Mi peluquero y su señora iban a Lugo al San Froilán porque allí, decían, «tenemos casa de orden». O sea, casa de parientes aunque fueran lejanos, o de amigos, que llegabas y tenías plato y cama. Eran otros tiempos y ya nadie recuerda la expresión. Pero lo que quiero contar es la mucha suerte de mi ahijado Abelardo. Le ha tocado una Europa que es pródiga con sus jóvenes (también con las mujeres paridoras, y más si son madres solteras) y los mima con comedores y bonos para los transportes urbanos, entradas de teatro y billetes que no ponen estación porque puedes subirte al tren y bajarte donde te dé la gana. Claro que hay que saberse todos los trucos, vigilar en los tablones y en el Internet las becas y las ayudas, y esto lo borda Abelardo.
«Igual dejo una semanita al Prisci», se dijo el estudioso, que es serio en el trabajo de su tesis pero en la intimidad se permite alguna irreverencia.
La primera ocurrencia que se le vino fue París.
En París, como en algunos otros sitios de la UE, Abelardo tiene un apeadero. «Así da gusto, Abelardo, tener en muchos países casa de orden», le alabé un día, un chico lingüista y tuve que explicarle que la expresión venía de los frailes y de las monjas, que viajan de un lado para otro y se hospedan en los conventos de sus mismos hábitos.
En París está una tal mademoiselle Marthe y además había una exposición de Cézanne, en los museos de Europa los estudiantes enseñan el carné milagroso y les basta. Él tiene siempre listo su equipo mínimo donde entra una esterilla que apenas ocupa espacio (puede haber que dormir en el salón), y el ordenador cargado de datos prácticos, además de cosas de la tesis, sin este aparatín no iría Abelardo ni a la ciudad que está al otro lado del río.
El río es el Neckar. La ciudad donde vive Abelardo es Tubinga. La mademoiselle Marthe de París es medievalista. El viajero —que ya iba en el tren— y la investigadora parisina se conocieron en el congreso isidoriano de León. Otra vez, se vieron en Montecassino. Y probablemente se encontrarán más veces, hay entusiastas que huelen estos eventos y se apuntan al tema que sea, se conocen entre ellos, intercambian las separatas, muchas separatas. Y en la despedida, las direcciones (electrónicas). La tal Marta, según nuestro rapaz, no es gran cosa como mujer (o sea, que es fea), pero muy servicial y atenta. Y decía tener un apartamento propio en una calle cerca del jardín de Luxemburgo, pleno barrio latino. Tetita.
La mademoiselle le abrió ella misma la puerta. ¡Oh, Abelardo!, ¡Abelardo!, ¡qué sorpresa!, y esas cosas que se dicen. El caso es que era media mañana, frío otoño parisién con poca luz natural y en la casa una temperatura cálida. Y libros, muchos y buenos libros, incluso en la habitación amplia e independiente del huésped.
—Puede usted quedarse el tiempo que quiera —le dijo la historiadora madura al joven investigador—. Yo, por desdicha, tengo que marcharme a Niza mañana temprano a atender a una hermana que va a ser operada. Pero no se preocupe. Usted se queda aquí a su aire, y cuando se le termine el tiempo disponible cierra la casa y le da las llaves a la portera.
A Abelardo se le ensombreció el panorama.
—Le enseñaré los interruptores que hay que bajar en el cuadro de la electricidad, con cuidado, esto sí, de que quede conectada la alarma.
—Verá usted, profesora —Abelardo estaba reaccionando—, no le he dicho…
—Nada, nada, faltaría más, se queda todo el tiempo que usted quiera, mi querido Abelardo —la francesa es una mujer nerviosa que no deja terminar al que habla—, y no deberá olvidar el gas, el gas es lo más importante, se lo dejaré todo por escrito.
Lo del gas le dio al huésped un sudor definitivo:
—Verá, profesora, en realidad estoy de paso en París, he querido saludarla pero hoy mismo debo seguir viaje…
La francesa, al fin, lo entendió cortésmente. Preparó una comida rápida, sana. Poco más que lechuga y quesos. Charlaron mucho. Ella andaba a vueltas con los visigodos. «¿Sabía, usted, mi querido colega, que los médicos visigodos deambulaban motu proprio en busca de los enfermos necesitados?». Huele a cuento, esto lo digo yo, precisamente lo he leído en un cuento. Abelardo le hablaría a la otra de Prisciliano hereje o mártir, que es el motivo de su tesis. Los doctorandos son obsesivos, este chico, si lo animas, se embala en una tira de falsos obispos y maniqueos.
Cuando Abelardo se fue a su cuarto para descansar un rato, bendijo a Dios (es devoto) por haberse zafado de responsabilidades (es egoísta). Enchufó el aparato portátil, buscó el listado correspondiente y vio que la casa de orden más próxima era en Carcasona, la de un notario aficionado a la Guerra de los Cien Años. Recompuso el petate y se puso calcetines limpios.