En Madrid tengo una prima. Es prima segunda. Un día presumía yo entre burlas y veras de que soy dueño de nada menos que un Banco, tengo una parte pequeña, unos cientos de acciones, pero no por esto dejo de ser un propietario de «la Entidad». ¿O me equivoco?
No te equivocas, asesora ella.
Esta chica cambia mucho de empleo y estudió perito mercantil en la Escuela de Comercio de Zamora. Y la muy zorra: Estoy en el paro y voy a necesitar un dinerillo, supongo que siendo mi primo guapete el dueño de un Banco no habrá problemas. La veo venir. A veces me lleva a los sitios en su coche desvencijado de sabe Dios qué correrías y no hay en Madrid un taxi que me salga tan caro.
Lo del Banco salió a cuento porque se hablaba mucho de «la Junta», en los periódicos, en la radio, en la televisión. Otras veces no pasaba eso. Todos los años me llega una convocatoria que no leo, y este año recibí aparte una carta del presidente, fingidamente personal desde el Querido amigo hasta la firma. La perito mercantil de la familia me aconsejó que fuera, que al menos por una vez me interesaría el espectáculo.
En la Castellana, en las proximidades del Palacio de Congresos, se olfateaba el acontecimiento como ocurre en la hora previa de los estadios y de las plazas de toros. Pero aquí la gente se deslizaba cauta y rumorosa, con la discreción de los ahorradores. En el salón inmenso fuimos cientos de accionistas grandes o pequeños, ocupando las largas filas de butacas, y aún los hubo que tuvieron que conformarse con los salones anejos, frente a las pantallas de circuito cerrado. Allí no había ni sombra de un mundo financiero y prosaico, a la gente se la veía en plan de fiesta, serían las luces, el derroche de flores, las banderas. La música ayudaba. La que sonaba por los medidos altavoces era vibrante y enardecía la espera. La comparación más próxima sería con el mitin de un partido numeroso y potente que fuera a proclamar el triunfo de su líder indiscutido.
Cuando los altavoces se fueron apagando, se entendió que la función iba a comenzar. Se acallaron los rumores. En la larga mesa que ocupaba el centro del escenario se habían ido colocando los consejeros y solo el asiento presidencial, el supremo, el único, esperaba ser ocupado. No hubo trompetería que lo anunciase, pero bastó ver el revuelo de los fotógrafos y cámaras para comprender que llegaba el número fuerte.
—¡Es él! ¡Es él!
Las señoras enfocaban sus gemelos y a alguna de mis vecinas la oí suspirar. Honradamente, a mí me gustó tener un presidente así de alto, joven y bien parecido. Un hombre que sabe combinar el tono de la corbata con el color del traje y se peina con fijador, seguro que mira hasta el detalle los intereses del Banco.
—¡Es él!
Y aplaudían. Yo aplaudía. Los intervinientes en la Junta hablaron mucho de opas hostiles y opas amistosas, de fusiones, de dividendos. Yo aprobaba con entusiasmo, o con frialdad, o me callaba, lo mismo que en una iglesia nos levantamos y nos sentamos los agnósticos por el ejemplo de los creyentes. Me distraje de los discursos y me puse a pensar en mis asuntos. Pensé que podría escribir un cuento que se titulase «La prima segunda». Puede que la idea me viniera de la azafata que tenía muy cerca, la Junta del Banco estaba decorada con azafatas que probablemente habían pasado un casting, y lucían mucho, unánimes en el azul marino de sus trajes de chaqueta, en el estiramiento de las medias. A la prima de Zamora la habían llamado alguna vez, es un oficio ocasional, convenciones y congresos. Trataría yo en mi cuento el asunto de las primas, ahora puedo hacerlo con distanciamiento, pero en mi adolescencia me perturbaba, «deben de ser muy hermosos los pechos de las primas temblando en los desvanes», ¡las primas forasteras!, «pero a mí me llamaban para jugar». A ésta me la tiene encomendada su padre, que la vigile. Malos tiempos para eso, ni en Zamora será fácil, pues a ver en Madrid.
Zamora es una ciudad lírica. No me extrañaría que se levantara un señor accionista de Zamora y soltara una intervención floreada.
Estábamos en el turno de ruegos y preguntas, creo que lo manda el Reglamento, pero qué peligroso. Resulta que la Junta famosa era en sustancia el mismo mecanismo de la Sociedad de Socorros Mutuos de Astorga o del Círculo Mercantil e Industrial de Crevillente. Allí estaba el panegirista fervoroso, pronto (¡pero no tan pronto!) sucedido por otro orador también a favor, o en contra, esto era lo de menos. Porque, qué más alta ocasión (basta tener más de cincuenta títulos) para cumplir un hombre su vocación de tribuno. Le daban la palabra y le acercaban un micrófono, se estiraba la chaqueta, carraspeaba, sacaba los folios y todo era ya posible.
Me interesó como espectáculo, tenía razón mi prima segunda. Y me alegro de que sea prima segunda y no mi prima carnal. ¡Prima carnal!, qué sugerente puede ser el lenguaje. Lo de segunda me rebaja la responsabilidad de la tutela y esa mala conciencia de cuando viene juguetona y me besa, tiene un juego diabólico, primo, dime cómo te gusta, si piquito o si comisura.
Me esperaba en El espejo para que le contara. Iba por el tercer Martini con una tapa generosa de ibéricos. Esta chica.