El desayuno en el Hotel Intercontinental de Praga es abundante y lento, charlamos en la mesa, un grupo relacionado con los museos. El profesor Gállego es un especialista en pintura pero algo de ficción escribe, yo le recuerdo que como autores somos compañeros en la colección Leopoldo Alas. Conque hablamos de cuentos. Hablé:
He leído muchos cuentos, pero no olvidaré el de un ruso que viene a Medina del Campo por unos días y allí se queda el resto de su vida. Un día duro y seco de agosto, Basilio Afanasiev llega a la capital ferial de Castilla la Vieja para una misión disparatada, como más de una vez se sacan de la manga las burocracias totalitarias. Ha venido desde Ucrania con un mandato oficial relativo al ganado ovino, cuando el comisionado no ha visto una oveja en su vida. El hostal en que se hospeda, a través de unos toques magistrales del narrador, queda para el lector como un mundo sombrío y hondo, cargado de significados. O mejor que un mundo, Dos Mundos, que tal es el título del establecimiento.
Parece una buena historia, alabó alguien con gesto distraído, mirando la hora porque íbamos a ver monumentos.
Abrevié el relato. La vasta fonda está dividida en dos cuerpos, y adolece de falta de agua caliente. Vejez de las instalaciones, desidia de la viuda que gobierna aquella vetustez. Basilio Afanasiev consigue arreglar la caldera después de desatorar un conducto, no más que taponado por la momia de un pobre gato escaldado. Ahora el ruso puede ducharse con frecuencia, hasta que otro huésped da en la vaina de hacerlo a la misma hora causando interrupciones dramáticas, reemplazos del chorro caliente por súbitos latigazos de agua helada. No otro huésped: huéspeda, supo Afanasiev por inexplicable pero inequívoca revelación. El cuento va a alcanzar ahora alturas de genialidad, no sé si seguí o si me contuve para no destripar el argumento, pero no dejé de repetir que bien podían agradecerme la información mis compañeros de excursión, que la historia de Basilio Afanasiev en Medina era una joya. Y ya dejábamos la mesa del desayuno de Praga. Entonces, una joven pintora del grupo, que había estado escuchándome, me dijo con una voz muy dulce, tímida:
—Yo conocía el cuento, y conozco al autor.
—Agustín Cerezales —le dije.
—Es mi hermano. Cerezales Laforet.
—¡Laforet!
Me fijé en las facciones de la mujer, boca grande y sonreidora, ojos brillantes, y los pómulos, los mismos pómulos marcados de la autora de Nada de los años cuarenta.