La hipocondría

Vino a buscarme un director de cine y quería «Las peras de Dios», un relato mío, para hacer una película. Quién te ha visto y quién te ve, me dije, se empieza así y a lo mejor terminas en Hollywood.

Pero es que, además, el director me propuso llevarme de actor. Esto me gustó menos porque el rodaje era en invierno, en parajes de la alta montaña leonesa, con lluvias que probablemente fueran nieve. Intenté resistirme, pero el director era implacable bajo una capa de suavidad, casi de ternura. Llevé el termómetro, llevé unos supositorios.

Luego, todo salió bien en aquel mundo mágico junto a compañeros sanotes y compañeras nada estrechas. El filandón. 252. Toma tercera. Y el clac de la claqueta. Comíamos alegres en cocinas humosas, con un buen fuego de cara pero con las espaldas vendidas y entre corrientes. Las noches, según encartara…

Cuando regresé a Madrid me acerqué temblando a mi médico. Obviamente, ni palabra de aquel rico bacalao sin duelo de la sal; ni del botillo y los chorizos con pimientos picantes; y menos aún de mis bronquios a diez grados bajo cero en los exteriores.

—Está usted muy bien, el electro y la tensión mejores que nunca, cómo se nota cuando me sigue usted el régimen.