He ido a Río de Janeiro, me cegué de luz y de vida y de mujeres cimbreñas y tuve la suerte de encontrar el reposo en un poeta: primero, en sus versos; después en su propia casa, que está en el barrio carioca de Botafogo. Se llama Ledo Ivo y suena para el Nobel. Confirmada la sintonía —él es cauteloso en dar su amistad—, me invitó a una finca que tiene en el Mato. Con él estuve viviendo unos días impensables en Sítio Sao Joño.
Nada más llegar, aparecieron los guardeses, serviciales. El anfitrión me fue enseñando sus dominios, defendidos del mundo exterior por la vegetación viciosa del pangelín y el ficus y el destellar del flamboyán. Su primer cuidado fue para el caballo. Luego, para los cerdos. Sobre todo, para la cerda madre, que estaba a punto de incrementar el censo de la heredad con una tacada de crías. En este trance, el poeta nordestino (Ivo nació en Alagoas) quiso hacerme un obsequio que me dejó perplejo: «A algún cerdito de los que nazcan le pondremos el nombre de usted, por ahí anda un Arthur que es homenaje a Rimbaud».
Cuando el poeta y yo nos sentábamos a charlar, no faltaban unos sorbitos de la cachaça que calienta la boca y la sesera.
«Ese sillón donde usted se encuentra —me dice— le gustaba a O Cabral de Melo Neto».
Sítio Sao Joño evoca la plural historia de la poesía brasileña de nuestros tiempos, pero yo entré fanático en el culto a Manuel Bandeira, de quien aprendí por boca de Ivo un poema que me enamora: «Vou-me embora pra Pasárgada / Lá sou amigo do rei / Lá tenho a mulher que eu quero / Na cama que escolherei…». Pasárgada era en la ensoñación de Bandeira la ciudad deseada, su Utopía. El poeta de Recife había sido tuberculoso. Probablemente necesitaba ansiolíticos (yo me ayudo a veces con valium). A los dos nos han prohibido muchos pedazos de vida, mientras en Pasárgada hay alcalóide à vontade, hay prostitutas bonitas y se monta en bicicleta y en burro bravo y se toman baños de mar.
Llegó el momento de dejar el Sítio, ¡sin conocer a mi marranín! Volando de regreso al mundo donde me encierro y escribo y fantaseo, pensé que mi criado podría esquivar las visitas de los que traen un manuscrito impaciente o la pretensión de un prólogo:
—Lo siento, señor (o señora, o más frecuentemente, señorita), el profesor está en Pasárgada.
Lástima que yo no tenga un criado.