Última mañana con Dalia

Cuando me proponen salidas para dar lecturas de mi obra, prefiero los trenes. Pero no los de alta velocidad, por la paradoja de que cuestan más y te dan menos horas de escuchar a los vecinos de asiento.

En Espeluy se subió al regional un viajante que venía de Jaén, dijo ser de Arcos de la Frontera y hablaba como un poeta. Me contó con detalle, pero yo lo resumo, de una ciudad que llevaba muy en el alma. Por bien que se hubiera elegido a los legisladores —dijo— esa ciudad se quedó olvidada cuando el troceado ominoso de la gran Nación y ahora es una ciudad agraviada que no recibe subsidios ni de éstos ni de los otros, excluida de la red de aeropuertos y de las autopistas, salvo las de peaje más gravoso. Pero su ciudadanía es orgullosa. Me gustaba —siguió contando el de Arcos— combinar la ruta para hacer allí cuartel con mis muestrarios y unirme a mi manera a la rebelión inmóvil, que consiste en vivir a contrahora de lo que había sido patria común.

«Nos han quitado todo, menos la libertad de los relojes», te decían.

Lo bueno era que no tenías la competencia de otros viajantes, los pocos que asoman se alejan temerosos de este vagar por calles soleadas pero mudas, doblar en pleno día una esquina y ver que sigue otra calle, y luego otra, y lo más que te encuentras a esas horas es algún perro enloquecido porque ellos no se han acostumbrado a la protesta como las personas.

A mí ha dejado de sorprenderme la llamada del conserje del hotel:

«Son las siete, señor, ¿bajará a desayunar o se le sirve en la habitación?».

Y ya ni te aclaran que las siete son las siete de la tarde.

A través de la ventana están cayendo las primeras sombras, el alumbrado público va encendiéndose, más natural y sedante que un sol cansado de siglos. Es un despabilarse la población moroso y tierno. Las vecinas salen a sus puertas, se aseguran de que el sol se ha hundido por el lado de la taifa limítrofe y sacan baldes de agua para limpiar su trozo de calle. Luego los rumores crecientes, los balcones que se van confiando, pisadas —las mías propias, que se unen a la actividad urbana—, gente que va y viene para que las horas de las bombillas tengan sentido.

«Para que la vida tenga sentido», me decía Dalia. Y aquella frase tan guay: «Todo nos lo han quitado menos la libertad de los relojes».

A Dalia la conocí una noche en que estaba ella levantando la trapa para abrir el estanco. Parecía bastante libre pero a sus horas de despacho era formal, hasta que me dio una cita para cuando la mañana pudiera encubrirnos. Amparándonos en el sigilo diurno nos acostamos en mi hotel y fue una revelación, en mi ruta de siete exprovincias no me faltaron apaños, pero no hubo mujer que se le pudiera comparar a Dalia en la cama. Espere.

El viajante tuvo un gesto propio de los viajantes, que en seguida te enseñan las fotos de su familia. Del bolsillo de la chaqueta sacó una cartera de Ubrique abultada de papeles y con un departamento de plástico donde llevaba una foto dedicada, solo una, y la tal Dalia tenía unos ojos muy vivos y una boca apetecible. Siguió contando y dijo que en una de sus visitas de trabajo a la ciudad le entregaron en el hotel un fax donde la firma lo felicitaba por el último trimestre, lo ascendía y lo trasladaba a una ruta de primera.

Una buena noticia como usted comprenderá, pero por otro lado me dio tristeza. Estaba confuso y necesitaba compañía en aquel día o noche o lo que demonios fuese. Convidé al conserje del hotel, al encargado del bar y al chico que llegaba con los churros calientes. Por un momento sentí la vieja tentación de los prostíbulos, pero no abren hasta la hora meridiana. Y tampoco sería mucho sacrificio esperar a que amaneciese y mi novia de viajante cerrase el estanco.

Esperé. Dalia, más fogosa que nunca. Le oculté lo de mi ascenso y que aquélla era, pobre Dalia, nuestra última mañana de amor.

El viajante suspiró. Deduje que los de Arcos de la Frontera gastan mucha fantasía, pero vale la pena, la historia dio para dos estaciones y un apeadero.