De los presidentes de la transición (o Transición), me gusta Leopoldo Calvo Sotelo.
Reconozco que mi opinión es algo subjetiva. Yo imagino que el mandatario cumplía las obligaciones de su cargo y que al caer la tarde —entonces sí— paseaba los jardines velazqueños de la Moncloa, y que si descansaba en uno de los bancos era para releer unas páginas de los clásicos castellanos o de Cunqueiro, hasta la hora en que se sentaba al piano y tocaba a Chopin o a Liszt en sus sonatas y nocturnos más apaciguadores. Si el presidente está sereno, la calma se transmite a toda la nación. Esto pienso yo.
Un día me llamó mi amigo Antonio Lago:
—Te espero el día tantos a cenar en casa. Vendrá Rafael y, si no le fastidian la agenda, vendrá el presidente.
Rafael es González-Gallarza, dirige alguna empresa importante y lee de una manera compulsiva pero sabia, lee todo lo que debe leerse. Antonio Lago fue precoz en asumir responsabilidades públicas, le envidio la permanencia que disfruta en la crónica diplomática, en el ABC: «Perú ha celebrado su fiesta nacional, los hasta ahora embajadores de Italia han ofrecido un cóctel de despedida», y nunca falta don Antonio Lago Carballo.
Y en cuanto al presidente… Nos conocíamos. Hace tiempo que él viaja por carretera de Madrid a su residencia de Ribadeo, y a la ida como a la vuelta descansa con su familia en el Parador de Villafranca del Bierzo, y en el pleno verano es probable que a mí se me vea en la terraza, dándole a mis papeles. Antes dije que en las tardes leerá al Cunqueiro de Merlín y familia, y sé que en alguna ocasión lee también los cuentos de Pereira, pero no me he atrevido a decirlo, lo digo ahora. Leopoldo y yo escribíamos de jóvenes en los periódicos de su comarca, de modo que ya entonces nos sabíamos el nombre. Pero más todavía nos unía el tren que nunca llegó a tener raíles ni estaciones ni locomotoras, solo expedientes abultados de discursos y de odas, de intercambio de rondallas entre las dos villas fraternas, por un ferrocarril que desde el Bierzo mineral saliera hasta el Cantábrico abierto al mundo.
—Ahora podrías hacerlo, presidente, ahora o nunca —le dije a quien mandaba en España, en la euforia del vino que acompañaba los recuerdos.
A Calvo Sotelo hay quien lo tiene por un hombre soso, adusto. Es un error. Su expresión estirada se abre pronto a la sonrisa, que no es impertinente, aunque sí irónica. Él hizo con sus anécdotas el mayor gasto de la reunión. Resultó una fiesta. A la hora de los adioses, Leopoldo se ofreció a traernos a casa en su coche, y que no era molestia, que les quedaba de camino.
El presidente y la señora de Calvo Sotelo estuvieron de lo más sencillo. Una sencillez elegante. Él se puso al volante. Enfilamos la Gran Vía, camino de Argüelles, había mucha animación y en el fondo yo sentía una decepción por tan severo anonimato, que nadie en las calles y avenidas que pasábamos supiera quién iba en aquel coche, potente, pero no ostentoso. Ni un motorista nos acompañaba. Nada. O sea, que yo iba sentado junto a un señor particular que conducía con mesura burguesa.
Me gusta mi mundo, la zona más modesta del barrio. Allí están mi panadero, mi quiosquero, mi fotocopista, el estanco, la última carbonería… Junto a la puerta misma de nuestra casa Leopoldo paró el coche con suavidad, y le rogué que no se bajara. Un intento inútil, y no por mí sino porque también iba mi mujer y él no perdona un deber de caballero. Fue echar pie a tierra el presidente y de unos coches que parecieron salir de la nada surgieron unos hombres que poblaron la noche. Rápidos se repartieron la vigilancia, unos avizoraban los balcones barojianos con persianas de caña y la botella del butano, otros las aceras, la bocacalle inmediata. La escena tenía la estética del poder. Había poca gente a esas horas, pero mi barrio es locuaz. Cuando bajé a mi café con porras en la mañana siguiente, se sabía.