Cuando no ando por esos mundos soy amigo de mi casa y avaro de pasar en ella mis noches. Qué lejos aquellos tiempos provincianos en que sin respeto al invierno salíamos al café cantante, hasta la hora gubernativa de cierre. Y aún quedaba la fonda de la estación, y el café no me desvelaba ni me daba extrasístoles.
Cuando el cambio de régimen, estaba en la capital de España y volví a salir por las noches, porque se hablaba de un ambiente muy interesante. Y rejuvenecedor. El propio alcalde de Madrid me lo dijo una vez que coincidimos en Los Porches, un restaurante caro y no desdeñado por los marxistas de la situación:
—Eso de la inseguridad ciudadana, mi dilecto amigo, es un mal menor de la democracia, y la solución es engallarse y salir por las noches todos a una, llenar las calles como si fuera pleno día.
Don Enrique estaba atento a todo lo que pasaba en el mundo, sobre todo si lo que pasaba era una mujer conveniente. Entonces se crecía y reajustaba su americana cruzada.
Los sitios de copas no se calentaban hasta la madrugada, conque para verles la animación había que esperar a esas horas, tener aguante. Yo temía que se me viera bostezar. En el Gijón, al menos, los divanes y las sillas tienen respaldo, pero luego se iba la marea a sitios como Oliver donde siempre te toca un puf que te deja vendida la espalda. Empecé a sospechar que no era vida para mí.
Una noche, en el Oliver ese, me cayó al lado una separada. Filología inglesa sin terminar. Un cuerpo que emitía llamadas y una cara desmejorada sin llegar al estigma de la enfermedad, como de mujer que vive a tope sin reparar en el costo.
—¿Qué es lo que miras?
—Nada de particular, te miro a ti, eres una chica atractiva.
—Mientes. Esto, me estás mirando esta injuria —me cogió la mano, tomó mi dedo corazón y ella misma se lo pasó por la cicatriz no muy marcada junto al ojo izquierdo.
Yo se la había visto desde el primer momento y pensé que no estorbaría para una aventurilla con la «jai». (Observen cómo me modernizo).
—La gracia de un cabrón hijo de puta —dijo con rabia—. Esto del ojo le habría costado al tío los huevos si no fuera que es el padre de mi hija.
Siguió contando, con el tesón minucioso de los que arrastran un pleito. Los testigos. El forense. El reparto de las cosas de la casa, hasta una mierda de televisión en blanco y negro. Que a ver qué pensaba yo de todo eso, ¿no serás abogado?, tienes aire de serlo.
Como pensar pensar, pensaba yo en un libro de Tabucchi que me estaba esperando en mi sillón de orejas, y cuando la filóloga me dijo que su «ex» era teniente de los grises —o sea, un tipo con su pistola a mano— y celoso, no esperé más, y que hasta cualquier noche próxima, chao, recobré el abrigo y salí en busca del primer taxi.