A las 4 de la tarde, qué horas, una conferencia en Madrid del erudito y patriarcal y extravertido don José Filgueira Valverde sobre auge, menoscabo y recuperación de la literatura gallega. ¡A las 4 de la tarde!
Después, la sacrosanta tertulia del Gijón, que estuvo algo soñolienta, era el abril caluroso de 1977. De allí salimos juntos Garciasol y yo. Ramón de Garciasol (Miguel de nombre civil) es poeta y hombre de musculatura ética, siempre con eso de la hombredad y el decoro. También es mandón, en el café da órdenes para que se cuelguen bien los abrigos. Creo que nos tenemos mutuo afecto y a mí me consiente lo que a nadie. Una vez me hablaba del destino del escritor y la predestinación del poeta y esas cosas.
—Fíjate —me decía—, tú estuviste a morir cuando te operaron, y no te has muerto porque aún tenías que escribir Dibujo de figura (y tal y tal, citándome varias obras). Lo mismo que yo —seguía el poeta de Guadalajara—, a punto de fusilarme los fascistas y aquí me tienes, porque todavía me quedaban muchos versos y testimonios en el alma.
—Pero hombre, Miguel, no compares. Lo mío fue por el pulmón, pero si a ti te condenaron, algo habrías hecho.
Se paró en seco y me miró con sus tiernos ojos de miope, que también podían ser duros. Yo ya me estaba arrepintiendo de mi broma, un humor negro que a lo peor ni tenía gracia. No pasó nada. Habría que ver, si otra persona le hubiera dicho algo así al superviviente de Albatera.
—Vamos por Alcalá —me dijo ahora—, después te acompaño y pasamos por la Casa del Libro.
Anteriormente, cuando pasábamos junto a los centinelas del Ministerio del Ejército, Miguel apretaba el paso. Ver un fusil —decía— le revolvía el cuerpo. Esta tarde, no. Hasta pareció que iba a darle las buenas tardes al militar. Iba cogido de mi brazo, y al llegar frente a Alcalá 44 me obligó a detenerme: —¡Mira!
Sí, era lo que decían los periódicos. De la fachada de la todopoderosa Secretaría General del Movimiento había desaparecido el símbolo descomunal del yugo y las flechas. Garciasol quería ver mi reacción, para él debió de ser un momento sublime. Para mí fue de extrañeza y desconcierto, como si se hubiera afeitado un hombre al que llevara cuarenta años viéndolo con barba. Solo eso. Pero Garciasol es un amigo, hice algo así como levantar los brazos al cielo y dije: —¡Por fin!