En aquel año, que sería el año 1977 o 78, se sentía un vago ambiente de espera. Yo no sabía lo que esperaba. Me había quedado en mi provincia, y en Madrid es donde todo se cocina. No me postulaba para nada y, sin embargo, me escocía que ni rojos ni azules me preguntasen si quería afiliarme, firmar un manifiesto, ni siquiera la pequeñez de presentarme a concejal. Y el rey, en su palacio, como si uno no existiera. Pudo nombrarme senador. Llamaba en persona por teléfono y con real tuteo borbónico: «Te nombro senador, Fulanito, pero me contestas ahora mismo», ni siquiera hablarlo con la parienta.
Cuando de Madrid me invitaron a una cena de gente importante, en una finca de las afueras, llamé a mi taxista de confianza, que tiene un coche aparente sin ninguna señal de Servicio Público. El taxista de confianza tiene, además, un traje azul marino. Es respetuoso, se lanza a abrirme la portezuela y no se permite ni una demasía.
De aquella invitación de mis amigos voy a poner los asistentes, los que recuerdo, con sus nombres verdaderos, como cuando entré de meritorio en el periódico. Los anfitriones eran los señores de Ruiz–Rivas, don Ulpiano; ella, Mariuca Hernando, hija de don Teófilo Hernando, el médico y escritor que junto a intelectuales como Ortega o Marañón o Pérez de Ayala vivieron aquella otra expectativa —malograda— de la República. Luis Hernando, también hijo del científico y humanista, es el doctor Hernando Avendaño, uno de los padres de la moderna nefrología, y lo acompañaba su distinguida esposa, nacida (¿se dice así?) María José Helguero. Estuve con eminencias que suenan mucho: Sánchez Covisa, Leoz, Botella… Soledad Ortega, la de la Revista de Occidente, cortés en el grado justo, un poco fría y distante. Matilde Urcelay es arquitecto —¿o arquitecta?—, y su marido, editor. Me presentaron al marqués de Lozoya. A Carmen Marañón. Apellidos así. Y gente de León, el doctor García Miranda y su mujer, que me llamarán —dijeron— para que vaya a probar la cecina a su casa de Villasecino, me pareció una de esas invitaciones que luego se olvidan. De León también, Saiz o Sáenz de la Calzada, el arquitecto republicano que acaba de llegar desde el exilio de México. Y un personaje de mucho porte que se llama Fernando Suárez, y fue ministro en el flanco más intelectual y aperturista en el régimen anterior. Fernando es un político de altura. Imaginemos que de pronto lo hacen presidente del Gobierno. Pues le dan una mesa, un par de teléfonos, y en media hora tiene en sus manos el Estado.
Fue una grata ocasión, reuniéndose con notables uno tiene mucho que aprender. Cuando los invitados empezamos a despedirnos de los anfitriones, hasta la puerta principal de la mansión fueron acercándose los autos, imagino que manejados por servidores de mucha antigüedad y respeto.
—¡El coche del señor…!
Dijeron mi apellido y mi hombre se tiró a abrirme la portezuela de atrás, pero ostensiblemente me coloqué delante, a su lado. Que se viera mi condición de «demócrata de toda la vida». Luego me enteré de que esa exhibición está ya muy vista, y es que si tardas en volver a la pomada te comportas como un pardillo.