Stevenson en Sepúlveda

Rezo poco, pero en mi casa no dejo que me quiten de la mesita de noche las Oraciones de Vailima, que Stevenson compuso en Samoa, donde fue a terminar su vida. La isla del tesoro me gustó, hace mil años, y otras obras del escocés, también famosas, las leí y tanto como gustarme me inquietaron. El escritor se subía a la mística como entraba en las sentinas del crimen. Me preguntaba si no era un disparate venir a Sepúlveda, en el corazón de Castilla, para participar en el centenario de su muerte.

—Le parecerá raro —me adelantaron los organizadores—, pero en Sepúlveda hay un culto a Stevenson como si el novelista hubiese sido segoviano de Villa y Tierra.

Llegué al caer de la tarde inverniza, parda como la capa de los pastores que de vez en cuando salpicaban el monte bajo, y al bajar de La Sepulvedana pregunté por la casa de los Linajes, que creí haber entendido como santo y seña. Sonaba bien, con ese énfasis de las ciudades históricas.

—La casa de don Antonio —precisó el taxista que tomé en la plaza de los soportales.

Este don Antonio resultó ser don Antonio Linage, escrito con ge, el mismo que salió a recibirme en cuanto los perros alertaron de la visita. En Madrid tiene estudio de notario, es historiador, es un sabio, y aquí, con una estatua de Santa Escolástica ocupando el atrio, podría tomársele por abad de san Benito, aunque autorizado para la vida matrimonial. La casa es grande y solitaria, coronando la colina altiva, y no parece de construcción muy antigua pero sí concebida con generosidad de piedra noble y alcurniada. Un viento racheado y frío nos empujaba hacia el interior, y me pareció que hasta los perros tiritaban. Con solo entrar en las vastas estancias del cenobio —o lo que fuese— el mundo se hizo más cálido, pero los muebles y los grabados de las paredes y las puertas sucesivas tenían un no sé qué de desazonante. Había otros invitados. Reconocí a Victoria Armesto…

—¿Y el maestro? —le pregunté a doña Victoria—. ¿No quiere volver a ser «Augusto Assía»?

—Oh, no. Felipe está feliz con sus vacas gallegas.

No me sentía bien. Un vago malestar me acompañaba desde que tomé en Madrid el autobús, probablemente una alergia al campo, y pensando en el compromiso del día siguiente —había carteles impresos— pedí permiso para retirarme. Mi cuarto estaba al final de un pasillo largo y estrecho con ventanas que acaso dieran al Duratón, pero las contraventanas estaban cerradas, todo era clausura en aquella mansión. Afuera se embraveció el viento y nos quedamos sin luz. Tuve un miedo bobo, sin fundamento. Quizá era un percance frecuente, porque mi anfitrión llevaba a mano una linterna eléctrica. Cuando llegamos a mi cuarto, las bombillas alumbraron, aunque amarillentas.

—Procul recedant noctium phantasmata —me deseó el notario.

Sobre la tapa de mármol de la mesilla, junto a la jarra previsora del agua, estaban las Oraciones de Vailima. Este gusto mío no podía saberlo nadie. Es verdad que toda la habitación estaba dedicada a Stevenson, empezando por su retrato, un rostro saludable como es frecuente en los tuberculosos pudientes, los rasgos finos y aristocráticos, el pelo cuidadosamente repartido a derecha e izquierda sobre la frente. En la pared había, también, un mapa de Samoa, grabados de la isla de Upolu y de su gente nativa, cuerpos desnudos bajo el sol evidente y acariciador, palmeras y vegetaciones exóticas… Con un mareo que ahora se me hacía dulce, me metí en la cama y de la brevísima colección escogí la oración de la noche: «Permite, Señor, que nos acostemos sin temor y que despertemos con alborozo». Con esto, más la ternura maternal que se desprendía de las sábanas blanquísimas, entré en el sueño sin tiempo para cerrar el libro.

Un sueño, ¡ay!, profundo, pero breve. En un despertar lento y perezoso busqué el reloj, y ni siquiera había dormido tres horas, apenas eran las once de la noche. Alguna señal me llegaba de que la gente de la casa y los invitados disfrutaban de su buena salud. Empecé a pensar, a imaginar, a practicar mis pequeños trucos inocentes. Una hora después tomé un comprimido. Me puse nervioso. El propio prospecto advierte de ocasionales efectos paradójicos. Poco después acudí a un somnífero más complaciente. En mi desaliento, le eché la culpa a la habitación. Desde las paredes me miraba la Polinesia, mujeres exóticas y desinhibidas. Me levanté y descubrí —pero bien a la vista estaba— una mínima biblioteca, obras de un único y previsible autor: Robert Louis Stevenson. Me atrajo la cubierta de El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde descuidadamente sobrevolé escenas casi olvidadas. Se me ocurrió una relectura a fondo, sin saber el peligro que me acechaba en el libro que era o había sido pasto de un lector minucioso, a juzgar por algunos subrayados de lápiz. Me senté en un sillón con lámpara adecuada y fue entrar en el horror y retorcérseme el ánima. Debía de estar saliendo el día cuando apenas consciente volví a la cama. Dormí con un sueño inquieto y tenebroso. Me despertaron a media mañana, con el desayuno. Me miré las manos y respiré hondo cuando vi que no se habían convertido en unas garras peludas, como ocurre en la novela tremenda.

El acto literario fue en el salón de un café que se llama Samoa. En Sepúlveda, 1100 metros sobre el nivel del mar, a solo cien kilómetros de Madrid: ¡Samoa! Todo en el establecimiento habla de aquel mago que bautizaron —«Tusitala»— los isleños de Upolu cautivados por sus narraciones, el mismo fabulador que con sus ediciones copiosas era leído en todo el mundo. Yo tenía una resaca doliente y confundida. Desde la tribuna donde estábamos los conferenciantes, y a pesar de que la sala la habían puesto en penumbra, se distinguía un público atento. Pude entrever unas desnudas piernas jóvenes de mujer morena, y luego la mujer de cuerpo entero, vestida no más que lo indispensable, y la mirada cómplice de sus ojos almendrados que identifiqué con alguna de las estampas que habían decorado mi alojamiento. Solo aquello veía, borrado el resto del mundo. Para cumplir con las celebraciones había buscado en mis cuentos algo que fuese cálido, oloroso a brisas marinas, y con algún indicio de temblor leí mi Teoría y práctica de las islas:

«Las playas de arena fina cuajadas de palmeras, las colinas tan suaves de orquídeas…».

Cuando terminamos y se encendieron las luces, pregunté por la muchacha que había estado en una esquina de la primera fila de asientos y que había desaparecido como por ensalmo. El doctor Linage me miró con extrañeza, creo que con preocupación. Pregunté a qué hora salía para Madrid La Sepulvedana.