No sé si a lo largo de estas verídicas historias he dicho que en mi pueblo somos enfáticos, no es extraño que Tino el confitero use tarjetas de visita impresas a dos tintas donde figura su nombre y, debajo, como profesión:
De las Artes Blancas.
Esto de las artes blancas viene de tiempos de su abuelo, cuando había un sindicato socialista (o anarquista) donde fraternizaban los panaderos, pasteleros, galleteros, churreros, todo lo que anduviera metido en harina…
Tino va soltándoles competencias a sus hijos pero no abdica de su titulación gremial. Me lo encontré en Santander, que había traído a su mujer a las aguas de Liérganes, y ahora estaba solo, sentado en la terraza de un café céntrico, y miraba el reloj con frecuencia.
Me gusta encontrarme y hablar con mis paisanos, que me cuenten. Suelen ser algo zorreras, van poco a poco, pero al fin se declaran.
¿Y qué hacía en el Paseo de Pereda el afamado artesano de «La Flor del Burbia»? Y el delicado envoltorio que tenía a mano, probablemente con delicias que sus hijos siguen fabricando, ¿qué destinatario? Y si una destinataria, mejor aún para la intriga del caso.
El reloj, el traguito de cerveza, el disimulo de ir tanteando al hablar:
—En esta capital cántabra me hallo yo como en ninguna. Antes íbamos a los baños de Molgas y mi señora, que una escapadita a La Coruña, y todavía nos cuadra entrar en discusiones comparativas. Pero a mí, hoy por hoy, que no me quiten Santander. Hasta dónde llegará mi afición que le tengo preferencia al Banco que lleva el nombre de la ciudad, si no es que la ciudad lleva el nombre del Banco —y señaló para el edificio que teníamos enfrente, grande como una catedral, sólido como una construcción faraónica—, aunque también cuenta una amistad personal que ya va siendo de años.
El confitero de los soportales de nuestra plaza mayor se tomó un tiempo como si quisiera hacerse el interesante.
—Una amistad privativa, como si dijéramos, y no del directorín de la sucursal de nuestro pueblo, sino del de arriba del todo, una figura mundial. ¿Qué digo una figura? ¡Un magnate! El día de San Agustín nadie se acuerda de mi santo, ni siquiera la mujer que duerme en la misma cama, de recién casados sí me hacía una cuelga y esperaba a pillarme descuidado para echármela al cuello. Pues mira lo que te digo, paisano. Un 28 de agosto podría haber un terremoto y estoy seguro de que no me faltaría la felicitación personal, fíjate en esto, per–so–nal, de quien manda en todo bicho viviente dentro de la Entidad, en el último de los empleados y en los señores del Consejo que hasta pueden ser marqueses.
No pudo contenerse y echó mano de la cartera. No tuvo que buscar mucho, me puso delante una tarjeta autógrafa (tal parecía), «A don Agustín Lago». Pero demasiado perfecta la tinta azul de la estilográfica, uno de esos milagros en serie de la informática.
—Conque de hoy no pasa el conocernos vis a vis, aprovechando que el balneario está solo a unos kilómetros —Agustín volvió a señalar para el imponente edificio matriz del Banco—. Me han dicho que vendrá al despacho sobre las doce, la alegría que le voy a dar a don Emilio.