El anacoluto

La llama bailaora cimbrea su ardiente cintura en el hogar: alza la cálida esgrima de sus brazos y su resplandor dora la tinajería de la bodega de Martín.

Lo leí hace años en un libro de cuentos y me gustó.

Si nos ponemos a rizar el rizo, acaso habría yo ahorrado el adjetivo «cálida» para quedarme en la desnudez de la esgrima, ya digo, pijaditas. Pero me gustó mucho. Y tiene su gracia que el autor del libro fuese un capitán del ejército de la República. Meliano Peraile, viejo amigo, fue precoz en ejercer autoridad, creo que a los dieciocho años lucía ya las tres estrellas, y se ve que la vocación está en los genes y dura toda la vida.

Meliano Peraile era un hombre exquisitamente civil, profesor de literatura y bien parecido, de pelo abundante y blanquísimo, y lo que digo de que conservaba la disposición para el mando es por su manera de presidirnos con simpatía pero con reglamento en la comida del viernes en el Gijón, todos los viernes del año.

El restaurante está en la planta de sótano del café, una cueva muy literaria. De los dos empleados serviciales que nos atienden, uno se llama Onofre, y hay sospechas de que está maquinando en secreto una obra voluminosa. Es de León, y los leoneses que vienen a Madrid dan en escritores de novelas. De su compañero de servicio no son conjeturas sino certezas, varios libros con autoría de José Bárcena en el ISBN y una vocación insobornable. También la decoración ayuda. Varias décadas de poesía militante decoran las paredes, cada poema en su marco, con el valor añadido de la ilustración por mano de un pintor de renombre. Un poema mío está según se baja la escalera, justamente enfrente del desembarco, y lo digo, francamente, por si en alguna ocasión quieren honrarme deteniéndose allí un momento.

Nuestro presidente era de La Mancha y era difícil que perdiese los estribos, salvo si tenía que salir como un Quijote en defensa no de huérfanos y viudas sino de la pureza del idioma, no se perdía una crítica de Senabre. Un viernes apareció en la comida un señor de Murcia (como en una comedia de Mihura), y no quedó claro quién lo había llevado a la cofradía. Únicamente, que era el cronista oficial de una villa famosa por sus tomates. Se sentó con modestia, en el extremo de la larga mesa, habló poco pero no tuvo suerte el hombre, dijo que no tenía mucho hambre y Meliano se le tiró a la yugular:

—¡Mucha hambre, coño! ¡El hambre, sí, señor, el hambre, pero cuando es mucha, es mucha hambre!

Pasó tiempo sin que volviéramos a verlo. Un viernes que era de cuaresma, lo recuerdo porque había bacalao, que les gusta mucho a los contertulios, volvió el cronista murciano y en un momento en que raramente se habló de Franco y de sus pantanos dijo con timidez:

—Con sus defectos y todo, yo soy de los que creo que aquel hombre hizo algunas cosas buenas.

A estas alturas de la película, a Meliano le importaba un carajo su enemigo de hace setenta años. Pero se le vio enrojecer de ira por ese «yo soy de los que creo», al de Murcia no le dijo nada y llamó a Pepe Bárcena, que se acercó solícito, con la devoción del autodidacta hacia el maestro reconocido.

—Desde hoy, en esta tertulia —y el capitán Peraile tenía voz de capitán— el que cometa anacoluto no come. ¡Es una orden!