La piel de Camilo Otero

En un periódico de mi tierra supieron que tenía un viaje a París y me pidieron que les trajera una entrevista, un reportaje, algo de actualidad sobre nuestro paisano Camilo Otero.

—O sea, que yo lo firmaría —debería haber dicho: «Yo lo cobraría»— como enviado especial.

—Bueno, más bien, una colaboración, ya sabes.

Vaya si lo sé. Tacaños. Pero me compensaba el gusto personal de ver al escultor, que estaba teniendo una época dulce de triunfos. Además, tramaba yo una novela en que el protagonista le daba al cincel y a la gubia y me interesaba acercarme al tema. Es lo primero que hice en París. Me costó algunos rodeos por el barrio y di con la rue Lhomond.

La calle está a espaldas del Panthéon y es antigua y tranquila como las de Compostela o Mondoñedo. Iba a preguntar por el número 54 cuando vi que el trámite sería ocioso. A unos pasos había una casa vieja de dos plantas, con un patio y las esculturas por allí caídas, falsamente abandonadas. Y el horno, donde se cuece el barro con el mismo respeto que si fuese pan.

Camilo es un hombre recio, fuerte, y mezcla cierto hálito espiritual con el vigor de los que viven por sus manos. Me enseña su reino de figuras de barro y de piedra, de madera y bronce, dibujos y grabados, un rico ajedrez en que cada figura tiene simbolismos que pueden ser políticos. Dice que para Santiago de Galicia hizo un monumento homenaje a la Pasionaria y no supieron entenderlo y le llaman «El gallo»…

Y luego, las manos de Camilo. Las manos de Camilo se ven maltratadas por su lucha contra la materia. Tiene las uñas cortas, anchas, cuadradas. Me fijo en ellas, el narrador vive de estos alimentos. Camilo advierte mi interés por sus manos, las extiende y me enseña su piel que está escareada y es dura, y aun así, sangra. La veo sangrar, como si fueran los estigmas de un místico.

—Mi mujer se queja cuando la acaricio —suspira Camilo Otero.

Me he estremecido. Esta hermosura es del reino de la poesía lírica, no la degradaré en el papel efímero de un periódico.