No siento ninguna envidia de mis parientes o amigos que tienen finca de recreo en el campo o frente al mar. Llegan para unos días de vacación y siempre tienen cosas que arreglar, problemas con los guardeses. Lo que me gusta es ir de invitado, que no me cuenten vainas y que me mimen.
Un refugio familiar y vividero tengo yo en Polop de la Marina, un lugar con ecos de Gabriel Miró y con aromas y colores de sus Cerezas del Cementerio. El clima es suave en la colina de Teralba que deja ver el mar, aunque en días escasos, los más rigurosos del invierno, el anochecer precoz invita a reunirse en torno a la chimenea, donde la leña quemada huele a las ramas del limonero y el naranjo. A veces venía a Teralba, desde su casa–estudio poco alejada, el pintor Benjamín Palencia. Me parece que al principio me miraba con celos, como si él tuviera el privilegio de ser el mimado, el único en aquella casa.
Era frecuente que Benjamín se ensimismara contemplando el fuego. Cuando rompía a hablar, el tema era la pintura, y eso me parecía estupendo, pero raramente hablaba de la pintura en general o de otros pintores, y mucho de sí mismo, el ya viejo maestro cuidaba de su fama hasta la megalomanía:
—Yo, que soy un gran artista —le he oído decir. Y también—: He regalado a Albacete una serie de obras maestras, cualquier cuadro mío vale una fortuna.
Lo curioso es que estas cosas tremendas las decía con modestia.
—Tengo ochenta años, pero ando en proyectos que un día asombrarán al mundo.
Sin embargo, su voz sonaba tímida, y a sus ojos azul claro asomaba una inocencia solo alterada con mayor o menor frecuencia por un tic nervioso. A juego con los ojos era la indumentaria que llevaba siempre, jerséis variados pero siempre de lana azul y cuello alto, y el pantalón impecable con raya como recién salida de la plancha.
Una mañana me lo encontré en el camino soleado de la Palmosa. Estaba sentado sobre una peña cómoda, con un bloc de dibujo sobre las rodillas, contemplando el paisaje. Me invitó a sentarme a su lado y en seguida habló de lo suyo:
—Vengo por aquí con el caballete, pero hoy no tengo el coche, mi secretario lo ha llevado a revisión a Alicante —y siguió con los secretos de «su cocina»—. Me coloco frente al tema, tengo a mano los tubos. Como primer gesto tomo, por ejemplo, el bermellón, y mancho con él la tela blanca. El color está allí solo, no ha pasado nada. Entonces busco otro color y lo llevo junto al primero. Ya la tela es un interrogante. ¿Se apoyan mutuamente los dos colores? ¿Se repelen, aunque acaso sea una repulsión conveniente? ¿Se son indiferentes el uno al otro?
Benjamín, de vez en cuando, me echaba una mirada y a lápiz rápido trazaba unos rasgos en el bloc. El sol del invierno hace un estado de ánimo feliz y generoso. El pintor me dijo que pensaba hacerme un retrato. ¡Benjamín Palencia!
—Será un honor, maestro. Seguiré dos semanas en Polop, más tiempo, si usted necesita que me quede.
Empecé a pensar en ello, casi una obsesión, como si el retrato fuese la meta de mi vida. Procuraba verme con el pintor. Me hacía el encontradizo. Si él no venía a Teralba, iba yo a hacerle compañía y eran horas de música, Bach y Vivaldi, y para variar Vivaldi y Bach, y el maestro que no soltaba prenda sobre lo mío.
En Madrid, meses después, años. Lo cuento en un momento. Cené con el crítico de arte Ramón Faraldo y su compañera francesa, después de un vernissage sonado. Por presumir de que me muevo en ese mundillo, hablé de mi relación —íntima, dije— con «mi amigo Benjamín» y dije que me había prometido un retrato. Faraldo correspondió con una carcajada y unas palabras que me van a doler siempre:
—Olvídate, hermano. El viejo manchego se lo promete a todo el mundo…