Cuando Ibiza empezaba a ponerse de moda, estuve en Ibiza. En Ibiza, ciertamente, había un sol benigno en pleno marzo y el sexo era fácil. Por entonces yo era un hombre libre. En la plaza Vara del Rey, coloreada de tipos y tipas variados, una de aquellas chicas soltó una paloma que llevaba cariciosamente en sus manos y vino a desearme una feliz primavera. Yo estaba sentado en un poyo de piedra, observando y calentándome al sol. Se sentó a mi lado y con naturalidad me convidó a la mitad de la manzana que estaba mordiendo, yo mordí, y ni pensar en microbios. De un librito forrado con papel de envolver de los almacenes Lafayette me leyó unos versos algo simples de Francis Jammes, justo un poema que recuerdo de mis tiempos en la Alianza Francesa:
Les papillons obéissent à tous les souffles,
Comme des pétales de fleurs jetés vers vous,
Aux processions, par les petits enfants doux.
La chica me había parecido enfermiza, con una falda hasta los pies que se le pegaba a los muslos finos y muy largos, pero cualquier aprensión se te quitaba mirándola a la boca, no puede haber mala salud en una mujer que muerde la fruta con aquellos dientes. Y el color tan vivo de los labios. Yo había alquilado un coche pequeño y casi sin frenos, suficiente para una isla diminuta, y juntos la recorrimos. Juntos también nos acostamos en una venta tolerante, en un pueblo blanquísimo. La flaca tenía un follar laborioso y callado. Lo que más me gustó de la «religión» de esta gente es que nos despedimos sin preguntarnos nuestros nombres.