallar diariamente con sus propios fantasmas.
Ally en cambio necesitó siempre preguntar las cosas en voz alta, gritarlas si hacía falta. ¿Por qué el hombre de la televisión no me responde? ¿Por qué la señora Babs tiene tantos gatos? ¿Por qué mamá se ha ido al cielo? Y Mickey siempre estuvo allí para escucharla. Decir que la familia se desintegró después de la partida de Beth resultaba una obviedad. Joe tenía una hermana en New Hampshire a la que apenas habían visitado hasta entonces, y de buenas a primeras Ally y Mickey empezaron a visitarla con frecuencia.
La tía Lorraine había enviudado a la insólita edad de treinta y cinco años y su primera determinación a la hora de encausar su nueva vida había sido vender la casa en la ciudad y comprar un terreno en el sitio más inhóspito que le fuera posible. Fue así como adquirió diez hectáreas y una casa destartalada en Merrimack. Lorraine disponía de un pequeño motor a kerosén que le servía para generar energía y debía recorrer más de veinte kilómetros en busca de un garrafón de gas. El agua la extraía de un pozo y la filtraba ella misma. Se alimentaba de su propio huerto y de los animales que criaba. ¡Ah!, y estaban las orquídeas, su pasión. Tenía una variedad increíble y dedicaba buena parte de su tiempo a ellas. Si le era posible, las intercambiaba en el pueblo o viajaba a la ciudad para venderlas. El dinero que obtenía de sus flores lo invertía íntegramente en ellas, o en sus sobrinos.
A los niños les encantaba visitarla. Contrariamente a lo que cabría suponer, la falta de televisión o alimentos frescos no parecía incomodar a los pequeños. Lorraine contaba con diez hectáreas de terrenos salvajes que constituían un desafío para ambos. Allí correteaban a su antojo, construían casas en los árboles o inventaban juegos con los que pasaban horas ensimismados. Lorraine les preparaba el desayuno, consistente en pan horneado por ella y mermeladas de elaboración propia, les servía un buen vaso de leche a cada uno y por lo general conversaban un rato antes de ir a jugar.
Uno de los paseos preferidos de los niños consistía en visitar el camión abandonado. La única condición para ir allí era que Lorraine debía saberlo. El camión abandonado, un modelo prehistórico que había permanecido oculto en la maleza por quién sabe cuánto tiempo, estaba casi en el límite de la propiedad. Para llegar a él era necesario recorrer más de medio kilómetro y atravesar un arroyuelo. Además debían llevar repelente para los mosquitos y calzado apropiado. Lorraine había visto serpientes en sólo dos oportunidades merodeando su propiedad, pero había alertado a los niños de todas maneras. Si veían una… debían regresar inmediatamente.
El desafío a la hora de la travesía consistía en buscar rutas alternativas. Normalmente Mickey iba adelante, con una rama que utilizaba para apartar la maleza. Ally avanzaba detrás, también armada con una rama y un recipiente con provisiones. Uno de los momentos predilectos de Ally era cuando se detenían para alimentarse. A veces lo hacían incluso tan cerca de la casa que hubiera hecho reír a cualquiera. Mickey tomaba la expedición con suma seriedad y Ally, que buscaba imitar a su hermano en cuanto podía, no se quedaba atrás.
El sitio para dar cuenta de las provisiones debía ser un lugar plano, sin maleza, de ser posible con algunas rocas o troncos caídos para poder sentarse. Normalmente comían los panecillos con queso que Lorraine les había preparado y Mickey exponía sus teorías acerca de dónde debía estar el camión abandonado. Sabían que debían encontrarlo antes de que el sol estuviera a media altura, lo cual les daba el tiempo suficiente para regresar antes del anochecer.
Lorraine sabía que los niños no corrían peligro en su propiedad. Estaba delimitada, y confiaba en que ellos no intentarían ir más allá. Por otro lado, la casa estaba emplazada junto a un álamo gigantesco que era visible desde cualquier punto de sus diez hectáreas. Los niños no tenían más que seguir el álamo para regresar a la casa. Era un secreto que Lorraine le había confiado a Mickey por ser el mayor. Para Ally, que no estaba al tanto y que además a sus seis años no era del todo consiente de la extensión de las tierras de su tía, el modo en que su hermano se las arreglaba para hacerlos regresar a casa sanos y salvos no dejaba de resultarle mágico.
Una vez que encontraban al camión abandonado no había mucho para hacer más que contemplarlo y regresar. La antigua carrocería estaba vuelta hacia un costado y era un amasijo de hierros oxidados. Normalmente no permanecían allí más que media hora y regresaban con los rayos oblicuos de la tarde marcando el camino hacia la casa.
Ally solía ponerse nerviosa al final. Era pequeña y su valentía tenía un límite. Cuando esto ocurría Mickey no se burlaba de ella; eso le gustaba de su hermano. Él le decía que llegarían a la casa muy pronto y que la tía los estaría esperando con algún bocadillo, les leería un cuento o les contaría uno de memoria y todo estaría bien.
Mickey siempre tenía razón. Ally confiaba en él ciegamente.
—En ese momento era apenas una niña —dijo Ally—, y amaba a mi hermano, pero fue con el tiempo, conociendo a otras personas, que comprendí cuan especial era.
Paul se sentía sorprendido por la capacidad narrativa de su interlocutora. Pensó en su escueta reseña acerca del niño muerto en el aula 19 y comprendió lo vacía que podía resultar frente a un relato de la riqueza del que acababa de escuchar.
Ally hizo una pausa para encender un cigarrillo. Le quedaban apenas dos. Registró mentalmente el dato con un dejo de resignación. Aspiró el humo y lo lanzó hacia arriba. Una nube se arremolinó sobre sus cabezas.
—¿Te molesta que te hable de esto?
—Claro que no —dijo Paul, y soltó una pequeña mentira—. No tengo sueño.
—Me hace bien hablar de Mickey. Las visitas al camión abandonado no eran nuestra principal atracción…
La atracción principal consistía en capturar insectos. Mickey los coleccionaba.
La ventaja de coleccionar insectos muertos era que se conservaban perfectamente sin necesidad de ningún tratamiento especial. El único enemigo eran las bacterias, contra las cuales Mickey había aprendido que un par de bolillas de naftalina eran suficientes. Una vez que los insectos se secaban, el interior se deshidrataba y endurecían solos. Mickey utilizaba un alfiler para fijarlos a unas maderas forradas con tela blanca y las rotulaba: orugas, arañas, langostas y escarabajos. Había abandonado la colección de mariposas por petición expresa de Ally, quien le había anunciado con total solemnidad que si él seguía empecinado en matar mariposas ella no participaría más de las búsquedas.
Las expediciones tenían dos propósitos específicos. El primero, revisar las trampas que habían colocado en días anteriores y abastecerlas si era necesario, y el segundo, el estar atentos a nuevos lugares donde pudieran esconderse los insectos. Los preferidos eran debajo de rocas o troncos podridos, también en la corteza de los árboles. Las trampas estaban constituidas por frascos de vidrio enterrados al ras del suelo. En el interior colocaban fruta, que al pudrirse se convertía en un manjar irresistible para los insectos.
Normalmente avanzaban despacio, en silencio, surcando senderos formados naturalmente y valiéndose de ramas para remover la hierba y las piedras pequeñas. Usaban viejos guantes de goma cuando era necesario levantar alguna piedra más pesada o remover las cortezas. Ally se sentía incómoda con los desproporcionados guantes de su tía Lorraine, pero esa había sido una de las condiciones para poder acompañar a su hermano en primer lugar. Había insectos peligrosos que podrían picarla. Ninguno le haría un daño serio, pero sí le causarían mucho dolor.
Con el tiempo cada uno había desarrollado sus habilidades especiales, y sus preferencias. Para Ally, encontrar una oruga representaba toda una fiesta; aunque sentía un poco de pena por ellas cuando su hermano las mataba. Las orugas estaban indefensas, tenían un veneno poco poderoso y eran ciegas. Resultaba muy sencillo capturarlas. Además las orugas eran las más adeptas a las trampas enterradas.
Con el tiempo Mickey fue perdiendo el interés por las orugas y los caracoles y en general por todos los insectos a los que denominaba tontos. Si aún los seguía incluyendo en su colección era porque a Ally le gustaban y eran los únicos que él le permitía atrapar. Cuando encontraban una oruga, era Ally la encargada de agarrarla con el guante de goma y colocarla en el frasco de captura. Para ella constituía todo un logro y Mickey solía felicitarla y revolverle el cabello. Pero el verdadero desafío eran las arañas. Mickey se había convertido en un experto. Sabía distinguir una araña común de una especial. A las primeras apenas les prestaba atención, no importaba su tamaño. Había arañas grandes que casi podían incluirse dentro de la categoría de los insectos tontos; eran las de cuerpos diminutos y patas largas y delgadas como cabellos. De vez en cuando, sin embargo, se topaban con alguna araña verdaderamente temible. Cuando esto ocurría, Ally por lo general corría a esconderse detrás de su hermano, y si además ella había sido la descubridora, lanzaba un grito que alertaba inmediatamente a Mickey. Las arañas no eran estúpidas, eso era lo primero que había que tener en mente a la hora de enfrentarse a una. Para empezar, eran insectos que estaban perfectamente capacitados para atacar y huir. Lo hacían todo el tiempo. La manera correcta de actuar frente a ellas era permanecer muy quieto y estudiarlas. Generalmente ellas hacían lo mismo, con sus decenas de ojos, prestas a mover sus ocho patas a la velocidad de la luz para marcharse o saltarnos encima. A Mickey lo habían picado dos veces. El comportamiento de las arañas en un enfrentamiento era básicamente impredecible. Podían huir o dar batalla, independientemente del tipo de araña, su tamaño o el de su oponente. Este era uno de los atractivos a la hora de vérselas con ellas. Mickey sostenía que el mayor valor de su colección de insectos estaba en el hecho de conocerlos, catalogarlos y aprender, pero también en capturarlos. Si la araña decidía huir, lo mejor era bloquear su avance con una rama, o con el propio guante de goma. Cuando el propósito era capturarla para clavarle un alfiler y exhibirla en una colección, aplastarla con la suela del zapato no era la solución. Interrumpir su avance con algún objeto podía obligarla a que se detuviera, y entonces bastaba con colocarle encima el frasco atrapador. Si la araña decidía atacarnos en vez de huir, encerrarla era más sencillo, si conseguíamos salir airosos del ataque, claro.
Una vez que el insecto había sido detectado y, de ser necesario, encerrado en el frasco atrapador, había dos maneras de matarlo. La más sencilla era traspasarlo al frasco de captura, donde —además de los otros insectos— había dos o tres copos de algodón impregnados en alcohol o algún solvente. En cuestión de segundos, los insectos que tenían la desdicha de terminar en el frasco de captura experimentaban un estado de atontamiento primero y por último morían. Mickey le había asegurado a Ally que no sufrían en absoluto.
Había ocasiones, sin embargo, en que el frasco de captura no era efectivo, especialmente en el caso de las arañas, que solían enloquecer bastante y trasladarlas a otro recipiente para que agonicen podía no ser una buena idea. Detestaban las superficies de cristal. Cuanto menos se manipulara una araña enfurecida, mejor.
Para estos casos existía otra solución. Ally la había bautizado simplemente la otra forma. Cada vez que algún insecto la atemorizaba, Ally solía pedirle a Mickey que no lo liberase, que no lo dejase escapar…; le decía que lo matara de la otra forma. Y entonces Mickey aferraba el frasco con ambas manos mientras éste aún estaba en el suelo con el insecto dentro. Podía ser una araña pero también alguna langosta de buen tamaño. Hacía girar el frasco hasta lograr enterrarlo parcialmente en la tierra. De esta manera, le había explicado Mickey a Ally, el oxígeno no tenía manera de entrar al frasco. Después Mickey le pedía a su hermana que apoyara las manos sobre las suyas y que se concentrara. Él cerraba los ojos y hacía la cabeza a un lado. Ally, por lo general, no podía apartar la vista del frasco. Al principio el insecto permanecía inmóvil, probablemente advirtiendo que algo no andaba bien. Luego comenzaba a desplazarse con vehemencia de un lado a otro acuciado por la falta de oxígeno. Los movimientos eran tan rápidos y desesperados que Ally apenas podía seguirlos con la vista. Mickey le había dicho que de aquel modo los insectos sufrían un poco…, sin embargo la lucha desesperada por mantenerse con vida despertaba en Ally una fascinación especial. Incluso años después le sería difícil explicar el porqué.
Cuando el insecto moría, lo hacía con un último aliento retorcido. Mickey solía abrir los ojos instantes después, como si hubiera intuido el final de la criatura. Muchas veces lo hacía con los ojos húmedos. Ally observaba el frasco como hipnotizada. El animal había muerto.
—Echo de menos las visitas a casa de tía Lorraine —dijo Ally—. Hace años que no la visito. Mi padre habla con ella de vez en cuando; sé que sigue en Merrimack, cultivando sus orquídeas.
—¿Tú podrías vivir como ella?
—¿Aislada?
Paul asintió.
—No lo creo. ¿Tú?
—Lo he pensado seriamente, después de lo de mi esposa.
Ally apagó su segundo cigarrillo en el suelo. Se sentía cansada. Había aprendido a combatir el sueño hacía tiempo, podía resistir un par de días sin dormir, sin embargo ahora se sentía extenuada física y mentalmente. Probablemente el incidente en el aula 19 tuviera gran parte de la culpa.
—La batería no resistirá mucho tiempo —dijo de pronto Ally.
Paul no supo a qué se refería la muchacha hasta que vio que tenía la vista puesta en el Ford, aparcado frente a la escuela. La luz interior seguía encendida. Se suponía que aquella luz debía apagarse algunos segundos después de que la portezuela se cerrara.
—Puede que alguna de las portezuelas no esté bien cerrada.
—Es posible.
Todo era posible.
—Es una noche asombrosamente tranquila —dijo Ally.
—Demasiado tranquila para mi gusto. De haber tráfico en la carretera a alguien podría llamarle la atención que la escuela esté iluminada. Quizás podrían dar aviso a la policía.
—Será extraño pasar la noche aquí.
Guardaron silencio un momento.
—¿Ally? ¿Qué te ocurrió en el aula 19?
—Paul, por favor.
—Si no quieres hablar, sólo dímelo.
—No sé si quiero hablar de eso, ahora.
—Ally…, todas las puertas de la escuela están bloqueadas. No se me ocurre algo tan descabellado como eso, y sin embargo, allí, tú temblabas de miedo.
—Basta. Se cortó la luz y me asusté.
—El aula 19 es la razón por la que estamos aquí —dijo Paul más para sí que para Ally.
—¿Puedo preguntarte algo, Paul?
—Adelante.
—¿Qué les ocurrió a los niños del aula 19?
—Supongo que no crees en la versión oficial.
—Por supuesto que no. Nadie la cree. Tú has investigado esto a fondo, has escuchado todas las campanas. Incluso has estado con Hannigan en la cárcel.
—Sí, he estado con él. Lo que no recuerdo es haberte hablado de ello…
Ally calló.
—Todo el mundo leyó tus artículos —dijo por fin.
—Si tú lo dices.
—Piensa lo que quieras —Ally comenzó a ponerse de pie. Paul la detuvo asiéndola por el antebrazo.
—Perdón. No debí decir eso. Por favor, siéntate.
Ella lo hizo.
—No tengo una teoría paralela de lo que ocurrió. Cuanto más me adentraba en la investigación, más incierto era todo.
Paul dejó de hablar y bostezó.
—En el aula 19 escuché voces —dijo Ally de repente, casi sin pensarlo.
—¿De niños?
—Sí.
—¿Qué hacías en el aula 19?
—Aunque te resulte ridículo, no lo sé. Supongo que he sentido curiosidad por ver el lugar. Fue muy extraño. Las voces provenían de todas partes.
Ally hablaba despacio, como si confesara un crimen.
—Eran las voces de los niños muertos, Paul. No me preguntes cómo puedo saberlo… No escuché la de Mickey específicamente.
—¿Has visto a alguien?
—No. Estaba oscuro. Pero cuando entré, coloqué un pupitre para mantener la puerta abierta, y en determinado momento se movió y la puerta se cerró.
Paul la observaba con el entrecejo fruncido.
—Sí, lo sé —agregó Ally—, parece salido de un episodio de la Dimensión desconocida. Es descabellado.
—No más que las puertas bloqueadas.
—¿Qué está ocurriendo, Paul?
Él se puso de pie y caminó por el vestíbulo. Se detuvo frente al cristal.
—No sé qué está ocurriendo —reflexionó en voz alta—. En cuánto Michael despierte podremos hablar con él. Algo lo ha impulsado a llamarme y quizás ha visto u oído lo mismo que tú.
Ally se abrazó las rodillas y se balanceó. Sentía deseos de fumar un cigarrillo, pero sabía que en el envoltorio quedaba sólo uno. Lo reservaría para cuando salieran. Lo fumaría bajo el rayo del sol, descendiendo las escalinatas de la escuela.
Paul reflexionaba acerca del hecho de que ese día se cumpliera el décimo aniversario de la tragedia del aula 19. Ally había dicho una gran verdad hacía un momento: quizás era él quién más a fondo había estudiado el caso. ¿Podía aquello tener una explicación racional? ¿Las puertas bloqueadas?, ¿las voces?
Difícilmente.
—¿Qué es eso? —preguntó Ally.
La muchacha estaba muy cerca de la parte del cristal donde Judd había estrellado su bate.
—¿Qué? —Paul se acercó.
—Sobre aquel banco de madera. Lo he estado observando desde hace un rato. ¿Lo ves?
Ella señaló con el dedo índice hacia el costado derecho, sin embargo el cono de luz proyectado por una de las farolas no alcanzaba a cubrir esa zona con claridad. Paul, que había perdido algo de visión en los últimos años, tuvo que hacer un esfuerzo para reconocer los contornos de la mesa de madera y los dos bancos colocados a los lados.
—Déjame probar algo —dijo Ally mientras cruzaba el vestíbulo a la carrera y apagaba las luces.
Quedaron a oscuras.
A medida que la vista de ambos se fue acostumbrando, los contornos en el exterior se dibujaron con mayor claridad.
—Fíjate sobre el banco de madera, en el extremo.
Paul lo hizo. Esta vez sí vio lo que ella le mostraba.
—¿Cuánto tiempo lleva allí? —preguntó Paul.
—Desde que tú te has puesto de pie. Pero antes no había mirado en esa dirección; quizás lleve allí mucho más tiempo.
—No puede ser posible.
Siguieron con la vista clavada en el extremo del banco durante dos minutos más. Lo que veían era un pájaro de pecho blanco, con alas y cabeza negra. Probablemente una golondrina. Estaba erguida e inmóvil.
—Es como si estuviera embalsamado —dijo Paul en voz baja.
—Paul, no hemos escuchado un solo vehículo lejano, las luces de tu coche siguen encendidas, ahora ese pájaro estático. Todo parece… congelado.