El tren o la pastora que supo amar

La primera película que vi en mi vida no la vi, la escuché. Mi hermana Concha era novelera, era mayor que yo, a ella sí la dejaban entrar al cine y encendió mi imaginación con una historia cuyo título te enganchaba:

El tren o la pastora que supo amar.

Ocurrió hace demasiado tiempo, y más de una vez he pensado en aquella película que me sabía yo con mucho detalle, pero no porque la conocieran mis ojos. Fue últimamente cuando caí en el ansia de verla de verdad. O sea, desde que me dio por recuperar el pasado, antes de que se deshaga como un castillo de arena.

Confiado y alegre, fui a la Filmoteca.

—Pase usted a la sala de investigadores, estará cómodo, todo esto son ficheros. ¿Y dice usted que el título es El exprés…?

—El tren, El tren o la pastora que supo amar.

—Me suena —dijo la señorita que me atendía—. Pero hay cantidad de obras con trenes y estaciones en el título, es curioso que siga habiéndolos en este tiempo de aviones y aeropuertos, ¿usted escribe guiones?

La joven estaba en prácticas, era servicial y habladora. Me enseñó la máquina del café y ella misma se ofreció a preparármelo. Luego se puso a buscar y no tardó en venirme con una referencia mínima, pero suficiente para tranquilizarme. En el fondo, me inquietaba la idea de que el tren y la pastora enamorada fuesen una invención de la narradora.

—Vea usted —la becaria tenía una ficha—; hubo tres títulos de rodaje: El tren de lujo, El expreso de lujo, El tren. Se quedó en el que usted dice, El tren o la pastora que supo amar, suena rancio, verdad, pero en sus tiempos habrá tenido éxito. Qué cosas.

Yo no quería perder tiempo, estaba impaciente por visionar el filme que en mi imaginación se había hecho legendario. Me dio un temblor cuando escuché con asombro que la película no estaba en aquel almacén de sueños, nada, ninguna copia. Conseguí hablar con un superior, acaso el subdirector de la Casa.

—Lo que usted busca no existe —resolvió el funcionario.

—¡No existe!

—Es mejor que se desengañe. Lo que usted busca ha desaparecido para siempre. Ahora hay medios técnicos para conservar los filmes, pero de los comienzos del cine es mucho lo que se ha perdido. En fin.

El entendido había sentenciado de plano. Debió de verme la consternación y me consoló con la posibilidad —remotísima, una aguja en un pajar— de algún aficionado fanático, los hubo en todos los tiempos, el que cae en la neurosis del coleccionismo termina coleccionando películas o dedales de costurera o cajitas del betún, lo que sea.

—Espere —me retuvo en el momento de la despedida—. Su película se ideó y se rodó en tierras de Salamanca, en lo que hoy es Castilla y León. ¿Conoce usted Urueña? Allí vive un personaje que atesora muchas curiosidades y todas, absolutamente todas, se relacionan con la Comunidad de esas nueve provincias. Es un tipo algo extraño. La Junta le ha ofrecido el oro y el moro, pero nada.

¡Estaba! Parecía un milagro, pero en Urueña estaban mi pastora y su tren y mi hermana Concha, y mi niñez de mirada interior, dulce, líquida y atónita. Cien veces he pasado distraído y veloz por la carretera que lleva de mi pueblo a Madrid, y otras tantas habré visto el indicador que dice: A Urueña. Jamás había hecho ese desvío, apenas una docena de kilómetros que conducen a una pequeña ciudad amurallada e insospechada. Me fue fácil dar con el coleccionista. En una casa grande que fue palacio vive solo, rodeado de hallazgos pacientes que pueden valer una fortuna o no valer nada. Obviamente, lo agrícola: aperos de la vastedad campesina de castellanos y leoneses, arados romanos, vertederas y azadones, yugos y colleras, y series de testimonios de la vida doméstica, los cacharros de ordeñar el ganado, los sellos para marcar las hogazas que van al horno. Llaves había tantas que habría una, con seguridad, para la cerradura más encabronada del mundo. Las había de bargueño o arca, con filigranas, pero las más estimadas son las fuertes piezas de portón. Los pesos y medidas dan mucho juego, pero que sean anteriores al sistema métrico decimal, cuartillos, fanegas, medias fanegas.

—¿Y esa especie de tenaza? —pregunté por mera curiosidad. Una imprudencia. A un coleccionista no debes provocarlo, el de Urueña se explayó con el artefacto:

—Es un hostiario. Hubo tiempos de grandes comuniones, las hostias salían de ese ingenio redondas y perfectas, y aunque el sello, véalo usted, está borroso, se deduce que procede del obispado de Burgo de Osma.

Yo estaba lampando por llegar a lo mío, y por fin. Castilla y León no es Hollywood, ni Cifesa fue la Metro, pero en el reducto de Urueña se guarda Alba de América, que se enteren en USA de la fuerza de una Amparo Rivelles bajo la dirección de Juan de Orduña defendiendo nuestro Descubrimiento. El camino del amor, que transcurría por Villavieja de Yeltes. Niebla, de Unamuno, había pasado al cine como Las cuatro novias de Augusto Pérez. El cura de aldea, ¡de Pérez Escrich!… Y apareció la joya de mi peregrinaje. El coleccionista me acomodó y tuvo la atención de dejarme solo después de poner en marcha la insólita sesión vermú. Hacía frío en la sala oscura, pero pronto dejé de sentirlo. Titubeantes, con algunos defectos de puntos de nieve aparecieron en la pantalla las mayúsculas sin trucos ni adornos:

EL TREN O LA PASTORA QUE SUPO AMAR. Con estos ojos míos, ahora fatigados por los años y los libros, vi la tierra misteriosa que un día habían sembrado en mi imaginación, en los créditos aprendí que eran las Batuecas; por favor, el oyente de esta narración que haya pisado las Batuecas que levante la mano. Nadie. Y si hay alguien, puro milagro será. Parecía mucha quimera que por tales montes y valles pudiera abrirse un ferrocarril que llevara hasta Portugal y los mares abiertos, que es decir el mundo.

Sí, el argumento de la película era casi el que a mí me habían contado. Después de años de legislaturas y promesas políticas empiezan a llegar a la zona las cuadrillas de obreros con sus capataces y los ingenieros. Todo pareció abrirse, desde el hermetismo del paisaje hasta el carácter de los hurdanos. Hubo avispados que pusieron tabernas en barracones, los hombres ganaban jornales en las obras y el dinero corría. Llegaron mujeres de la vida. El director de cine es un demiurgo, y el de El tren… creó un mundo sonriente del que borró los tonos sombríos. El director tenía oficio. Con una cámara sutil fue presentando al personaje que iba a ser la clave del drama. Era uno de los ingenieros, pero era distinto de todos. No entraba en las partidas de cartas con los otros facultativos al reunirse en el casinillo de la villa cercana, él amaba los largos paseos con su máquina fotográfica por el monte de encinas y enebros cargados de frutos negros y azulados. Pues por allí andaba la pastora que sale en el título de la película. Era muyjoven, era muy blanca, y solo le faltaba peinarse en tirabuzones, el ideal de mi infancia. Se enamoró del ingeniero de Bilbao, qué remedio. Y el hombre fomentaba aquel idilio que le aliviaba el aburrimiento, hizo promesas, cómo no creerle si recitaba poesías y se recreaba en una puesta de sol o en unas pinturas rupestres que hace años aparecieron en los canchales. Por allí ocurrió lo innombrable, en un rincón abrigadero entre las peñas. No se nos muestra claramente, solo pasa que la imagen de los amantes entrelazados se hace confusa en la pantalla como un inmenso rubor. Las obras estaban prácticamente terminadas, el ingeniero se marchó. El tren empezó a pasar cada día y pronto las cabras dejaron de asustarse. Si alguien de la sierra tenía carta, la carta le llegaba veloz, pero la pastora no tenía carta. Al cartero le daba pena decírselo, era el peatón de La Alberca.

El contar se ha instalado en mi lengua y no respondo de si he traído al relato aquella versión de mi infancia o la percepción nerviosa en la sala del coleccionista o un revuelto de las dos fuentes. Un día el exprés tuvo que detenerse por avería y la pastora vio a su ingeniero que en el coche restaurante fumaba con una mujer distinguida que también fumaba. Cuando el tren arrancó, su fragor horrendo pasó por encima de una criatura blanca y rubia que merecía llevar tirabuzones. A mí me tembló una lágrima. La pantalla floreció de repente en una gloria de colores, aunque el coleccionista me jurase que la película era de 1928 y en blanco y negro. No respondo.