El desaparecido

Que un cristiano desaparezca sin dejar rastro es para los suyos un trago; peor, si cabe, que la desgracia sabida y cierta. Por los montes próximos al molino de Cerulleda, la aldea donde el novelista se encerraba, ya no quedaban aquellos huidos que en tiempos necesitaron sobrevivir, el escritor era famoso pero no tenía gran fortuna, ninguna razón para pensar que hubiera sido secuestrado por dinero. Yo estaba invitado en la vieja casona y lo viví de cerca.

—¿Está don Jesús (o Jesús)? —preguntaban por teléfono.

—¿Quién lo llama? Se ha ido a la ciudad, sí, suponemos que volverá pronto, puede dejarme el recado, de nada, a mandar.

Solían ser asuntos editoriales o del cine, en la casa me habían encargado aquella función y yo la cumplía sin soltar prenda sobre el suceso, habría que ver el revuelo en el Café Gijón si llegase hasta allí la noticia. En las tardes madrileñas el escritor era temido por lo ingenioso y punzante, pero tampoco era manco el contertulio que un día lo apostilló:

«¿Jesús?, Jesús Fernández Santos es el que mejor habla mal de sus amigos».

Cuando desapareció de Cerulleda sin dejar huellas, las horas en el molino se hicieron largas. Yo pensaba en su comportamiento de las últimas semanas. Jesús vivía en Madrid su vida normal, pero había ido cambiando sutilmente, quizá efecto de la enfermedad que con lentitud hacía en él su labor de zapa. Se convirtió en un hombre bondadoso. Le daba mucho por recordar y, sobre todo, ansiaba recuperar lo que para él eran asignaturas pendientes, antiguas obsesiones, esbozadas en sus ficciones pero no del todo satisfechas. Para sobrellevar la espera, en el silencio de la noche de la montaña casi cantábrica me di a la relectura de las obras del anfitrión, que allí estaban en diversas ediciones, incluso traducidas a idiomas que no conozco. Tenía la esperanza de que sus fabulaciones nos revelaran alguna pista sobre su paradero.

Por las tardes, a la hora del taco de jamón y el vaso de vino aparecía el coche de la Guardia Civil de La Vecilla.

—Sin novedad sobre don Jesús —nos decía el cabo—. Un servidor tiene el pálpito de que el caso no es de desgracia —y el cabo que encabezaba la pareja seguía con una sarta de lugares comunes de consolación.

Lo más desconcertante es que el coche del novelista estaba en su sitio, en el tendejón de siempre, donde se guardan viejas ruedas de piedra y otros objetos de cuando realmente se hacía molienda, ahora codiciados por los anticuarios. Entre los gustos y pasiones del novelista, acendrados en esta que iba a ser la última etapa de su vida, estaba el gusto por los trenes y los autobuses de línea, tanto como el desdén por el auto particular, aislador e insolidario. Conque poco me extrañaría que anduviese rodando por tierras de la mística, al aroma de los conventos, de monjas llagadas que amaban y sufrían en Extramuros (dos veces recorrí la novela), o quizá rebuscando en el mundo de los protestantes perdidos e incomprendidos en el arenal plano de los secanos, Libro de las memorias de las cosas. Alguna vez le dije a Jesús que sus títulos eran mejorables:

—Pero hombre, por Dios, ¿cómo se te ocurre ponerle a tu novela ese título? Piensa en la cubierta: JESÚS FERNÁNDEZ SANTOS. EL HOMBRE DE LOS SANTOS.

Pero a él no le importaban las asonancias ni las consonancias.

—¡Ahí está!, ahí tenemos a don Jesús —avisó el guardés, que seguramente se alegraba pero sin demostrar ninguna emoción, tal es el carácter de los hombres de por aquí arriba.

Como si lo tuviéramos hablado de antes, en la casa no se hicieron esparavanes y ni siquiera hubo gestos de extrañeza, ninguna pregunta. Que no se le causara ningún trauma, parecía ser la consigna tácita. En aquel tiempo de ausencia Jesús había perdido algún peso, y eso que ya en los últimos meses venía arrastrando ese y otros signos de decadencia física. Su aspecto al traspasar el portón del molino era el de un hombre cansado, o peor aún, de un hombre derrotado. Los zapatos, maltrechos. En la cara y en las manos traía rasguños como de haber andado entre zarzales. ¿Y las gafas? Nadie le preguntó. Verlo sin ellas, tan inseparables de su fisonomía, nos azoraba como si lo viéramos desnudo. Nos miró con la mirada perdida de los miopes y en silencio marchó a tumbarse en su habitación. Yo lo acompañé, pese a la consigna, y él me lo consintió, pero solo el primer tramo de la escalera. Allí me detuvo y me dedicó, como quien hace un regalo, la única palabra que pronunció a su regreso:

—Asturias.

Estuvo durmiendo dos días con sus noches, y menos necesité yo para descifrar el sentido de tan lacónica confesión. Asturias, solo a dos pasos del molino si no fuera la ausencia de caminos, había sido con sus mozos arrogantes y derrochadores una de las obsesiones más antiguas del autor realista. Se me había pasado releer Los bravos.