Con «la rusa» en Tarragona

La primavera es alegre en Tarragona, aunque en la Universidad haya pintadas contra los que no escribimos en catalán, vaya por Dios. Pero me han escuchado con respeto. Me disponía a leer un relato que me gusta: «Obdulia, un cuento cruel», cuando el director del ciclo de conferencias, sentado a mi lado, me sopló que mejor el cuento de la rusa.

¡La jodida rusa!

Ese cuento lo sacaba yo a la palestra siempre que me tentaba la salida fácil, y esto estaba ocurriendo demasiadas veces. Empleé esa arma en institutos y universidades, colegios de huérfanos, casas regionales, o sea, siempre que salía a hacer bolos.

Por ese camino tenía que llegar al aborrecimiento de mi invento. Y decidí que en Tarragona fuera la despedida: «Pocas veces he tratado de cerca a una rusa, pero una vez, en Moscú, tuve una relación tan íntima que no he llegado a olvidarla». Francamente: la pieza es resultona si la cuento de viva voz, y me perdonen si es inmodestia. Seguí leyendo, creciéndome en lo falsamente autobiográfico, y una vez más funcionó el consabido efecto en la audiencia cuando el protagonista de la fábula baila estrechamente con la moscovita y ésta se deja acunar con las palabras castellanas que no entiende pero que la acarician: la Salve, la capciosa tabla de multiplicar, hasta que la mujer entrega ese gemido anhelante de la hembra que ya no puede más…

Me aplaudieron. Firmé algún libro (las ediciones baratas) a los estudiantes, casi todos mujeres. Les ponía una palabra agradable y el nombre. De ellas recuerdo las Montses, las Nuris, alguna Vanesa. Y Eulalia. Eulalia que se había quedado la última, no me había fijado bien en Eulalia…

—¿Se quedará esta noche? Habrá bebida, música, baile… —me dijo Eulalia con una timidez graciosa.

—Me gustaría, pero —improvisé— tengo que estar en Reus para una cena… —no conozco a nadie de Reus—. Y no me cuadra mucho, un baile con gente joven…

—¡Oh! —dijo ella, creo que bajando el tono—, sus cuentos y su voz son jóvenes.

Con sorpresa supe que era profesora, con su reciente doctorado sobre el Rulfo de El llano en llamas. Como si la chica no tuviera bastantes encantos. Yo tenía una perplejidad, la de su semejanza, cada vez mayor, con la Karenina soviética que vivía en mi imaginario y que iba a desaparecer de mi repertorio ambulante. Veía sus ojos grandes, oscuros, cercados de unas ojeras sugerentes, y la tez clara hasta la transparencia. Veía una modestia virtuosa, pero engañosa por lo que tenía de prometedora, y una blusa fina encubridora de unos pechos diminutos y rematados en cerezas, apostaría. Y también frente a mí, un cuerpo de mujer comunicante, demasiado delgado, aunque abierto a la turbadora hipótesis de que su dueña fuera una falsa delgada. Bastaría abrazarla un momento con el pretexto que fuera. Le pregunté qué le había interesado esencialmente en mi dichoso cuento.

—Las palabras, su poder de sugerencia y no solo por el sonido. Las palabras tienen color, y aroma.

—¿También en catalán? —le dije, porque a mí me parece una lengua poco cariciosa al oído.

—¡Oh, sí! —y esto fue con el fruncimiento de un morrete que me gustaría apresar—. Imagínese que una catalana le recitara muy cerca, en la misma escena que usted describe en Rusia, solo que siendo ella la seductora…

—No me trates de usted.

Íbamos por el paseo de naranjos del campus y propicié que nos detuviéramos, de pronto me deslumbraba la idea de un juego que excitaba mi curiosidad, y no era precisamente una curiosidad filológica…

—¿Tú recuerdas la Salve?

—No, no creas, quizá algún fragmento, vida i dolcesa, esperanza nostra, a tu clamem, a tu sospirem els desterrats fills d’Eva, ¿es algo así?

—¿Y la tabla de multiplicar?

—Peor. Si tengo que hacerlo, me arreglo con una de esas calculadoras de bolsillo. Quizá los números fáciles… dos per dos, quatre; dos per tres, sis; dos per quatre, vuit…

Eulalia, frágil y apetecible, las brasas de los ojos, la asignatura pendiente de su cintura y de sus caderas y de sus pechos equívocos. Le dije de pronto que no quisiera perderme ese baile de la Facultad, y la pereza de marcharme a Reus:

—Me quedo.