El plagio

Todo llega, aunque sea tarde. Hace años, si no décadas, miraba yo con envidia a mi paisano Leopoldo Panero y a sus conmilitones Luis Rosales, García Nieto… Por un quítame allá esa efeméride, ¡hala!, pasaporte y subvención para países hispanoamericanos, «nuestra brillante embajada cultural». A veces les tiraban huevos. Pero aun así.

Una tarde de los primeros años noventa fui recibido con formalidad diplomática en el aeropuerto caraqueño de Maiquetía. En Venezuela me dedicaban una Semana de Autor. Vivir para ver, me decía a mí mismo, aunque procuraba aparentar mucha soltura y costumbre.

—Éste es Wilfredo, será su chofer y su guía durante toda su estancia —y un poco aparte—: También su escolta, es de toda confianza en la Casa.

Debería darme seguridad, pero me sentí intranquilo. No me gustaba la idea de moverme —vivir— durante ocho o diez días con un hombre que sin duda llevaba pistola. Fuimos al hotel y agradecí que estuviera apartado del centro de una ciudad que me pareció enloquecida y ruidosa. Era en la ladera del monte Ávila, rodeado de plantas y árboles y pájaros exóticos. Dormí largamente, y temprano, la mañana siguiente, a la puerta del hotel estaba Wilfredo, repasando la limpieza del coche, que no podía estar más limpio.

Guardo nombres de anfitriones que me obsequiaron, colegas escritores, gente de las universidades y los periódicos. Pero de Venezuela y su mundo nadie me enseñó tanto como Wilfredo Somoza. Hablo de esos pequeños detalles que los libros omiten. En el repetido trayecto que hacíamos del hotel al centro, yo leía las pintadas, y más que las políticas abundaban las declaraciones amorosas, siempre desmesuradas y románticas. Ésta: «Deseo alcanzar la cumbre de tu amor. T. Q. Q. J. Roberto».

—¿Y eso? —lo he leído en voz alta—, ¿qué significan esas siglas?

—Facilito —dice Wilfredo—: T. Q. Q. J. Te quiero que jode. Pero no es grosero, doctor. El chico lo ha puesto en buen plan, como quien dice te quiero con toda mi alma.

Wilfredo empleaba términos que pueden parecer inferiores a quienes hablamos el español de España, y es un error. Que una muchacha hermosa no luzca falda corta sino pollera resulta cómico, eso sí puede ser. Al escolta lo llaman el espaldero. Wilfredo Somoza no aceptaría que lo era en mi caso, yo creo que se consideraba mi secretario. Fuimos a alguna provincia, porque tuve que hacer bolos. O «torear corridas», una expresión más propia cuando viajamos a Maracay, donde hay una plaza armoniosa y nacen toreros famosos, conviviendo con una infrecuente universidad pedagógica.

En aquel plan atareado se cruzó el domingo. Wilfredo me preguntó, con mucho miramiento, si el día del Señor no me importaría arreglármelas solo. Me llenó de recomendaciones agobiado por la preocupación, y lo que me dijo en la despedida última y apresurada me dejó perplejo:

—Soy el responsable de que no le pase nada, profesor. Y nunca me perdonaría que a usted le hiciesen un plagio.

¿Quién iba a querer plagiarme en Venezuela?

¿Qué obra? ¿Y para qué?

Disfruté de la libertad del domingo, deseché el copioso desayuno del hotel y fui al Gran Café de Sabana Grande, la zona más tranquila y tradicional. El diario de referencia, El Nacional, publicaba a toda página un cuento mío: «El hombre de acción». Y bien claro ponía el nombre del legítimo autor, con una entradilla de bienvenida a la tierra de Bolívar. En el café pedí que me limpiaran los zapatos.

Escuché las discusiones políticas de los vecinos de mesa. Sobre el mármol de la mía, en una servilleta de papel, escribí un poema que no me pareció desdeñable. Feliz, regresé a mi paraíso del monte Ávila, sin un mal encuentro, sin que nadie me molestara…

El lunes, cuando Wilfredo me hubo contado su domingo de bautizo de una nietecilla, donde hasta el cura había terminado bolo, le pedí que me explicara lo del plagio, y a él le extrañó mi extrañeza.

—En Caracas, profesor, hay varios plagios a la semana, se ve que usted no lee los sucesos. Un plagio, naturalmente, es secuestrar a una persona y pedir dinero para devolverlo enterito, qué otra cosa podría ser un plagio.

De vuelta a casa y a mis librotes, que son mis muletas, encuentro que plagiario en la antigua Roma era quien se apoderaba de un hombre libre y lo retenía como propio. O sea, que los venezolanos hablan como unos clásicos.