Cano y Canito

La revista Ínsula publicó mi cuento «Aquella revolución». Cano, que era el secretario, andaba achuchando a Canito, que era el director, para que se pagasen todas las colaboraciones, como es de justicia. Pero no había manera. Canito le decía a Cano que los ensayos sí los pagaba (moderadamente), pero nunca los poemas ni los cuentos porque hay cantidad de poetas y cuentistas deseosos de publicar sus productos. Esto es verdad, porque quién se resiste a la tentación de ver su trabajo en la prestigiosa página final, quizá ilustrado por Zamorano.

Mi cuento fantástico, como tantas veces ocurre, tiene una fuerte base real. Yo andaría por los diez años. Mi padre era de la CEDA. Mi madre no tanto, porque tenía mucho espíritu crítico: «Pero vamos a ver, Pepe, ¿qué ganas tú pillando mojaduras y disgustos para que tenga votos Gil Robles?». Recuerdo que en una ocasión hubo disturbios en España (mi padre era concejal) y se dio la voz de que venían hacia nuestro pueblo los mineros de Laciana, ¡los mineros!, conque dejamos nuestra casa y marchamos a refugiarnos en casa de la abuela.

—¿Y papá? —le preguntaba yo a mi madre.

—Hijo —decía mi madre—, tu padre está en el Ayuntamiento, están constituidos en sesión permanente.

En mi pueblo somos así de solemnes. Yo, encantado. Los señores del casino, o sea, «los elementos de orden», habían subido al castillo del conde para adelantar allí la defensa. Antes, aquellos señores principales requisaron algunas escopetas en la armería, sarasquetas nuevas que aún llevaban sus etiquetas colgando. Al llegar a la plazoleta del castillo, después de subir la cuesta penosa, el historiador don Dalmiro de la Válgoma y Díaz-Varela, que llevaba cuello duro y lentes de despacho, dijo que debían vivaquear. Discutieron sobre cuál había de ser la voz conminatoria frente a los invasores. «¡Alto al pueblo en armas!», propuso alguien. Pero don Dalmiro fue tajante: «¡Alto a los caballeros en armas!». Lo cierto es que los mineros no aparecieron.

Pero yo soy el narrador, y como no me pagarían ni Cano ni Canito hice de mi capa un sayo. En mi cuento de Ínsula hago entrar a los mineros en la ciudad galopando caballos, toman el casino y la imprenta, requisan doncellas y postales. «Aquella revolución».