La risa floja

Es frecuente que haya en la geografía un nombre que nos conmueve. Al poeta brasileño Lêdo Ivo lo emocionaba Tasmania, el mar de Tasmania. A mí, la Alta Etiopía. Todos los meses esperaba mi madre la llegada de El Mensajero Seráfico y era por las memorias del cardenal Massaia en la Alta Etiopía. También para mí fue como una novela por entregas, y estuve muchos años pensando en conocer un día ese mundo que se abre en Alejandría y desciende por Egipto a Sudán, y luego Nubia y al final Abisinia. Y ver al Negus. Un sueño difícil.

Egipto sí llegué a conocerlo, se me presentó la ocasión de un viaje cultural. El azar hace extraños compañeros de cama —no exactamente, gracias a Dios: solo compañeros de viaje— y en la lista reconocí los nombres de Manrique y otros dos pintores. Y algún escritor y un fraile censor de películas y un exquisito caballero andaluz…

El Cairo empieza a ser fascinante cuando uno se acostumbra a la multitud enloquecida, al inmenso claxon que es el sonido de la ciudad. Y a la cagalera que a nadie perdona, aristócratas sevillanos incluidos.

El Museo de El Cairo tiene grandes cosas. La careta de Tutankamón es la obviedad turística. Yo me he demorado en una pieza menor. El enano Seneb está con su mujer Senetyotes (dos o tres mil años antes de J. C.) y dos niños. Asombra ver la ternura y el orgullo con que la mujer bien formada, una tía buena, nos muestra al esposo mínimo de talla pero de complexión muy viril, cómo da la cara por él. Los tres pintores —no sé si los tres son canarios, Manrique sí— van de admiración en admiración, hacen fotos pero se las hacen entre ellos, quieren poco trato con los mortales del grupo. Los tres tan hermanados, con sus estampadas camisas locas.

Luego, Assuán fue acercarse un poco a mi vieja ilusión de la Alta Etiopía (el optimismo de los mapas), como si la realidad no estuviera hecha de desiertos, cataratas bravías, quizá leones como los que guardaban el palacio del rey de reyes en Addis-Abeba. En Assuán, cuando bajamos del tren, sucios y maltrechos, nos recibió una bofetada de calor seco. En el lujoso Oberoi no quieren saber nada de nuestras «presuntas» reservas. ¿Y el guía egipcio? Desaparecido. Los pintores acceden a mezclarse en un consejo «de familia». Hay que hablar con nuestro agregado cultural en El Cairo.

—Habla tú —me dijo Manrique.

Hubo que esperar dos horas. Cuando al fin se consiguió un conato de comunicación, una mano fina de hidalgo —sevillana— se posó en mi brazo con un ligero temblor:

—Diga al embajador que hay aquí un Benjumea.

Con la que estaba cayendo. Yo tuve un ataque estúpido de risa y tuve que ceder el auricular porque una risa floja es lo peor cuando uno va suelto de vientre. Me aparté del grupo antes de que los otros se apartasen de mis miserias y en el orgulloso Oberoi me prestaron un baño del servicio, y aún allí me coleaba la risa, un Benjumea.