Noviembre 5 de 1993
Fragmento televisivo
Twin Pines es testigo de una tragedia sin precedentes. Hace instantes, portavoces de la policía han dado a conocer la terrible noticia que confirma que los catorce niños del cuarto grado B de la escuela Woodward han perdido la vida en un misterioso episodio.
El infortunado hallazgo se produjo alrededor de las once de la mañana cuando una de las maestras, cuya identidad no se ha dado a conocer, abrió la puerta del aula 19 y se encontró con el inesperado espectáculo. Según ha trascendido, los cuerpos de los niños presentaban un estado de…
Diez años después.
Mientras Judd Wilson cruzaba el vestíbulo, un ramillete de sombras se deshojaba a su paso como los pétalos de una flor muerta. Era el cuidador, y por las noches la escuela Woodward le pertenecía. Vagaba en penumbras, amo y señor en su palacio solitario.
Un letrero en la pared del ala Oeste rezaba:
ADMINISTRACIÓN
Judd dio el primer paso, desafiante. Avanzó junto a una serie de aulas y despachos hasta que el corredor giró hacia la derecha y se hizo más estrecho. La iluminación que se filtraba desde el exterior allí no era tan buena. Sopesó la idea de encender las luces, pero finalmente no lo hizo. Casi al final, a la izquierda, estaba la puerta del despacho de la directora Kathleen Blake, y el solo hecho de concentrarse en ella hizo que esbozara una sonrisa.
Llevaba más de diez años como cuidador. Aceptar el empleo había sido idea de Goldie, y Judd por aquel entonces procuraba someter a cierta consideración a las peticiones de su esposa. Eso había sido antes del cambio —la metamorfosis, decía su amigo Carter—, cuando ella engordó como un pez globo, se embarazó de los gemelos y se convirtió de buenas a primeras en una mujer irritante; incluso su tono de voz se volvió más agudo y chillón. Antes de eso la convivencia con ella había sido algo conveniente para Judd, pero después…, después simplemente perdió la gracia. Goldie mantuvo su figura de hipopótamo y se volvió obsesiva con Judd, lo amenazó con dejar su empleo en la lavandería si él no conseguía uno, rompía en llanto cada vez que él visitaba a sus amigos; ni siquiera los golpes parecían enderezarla. Por ese entonces Goldie se marchaba a casa de sus padres al menos una vez por semana. El problema (o la solución, dependiendo de cómo se lo mire) fue que Judd comenzó a disfrutar de los días sin su esposa e hijos. Redescubrió, en plena edad adulta, el carácter solitario que había marcado su niñez. Entonces vino el empleo en la escuela y terminó de entenderlo todo. Había encontrado su lugar, finalmente. En el sexto cumpleaños de los gemelos Goldie le pidió el divorcio y él se lo dio gustoso, junto con una paliza cortesía de la casa.
Del soporte que pendía del cinturón de su uniforme cogió el manojo de llaves, las pasó una a una con presteza hasta que dio con la que necesitaba y la introdujo en la cerradura del despacho de la directora. Cuando escuchó un suave clic, observó hacia ambos lados como si alguien pudiera verlo. Empujó la puerta con el pie exactamente a las nueve treinta de la noche.
Por lo general no visitaba el despacho de la directora durante el día, y si lo hacía era para recibir una instrucción o incluso una reprimenda. En este último caso Judd se limitaba a bajar la cabeza y fingía estudiar el suelo de madera, la mujer lanzaba su discursito recatado y él se marchaba, cabizbajo y afectado. Si había algo de lo que podía jactarse en los más de diez años que llevaba ejerciendo como cuidador, era de haber conseguido que la directora Blake lo considerara un empleado leal y sumiso. Especialmente esto último.
Ahora la habitación le pertenecía. Conocía cada objeto: las fotografías que adornaban el despacho, los libros de enseñanza, el archivador con el historial de cada alumno; lo sabía todo. Avanzó unos pasos y cogió del escritorio una fotografía reciente en la que aparecía la mujer junto a su hijo de quince años. Judd había visto al muchacho crecer a través de aquellas fotografías, del mismo modo que había visto despedirse al marido del reino bidimensional de marquitos dorados. Se acercó con la fotografía a la silla de cuero que normalmente ocupaba la directora Blake, sin preocuparse por memorizar la ubicación de cada cosa para devolverla más tarde a su sitio exacto. Con el tiempo había aprendido a hacerlo de un modo automático. Las incursiones al despacho habían sido en un principio diarias y prolongadas, aunque últimamente se había impuesto limitarlas a los días miércoles.
Se sentó pesadamente. En la fotografía Kathleen sonreía. Su hijo sostenía un trofeo de hojalata mientras ella le enlazaba el cuello con un brazo. Judd podría haber reproducido la escena en un papel de haber sido alguien con talento para eso. No se consideraba una persona observadora —su padre le había dicho desde niño que si fuera posible para una roca convertirse en persona, Judd Wilson sería el resultado—, tampoco era un hombre sensible, sin embargo el modo en que la blusa de Kathleen se llenaba con el peso de sus pechos lo fascinaba de un modo inexplicable, casi poético, aunque él no hubiese leído una poesía en su vida.
Devolvió la fotografía al escritorio, esta vez frente a sí. Más tarde la colocaría en su posición habitual.
Se deleitó con la mezcla de negros y celestes de la habitación. Esa noche había luna, por lo que el resplandor proveniente del exterior era más intenso que de costumbre. Nunca encendía la luz artificial estando allí dentro, era una de sus reglas. Si era necesario se valía de su linterna. Encender la luz rompía la magia, lo sabía perfectamente. De este modo, las aristas de los archivadores junto a la puerta destellaban como hojas de espadas, un globo terráqueo se asemejaba a una bola espejada y el vidrio que cubría el escritorio era un océano calmo. Los objetos sobre él, incluida la fotografía de Kathleen junto a su hijo con el trofeo de hojalata… flotaban.
Permaneció quince minutos sentado sin hacer nada más que observar. Cuando se puso de pie, la silla recuperó su altura original y el sonido del aire escapando de la cápsula en la base se mezcló con el de su propia respiración. Fijó la vista en el extremo opuesto del despacho y lentamente se encaminó hacia allí.
La biblioteca de Kathleen era apenas un cuerpo de cinco estantes. No tenía sentido conservar ejemplares allí cuando la escuela disponía de una nutrida biblioteca, le había dicho ella una vez. En el segundo estante desde la parte superior, tres libros contando desde la izquierda, un ejemplar pequeño fue el que Judd deslizó hacia afuera valiéndose del dedo índice. Capturó el ejemplar y lo estudió como si no lo hubiera hecho cada miércoles durante los últimos dos años. Era un libro pedagógico, le bastaba con saber eso. Lo abrió y deslizó sus dedos dentro de un sobre de papel adherido a la sobrecubierta. Palpó la forma de una llave diminuta. La extrajo y la sostuvo frente a sus ojos como lo haría un joyero con un diamante exageradamente grande.
Dar con aquella llave había sido una de sus genialidades.
Durante mucho tiempo había sabido de su existencia. A fin de cuentas, de algún modo debía abrirse el cajón inferior del escritorio. Aunque también es justo decir que al principio el dichoso cajón no le había interesado gran cosa. La escuela estaba repleta de archivadores cuyas llaves él no poseía, y ninguno le quitaba el sueño. Supuso que este en particular contendría más papeles inútiles, documentos personales poco interesantes para él o cosas por el estilo. Pero el incidente del chico Lomax lo cambió todo…, y despertó su curiosidad.
El episodio había tenido lugar en la cafetería, un par de años atrás. Tommy Lomax, por ese entonces un niño de cuarto grado, había dictaminado que otro niño más pequeño no podía ocupar la misma mesa que él, y aunque Judd no recordaba el nombre del niño en cuestión, suponía que había sido alguno de los tantos especímenes blanquecinos de frenos dentales gigantes y voz de niña asustada que con inquietante frecuencia aparecían en la escuela. La cuestión es que Tommy le dijo a Blanquecino que se largara, que no podía permanecer allí porque a él no le apetecía, todo ignorando que la directora Blake estaba justo detrás, escuchándolo. Nadie advirtió a Tommy de este detalle. Blanquecino aprovechó la oportunidad para espetarle a su contrincante que no era nadie para decidir quién ocupaba las mesas y quién no, lo que hizo que Tommy reaccionara y le lanzara un vaso de refresco, justo en el momento en que la directora Blake lo agarraba del brazo para impedírselo.
Resultó una desgracia para Kathleen que no le llamara la atención al niño antes de proceder a detenerlo. Quizás de ese modo hubiese evitado que por lo menos un cuarto litro de Pepsi espumante fuera a parar a su blusa.
Adivinar el contenido del cajón no fue difícil, encontrar la llave que lo abría sí lo fue. Judd inició una búsqueda minuciosa por las noches. No había tenido la certeza de que la llave estuviera en el despacho —era altamente probable que la mujer la llevara consigo—, sin embargo una vocecilla lo instó a seguir noche tras noche con la búsqueda. Registró cada rincón, cada escondite posible. Fue durante aquellas requisas que aprendió la ubicación de los objetos y a regresarlos a su posición original casi sin darse cuenta. Trabajó metódicamente durante un mes, el tiempo suficiente para desanimar a cualquiera, pero no a él. Si había algo que a él le sobraba era tiempo. Y finalmente la encontró.
Ahora, pasados más de dos años desde el episodio de Tommy Lomax y Blanquecino, Judd sostenía la llave con el mismo entusiasmo que la primera vez. Con ceremoniosa parsimonia regresó al escritorio y abrió el cajón, para luego depositar la llave junto al retrato familiar. Sabía que no olvidaría regresarla a su sitio antes de marcharse, pero igualmente era conveniente no fiarse demasiado.
El contenido del cajón no había cambiado sustancialmente con el paso del tiempo. Había una caja con las fotografías que habían dejado de decorar el despacho, también una agenda en desuso y, desde luego, la muda de ropa para emergencias: una blusa, una falda y un conjunto de ropa interior completo. Judd apartó la blusa y la falda y sacó el conjunto de ropa interior. Era negro, uno de los siete que el cuidador ya conocía: una pieza delicada cuyo principal atractivo consistía en una parte transparente con diminutas florecillas incrustadas. Judd disponía de una lista mental de cada conjunto de ropa interior de la directora y éste era uno de sus predilectos.
También escogió una de las fotografías de la caja. Las conocía a todas a la perfección, y esta vez se permitió una de las especiales. En ella se veía a Kathleen unos años más joven, probablemente cinco o seis, con otras dos mujeres a las que él no conocía personalmente. Estaban abrazadas. Judd la colocó junto al teléfono, para poder verla.
Se puso de pie. Desabrochó su cinturón como si disfrutara cada pequeño movimiento, y deslizó su pantalón hasta el suelo. Uno a uno retiró sus pies. Normalmente permanecía con la camisa y la chaqueta puesta y no tenía intenciones de cambiar esta vez. La temperatura en el interior de la escuela era de unos quince grados; los miércoles se permitía dejar encendida la caldera unas horas más que lo necesario.
Se arrellanó en la silla. Su cabeza cayó hacia atrás.
La luz proveniente del exterior se intensificó. El resplandor azulado fue reemplazado por rayos de un sol blanco. Motas de polvo se arremolinaban. El bullicio producido por decenas de niños creció en los corredores de la escuela Woodward.
Kathleen no tardó en presentarse. Abrió la puerta y sonrió. Mordisqueaba la parte superior de un lápiz: un mal hábito que podía controlar frente a los niños pero que se permitía cuando no había uno cerca. No pareció sorprendida al toparse con el cuidador detrás de su propio escritorio.
Hola Judd. Espero no haberte hecho esperar.
La mujer se aproximó. Se llevó las manos al cabello y lo masajeó. Usualmente lo llevaba recogido en una cola de caballo, pero no ahora. Ahora se valía de sus manos para deslizarlas por sus mejillas y luego peinar su cabello una y otra vez. Judd seguía el mismo ritmo con su mano derecha, mientras ella se mecía levemente y le decía que había tenido un día fatal, que los niños eran cada vez más difíciles de controlar. Se quitó la ropa desprendiendo cada uno de los botones de su blusa, sonriendo, con el cabello desordenado cubriendo parcialmente su rostro.
¿Tienes algo para mí, Judd?
Después de la blusa llegó el turno de la falda. Kathleen llevaba puesto el conjunto de ropa interior negro, aquel cuyo sujetador tenía esa tela transparente con diminutas florecillas incrustadas.
Apuesto a que sí tienes algo para mí…
Kathleen no esperó a que él respondiera. Su sonrisa era de complicidad. Se llevó las manos a la espalda y comenzó a desprender el sujetador, pero no lo dejó caer. Judd se sacudió en la silla, agitándose con vehemencia. Ella siguió contorneándose unos segundos, describiendo curvas con sus caderas, hasta que con lentitud apartó sus manos, permitiendo que sus pechos se sacudieran, ahora desprovistos de la contención del sujetador.
Judd suspiró. Sintió una energía primitiva deslizándose hacia su miembro, encendido como un cartucho de dinamita a punto de explotar. Kathleen no se quitó las bragas, ni las medias, en cambio se acercó, sosteniendo el sujetador por un extremo como si se tratara de la cola de un roedor, y cuando estuvo lo suficientemente próxima dejó caer la prenda sobre el rostro extasiado de Judd. Éste pudo sentir la textura suave del sujetador y cómo un aroma delicado y floral lo invadía. Sacó su lengua rechoncha y la deslizó por la tela delgada. Pudo sentir la textura de las diminutas incrustaciones.
Kathleen se arrodilló. Lo observaba con los ojos bien abiertos y la lengua recorriendo su labio superior e inferior formando círculos.
A Judd le gustaba ver a la directora de ese modo, con el rostro en medio de sus rodillas y el cabello suelto. La boca abierta. Los ojos grandes y encendidos. Era aquel brillo depravado el que lo enloquecía. Se sacudió con frenesí. Los tendones del cuello se tensaron, sosteniendo su cabeza ancha por la que se deslizaban pequeñas gotas de sudor. Ahora mordía el sujetador. Lo masticaba. Las manos de Kathleen se aferraban a sus rodillas como garras. Judd bufaba. Kathleen inició una serie de ronquidos bajos, farfullando palabras apenas audibles, debatiéndose con la boca abierta. El aire se volvió espeso. El cuidador jadeaba…, la sangre fluía en ríos furiosos hacia su entrepierna, donde su mano aferraba el órgano con vida propia. Cerró los ojos. La habitación desapareció y una descarga eléctrica viajó por su cuerpo en torrentes descontrolados hasta la punta de su miembro, donde se concentró durante una milésima de segundo en la que Judd se sintió reducido a un punto, a la mínima expresión espacial, y posteriormente el desprendimiento de una energía nuclear, partiendo en todas direcciones como una estrella que explota en mil pedazos.
Emitió un último quejido ahogado y abrió los ojos.
El despacho de Kathleen Blake continuaba en penumbras. Se puso de pie y se valió de un Kleenex para limpiarse la mano derecha y otros dos para deshacerse de las manchas blancuzcas sobre el suelo de madera.
Esbozó una sonrisa cansina y se concentró en el último resabio de su encuentro fantástico con Kathleen: un círculo blanco del tamaño de una moneda de veinticinco centavos sobre el escritorio. Se estiró para alcanzar el lapicero —una lata forrada con papel de colores hecha por un grupo de alumnos en cuyo lateral podía leerse la leyenda: «La amamos, directora Blake»—, y cogió un lápiz negro de los que la directora tenía costumbre de llevarse a la boca. Con la concentración de un científico que se propone tomar una muestra, lo acercó al círculo de esperma con deliberada lentitud. Dirigió la goma del lápiz hacia el líquido y la sumergió en él. La deslizó por el vidrio impregnándola con la sustancia que hacía unos minutos había estado en sus testículos. Sacudió el lápiz un par de veces, lo regresó a su sitio y se valió de otro Kleenex para dejar el escritorio tal cual lo había encontrado.
La imagen de Kathleen llevándose a la boca aquel lápiz en particular hizo que sus deseos sexuales momentáneamente satisfechos se encendieran un instante como una brasa ante una ráfaga de aire.
Volvió a colocarse el pantalón y devolvió el conjunto de ropa interior al cajón. Lo cerró y dejó la llave sobre el escritorio para no olvidarla. Por lo general sus incursiones al despacho de la directora no duraban mucho más tiempo. Permanecía sentado en el escritorio deleitándose con las formas que las sombras delineaban y después se marchaba, no sin antes echar un vistazo final para confirmar que todo estaba tal cual lo había encontrado.
Esta vez las cosas no ocurrieron de este modo.
El grito del niño hizo que el corazón de Judd se detuviera.
¿Qué demonios ha sido eso?
Se suponía que la escuela estaba desierta.
Se puso de pie con violencia. Era sumamente extraño que ocurrieran incidentes por la noche. En las pocas ocasiones en que había sido necesaria su intervención nocturna, había tenido que vérselas con alguna paloma herida aleteando contra una de las ventanas de la planta alta o a lo sumo con un gato que había logrado escabullirse hacia el interior. El grito de un niño era toda una novedad en el repertorio de contingencias.
Regresó por el camino que apenas media hora antes había recorrido despreocupadamente, ahora aguzando el oído y desplazándose con cuidado. Una vez en el vestíbulo se desvió hacia la cafetería y de allí al sótano, donde estaba su pequeño apartamento, además de la caldera y el generador. Al llegar abrió el cajón de la mesilla de noche y contempló el Ruger calibre 32. Las armas en la escuela estaban prohibidas, desde luego; Kathleen había sido cuidadosa a la hora de establecer las normas de vigilancia. Nada de armas. Pero claro, no era ella sino él quien pasaba la noche en la escuela, a solas, rodeado de las catorce hectáreas que ocupaba el predio en su totalidad. Agarró el revólver y salió.
Era posible que el grito hubiese provenido del exterior, se dijo, y resultaba ciertamente una posibilidad alentadora. Judd se acercó a la puerta principal y echó un vistazo a través del cristal: vio las escalinatas que descendían hasta la calle interna, la rotonda y los bosquecillos de arces y pinos. Reinaba el silencio de siempre. Una película de nieve sin derretir cubría el césped, aunque no había nevado ese día. A la derecha, el reloj de pie decía que eran más de las diez.
Se volvió hacia el corredor central. Pensó que si algún niño había decidido esconderse en la escuela, la biblioteca sería probablemente la primera opción. Nada mejor que un laberinto de estanterías para pasar desapercibido. Empezaría por allí.
¿Pero qué ha hecho que grite de semejante forma?
Ni bien la pregunta se presentó en su cabeza, el grito se repitió. Esta vez fue menos espeluznante —o así lo creyó Judd—, aunque el primero lo había sorprendido masturbándose en el despacho de la directora de la escuela, lo cual tenía su valor agregado, claro.
El grito había sido en el ala Este, estaba seguro. Avanzó hacia allí con rapidez.
Un vistazo rápido a través de los vidrios rectangulares en cada una de las puertas le reveló que las tres primeras aulas, de la 16 a la 18, estaban a oscuras. Sin embargo la siguiente…
Se acercó a la puerta del aula 19 con lentitud, su corazón marcando el ritmo de sus pasos y a la espera de que se produjera un nuevo alarido infantil.
Se detuvo frente a la puerta.
Si se hubiera tratado de alguna de las otras aulas, hubiese entrado hecho una tromba para sorprender al maldito niño gritón. Pero el aula 19 imponía respeto. Nadie entraba salvo que fuese absolutamente necesario. La placa conmemorativa junto a la puerta era un recordatorio constante de lo que había sucedido allí el 5 de noviembre de 1993.
—¿Quién está ahí?
No hubo respuesta. Pero la luz interior se apagó de repente.
—Mierda.
Quienquiera que fuera el niño allí dentro recibiría su merecido. Le daría un susto de muerte, para empezar. Después se encargaría de que lo expulsaran de la escuela. Sus padres le darían las explicaciones del caso, dirían que el niño estaba sufriendo la pérdida de su jodido perro de pedigrí o algo por el estilo, pero Judd se mantendría inflexible, y las autoridades tendrían que apoyarlo.
—¡Escucha niño, voy a entrar!
La luz se encendió de nuevo.
Ya era suficiente. Judd buscó la llave correspondiente (aquella era la única aula que permanecía cerrada por regla), tarea que no fue sencilla con el Ruger todavía en su mano derecha. Podía encontrar cualquier llave en cuestión de segundos, pero no esa. Entonces reflexionó, se rascó la cabeza con la palma de la mano y probó el picaporte.
La puerta se abrió.
El niño tenía que haber entrado de alguna manera, por supuesto.
No estaba preparado para lo que vio. Tendido bajo el pizarrón, vio a un muchacho hecho un ovillo, con las rodillas flexionadas y la cabeza calzada entre ambas. Supo de inmediato que se trataba de Michael, el retrasado que ayudaba en la biblioteca a la señora Thatcher. Tenía veintisiete años y Judd se preguntó qué rayos haría en la escuela a esas horas.
Bajó el arma. Avanzó unos pasos en dirección al muchacho y cuando estuvo lo suficientemente cerca estiró la pierna derecha y lo tocó con la punta de la bota. Una vez y luego otra. Michael alzó la cabeza lo suficiente para mirarlo.
Al observar aquellos ojos inyectados en sangre, Judd apartó la vista de inmediato. Se preguntó vagamente si era posible que Michael estuviera enfermo, pero descartó la posibilidad, no supo bien por qué. ¿Alguien le habría gastado una broma? Los niños parecían sentir una predilección especial por burlarse de Michael o de cualquiera con alguna debilidad. Y vaya si aquel desgraciado las tenía.
Entonces un estruendo sobrecogedor hizo que Judd diera un respingo. Al principio pensó que se le había escapado un disparo. Se volvió. Ocurrió la cosa más extraña que Judd hubiera experimentado en su vida. Si bien lo que vendría después haría que el suceso se convirtiera en un mero detalle decorativo, lo cierto es que la existencia de Judd, forjada en medio de juegos de acertijos televisivos y conversaciones ebrias con sus pocos amigos, no disponía de un contrapunto para procesar lo que presenció en el aula 19 en ese preciso instante. Cuando pensaba en algo sobrenatural, el episodio que acudía a su cabeza era el de su tío Buford, quien se vanagloriaba de ser capaz de expulsar espagueti por los orificios nasales. Los recuerdos de Judd recreaban el interior de una caravana maloliente en la que una rueda de hombres borrachos vitoreaba al determinado Buford que, con la concentración de un matemático, presionaba una de sus fosas nasales con el dedo índice, resoplando como un cerdo a la espera de la aparición del espagueti embadurnado de mocos.
¡Sácalo Buford! ¡Sácalo ahora mismo!
En una de las esquinas del aula 19 Judd vio a un niño de unos diez años, con la boca abierta y los ojos desencajados y ojerosos que flotaba en dirección a él.
Durante su avance lanzaba un alarido demoledor.
RA TA TA TA TAAAAA
Judd retrocedió horrorizado e instintivamente alzó su arma en dirección al niño volador. Además de sus ojos idos, hubo dos detalles que le impresionaron. El primero fue que la aparición trajo consigo una cierta cantidad de luz, surgiendo de la figura recortada e inundando el aula. El segundo fue el cabello del niño, violeta y abundante, que crecía en su cabeza como una llamarada.
Judd sostuvo el arma con toda la firmeza que pudo.
RA TA TA TA TAAAAA
¡Sácalo Buford! ¡Sácalo ahora mismo!
Sin pensarlo, disparó. La detonación se impuso por sobre los gritos del niño fantasmagórico, que se desvaneció con una súbita implosión seca.
Nueva York, Noviembre 6 de 1993
Artículo publicado en el Twin Pines Telegraph
TRAGEDIA EN LA ESCUELA WOODWARD
Catorce niños han perdido ayer la vida en la escuela Woodward en una jornada que quedará marcada en la memoria de los miembros de nuestra comunidad y del país entero. Las autoridades no han dado una respuesta satisfactoria a los interrogantes en torno a las muertes de los niños y el personal de la escuela guarda un total hermetismo. La directora del establecimiento, Gale Strickland, no ha formulado declaraciones todavía, en tanto que la directora de admisiones, Kathleen Blake, dirigió ayer unas breves palabras de condolencia a los padres de las víctimas. La escuela Woodward permanece cerrada por tiempo indeterminado mientras la policía local, según ha trascendido, lleva a cabo una importante labor en colaboración con la policía estatal que podría arrojar luz sobre los trágicos sucesos. Fuentes confiables aseguran incluso que la policía tiene en este momento bajo custodia a un sospechoso que sería el perpetrador de las muertes. Su identidad no ha trascendido, pero se espera que…
Mientras Judd Wilson entraba furtivamente al despacho de la directora, la propia Kathleen concluía que acostarse a la hora en que normalmente lo hacía sería una pérdida de tiempo. La televisión resultó un buen pasatiempo durante un tiempo, después vagó por la casa de dos plantas envuelta en su bata de seda, sintiéndose perdida. Se detuvo frente a la habitación que Peter utilizaba cuando la visitaba y la sensación se intensificó. Era una tontería absoluta, puesto que su hijo no vivía con ella de forma permanente desde hacía seis años, cuando Sean había conseguido la tenencia.
Se encaminó a su propia habitación albergando la posibilidad de despedirse de ese día de una vez por todas. De pie junto a la cama de dos plazas se disponía a deshacer el lazo de la bata cuando sus ojos se cruzaron con los de la imagen virtual del espejo frente a sí. Procuró sonreír, y tanto ella como la Kathleen bidimensional hicieron un esfuerzo por lograrlo, pero en ambos casos el resultado fue una mueca de abatimiento. Esa noche sería difícil conciliar el sueño.
Regresó por el pasillo todavía enfundada en la bata. Pensó que un baño de inmersión podría ser una buena idea para distenderse, por lo que dedicó los siguientes diez minutos a una preparación metódica y dedicada. Llevó el reproductor de música portátil al baño junto con algunos discos de música clásica y un vaso de ron que, después de pensarlo un segundo, acompañó con la botella. Dejó correr el agua caliente y se quitó la bata de seda, que colgó en uno de los soportes de pared.
En el preciso momento en que Judd, a dos kilómetros de distancia, extraía la muda de ropa del cajón del escritorio de Kathleen, ella hacía lo propio con una caja de cartón del mueble bajo el lavabo. En el interior había seis velas anchas de colores pastel. Distribuyó dos de ellas en el alféizar bajo el espejo rectangular, dos en las esquinas de la bañera y las restantes en el depósito del retrete. Cuando las hubo encendido todas, el agua caliente había alcanzado en la bañera el nivel suficiente para que Kathleen se sumergiera. Apagó la luz e inmediatamente se sintió mejor. Las llamas de las velas temblaban con cada uno de sus movimientos. Hizo girar el grifo y el chorro de agua hirviente se convirtió en un hilo hasta desaparecer. Encendió el reproductor portátil y colocó el volumen casi al mínimo.
Mientras la Rapsodia húngara número dos de Liszt empezaba a relajarla, sacó de la caja unas sales aromáticas y esparció una buena cantidad sobre la bañera. Se valió de un cepillo de mango largo para agitar el agua. Se deslizó en la bañera con lentitud, sintiendo cómo el agua caliente lamía cada rincón de su cuerpo. Colocó los brazos en la loza tibia de los laterales y dejó caer la cabeza hacia atrás. En ese instante, en la escuela de la cual era directora, Judd Wilson se debatía en una danza enfermiza sentado tras el escritorio que ella utilizaba cada día. En unos minutos, un grito arrancaría al cuidador de su fantasía húmeda y una serie de acontecimientos lo arrastrarían al aula 19, donde la aparición de un niño con el cabello violeta le helaría los huesos. Unos minutos después Kathleen recibiría una de las llamadas telefónicas más extrañas de su vida.
La pieza musical terminó y el único sonido audible fue el crepitar de millones de burbujas floreciendo para luego estallar en pequeñas detonaciones jabonosas. Kathleen juntó sus manos y tomó una buena cantidad de espuma, frotó una parte por su rostro y sopló el resto.
La Rapsodia número dos dio paso a la diez.
Tomar un baño había sido una buena idea. Probablemente más tarde pudiera leer un rato y dormirse. Había sido un día difícil. Llevaba diez años como directora de la escuela Woodward y no era de las personas que creen haberlo visto todo, pero ciertamente había visto muchas cosas respecto a su trabajo. Difícilmente se presentaba alguna situación nueva y por lo general llevaba adelante sus actividades escolares con alegría. Dirigir una escuela de tamaña jerarquía resultaba un reto diario, un desafío que más de una vez la había puesto a prueba en situaciones límites. Pero, en definitiva, era algo por lo que había luchado y hecho grandes sacrificios por conseguir.
El pensamiento la llevó otra vez al aula 19. A la tragedia del aula 19. Gale Strickland, —su predecesora y mentora—, era por entonces una mujer joven, pero su puesto en la dirección de la escuela se vio seriamente cuestionado a raíz del incidente. No importó que lo ocurrido aquél fatídico 5 de noviembre no fuera directamente su culpa, como responsable de la escuela todas las miradas cayeron sobre ella. En pocas semanas se vio forzada a renunciar, y la joven e inexperta directora de admisiones resultó la primera opción para un cargo caliente. Kathleen había soñado con convertirse en directora desde el momento en que pisó por primera vez la escuela, paradójicamente, de la mano de Gale. Y fue precisamente ella, la directora saliente Strickland, la que la alentó a que aceptara el desafío que se le presentaba.
La junta directiva, responsable de las políticas de la escuela así como de la administración de fondos, era a la vez responsable de la elección de la máxima autoridad. Kathleen contaba con adeptos y detractores entre sus casi veinte miembros, pero su registro al frente de la dirección de admisiones era impecable. Además, su colegiatura en Northeastern y un doctorado en educación de la universidad de Boston jugaron definitivamente a su favor. Estaba perfectamente capacitada para el cargo.
Un rostro nuevo le trajo oxígeno a la escuela, pero haría falta mucho oxígeno para superar la tragedia. Algunos padres decidieron cambiar a sus hijos de escuela y otros, los menos, pusieron el grito en el cielo ante el nombramiento de Kathleen. Durante un tiempo desfilaron los matrimonios de exitosos profesionales con sus carteras llenas de dinero y las bocas llenas de palabras. Se presentaron en la escuela o ante la junta directiva para manifestar su indignación frente a la designación de una mujer que apenas superaba la edad de sus secretarias, o ni siquiera eso. Lo hicieron sin conocer absolutamente nada de ella. Y aunque ninguno lo dijo directamente, a muchos no les incomodaba sólo la falta de experiencia de Kathleen, sino el hecho de que fuera una mujer.
Otra mujer.
Kathleen debía probarles que se equivocaban. Sabía que para eso sería necesario trabajar con un margen nulo de error y así fue al principio. Gradualmente las protestas cesaron; la escuela recuperó su caudal normal de alumnos y, dentro de lo que cabe, las cosas volvieron a ser como antes.
Kathleen ganó confianza en sí misma y advirtió cómo la seriedad con que afrontaba sus tareas comenzó a ser tenida en cuenta por los demás, especialmente por la junta. El trabajo pasó a ser su máxima prioridad, mientras su matrimonio, que al principio había sido radiante y promisorio, se desmoronaba como un castillo de naipes. Quizás ella fue en parte responsable, enfocándose excesivamente en desempeñar su cargo con excelencia. Aunque eso no debería haberle dado a Sean el derecho de tomarse unas vacaciones en la entrepierna de Elisabeth Wells, la vecina.
Más de una vez se había preguntado si perdonaría una infidelidad. Se trataba de una pregunta retórica a veces, o de un juego entre amigas, o el test de una revista femenina en la consulta del médico. Casi siempre había pensado que en determinadas circunstancias lo haría. En una infidelidad no se trata del acto en sí, había pensado, sino de la pérdida de confianza. Pero aun así, Kathleen había creído que si Sean cometía una estupidez podría, eventualmente, perdonarlo. No en cualquier caso, pero sí en ciertas circunstancias especiales. Para empezar, él debería ser sincero con ella, estar realmente arrepentido y aceptar que había cometido un error que no volvería a repetirse. En ese caso, Kathleen creía que lo perdonaría.
Creía.
Más tarde entendió que cuando respondes este tipo de cuestiones de manera retórica, o ante una revista femenina mientras miras de soslayo el reloj para que llegue la hora de la consulta, la realidad es que no sabes lo que dices. Así de sencillo. Kathleen lo supo el día que regresó a su casa pasado el mediodía en plena jornada laboral. Jamás lo hacía antes de las seis, sin embargo ese día había sentido una palpitación constante en la sien y decidió irse a casa a descansar. No esperaba encontrar a nadie, sin embargo el Saab de Sean estaba en el camino privado. Entró y se dirigió a la habitación sin gritar «¡Cariño, estoy en casa!» ni nada por el estilo. Se lanzó a la planta alta en silencio, sin saber que en cuestión de segundos su vida se quebraría, y rápidamente comprendió que los cuestionarios acerca de perdonar o no una hipotética infidelidad son pura mierda retórica.
Cuando abrió la puerta de la habitación vio a Sean tendido boca arriba. Elisabeth estaba sentada sobre él, saltando como el pistón de un Fórmula 1.
Al menos Kathleen no fue la única sorprendida, eso era un aliciente. Sin duda un aliciente insignificante, pero aliciente al fin. Sean movió la cabeza torciendo el cuello como una tortuga, con los ojos abiertos como platos. Elisabeth dejó de pistonear; su rostro se puso blanco al punto de mimetizarse con el empapelado.
¡En mi propia casa! ¿En qué estabas pensando, Sean?
Si es que estaba pensando, claro…, porque a veces los hombres parecían adoradores incondicionales del dios de las vaginas.
Kathleen no hizo un escándalo, simplemente permaneció de pie. Su mente se puso en blanco, diría más tarde, tendida en un diván. Demasiadas cosas para asimilar: el rostro de tortuga de Sean, sus manos ceñidas a los pechos de Elisabeth (¡Suéltala ya, cabrón!) como dos arañas de patas grandes. Cuando Kathleen finalmente dio media vuelta y se marchó, Sean la siguió, pero abandonó la persecución a medio camino.
A partir de allí, no importaba cuánto se esforzara en evitarlo, la imagen mental de Sean con Elisabeth la asaltaba sin distinción de tiempo o lugar. Bastaba el disparador más inesperado para que se presentara, implacable. A veces no hacía falta disparador. Ella nunca lo hubiera expresado en estos términos, pero el descubrimiento de las aventuras amorosas de su marido con la vecina hizo que algo dentro suyo se quebrara. Un escritor mediocre diría que el corazón de Kathleen se partió aquel día.
Ella prefería pensar que su concepción de ciertas cosas había cambiado para siempre, o quizás el corazón de Kathleen se partió aquel día.
Cuando crees que la persona que tienes a tu lado nunca te hará daño y de buenas a primera te pulveriza como un terrón de azúcar sumergido en agua, una parte tuya muere. Durante los diez segundos que permaneció en su propia habitación de cara al fin de su vida de casada, Kathleen asistió a un curso rápido acerca de la diferencia entre una situación hipotética y la versión en vivo, o entre el test de una revista y el cuerpo sudoroso de la vecina sobre el hombre que te juró amor eterno.
Terminar con su matrimonio resultó una bofetada dolorosa y conllevó a un replanteo profundo de cómo quería que fuera su vida de allí en adelante. Era una mujer joven, de apenas treinta y cuatro años, tenía un hijo y un excelente trabajo. Sin embargo el segundo revés no tardó en llegar. Sean inició una batalla por la custodia de Peter que se tornó en pesadilla. Sus abogados le dijeron que la infidelidad de su marido era una gran carta a su favor y que además los jueces siempre favorecían a las madres. Sus posibilidades eran buenas, pero Sean estaba dispuesto a seguir las cosas hasta las últimas consecuencias y así lo hizo. Un año después del divorcio, un juez del estado de Nueva York entregó la custodia de Peter a Sean y pactó un calendario de visitas para Kathleen.
Y en ese contexto debió lidiar con la tragedia del aula 19. Ella no se llevó la peor parte, sino Gale, pero fueron tiempos difíciles para todos en la escuela. El periodismo los acosó sin pausa. La bestia amarilla que vagaba por las cloacas de la gran manzana clamaba por ellos. Una vez, un sujeto persiguió a Kathleen durante una semana completa, dijo que era de una cadena importante y que sus jefes estaban dispuestos a pagar cincuenta mil dólares por una exclusiva de lo sucedido. El sujeto le entregó una tarjeta personal y le dijo, guiño de ojo de por medio, que él estaba convencido de que la suma podría duplicarse. Kathleen nunca volvió a ver al sujeto, ni a saber si en efecto aquella cifra podría duplicarse.
Cuando veía todo aquello retrospectivamente se preguntaba cómo lo había hecho…, cómo lo había resistido. Y las respuestas que acudían a su mente no le gustaban en absoluto. Había atravesado aquella tempestad en su vida sin ser demasiado consciente de que lo hacía, meciéndose semiinconsciente a merced de los embistes que la realidad tenía guardados para ella cada día.
Abrió los ojos.
Su propio baño le resultó desconocido. La humedad condensada en la cerámica multiplicaba las diminutas llamas de las velas. La espuma prácticamente había desaparecido. Kathleen sintió un escalofrío al advertir que la temperatura del agua era apenas más alta que la de su cuerpo. ¿Cuánto tiempo había permanecido allí tendida? Había bebido una única medida de ron, por lo que se permitió otra. Se puso de pie y se duchó con agua caliente. La temperatura y el vapor la reconfortaron.
Valiéndose de la toalla de mano retiró la humedad condensada en el espejo y se concentró en la imagen reflejada. Peinó su cabello con los dedos. Su aspecto era mucho mejor que hacía un rato.
Mientras Kathleen salía del baño, Judd hacía lo propio del aula 19 y daba vueltas en círculos blandiendo el Ruger sin saber qué hacer. ¡Acababa de disparar el arma dentro de la escuela!
Kathleen sabía que los recuerdos del aula 19 la seguirían visitando sin tregua, como había ocurrido durante todo el día, desfilando por las calles de su mente, miles de recuerdos pequeños marchando con paso acelerado, batiendo sus brazos acompasadamente, torciendo el cuello como… una tortuga. Una gran carroza con forma de Tortuga (¿de qué si no?) cerrando la procesión, con su correspondiente cinta enlazada en torno al caparazón anunciando: Aula 19-Décimo aniversario.
Escogió una novela que no recordaba haber comprado. Ni siquiera el autor, un tal Patterson, le resultó familiar. Se arrellanó en uno de los sillones de dos cuerpos de la sala y abrió el libro. Leyó. Al cabo de unos minutos alzó la vista con la sensación de ser observada. El chillido del teléfono quebró la quietud de la noche. El corazón de Kathleen dio un vuelco. Por un momento no comprendió qué ocurría, el tiempo se estiró mientras aguardaba con la cabeza en alto a que el sonido se repitiera. Cuando esto ocurrió se puso en movimiento de inmediato. Una llamada a esas horas de la noche no podía significar otra cosa más que problemas.
Asió el auricular con fuerza.
Era Judd Wilson.
Nueva York, Noviembre 12 de 1993
Artículo publicado en el Twin Pines Telegraph
REVELADORES AVANCES EN LA INVESTIGACIÓN SOBRE LA TRAGEDIA DEL AULA 19
Al cierre de esta edición se han conocido detalles que podrían ser claves para desentrañar el misterio en torno a la muerte de los catorce niños. Fuentes acreditadas han filtrado que se habrían producido disparos de bala en el interior del aula 19. Si bien la policía todavía no ha confirmado la versión oficialmente, se espera que lo haga de un momento a otro. Este giro de los acontecimientos hace suponer que es posible que algún niño pudo haber llevado consigo un arma, aunque el estado de los cuerpos…
Kathleen subió por la escalinata de la escuela. Al llegar a la parte alta se detuvo y observó la inmensa figura de Judd tras la puerta de cristal de dos hojas. Unos metros detrás de él yacía Michael, envuelto en una manta con la cabeza entre las piernas.
Empujó la puerta y entró. El vestíbulo que había visto durante años le resultó desconocido aquella noche. El mármol adquiría un aspecto lóbrego, las columnas parecían más altas, el techo más oscuro. Kathleen echó un vistazo rápido a Michael, pero el rostro preocupado de Judd captó inmediatamente su atención.
—He venido tan rápido como he podido. ¿Has llamado a alguien más?
—Lamento haberla importunado, directora Blake. —La voz de Judd sonó firme, pero su rostro transmitía cierta intranquilidad. El grandote no había respondido a la pregunta.
Kathleen se acercó a Michael. El muchacho alzó su rostro ni bien sintió la presencia de la mujer. Tenía veintisiete años, pero conservaba la piel tan tersa como la de un niño. Su cabello rojo caía en mechones humedecidos sobre dos ojos asustados. Kathleen le había dado su primer empleo como ayudante en la biblioteca más de una década atrás.
—Michael, ¿estás bien?
En otras circunstancias Judd probablemente hubiera retrocedido para brindarles algo de intimidad, pero no lo hizo esta vez. Por alguna razón la directora sentía una predilección especial por el retrasado y Judd no estaba dispuesto a meterse en problemas por culpa de alguien que apenas podía recordar la tabla del cuatro. De ninguna manera. No es que las tablas de multiplicar tuvieran alguna importancia para Judd —él mismo tenía dificultades con la del seis en adelante—, el asunto es que si Michael abría la boca acerca del arma, él tendría que dar más explicaciones de las que le apetecía. Esperaba que el retrasado hubiera entendido sus advertencias. No había tenido mucho tiempo de recalcárselas hasta la llegada de Kathleen, pero creía haber sido lo suficientemente disuasivo.
—Hi-hice lo q-q-que no debía. Perdón —musitó Michael con los ojos humedecidos.
Kathleen aferró el rostro de Michael con ambas manos e hizo que la observara.
—Dios mío, Michael, tienes temperatura. ¿Qué es lo que has hecho? —Kathleen se volvió en dirección a Judd. El cuidador, de pie, no se inmutó.
—No me ha dicho qué hacía a estas horas en la escuela —dijo Judd a la defensiva.
—¿Qué te ha dicho entonces?
—Muy poco. Lo encontré en el aula 19. Seguramente se escondió allí durante el día.
El rostro de la directora se transformó.
Michael alzó la vista en dirección a la silueta recortada de Judd, luego hacia Kathleen. La luz del vestíbulo lo encegueció y apenas pudo distinguir las facciones de la directora.
—Te llevaré a tu casa —dijo Kathleen.
No era un buen día para recibir malas noticias.
—No es tan sencillo, directora Blake —sentenció Judd—. Hay algo más…
—¿A qué te refieres?
Otra vez, Michael introdujo la cabeza entre las rodillas.
—Yo lo hubiera llevado a su casa —dijo Judd—. Tengo mi furgoneta allí afuera.
—¿Qué ha ocurrido entonces?
Michael abrió la boca para decir algo y Judd contuvo la respiración. Era evidente que el retrasado buscaba alguna palabra en su cerebro precario. Judd esperaba al menos que el jodido bibliotecario pudiera recordar lo que le había dicho antes de la llegada de Kathleen. Nada de mencionar el revólver, y nada de hablar de lo que había visto.
¿Puedes recordarlo? Tengo dos buenos motivos para que lo hagas. El primero es que la directora Blake, que parece ser complaciente con los retrasados como tú, pensará que estas chiflado si le dices lo que has visto; y el segundo, es que si lo haces te moleré a golpes, ¿entiendes eso? Si lo entiendes asiente… Muy bien.
—Michael, ¿sucedió algo en el aula 19? —insistió Kathleen— ¿Has hecho algo?
—N-n-no.
—Sin duda debió asustarse al despertar en un sitio desconocido —puntualizó Judd, complacido con la respuesta.
Kathleen asintió. Se puso de pie.
—Te llevaré a casa, Michael.
—Directora Blake…
Kathleen se volvió. Judd exhibía una tenue sonrisita triunfal.
—¿Qué ocurre?
—Esperamos a alguien más de un momento a otro…
—No entiendo.
—Poco después de encontrar a Michael en el aula 19 fui a mi habitación, en busca de la manta…, por la fiebre —Judd hizo una pausa—. Cuando regresé lo encontré hablando por teléfono.
Kathleen estaba empezando a perder la paciencia.
—Judd, sin rodeos: ¿A quién esperamos exactamente?
—Lo escuché hablar con un tal Farris. Michael me ha dicho que viene en camino.
—No conozco a ning… ¿el periodista?
Judd se encogió de hombros.
Kathleen se sintió conmocionada. Sus planes de un baño nocturno estaban tomando el giro más descabellado que cabría esperar. ¿Para qué hablaría Michael con Paul Farris?
—¿Michael, es cierto lo que dice Judd?
Michael alzó la cabeza. Sus ojos resplandecieron desde la oscuridad debajo de la manta. Con un ligero movimiento de cabeza indicó que la afirmación era correcta.
Judd dejó que sus labios esbozaran una sonrisa franca. Quizás hasta era posible que pudiera resultar algo bueno de todo esto. Un aumento, ¿por qué no? Aunque debía reconocer que la situación se le había ido de control por un momento, con la visión del niño del cabello violeta, los gritos y todo lo demás. Pero Judd había recobrado el control a tiempo, había escondido el arma y traído la manta, y eso le permitió explicar por qué dejó a Michael solo en el vestíbulo.
—¿Por qué has llamado a Paul Farris, Michael?
El muchacho miró alternativamente a Judd y a Kathleen.
—Vi a-algo.
El corazón de Judd se detuvo.
—¿Qué es lo que has visto? —La ansiedad se coló en el tono de voz de la directora.
Julio 12 de 1994
Fragmento del libro «Vidas efímeras. El misterio del Aula 19»
Por Marsha J. Fox
Pág. 4
Nunca me he considerado una mujer débil. Quizás lo descubrí a los catorce años, cuando enfrenté con un cuchillo a mi tío, el hermano de mi madre, en medio de un intento de violación, o diez años más tarde, cuando hice lo propio con mi ex-marido, quien ebrio como una cuba golpeó a mi pequeña Betty, por entonces de apenas dos años. No lo sé. La vida nos pone en situaciones difíciles de tanto en tanto. En ocasiones nos guarda en una caja forrada de algodón y nos saca a relucir con delicadeza, siempre con nuestra dosis de polvo anti-humedad, nos mantiene rozagantes e impolutos. Otras…, sencillamente nos aporrea hasta que los ojos se nos salen de las órbitas, nos refriega la nariz en la tierra reseca de excremento de perro, o cosas peores.
Para una mujer negra y soltera, con una hija que demanda dinero y amor, y que sólo dispone de una de esas cosas, el mundo no es sencillo.
Me he enfrentado a situaciones difíciles e inexplicables muchas veces. Cuando se es apenas una niña no es posible comprender las intenciones de un tío depravado, por ejemplo. Simplemente tratas de sobrellevarlo. Y aunque muchas personas no logran convivir con experiencias de este tipo, no ha sido mi caso. Como he dicho, me considero una mujer fuerte. Sin embargo, después del incidente en la escuela Woodward renuncié a mi cargo de maestra del tercer grado, y eso debe decir mucho de cuánto me afectó. El paso siguiente fue abandonar la docencia. Me resultó imposible permanecer de pie frente a una clase de niños con rostros expectantes. Las piernas no me respondían y la garganta se me secaba en cuestión de segundos. Creí superarlo con el tiempo, pero no funcionó. Lo cierto es que dejé de intentarlo. Las imágenes de lo vivido aquel día, muchas de las cuales los periódicos se han encargado de distorsionar, han sido uno de los fantasmas con los que no he podido luchar.
Yo fui quien vio a esos niños muertos por primera vez. Abrí la puerta del aula 19 sin tener idea de lo que me esperaba detrás y lo que debí afrontar me marcó de por vida. He escuchado y leído muchas cosas que no son ciertas, tonterías acerca de un niño que robó el arma de su padre y decidió usarla en la escuela, por ejemplo. Ha sido una locura. Es hora de mi verdad.
Cuando era pequeño, Paul Farris pasaba todo el tiempo posible lejos de su familia. Su padre no estaba mucho en casa, lo cual era una bendición, pero su madre permanecía todo el día allí, normalmente quejándose de Leonard y de cómo sus constantes ausencias la sacaban de quicio, de lo obvio que resultaba que tenía una amante o cosas por el estilo. Cuando estaban juntos, las discusiones eran constantes y de diversa índole, pero los parámetros generales eran siempre los mismos. Se iniciaban con una primera fase de provocación, en que Leonard se paseaba por la casa con aire de autosuficiencia, como si prefiriera estar en cualquier otro sitio antes que allí (cosa que probablemente era cierta), mientras Lea lo perseguía a los gritos, espetándole que su casa no era un hotel en el que podía asomar las narices cuando se le diera la gana, y que si aquello iba a seguir así un día ella se largaría. Leonard optaba al principio por ignorar los planteos de su esposa, sin dejar de hacer lo que estuviera haciendo en ese momento. Si era leer el periódico o mirar la televisión el proceso se aceleraba. Sentirse ignorada alimentaba la indignación de Lea más que nada. Su ira aumentaba exponencialmente, se acercaba a su marido y le arrancaba de las manos el documento de trabajo, el periódico, o apagaba el televisor. Entonces la pelea pasaba a la segunda fase, la de reacción, en donde Leonard explotaba y lanzaba a su vez su artillería hiriente, lo cual al principio no tenía ningún efecto en Lea, pues su objetivo de hacerlo reaccionar estaba cumplido. Tampoco había muchas variaciones en la fase de reacción. Leonard le decía que si él no trabajaba entonces los duendes tendrían que traerles dinero para seguir pagando los gastos de la casa, los coches, el salón de belleza, las compras semanales de ropa que ella jamás utilizaba, etcétera. Le decía también que si ella se dignara a buscar un empleo entonces tendría algo mejor que hacer que importunarlo todo el tiempo. Normalmente a estas alturas Lea contraatacaba. Sabía perfectamente que Leonard no necesitaba seguir trabajando para vivir bien, sino que lo hacía porque era un jodido enfermo adicto al trabajo que prefería seguir acumulando billetes y presumiendo en el club antes que disfrutar de un poco de tiempo libre con su familia. Claro que sí. Leonard Farris no tenía ninguna necesidad de llevar la vida que llevaba, y si lo hacía era sencillamente porque había perdido el interés en su familia y prefería encamarse con alguna jovencita cabeza hueca. La pregunta final era siempre la misma: ¡por qué no tienes el valor de reconocerlo, maldito hijo de puta!
La tercera fase, a la que Paul había bautizado como «Sálvese quien pueda», tenía lugar cuando Lea volvía a atacar, pero ahora con Leonard en actitud agresiva. En esta fase casi todo era posible; los argumentos se tornaban más ofensivos, la manera de exponerlos más grosera, pero sobre todo se lanzaban lo que tenían a mano: adornos, platos, lámparas, nada se salvaba. Todavía no había habido violencia física, o al menos Paul no la había presenciado, pero intuía que la única razón para que tal cosa no hubiese ocurrido era porque su padre sabía perfectamente que si le ponía una mano encima a Lea, ella lo aniquilaría en la corte. Era triste ponerlo en estos términos, pero Paul sospechaba que si su padre no hubiese sido abogado y conociera al dedillo los riesgos de propinarle una paliza a su mujer, entonces ella hubiera terminado en el hospital alguna vez.
Al principio habían tenido cuidado de que el pequeño Paul no presenciara las discusiones —aunque eran perfectamente audibles desde su habitación, e incluso un abogado podía darse cuenta de eso—, pero con el tiempo dejaron de preocuparse. No importaba que Paul estuviera en la habitación contigua, o en la cocina tomando su desayuno y ellos en la sala, a veces incluso gritaban a su lado como si él no existiera. Esa era otra de las características de las contiendas: se trasladaban, como los tornados.
Cuando Paul fue aceptado en la Universidad de periodismo de Florida (todo lo lejos de Nueva York que le fue posible), su vida despegó. Fue un alumno regular, pero con madera para convertirse en un reportero incisivo. Al poco tiempo de graduarse inició una pasantía en el New York Times (gracias a los contactos de Leonard, es justo decirlo) que en poco tiempo se convirtió en un puesto permanente en policiales. Era dedicado, y cuando se convenció de que podía lograr cosas por su cuenta, sus perspectivas cambiaron.
Su primera oportunidad importante llegaría de la mano de la tragedia del aula 19. Cuando la policía detuvo al único sospechoso de la muerte de los catorce niños, Paul apenas pudo creerlo. ¡Lo conocía! Tras enterarse de la noticia le hizo saber a Phill Thomas, su jefe directo en el Times, que creía poder conseguir una exclusiva con él, y de esa manera sus posibilidades para escribir una serie de artículos sobre el caso aumentaron por sobre las de otros colegas con mayor trayectoria.
La serie de artículos lo catapultó. Era joven y tenía un futuro promisorio. En esa época conoció a Eva —la mujer republicana más fantástica del mundo, como solía bromear él—, con quien se casó en tiempo record, algo que no dejó de sorprenderlo teniendo en cuenta que no había crecido con un buen concepto respecto al matrimonio. Todo fue grandioso…
Hasta el asesinato de Eva.
Otra vez, su vida dio un vuelco repentino. Dejó su posición de redactor estrella en policiales y aceptó un puesto de jubilado en necrológicas; algo no tan demandante, le había dicho su jefe, que lo observaba con la expresión lastimosa que las personas reservan para los enfermos terminales. Las ayudas de su padre fueron fundamentales para solventar su nueva vida, que incluía un trabajo mediocre y algunas comodidades que en realidad no necesitaba, ni quería. Se alejó de sus amigos y se convirtió en… su madre, o algo parecido. Después del luto de rigor, Leonard lo hizo blanco de sus ataques. Siguió dándole dinero, eso sí, como lo hizo siempre con Lea. Así era el mundo de Leonard Farris.
Paul pensó seriamente en suicidarse. Bueno, había llegado bastante más lejos que sólo pensarlo, pero después lo dejó de lado. Quizás el tiempo sí lo cura todo, se decía a veces, aunque el vacío que le provocaba la ausencia de Eva no parecía llenarse sino hacerse más hondo. Lo cierto es que no sabía por qué nunca llegó a utilizar la escopeta que había comprado especialmente, sentarse frente a ella y volarse los sesos presionando el gatillo con el dedo gordo del pie. Suponía que no estaba en su esencia.
Tres años después ya no pensaba en quitarse la vida, pero su vida seguía siendo igual de aburrida que cuando apenas podía conciliar el sueño pensando en la escopeta. Acodado en la barra de Tannen´s, un lujoso y exclusivo bar que frecuentaba con culposa asiduidad, se decía entre un whisky y otro que volver al pasado no tenía sentido, pero que el suyo lo tenía atrapado con garras de oso y nunca lo dejaría ir.
—Lou, sírveme otro.
Lou era lo más cercano a un amigo que Paul tenía en su nueva vida de viudez y pensamientos de escopetas. El barman se acercó y lo estudió.
—¿Seguro?
—Sí.
El escrutinio de Lou (que también consideraba a Paul un amigo) siguió durante unos segundos y finalmente le sirvió otro trago. El quinto. Nunca llegaba al quinto.
Paul se llevó el vaso a la boca y se humedeció los labios. Detrás de él, congregados en torno a lujosas mesas de madera lustrada y sillones con tapizados de cuero, una media decena de sexagenarios con la papada de Jabba the Hutt bebían animadamente y disparaban risotadas oxidadas. Paul los odiaba, y lamentó no haber trazado otros planes para esa noche. Cenar con Patricia Mercer, por ejemplo; Dios sabía que sólo tenía que pedírselo. Si el mundo se hiciera más pequeño por cada insinuación de Patricia, Paul podría metérselo en el culo y llevarlo consigo a todas partes.
No había una explicación aceptable de por qué un joven como él pasaba una noche en un sitio exclusivo para hombres con el estado atlético de ajedrecistas postrados y sonrisas de puercos en celo…, pero la época de las preguntas había terminado. Sin volverse, repasó en el espejo la atmósfera de Tannen´s: las lámparas colgantes, las paredes revestidas en madera, la nube de humo de los cigarros. Media docena de muchachas de cuerpos esculpidos surtían de bebidas a los hombres o esperaban a prudente distancia, en silencio o intercambiando algún comentario entre ellas. Se mantenían con la mirada expectante, al aguardo de un gesto o una nalgada por parte de alguno de los dinosaurios. Paul conocía a muchas de ellas. Las había visto recurrentemente durante el último año, vistiendo sus faldas cortas, maquillaje de muñecas japonesas y provocativos escotes. Tannen´s era un sitio discreto, una filial de caballeros con buenos modales para los cuales estaba bien sentarse a una de aquellas jovencitas en las rodillas, darle algún consejo o un regalo o invitarla a un hotel.
Así de triste eran las cosas para Paul Farris. Podía estar cenando con Patricia Mercer, quien lo había intentado todo salvo colocarse un letrero en la frente con la palabra ¡Fóllame!, y sin embargo prefería pasar la noche en Tannen´s, que podía ser emocionante para los miembros del club de la papada, pero que para él era francamente deprimente. Paul comenzó a sopesar seriamente la posibilidad de marcharse y fue entonces cuando la muchacha se sentó a su lado, en uno de los taburetes elevados de la barra. Durante unos minutos fue apenas una silueta borrosa a su derecha. Paul sintió la opresiva sensación de ser observado y al volverse descubrió que en efecto así era; una muchacha pelirroja de tez muy blanca lo observaba con fijeza; probablemente tenía implantes en los pechos y definitivamente colágeno en los labios. Creía haberla visto antes, pero no recordaba su nombre, si es que alguna vez lo supo.
—Hola —dijo ella.
Paul volvió la vista a su vaso. Su primer impulso fue ignorarla.
La muchacha extendió su mano.
—Mi nombre es Ally.
—Paul —dijo él estrechando la mano.
—Ashley no vendrá hoy.
Paul se sorprendió ante la mención de Ashley, pero no quiso aceptar que había estado esperándola.
—¿No? —dijo con desinterés.
—Ha tenido una dificultad con su hijita.
—Oh. —Paul se sintió sumamente incómodo ante la mención de la hija de Ashley. Sabía que tenía una, ella se la había dicho alguna vez—. Gracias por el aviso.
—De nada.
—¿Quieres tomar algo? —ofreció Paul.
—Estaba por irme, lo dejaremos para la próxima. Por lo general no suelo quedarme hasta estas horas. —Ally encendió un cigarrillo, dio una calada larga y lanzó el humo con fuerza hacia un costado. Apoyó el codo sobre la barra y sostuvo su Marlboro a pocos centímetros del rostro. Paul reparó en el vestido negro y el escote que dejaba al descubierto buena parte del busto. Aun con aquel vestido y una buena cantidad de maquillaje resultaba difícil no advertir sus facciones juveniles.
—Hoy parecen más entretenidos que de costumbre —comentó Ally.
Paul no comprendió al principio que ella se refería al grupo de hombres. La observó con incredulidad.
—Normalmente alguno hubiera decidido dar un paseo conmigo —explicó ella—. Paso por hoy. La semana ha sido más larga que de costumbre.
Ally envolvió con sus labios el filtro del cigarrillo y entrecerró los ojos mientras aspiraba el humo. Durante un par de minutos guardaron silencio. Ella dio cuenta de su cigarrillo y retorció el filtro en un cenicero de vidrio. Parecía dispuesta a marcharse. Paul ahora no podía quitarle los ojos del cuello esbelto, los hombros descubiertos y el nacimiento de sus pechos. Le resultó embarazoso no poder evitarlo y que ella lo advirtiera abiertamente.
—Tú me gustas, novio de Ashley —dijo Ally de repente. Trazó dos comillas con sus dedos al pronunciar las palabras novio de Ashley—. Larguémonos de aquí.
Paul se puso de pie casi sin pensarlo. Quizás era la bebida.
—Ashley lo entenderá —dijo Ally—. Es mi amiga. Además… nos gusta intercambiar.
Julio 12 de 1994
Fragmento del libro «Vidas efímeras. El misterio del Aula 19»
Por Marsha J. Fox
Pág. 15
… apenas había dormido la noche anterior. Betty no tocó la comida durante la cena y más tarde se quejó de un dolor fuerte en el estómago. Le dije que eso le serviría de lección en el futuro y que no debía atiborrarse de dulces como lo había hecho esa tarde en casa de su abuela. Le aseguré que se sentiría mejor por la mañana y Betty se convenció, o se dio cuenta de que protestar no le serviría de nada. Esa noche me pidió compartir la cama y accedí. Trajo consigo a su muñeca preferida, Lola.
Una hora más tarde me despertó con un grito. Me incorporé y encendí la luz de un manotazo. Encontré a mi hija sentada, aferrando a Lola contra el pecho y respirando agitadamente. Sus ojos eran lo peor, grandes y vidriosos. Viendo cómo sucedieron las cosas al día siguiente, el recuerdo de aquella mirada estampada en su rostro parece un presagio.
Trasladaron a Betty al hospital. El médico me dijo que no debía preocuparme y yo desde luego lo hice. Una enfermera joven y bonita me explicó que Betty había sufrido una intoxicación y que había hecho muy bien en llevarla al hospital de inmediato. Me dijo también que la tendrían esa noche en observación y que podría llevarla a casa al día siguiente. Afortunadamente el incidente no pasó a mayores.
Pasé la noche en el hospital Lincoln, en una sala común junto a una docena de niños. Es difícil explicar cómo una habitación como aquella logró transmitirme cierta paz, pero lo hizo. La poca iluminación y el pitido electrónico de dos o tres artefactos, el zumbido lejano de tubos fluorescentes, el olor a desinfectante… lentamente las cosas volvían a la normalidad.
La enfermera bonita tuvo la gentileza de conseguirme una silla para que pudiera pasar la noche junto a mi hija. Permanecí con los pies estirados y las manos en el regazo, contemplando el rostro sereno de mi pequeña junto a la mejilla de felpa de Lola.
Me dormí una media hora después que ella.
Nunca hablé con nadie acerca de lo que ocurrió esa noche. Durante un buen tiempo creo incluso haberlo olvidado, y es comprensible frente a lo que viviría al día siguiente en el aula 19. Fue el sueño más extraño que recuerdo. Primero escuché un grito, breve pero estridente, que hizo que alzara la cabeza de golpe. Fue idéntico al que dos horas antes me había despertado en mi propia casa, sólo que esta vez no desperté en la familiaridad de mi cama, sino en la habitación del hospital, rodeada de niños y artefactos que emitían destellos verdosos. Me incorporé. Betty yacía frente a mí, en su cama, aferrando a su muñeca con fuerza. Me embargó una sensación de déjà vu. El cabello largo le cubría el rostro. Me puse de pie de inmediato, me acerqué a ella y le aparté el cabello de la frente.
Y su rostro me espantó.
Betty estaba mucho más delgada. La visión de su rostro anguloso forrado en piel hizo que me llevara una mano a la boca. Sus ojos habían adquirido un aspecto saltón y vacío. Creo que grité. Las piernas apenas me respondían pero conseguí llegar hasta la cama de mi hija. Estiré los brazos para asirla y ella intentó sonreír. Le dije que todo estaba bien, que la llevaría a casa… Ella asintió y abrió la boca para decir algo. Recuerdo sus palabras con toda claridad: «El mago mueve la bola de hielo, mami. Es muy grande».
Al día siguiente había olvidado el sueño —si es que eso había sido— y la frase. Mi hermana se ofreció a cuidar de Betty y me animó a ir a la escuela. Dijo que me ayudaría a despejarme y estuve de acuerdo. Como ya he dicho varias veces, la escuela Woodward ha sido un sitio importante para mí. Alejarme de allí fue una de las decisiones más difíciles que debí tomar en toda mi vida.
El día de la tragedia caminaba hacia la sala de maestros en busca de tizas. Normalmente le hubiera pedido a uno de mis alumnos que fuera a por ellas, pero decidí que aprovecharía y telefonearía a mi hermana para saber cómo seguía Betty. Fue entonces cuando un ruido atrajo mi atención en el aula 19. Algo pesado golpeó el suelo, pensé, y eso hizo que desanduviera mis pasos —mi clase era en el aula 17—. Me detuve frente a la puerta, donde el rectángulo de cristal glaseado no me reveló ningún movimiento en el interior, a la espera de que el ruido se repitiera, y entonces advertí que los únicos sonidos provenían de las otras aulas, pero que en la 19 reinaba un silencio inusitado. Supuse que los niños estarían en clase de música o de ciencia, lo cual no explicaba el ruido que acababa de oír, y eso me decidió a abrir la puerta. Cuando aferré el picaporte un resplandor azulado proveniente del interior hizo que lo soltara. Permanecí de pie y verifiqué a mi alrededor si alguien había visto aquello, cosa que sabía no había ocurrido. Estaba sola. Sin pensar nada, giré el picaporte.
Todo había terminado para ese entonces. Me he preguntado muchas veces si no es posible que el sueño en el hospital haya tenido lugar después de la tragedia, que mi memoria me haya jugado una mala pasada. Prefiero pensar que la imagen consumida de Betty aferrando a su muñeca Lola fue una consecuencia de lo que vi aquel día en el aula 19 y no a la inversa. Es más sencillo de ese modo. La visión de los niños aquel día…
Ally y Paul se quitaron la ropa en un ritual silencioso y frenético, de pie junto a la cama de dos plazas de la habitación 109 del Motel Bluebird.
Media hora después Paul yacía boca arriba, con las manos detrás de la cabeza y la vista fija en un techo poco interesante. Ally cruzó la habitación hasta un silloncito donde había dejado su bolsa y en el que guardaba una muda de ropa: vaqueros, un jersey de cuello alto y un conjunto de ropa interior. Se vistió con presteza. Después dobló el vestido negro y lo guardó en la bolsa. Se aproximó al espejo redondo junto a la puerta y se acomodó el cabello con las manos.
—¿En qué piensas? —preguntó.
—Ally… será mejor que te lleve a tu casa.
Paul recorría con la mirada una fisura en el techo. Hizo el intento de incorporarse pero Ally se tendió a su lado y lo detuvo con una mano en el pecho.
—Puedo quedarme.
Paul era incapaz de comprender cómo había llegado a un motel del que ni siquiera podía recordar el nombre. Se vio a sí mismo sentado en la barra de Tannen´s, humedeciendo su cerebro dormido para que el pequeño musculito blanduzco saque a relucir su circo de atracciones del pasado. Y entonces Ally se había presentado, y minutos después compartían una cama destartalada que parecía apoyarse sobre balones de futbol en lugar de patas.
Al principio las cosas habían ido relativamente bien. Recordó la última media hora como un viaje en montaña rusa donde los acontecimientos se sucedían a toda prisa. Inmediatamente después de desnudarse, Paul había contemplado a Ally con perpleja fascinación. Su cuerpo era de una belleza magnética, su rostro terso y una sonrisa de medialuna parecían capaces de hacerte hacer cualquier cosa. Aquella chica era la dueña del mundo, pensó Paul. Y esa sonrisa, un contorneado labio superior y una dentadura pareja, era más que franca y sensual, era… perfecta. Quizás era demasiado simplista, como calificar al universo de grande. Pero tenía algo, porque cada vez que Paul se detenía en ella se sentía desarmado e incapaz de pensar con claridad. La prueba estaba en cómo había aceptado casi de inmediato la invitación al Motel Bluebird (¡Bluebird! ¡Ese es el nombre! No poder recordarlo probaba su punto).
Ally besó el cuello de Paul y con una lengua húmeda y delicada jugueteó con el lóbulo de su oreja izquierda. Cuanto más empeño ponía Paul en dejar de pensar en la sonrisa de la muchacha, menos lo conseguía.
—¿Te sientes bien?
—Sí —mintió Paul.
—¿Quieres que cambiemos?
—Sí, por favor.
Ally se tendió boca abajo y Paul rodó sobre ella. Ahora fue él quien besó su cuello, aunque en realidad fue un ardid para no observarla a los ojos. Dio ligeros mordiscos y ella suspiró, su cabeza describiendo círculos imaginarios. Otra vez sus lenguas se fundieron y se contorsionaron como un único organismo vivo.
Paul acarició con una mano el rostro de Ally y con la otra recorrió primero su cadera, después su pierna, de arriba hacia abajo un par de veces. La pierna derecha de ella se elevó y se separó de su cuerpo con la precisión de un paso de baile clásico.
Paul irguió la cabeza, y allí estaba de nuevo aquella sonrisa. La realidad misma burlándose de él. Detuvo la exploración corporal de inmediato. Se alejó de Ally lentamente, se sentó al borde de la cama y guardó silencio. Unos segundos después sintió las manos de ella alrededor del cuerpo. No se sintió avergonzado ni forzado a dar explicaciones. No había mucho para explicar, además. El mundo está lleno de mierda. Permaneció con las manos entrelazadas y la vista fija en el techo del Motel Bluebird.
Noviembre 15 de 1993
Fragmento televisivo
… un giro inesperado se ha producido en el caso de la muerte de los niños en la escuela Woodward el pasado 5 de noviembre. El maestro George Hannigan, quien al momento de la tragedia se hallaba al frente de la clase, ha admitido ser el responsable de la muerte de sus alumnos del cuarto grado.
En un escueto comunicado dado a conocer en el día de hoy, el abogado de Hannigan se ha limitado a asegurar que su cliente se declara responsable de lo acontecido en la escuela y que está dispuesto a hacer una declaración formal frente a un tribunal.
Seguiremos de cerca los detalles y las repercusiones de la que para muchos es considerada la tragedia escolar más lamentable en la historia del estado de Nueva York. La investigación se sigue desarrollando en un completo hermetismo y se desconocen los pormenores de la masacre, aunque sí se ha descartado la existencia de heridas de bala en los cuerpos como se especuló días pasados…
Ally se tendió boca arriba.
—Debo regresar a casa en una hora —dijo—. Se supone que estoy sirviendo a los invitados de un diplomático. Últimamente han sido más fiestas que de costumbre.
—¿Novio?
—No. Vivo con mi padre. Además, dudo que un novio se trague semejante cosa. —Comprendiendo las implicancias de lo que acababa de decir, agregó—: Mi padre es un buen hombre.
—No hace falta que me des explicaciones.
—Lo sé.
—Aquí tienes —dijo él y dejó tres billetes sobre la mesa de noche.
Ella rodeó la cama y los cogió. Los guardó en el bolsillo trasero de sus vaqueros.
—No hace falta que me lleves a ninguna parte, puedo pedir un taxi en la recepción. —Ally asió la correa de la bolsa.
—Espera… Perdón si dije algo inapropiado, o me comporté como un imbécil. No ha sido un buen día para mí. Déjame llevarte a tu casa. Por favor.
Paul se abotonó la camisa y se arregló el cabello en el mismo espejo donde Ally lo había hecho minutos antes. Regresó a la cama y colocó la almohada en posición vertical. Se sentó con la cabeza apoyada en ella y las piernas extendidas. Ally lo imitó. Ambos permanecieron en silencio, simplemente observando la pared frente a ellos, donde había un sillón, una mesita con un televisor y un cuadro poco llamativo colgado en la pared.
—No me juzgues por lo que he dicho acerca de mi padre —pidió ella.
—¿A qué te refieres?
—A qué nadie se tragaría que estoy sirviendo a los invitados de un diplomático. A veces llego a casa a las siete de la mañana, o no regreso en absoluto. No es sencillo mentirle.
—No te preocupes.
—Él me ha criado. Es un hombre transparente. Trabaja todo el día haciendo reparaciones y apenas le alcanza para pagar las cuentas y la hipoteca. Si supiera lo que hago se le partiría el alma.
—¿Tienes hermanos?
Ally no respondió de inmediato. La mentira era parte de su vida, afloraba casi por instinto, como los colores en el camaleón. Las personas normalmente deben prepararse para mentir, pero en su caso sucedía a la inversa.
—Tenía uno.
Paul guardo silencio.
—Sé lo que estás pensando —soltó Ally.
—¿Qué?
Ahora ambos yacían vueltos de costado, observándose mientras mantenían una conversación nocturna como una pareja convencional después de hacer el amor. La ironía era que ellos no eran lo primero ni habían hecho lo segundo.
—Estás pensando en cómo puedo dedicarme a esto…
Él sonrió.
—No pensaba en eso.
—Tu sonrisa dice otra cosa.
—Entonces mi sonrisa no sabe lo que dice.
—¿En qué pensabas entonces?
—En nada, de verdad.
Ally encendió un cigarrillo y le dio una calada profunda.
—No estoy orgullosa de lo que hago —dijo apartando la nube de humo con la mano—. Voy a dejarlo pronto.
—¿Alguien de tu familia lo sabe?
—Algunos… parcialmente. Le envío dinero a mi tía de tanto en tanto. Para comprar medicinas y esas cosas. También procuro mantener nuestra casa en condiciones. No gasto el dinero en drogas. —Ally hizo una pausa—. Estoy ahorrando para ir a la universidad.
—¿Hace cuánto que…?
—¿…soy una puta? Cuatro años.
Paul no pudo sostenerle la mirada.
—No quise ser grosera —se disculpó ella, y con la mano libre cogió el mentón de Paul e hizo que se volviera para mirarla—. Pero conviene llamar a las cosas por su nombre, créeme.
—A veces no es necesario.
—Puede ser. Con mi carácter eso es algo difícil. Así era mi madre, me han dicho.
—¿Cómo murió?
—En un accidente.
—Lo siento.
—Gracias. Era una mujer muy bonita y alegre. Mi padre apenas habla de ella. Una vez me dijo que le recuerdo a ella… y es quizás la razón más poderosa para alejarme de esto. Aunque suene pedante, creo tener la fortaleza para resistir unos años más. Quiero decir, no tengo la necesidad de sacrificarme como otras chicas, no necesito pararme en la esquina de un vecindario peligroso y pasar horas de frío antes de que un coche con un desconocido se digne a detenerse. Tengo un par de lugares como Tannen´s en donde puedo ser selectiva y trabajar horarios flexibles. He hecho una clientela estable de gente agradable. Algunos de ellos no son para condecorarlos con la medalla al mérito, pero son inofensivos.
Paul se preguntó si aquella historia formaría parte del repertorio habitual de Ally para esos clientes selectos, una forma de capturarlos en su tela, inyectarles el veneno de la dependencia. Si no hubiese sido así, la muchacha estaría en ese momento camino de su casa para no preocupar a su padre, si acaso todo eso era cierto.
—¿Tienes pensado hacerlo pronto?
—¿Dejarlo?
Paul asintió.
—Lo intenté una vez, no fue sencillo. Conseguí empleo en una tienda de renta de películas. Es difícil sobrevivir a la idea de ganar en un mes lo que de este modo gano en una noche, en especial si el dueño de la tienda está empeñado en llevarte a la cama.
—Menuda paradoja.
—Debí dejar ese empleo y buscar otro, lo sé. De todas maneras, viéndolo a la distancia, no creo que el cerdo del dueño fuera la verdadera razón para renunciar. Hice todo lo que pude por permanecer en la mugrosa tienda.
—¿Cuál fue la verdadera razón?
—Sé nota que eres periodista.
—Últimamente no se nota casi nada.
—También te aquejan tus propios fantasmas, ¿verdad?
Ally dejó su cigarrillo en un cenicero de plástico pegado al vidrio de la mesa de noche.
—¿Sabes una cosa? —dijo ella.
—¿Qué?
—Nunca he hablado con nadie de las razones por las que dejé ese empleo. Tengo un puñado de amigas, sin embargo no lo he compartido con ellas —entrecerró los ojos y observó hacia arriba como si soñara despierta—. Maldito Spencer, ese tipo sí que era un depravado.
Escucharon voces en el exterior. Un hombre murmuraba algo y una muchacha que parecía muy joven reía como si le hicieran cosquillas. El Motel Bluebird tenía una callejuela interna que conducía a las habitaciones y una pasarela peatonal por donde la risueña pareja caminaba en ese momento. Las voces se hicieron más potentes cuando el hombre y la mujer se detuvieron un momento frente a la ventana de la habitación 109 y finalmente avanzaron hasta la habitación siguiente.
Paul y Ally siguieron con atención lo que ocurría afuera, hasta que los extraños se marcharon.
—Ashley me ha contado algunas cosas de ti —dijo Ally—. No lo tomes a mal…, es algo bueno. Significa que no eres uno de los olvidables. Los olvidables, como yo los llamo, o los previsibles, como prefiere llamarlos Ashley, son todos iguales; créeme, no podrías recordar su nombre ni aunque lo repitieras todo el santo día. La principal característica de los olvidables es que se creen únicos, con sus numeritos de fantasías y frases de película triple equis. Resultan tan aburridos y vacíos que es fácil colocarlos a todos en una gran bolsa. Cuando estoy con un olvidable puedo hacer que mi cabeza se abstraiga y se ocupe de cosas que debo hacer en casa, diligencias pendientes o cosas por el estilo. Me transporto y respondo en piloto automático. Cuando el tipo se marcha ni siquiera recuerdo cómo ha ido todo. Cuando me despido de él, desaparece de mi mente. Tú no eres así. He desarrollado un sexto sentido al respecto. Pero no sé qué tiene que ver esto con las razones por las que dejé el empleo en la tienda de Spencer.
La pareja vecina no perdía el tiempo e inició una serie de feroces arremetidas. Un ruido seco se producía cada vez que el respaldo de la cama golpeteaba el panel divisorio. Risitas gritaba de placer.
—Cada vez se pone más interesante… —comentó Paul.
Ally no supo si el comentario iba dirigido a lo que ocurría en la habitación contigua o a lo que ella iba a revelarle referente a su trabajo. Supuso que a ambas cosas.
—Sé que lo que hago es temporal. También sé que si lo hago más de la cuenta puede que no pueda dejarlo… He visto muchas cosas, quizás demasiadas para alguien de mi edad. A veces me pregunto si esta vida no deja marcas de las que una no se recupera nunca. Quiero pensar que no, que algún día podré tener una vida normal y ver todo esto como un recuerdo lejano con sabor amargo. Durante mucho tiempo estaba convencida de que así sería.
—¿Ya no lo crees?
—Ni un minuto de acostarse por dinero puede olvidarse. El paso adelante consiste en aceptarlo, creo. Muchas mujeres no lo hacen, incluso mayores que yo.
Los quejidos de Risitas eran cada vez menos espaciados.
—Cuando pasé aquellos dos meses en la tienda de películas me sentí verdaderamente miserable. El hecho iba más allá de tener que tolerar que el dueño me tocara el culo cuando le apetecía, y fue difícil asimilarlo. Me refiero a que… ¡debía sentirme feliz! Había dado el paso decisivo. Me rehusaba a aceptar que echaba de menos esta vida. No era eso. Salvo que había una cosa que sí echaba de menos realmente, y descubrirlo fue una revelación absoluta. ¿Prometes creerme?
—Claro.
—En la tienda de películas no tenía el control. Lo había perdido. Ahora ahorro dinero para ir a la universidad o poner un negocio propio, y aunque nada de esto me espere a la vuelta de la esquina, la verdad es que no tiene mayor importancia, ¿me sigues?
—Creo que sí.
—Cada día, con el puto Spencer, comprendí que vivir sin perspectivas no es para mí. Necesito saber que me dirijo a algún sitio.
—Tengo que decir que no estoy de acuerdo contigo. Tú misma lo has dicho hace un instante: ni un minuto de acostarse por dinero puede olvidarse. Si es así para ti, entonces quizás el precio sea demasiado alto.
—Eso me gusta de ti, eres sincero. Puede que en el fondo yo misma piense como tú. Pero ¿sabes una cosa? Por irónico que resulte, cada noche siento que soy yo quien realmente tiene el control y no el tipo de turno. Spencer ha sido el último que me ha manoseado el culo.
En la habitación contigua las embestidas se habían vuelto frenéticas.
—Perdón por todo este rollo —dijo Ally—. Ya te he aburrido bastante.
—En absoluto.
—Puedo contarte cosas más interesantes.
Ally sonrió con malicia.
—¿Sí?
—Desde luego.
Por primera vez en toda la noche Paul percibió la vulnerabilidad de Ally, y creía que el hecho iba más allá de lo que ella le había dicho, de que confiara en él. Creyó ver detrás del disfraz de muchacha resoluta y planificadora que ahorraba para ir a la universidad; sentir la proximidad de la veinteañera que vivía sola con su padre y que intentaba a su manera subsistir, justificarse con teorías dudosas para hacerse más resistente a los embates del mundo. Y Paul decidió que quería escucharla, que hacía tiempo que no sentía la cercanía de otra mujer y que la necesitaba.
—Me imagino que conoces a Dan Martins —dijo ella de repente.
—No lo creo.
—Es un concejal —explicó Ally—. Era uno de los hombres que estaba en Tannen´s, justo detrás de ti.
—No lo conozco. No he sido un periodista muy activo últimamente.
—Martins era uno de los viejos que manejaba la conversación. Siempre hay uno o dos que lo hacen, los más poderosos. Cuando ellos hablan el resto calla o asiente y le festeja las gracias. Con el tiempo una aprende a detectarlos.
—Vale.
—Jura conmigo —Ally alzó el dedo índice y el anular.
Paul la imitó.
—Prometo no utilizar nada de esto en mis historias periodísticas —recitó Ally.
Paul repitió la frase.
—Perfecto. El sujeto tiene familia, después de todo.
—Parece una historia prometedora.
—Lo es. Conozco a Martins desde hace un año y medio y créeme que al principio el sujeto fue un verdadero enigma. Se presenta todos los viernes, indefectiblemente, y cada tanto hace una visita adicional, como hoy. Sus amigos suelen concertar citas con alguna de las muchachas, sin embargo Martins se marcha solo.
Paul seguía las palabras de Ally con atención. No su significado, sino el modo en que las pronunciaba. Reparó en la cadencia musical que impartía a cada una de ellas, como una niña dispuesta a contarle intimidades a una amiga.
—Con el tiempo supimos que el hombre tenía familia —dijo Ally—. Cuatro hijas hasta donde sé. Llegamos a la conclusión de que buscaba simplemente hablar de política y mujeres con sus amigos y eso era todo. No lo he visto siquiera una vez con una muchacha en las rodillas. Nada. Un día Martins se me acercó. No habló demasiado. Me extendió una tarjeta y me pidió que lo llamara al día siguiente.
—Imposible resistirse.
—Desde luego. Sentía curiosidad; aunque de ninguna manera podía imaginarme lo que me esperaba. Supuse que se trataba de un sujeto tímido, discreto o las dos cosas, que se había tomado su tiempo para seleccionar a una muchacha digna de su confianza, o de su preferencia. Y por alguna razón me escogió a mí. Lo llamé a las ocho en punto según sus indicaciones. Me respondió con voz alegre, ebrio, pensé en ese momento. Me dio su dirección y me dijo que me esperaría en su casa en media hora. Y… escucha lo siguiente: que debía llevar un pavo conmigo.
—¿Un pavo?
—¡Eso mismo pregunté yo! Martins se limitó a decir que la visita no me demandaría más que una hora y que la paga sería generosa. Resultaron ser quinientos dólares, pero eso lo supe después.
—Menuda paga.
—Camino a la casa de Martins me sentí molesta. Digo, si el viejo tenía ganas de comerse un pavo podría haber llamado a cualquier servicio de comida. He estado con hombres que me han pedido que los observe mientras desfilan con la ropa interior de la mujer, ser golpeados o amordazados, no sé, lo usual. Una vez uno me pidió que lo depilara con cera, algo que disfruté enormemente. Esto del pavo era una novedad. Aunque lo conocía, antes de entrar a su casa hice una llamada a un amigo que sabe dónde estoy a cada momento. De alguien que contrata a una puta y le pide que le lleve un pavo puede esperarse cualquier cosa, ¿no crees?
—Decididamente.
—Cuando llegué, Martins se mostró amable. Me invitó a pasar e hizo que lo siguiera hasta su habitación, en la segunda planta. Me sentí incómoda cargando una bolsa con un pavo de casi diez kilos. La habitación era una de esas alcobas de película, con una cama en el centro del tamaño del Central Park, cortinas bordadas, un jacuzzi y esas cosas. Martins me explicó que su familia estaba en un crucero. En la habitación había una mesa que supuse no había estado allí antes. En el centro había una bandeja de plata.
Ally encendió otro cigarrillo.
—Me dijo que colocara el pavo en la bandeja y me pusiera cómoda. Usualmente esto significa que me quite la ropa, pero Martins señaló un sillón de cuero entre la cama y la mesa, así que me senté y el viejo sonrió complacido. Se quitó la ropa en silencio. Fue a la mesa y agarró el pavo con ambas manos. Ten en cuenta que estaba caliente. Se arrodilló en el centro de la cama e introdujo la polla en el pavo.
Paul frunció el entrecejo.
—No puede ser.
—Créelo. Se ven cosas extrañas en este mundo. Martins comenzó a follar el pavo hirviente entre jadeos histéricos. No hice más que observarlo; el sujeto no me tocó un pelo en toda la noche. Cada vez que su mirada se encontraba con la mía, sonreía como un niño.
—Dios mío.
—Folló con el pavo durante casi media hora. Los últimos diez minutos me pidió que se lo sostuviera y eso hice; estaba enfriándose para ese entonces. Pero no te he dicho lo peor.
—¿Hay algo peor?
—Todo el tiempo se comportó como una gallina, batiendo sus brazos y cacareando. —Ally dejó su cigarrillo en el cenicero para hacer ella misma la representación de Martins—. Parecía poseído, y lo peor es que no me quitaba la vista de encima, y que parecía no darse cuenta de que aquella era la cosa más descabellada del mundo. Tenía los ojos grandes y movía la cabeza hacia uno y otro lado bruscamente, ¡como una puta gallina!
Paul no podía creerlo. Era por historias de este tipo que la realidad siempre superaba a la ficción. ¿A quién se le ocurriría inventar algo así?
—El hombre es un caso serio —Ally se dejó caer en la cama—. No sabes lo que debí concentrarme para no partirme de la risa. Pero sé que burlarme es lo peor que puedo hacer en mi trabajo. Cuando estoy con un tipo raro me concentro para ser la más profesional del mundo.
—¿Hubo más pavos a domicilio?
—Sí, tres veces más. Pero tuve la precaución de tardar un poco más y llegar con el pavo tibio. Supongo que en el fondo me lo agradeció.
Paul, sentado en la cama, le acarició el cabello. No supo que lo haría hasta que su mano lo sorprendió. Ally recibió el gesto de buena manera y sonrió.
—En la tienda de películas nunca hubiese tenido la oportunidad de presenciar algo así.
En la habitación de al lado daba comienzo la segunda función.
Julio 12 de 1994
Fragmento del libro «Vidas efímeras. El misterio del Aula 19»
Por Marsha J. Fox
Pág. 22
… los días posteriores a la tragedia fueron terribles y debí recluirme en casa de mi hermana. Los medios asediaron a cada persona que pudiera estar remotamente ligada con la escuela Woodward. Kathleen fue la única que hizo apariciones esporádicas. Era una muchacha muy joven por aquel entonces y no puedo siquiera imaginar lo difícil que debió resultar todo aquello para ella, siendo la directora entrante. En lo personal no me sentí con la fuerza suficiente para afrontar la situación. Al principio seguí las noticias por televisión, pero más tarde ni siquiera me sentí con ánimos para eso.
Es increíble lo que las personas son capaces de inventar cuando no se tiene información sólida. La noticia acerca de un arma dentro de la escuela fue probablemente la que más me enfureció. Porque, suponiendo que uno de aquellos niños hubiese logrado entrar con un arma a la escuela, ¿cómo hubiese sido posible que disparara catorce veces sin que alguien interviniera? Es la idea más absurda que he escuchado. Y lo más triste es que muchas personas lo creyeron. Quizás porque era la explicación más sencilla.
Cuando Hannigan se declaró culpable todo fue más simple. La pieza encajó en el sitio correcto y todos parecieron felices. Finalmente cada uno de nosotros podía volver a ocuparse de su vida y dejar atrás ese horror, archivarlo. El tema dejaría de ser obligado en las filas del supermercado o en la peluquería. Teníamos un culpable y podíamos encausar nuestra ira hacia él. Las madres podían mostrar a sus hijos una fotografía poco favorable de Hannigan en la primera plana del periódico y decir que era un monstruo, un envenenador de niños. Claro que sí. El hombre había tenido una infancia difícil después de todo, un padre que lo había golpeado desde pequeño y una madre que creía que aquello era necesario para enderezarlo. El círculo se cerraba de un modo perfecto.
Sólo había un pequeño fallo: quienes conocimos a George Hannigan sabíamos que era incapaz de hacerle daño a una mosca.
Cuando supe de las declaraciones de George me rehusé a creerlas. Era evidente que el señor Torrance, abogado de Hannigan por aquel entonces, tenía el alma más negra que la noche y que se traía algo entre manos. Bastaba observar su sonrisa detenidamente para advertir la falsedad de aquellos dientes resplandecientes. No sabía qué rédito podía obtener Hannigan de todo aquello ni la razón que lo había empujado a declararse culpable, pero era evidente que a Torrance le importaba tan poco como el agujero de ozono.
El pitido del móvil hizo que dejaran de besarse, como dos adolescentes sorprendidos en el living de casa. Paul se puso de pie y observó la pantalla del aparato con incredulidad. No reconocía el número.
—Paul Farris.
Ally se sentó en la cama, a su lado.
—¿Quién? —dijo Paul.
La respuesta no debió satisfacerlo porque hizo una mueca de desconcierto.
—Claro que te recuerdo, Michael… ¿Por qué no me explicas lo que ha ocurrido? —Una pausa prolongada—. No creo que eso sea posible.
Paul permaneció en silencio por veinte segundos. Interrumpió la comunicación y se dejó caer en la cama, lentamente.
—¿Quién era? —preguntó Ally—. Parece que has hablado con alguien del más allá.
—En cierto sentido así es. Alguien de otra vida, por lo menos.
—¿Puedo preguntar de qué se trata?
Paul sonrió.
—Era Michael…
Ally esperó el final de aquella frase con rostro expectante. Nunca llegó.
—¿Quién es Michael? Paul, si no quieres hablarme de la llamada, lo entiendo perfectamente.
—No, no es eso. Es que no he hablado con este muchacho desde hace tiempo. Lo conocí en medio de una investigación.
—¿Qué te ha dicho?
Paul se masajeó la barbilla, un gesto inconsciente que solía acompañar sus cavilaciones.
—¿Paul?
—Hace unos años redacté una serie de artículos con cierta trascendencia. Seguramente recuerdes el caso, aunque tú eras muy pequeña.
—Has despertado mi curiosidad.
—Catorce niños murieron hace unos diez años en la escuela Woodward. Un maestro los mató a todos, pero los detalles del suceso son aún hoy un mist… ¿Ally? ¿Qué te ocurre? Estás pálida…
—Dime que es una broma… —pidió ella con voz trémula.
Paul se puso de pie y rodeó la cama.
—No es ninguna broma. —La tomó por los hombros— ¿Qué te ocurre?
—Conozco ese caso perfectamente.
Él enarcó las cejas. Ally habló despacio, visiblemente afectada.
—Mi hermano fue uno de los niños del aula 19 —sentenció.
Paul contuvo la respiración. Reflexionó en círculos sin llegar a ninguna parte.
—No es una broma —dijo, incapaz de encontrar otra explicación—. Siéntate, por favor.
Ella no quiso hacerlo.
—¿Qué sabes, Paul? ¿Qué te ha dicho el tal Michael? —Ally habló con severidad.
Paul rememoró las palabras inconexas que Michael le había dicho apenas un momento atrás.
—Está en la escuela. Dijo que debía ir hacía allí, que debía ver algo… algo relacionado con lo que ocurrió aquel día. Pero escucha, lo más seguro es que…
—Vamos —lo interrumpió ella.
Paul no pudo evitar esbozar una sonrisa.
—Ally, por favor, entiendo tu situación, pero es plena noche. Mañana quizás…
—No, Paul. No entiendo cómo esto puede ser una broma de mal gusto. Quiero decir, yo me acerqué a ti en Tannen´s, tú no tenías manera de saber que lo haría. Y si estabas esperando allí para que eso sucediera y has planeado esa llamada… no sé, eres un reverendo hijo de puta. Pero si no lo eres, y creo que no lo eres… —Ally hablaba con vehemencia, casi gritaba—. Nunca nadie me explicó lo que ocurrió aquel día. Voy a ir, Paul.
Cogió su bolsa y caminó hasta la puerta. Paul mentiría si dijera que no empezaba a sentir cierta curiosidad. No creía en las casualidades, pero la que tenía entre manos podría cubrir la cuota de casualidades que un hombre puede esperar en toda su vida. Si es que era una casualidad, claro.
Aparcaron detrás del Honda de Kathleen. Ally abrió la portezuela cuando el coche todavía no se había detenido por completo y unos segundos después se lanzaba en pos de la escalinata de la escuela. Mientras intentaba darle alcance Paul tuvo el fuerte presentimiento de que algo no estaba bien. Echó un vistazo por sobre el hombro y vio los jardines silenciosos, un reloj de pie que marcaba las once y veinte de la noche, el coche de Kathleen —aunque Paul no sabía a quién pertenecía— y no logró determinar cuál era esa pieza fuera de su sitio. Cuando alzó la cabeza y vio la silueta de Ally recortada contra el portal lo comprendió. Era la propia escuela dormida la que lo inquietó; la oscuridad en el vestíbulo, densa, esponjosa e impenetrable. Paul no recordaba que aquellos cristales fueran tintados, pero debía ser el caso, porque las farolas exteriores debían ser capaces de iluminar el vestíbulo, y sin embargo no se veía absolutamente nada. Ally llegó primero a la puerta de cristal y tiró de ella con determinación, pero no consiguió moverla. Paul ya estaba a su lado y le decía que era lógico que estuviera cerrada, que eran más de las diez de la noche y que debían marcharse, que la llamada sí había sido una broma después de todo. Pero ella no lo escuchaba, pateó la puerta dos o tres veces e intentaba ver hacia el interior acercándose al cristal y formando anteojeras con las manos. Cuando se cansó, se sentó en uno de los escalones para recuperar el aliento. Paul la acompañó y le pasó un brazo por la espalda. Quería marcharse de allí cuanto antes.
—Ese coche tiene que pertenecer a alguien —dijo Ally.
Paul abrió la boca para decir algo cuando un torrente de luz les cayó encima. Sus sombras se proyectaron sobre la escalinata, largas y dentadas. Se volvieron al mismo tiempo. El vestíbulo estaba ahora completamente iluminado. Ally fue la primera en ponerse de pie, correr hacia la puerta y abrirla, esta vez sin esfuerzo. Paul no tardó en seguirla.
Paul reconoció a la directora, aunque hacía tiempo que no la veía, y a Michael, que yacía en el suelo. El hombretón que estaba con ellos le resultaba vagamente familiar, y gracias al uniforme logró situarlo mentalmente. Era el cuidador.
—¿Qué haces aquí, Farris? —Kathleen habló con voz firme.
—Michael me ha llamado —se limitó a responder el periodista.
La figura tendida contra la pared se movió.
Ally cruzó el vestíbulo en dirección a Michael. Kathleen le lanzó a Paul una mirada gélida.
¿Quién rayos es tu amiga y qué hace en mi escuela?
—¿Michael? —Ally se arrodilló junto al muchacho.
—Sí —respondió él. El cabello de Ally caía sobre el de Michael. Ambos rojos se fusionaban.
—¿Qué ha ocurrido?
Michel empezó a decir algo, pero parecía muy débil.
—No se siente bien —dijo Kathleen—. Es necesario llevarlo a su casa ahora mismo. Tal vez deba verlo un médico. Está desorientado y probablemente ha dicho alguna incoherencia. Lamento que hayáis venido hasta aquí en vano.
—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó Paul.
—No lo sabemos —explicó la directora sin ocultar su fastidio—. Posiblemente un virus. Acabo de llegar. Si me disculpan…
—Por teléfono dijo que tenía algo para decirme —la interrumpió Paul.
Kathleen avanzó dos pasos. Hacía tiempo que no veía al periodista pero recordaba perfectamente sus modales.
—Lamento que hayas tenido que venir hasta aquí en medio de la noche. Está claro que Michael no está bien, se ha desorientado y te ha llamado a ti. Todo ha sido una confusión. Además, es evidente que has debido dejar de lado tus planes personales…
Kathleen lanzó una mirada rápida a Ally.
—Directora Blake… —empezó Paul.
—Ya oyó a la directora —lo interrumpió Judd. Su voz se alzó con la potencia de un trueno—. Será mejor que se marche. Usted y su amiga.
Paul repasó los rostros de cada uno y se preguntó qué verían ellos en el suyo, porque lo cierto es que ni él mismo sabía lo que sentía en ese momento. No tenía la más remota idea de la razón por la que Michael lo había llamado por teléfono, ni mucho menos por qué se había dejado arrastrar a la escuela. El cuidador tenía razón en una cosa. Sería mejor marcharse.
—Ally, será mejor que nos vayamos. —Paul dio media vuelta.
La muchacha no se movió.
—No me iré hasta que él nos diga lo que tenga para decir.
Michael alzó la cabeza. Sus ojos habían adquirido un aspecto vidrioso que espantó a todos.
—No es necesario que digas nada. —Kathleen se acercó a Michael y acarició su rostro—. Definitivamente debemos llevarte a un médico.
La directora apoyó la mano en la frente de Michael. Aguardó unos segundos.
—Han de ser más de cuarenta grados —dijo al cabo de un instante.
—Dios mío —musitó Ally.
—Hablaremos por la mañana —dijo Kathleen—. Tenéis mi palabra.
Paul asintió. Ally no parecía convencida.
Fue entonces cuando Michael empezó a sufrir espasmos. Se sacudía víctima de una sucesión de descargas eléctricas, su rostro morado, sus manos emergiendo debajo de la manta como ramas secas y temblorosas. Por un momento ninguno supo qué hacer.
Kathleen se arrodilló.
—¡Judd! Necesitamos más mantas.
Lo más parecido que Paul había presenciado en su vida había sido el ataque de epilepsia de su tío Ron, salvo que el muchacho aún no había despedido espuma por la boca. Recordó un ataque particularmente serio que había tenido lugar durante una reunión familiar, cuando los hombres de la familia miraban un juego de los Yankees por televisión. Ron primero lanzó por el aire el recipiente con palomitas y su lata de cerveza, para luego deslizarse por su sillón favorito como una tabla tiesa, con los dientes apretados y dos erupciones de saliva en las comisuras de los labios. Paul ya no se consideraba un niño por ese entonces —había besado a Pamela Henry la semana anterior— y su padre le había hablado del problema de tío Ron; estaba completamente familiarizado…, sin embargo, cuando sucedió, no pudo moverse. Y cuando finalmente pudo hacerlo, fue para llamar a gritos a su tía Dorothy.
—Farris le ha hecho algo a la puerta —dijo Judd de repente.
—¿Qué? —Kathleen ni siquiera había advertido que el cuidador se había acercado a la puerta de entrada.
—No puedo abrir la puerta —dijo Judd—. No está cerrada con llave, pero no puedo abrirla.
Michael empezaba a calmarse.
—¡Cómo que no es posible abrirla! —Kathleen dirigió una mirada inquisitiva a Paul, quien se encogió de hombros.
—Es como si alguien la empujara desde afuera —dijo Judd en su mejor intento por explicar lo que ocurría.
Paul suspiró. La noche estaba tomando ribetes surrealistas. Su vista se topó con el reloj de pie, junto al camino de acceso, y advirtió que eran las once y veinte. Frunció el entrecejo. Había visto aquel reloj al trepar las escalinatas de la escuela y estaba seguro de que había sido exactamente a las once y veinte. Supuso que el maldito reloj podría estar descompuesto, pero algo en su interior le dijo que la explicación sería algo más complicada.