Mi colega Goethe

Hay que ver cómo cambia una ciudad según el estado de nuestra cartera. Con liras, y mejor con dólares, Palermo es el centro de la aristocracia exquisita, el teatro, la música, las pobladas librerías, los salones de té. Sin dinero, la pretenciosa capital de Sicilia era triste como aquella Regio Calabria donde el viento levantaba remolinos de plástico y papeles vencidos.

En Palermo, los capuchinos tienen un refugio para forasteros en apuros, y un giro me llegaría de un momento a otro. Cuando el padre Félix de Monza supo (lo dejé caer) que yo había escrito sobre su santo Lorenzo de Brindis, cuyos huesos se guardan en mi pueblo, tuve algún trato de preferencia. Al de Monza le interesaba la literatura, de esos temas hablamos, pero me pareció arriesgado decirle que si en Palermo me había quedado sin blanca había sido por culpa de Goethe. ¿De Goethe?, me miraría el fraile con temor, porque en el refugio no admiten locos.

Antes de conocer a Goethe por sus obras, que las leí tarde y a veces con aburrimiento, me causó admiración su biografía: «Uno de los grandes genios de la humanidad», «El escritor que más se ha acercado al tipo de dios olímpico». Y puede que los biógrafos no exagerasen. Los padres del chico prometedor eran ricos, lo mandaron a las mejores universidades, y luego a Weimar, a lucir en la corte. Con las mujeres, un afortunado. Sus primeros versos fueron a Federica, la niña precoz de un pastor protestante. Más sustanciosos —impíamente pensando— serían sus amores con la madura Charlotte, sin reparar en que el marido era un pundonoroso militar prusiano, siempre con sus armas a punto. Después de un garbeo por el extranjero, aparece Cristinita, con la que se casa para aliviarse del dolor por la muerte de su amigo Schiller. Pero ya están en puertas Minna y Bettina, se ve que al genio le valen también los tríos. A los 73 años del maestro, la musa se llama Ulrike y es jovencísima. Decididamente, yo quería ser Goethe.

Algunas de aquellas lecturas olvidadas volvieron ocasionalmente a mi memoria cuando me vi viajero en Sicilia, por donde el alemán había hecho un recorrido fecundo. Yo echaba en falta una compañía femenina. Y siempre pensando en «el genio, el héroe olímpico, etc.» que se hospedaba en buenos albergos y hasta viajaba con un criado, decidí elevar mi nivel de vida.

En los hoteles de lujo no necesitas hospedarte. Entras con dignidad (quienes tenemos aspecto de caballeros), llevas por si acaso el nombre inventado de un huésped, pero nadie te pregunta nada jamás. En el hotel de lujo puedes usar los servicios, leer los periódicos, mirar las últimas noticias en las tiras que se van desbordando del teletipo. Al hotel de aquella tarde de diciembre, aunque dotado de todas las innovaciones, se le veía la pátina. Uno así de exclusivo, «con imponente mobiliario antiguo», lo describe mi colega teutón. Sí, sí, mi colega, como en sus respectivas categorías lo son un cura de aldea y el Padre Santo. El pianista ponía la melodía de fondo y en las mesas del salón la crema palermitana parecía susurrar, sin la algarabía propia de los cafés italianos.

Pedí un marsala. En la mesa de al lado, vecinísima, una mujer sola tomaba su té. Fue en aquella proximidad donde la conocí, la dama de negro, que muy pronto se llamaría Carla y nuestras mesas serían una sola mesa. Pero Carla es otra historia, solo mía. La historia de mi mala cabeza para administrarme, hasta aquel final de la sopa franciscana de caridad, estaba cantada.

—Un momento, prego —le dije al camarero que trajo la nota cuando Carla consintió que la acompañase a su casa.

Sin apenas mirar el importe, puse en la bandeja un billete grande, con un gesto elegante que desdeñaba la vuelta, que mejor no lo habría hecho el señor Johann Wolfgang.