Si mi padre levantara la cabeza y viera con quién cenaba su chico, volvería a morirse del susto:
¡Rediós, Serrano Súñer!
Cuando lo de esa cena, el otrora jefe fascista pasaba de los ochenta años, y aunque ahora vistiese de paisano, algo conservaba de aquella prestancia que en tiempos salía todos los días en el Arriba, y los domingos en el NO-DO, casi siempre rodeado —y por encima— de obispos y generales. Al personaje le gustaba crearse sus propios uniformes. Y a las mujeres les gustaba mucho aquel ministro joven, con sus entorchados bordados en oro y plata, sus correajes, y la gorra de plato que enaltecía aún más su buen tipo.
La cena era íntima, en el comedorcito más reservado de una casa regional en Madrid, y Serrano iba elegante con un traje Príncipe de Gales. Cuando el menú iba promediado y el buen vino ayudando, Serrano se soltó. Hablaba bien y le gustaba hablar. En realidad, fue él quien inventó la dialéctica del Estado, las consignas y los vítores. De Pemán, que algo andaba en aquello, contó con ironía:
—En contra de lo que se cree, era cursi y un pésimo orador. En las Cortes de la República se levantó a hablar entre gran expectación —era la primera vez como diputado— y defraudó a todos, según le reprochó Indalecio Prieto en su respuesta. José Antonio Primo de Rivera también consideraba que Pemán era un latazo hablando.
Todos estábamos prendidos en estas confidencias, y yo me animé, me eché un traguito y le pregunté por Franco, sobre el verdadero carácter de Franco.
—«Trabajador» —fue la respuesta escueta.
Le dije:
—A los españoles corrientes nos parecía un hombre frío. Basta ver cómo una persona da la mano. Fuese a un duque o marqués, a un minero o a uno de aquellos padres de familia numerosa, él alargaba una mano blanda, desanimada. Hitler, tan terrible y duro de corazón, acariciaba a los niños.
—Y a los perros, el Führer hubiera fusilado a quien maltratase a un animal.
—¿Y si el perro fuese judío?
Serrano no siempre contestaba inmediatamente. A veces, como ahora, su mirada azul claro parecía perdérsele pero todo en él seguía despierto y alerta. Hubo un silencio general y él era el protagonista de ese silencio. Había nacido con el siglo, creo que en Cartagena, donde no sé si queda alguna calle o testimonio que lo recuerde. Cuando volvió a hablar, lo hizo empalmando con recuerdos de Hitler, Ribbentrop, el general Jold… También del fascismo italiano, pero eso era otra historia, entrevistarse con Mussolini y el fantasioso Ciano no era meterse a dialogar —¡y a recibir órdenes!— en el nido de hierro del aterrador de Europa. Hitler pidió que el ministro español se presentase inmediatamente («sin excusa ni pretexto», se decía entonces) en el cuartel general alemán para concretar la entrada inaplazable de España en la guerra.
—Salí para Berchstesgaden y me despedí de mi familia sin mostrar mi incertidumbre sobre si regresaría. Con mi uniforme de diario y un uniforme de gala en el equipaje…
Al final de la cena fui yo quien acompañó al personaje a recoger su abrigo en el guardarropa de la Casa. Aunque era una prenda exquisitamente civil, de un cachemir de color beis claro, tenía cinturón y hombreras.