«En mujeres estás anticuado, muchacho»

Adelaida me invitó a cenar y no es la primera vez que en su dúplex tan literario me encontraba con una amiga suya, más joven, que venía —me dijo Adelaida— «de vez en cuando». Hubo algo que me habría gustado preguntarle a aquella muchacha, una obsesión mía, pero Adelaida me lo quitó de la cabeza, dijo que esa pregunta no podía hacérsele a ninguna mujer.

—Cela lo ponía en una novela realista, y costumbrista, y en este mismo Madrid.

—Ya sé, ya sé, como que es un título que estamos reimprimiendo siempre. Pero la pregunta no tiene sentido en estos tiempos. En mujeres estás anticuado, tendrías que reciclarte, muchacho.

Muchacho. Una manera de llamarme viejo.

Era viernes, y la amiga de Adelaida traía un frescor de agua a chorro sobre la piel tersa que me gustó imaginar, nada de perfumes. Y además de frescor, un par de botellas que traía de un viaje a Burdeos, más no sé qué detallito —«Pero tú no mires»— de moda íntima para su amiga.

—Me gusta el olor de este estudio —estábamos haciendo tiempo, solos ella y yo—. Y en vez de dar trabajo a Adela podríamos tomar luego cualquier cosa, aquí mismo los tres…

—Ni lo pienses —le digo—. La autoridad tendrá ya la mesa en la planta noble —reímos—, te apuesto a que el mantel y las servilletas harán juego con el vestido de la señora de la casa.

Esta chica viste prendas de marca pero sin ninguna coquetería, siempre con zapatos bajos. Me gusta saber de su mundo, de sus diversiones.

—Pero qué edad crees tú que tengo. Ese copeo callejero es para niñas jovencísimas, lo que se dice unas crías. Con amigos salgo de vez en cuando, lo más probable es que sean «compas» de trabajo.

Trabaja en una auditoría famosa, en un rascacielos de la Castellana. A veces tiene que viajar a París o a Londres con uno de esos compañeros, puede ser un hombre joven como ella, van al mismo hotel y eso me desconcierta.

—¿Y los viernes, la noche más larga del viernes, que las parejas terminan ya sabes?

—Hoy es viernes —sonrió—. Me gusta venir a esta casa, espero que no tengáis que hablar de algún contrato, cosas vuestras.

—Para mí —hablé en singular— es una fiesta —puse la voz que yo sé—: Aunque una fiesta un poco melancólica, como una renuncia…

Vino a mi lado y me besó cerca de la boca, pero sin ser en la boca, un gesto tierno y decente.

—¡Malvado! —dijo con simpatía—, el poeta es un fingidor.

—Poeta. ¡Casi nada!

—Tú me has dicho que si no creyeras en la poesía de fondo de tus narraciones… Bueno, quito lo de malvado. Pero peligroso. Eres un hombre peligroso.

Del lado de ella había una naturalidad que ni animaba ni disuadía, y lo mío no era más que curiosidad por un tren que ya nunca será el mío.

—Has hecho bien viniendo —me acerqué a ajustar el ventanal que da a la terraza—, contigo entra en esta casa un aire fresco, supongo que será lo mismo en tu oficina.

—Mañana tendré todo el aire de la sierra, ya está la primera nieve y hay que estrenarla, ahora que está tan pura y blanquita. Figúrate, todo el sábado, y el domingo hasta agotar la tarde y volver para la última misa.

A mí me cuesta entenderlo, una vida seriamente cristiana y vivirla en un mundo como el nuestro.

—¿Comulgas?

—¡Pues claro! —afirmó con énfasis—, no tiene sentido ir a misa y no comulgar.

—Tendrás que no beber ni siquiera agua, cuando yo era niño se pasaba mucha sed en la noche anterior. Y confesarte.

—Pero hombre, qué cosas, lo de Dios es más fácil de lo que crees.

—Pero confesarte —insistí—. Podrías confesarte conmigo.

—Alguna vez me he confesado en voz alta, me parece más trance que si te contara a ti mis pecados.

—Eso de la confesión entre cofrades lo he leído en alguna parte —di otra vuelta de tuerca—: ¿Tú eres opus?

Se rió con una risa tan sana y moza que sentí como una losa mi edad. El pelo de esa chica. La firmeza de sus huesos, ¡lo interminables que son ahora las piernas de las mujeres! Su boca jugosa y un poco irónica como prometiendo una maquinaria a punto… Volvió a rondarme la mosca cojonera, la pregunta imposible de La colmena picándome en la punta de la lengua:

«Y tú, hija, ¿estás virgo?».

Pero ya se oían las voces de mi editora, Adelaida, que venía avisando para la cena. Apareció muy arreglada, la alabé pero creo que no me oyó, ellas se decían cariño, encanto, cielo, y las dos mujeres enlazadas completaban una belleza que a mí me borraba del mundo.