El cuentista fue a dar una charla en una pequeña capital de provincia. Al final, se le acercó un lector suyo. ¡Un lector! Tenía pocos, pero fieles, porque él era eso que llaman un escritor de culto. Pasearon juntos, bebieron y cenaron en un mesón típico, charlaron mucho. El lector se alegró cuando supo que el ya próximo libro del cuentista serían relatos absolutamente nuevos. Con una pasión excesiva declaró que a él en todas las cosas de la vida le interesaba solo lo inédito. Y que justo por eso estaba a punto de casarse. El escritor afinó el oído y aquí transcribe —con algún adobo— la rara obsesión de Juan.
—No quiero llegar a lo otro, Juan, te lo suplico —dijo Lidia en un tono que parecía apenado. Y cuando él extremó su abrazo con la seguridad del seductor, ella se apartó de la parte de abajo, lo miró derecha a los ojos y dijo por si lo hubiera agraviado—: Y no es que haya otro hombre. Te lo prometo.
Juan tenía un buen capital y su empleo seguro en la administración. «Un soltero de oro». Lo que menos pensaba era en casarse. Lo que quería era acostarse con Lidia, una más. Lidia atendía a su clínica de perros y con la bata blanca como sin ella estaba muy guapa. Tenía un cuerpo fino y elástico, y no abandonaba su afición a la bicicleta.
Los entendidos decían que había allí una campeona, que Lidia podría acudir a cualquier competición. Ella se reía, pero es verdad que corría con brillantez, y en su Trek flamante, de las híbridas, hacer kilómetros y kilómetros le parecía lo más natural del mundo.
—¿Sabes que en tiempos estuvo mal visto? —le dijo Juan a Lidia—. Mi tío Ricardo es viejísimo pero tiene memoria para las cosas más alejadas, el obispo dio una encíclica o pastoral o como se diga, ¿y sabes cuál era el título?
—Ni idea.
—«La bicicleta en la mujer, Nos, la reprobamos». ¿Te imaginas la causa?
—A ver.
—El movimiento de las piernas, los muslos, el sillín trepidando justo en la horcajadura de la tía. ¿Y sabes que los confesores desconfiaban de las máquinas Singer? En los talleres las chicas que iban a aprender costura se inquietaban con el pedaleo.
—Qué historias las de tu tío.
Sus escarceos eran conversaciones eróticas, y juegos extenuantes que no llegasen a cruzar la frontera. La mujer había establecido en la cintura el paralelo infranqueable. De ahí para abajo, nada. De ahí para arriba, todo. Resultó increíble, el asediador lo reconocía, las maniobras que caben en ese todo[1].
Un día, en el periódico que Juan leía en su oficina, la sección Salud y Vida tomaba de una revista inglesa los peligros de la bicicleta para la función eréctil del hombre. Hace dos mil años se había observado que los escitas ricos (los pobres iban a pie) se quedaban impotentes por el traqueteo incesante sobre el caballo. Juan se rió y le llevó el recorte a Lidia, le dijo que por eso él, Juan del Riego Santalla, no había vuelto a las dos ruedas desde sus tiempos de bachillerato, que así se encontraba él en tan buena forma y que ya era hora de que la veterinaria lo comprobara en el cogollo mismísimo de su feminidad, sin andarse por las ramas.
Y una vez más, la resistencia tozuda:
—Yo eso cuando me case.
—Eres una antigua.
—Y además, con toda la etiqueta y yo de blanco y la cabeza bien alta.
El hombre volvió a la información curiosa del periódico. Al final, en un añadido menos destacado constaba que algunos efectos perineales de la bicicleta también pueden afectar a las mujeres. Y un remate. Cuatro líneas escasas que le iban a cambiar la vida.
Juanito del Riego había decidido no perder sus mejores años y no quedarse calvo y acaso maniático por sacar una notaría. En aquella Delegación Autonómica el trabajo del funcionario era cómodo. Solo algunos incordios a lo largo de la mañana. Un pedáneo, una comisión de regantes, papeles rutinarios para firmar. Cumplió con las visitas y la burocracia pensando en lo otro. Cuando pudo volvió a la página de divulgación y leyó, una vez, dos veces, varias veces, el breve pero sugerente colofón sobre el pedaleo femenino:
«Es la llamada vulva de ciclista, hinchazón mórbida de los labios mayores». Algo sin trascendencia patológica, dedujo. Como una singularidad graciosa.
Pero siguieron días, noches de insomnio para el jefe de negociado. La veterinaria, a sus perros en la clínica y en visitas a los pueblos y las fincas del campo, incansable en su máquina de corredora de fondo. Y Juan en su oficina, sin poder concentrarse en la concentración parcelaria, por ejemplo, en ningún expediente que no fuese el de su propia obsesión. La vulva. La hinchazón es inflamación. Lo que se inflama arde. ¡La hinchazón mórbida! Mórbido en el diccionario es blando, delicado, suave, y aún se añade que referido al cuerpo femenino implica sensualidad…
Tenía que llegar aquella mañana en que sacó el móvil, y deprisa, para no arrepentirse, fue tecleando el mensaje, PON FECHA Y POR LA IGLESIA Y DE BLANCO.